Depravando a Livia: 18 y 19
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Livia y Jorge al fin tienen una confrontación. Además, la aparición de Valentino produce un enfrentamiento que trastocará fibras.
18. CONFRONTACIÓN
Aníbal envió a Ezequiel para informarme que extendía mi plazo para arreglar las cosas con Livia hasta el próximo lunes 9 de enero. Que no me presionara y que intentara ser comprensivo y tomara decisiones inteligentes. Ese mismo lunes, todos regresábamos a laborar.
Puesto que yo seguía durmiendo en la sala, al amanecer fui a ver a Livia al cuarto, como lo venía haciendo cada vez que quería saber de ella, pero advertí que se estaba duchando de nuevo. La había escuchado ducharse tres veces durante la noche, lo mismo había hecho el día anterior. Era como si quisiera limpiarse de toda culpa, como si anhelara desprenderse del cochambre de su cuerpo y de todas las caricias que tendría que haberle dejado ese viejo o el propio Valentino Russo.
La mujer del servicio contratada por Aníbal hizo el desayuno para Livia, y yo me salí un rato al parque de la urbanización para correr un rato en compañía de Renata, que me había hablado desde muy temprano para preguntar por mi novia y para quedar conmigo. Por fortuna el sol volvía a aparecer en el firmamento, aun si el frío seguía siendo una constante que evitaba desprendernos de los abrigos.
Desayunamos una hora después en un portal que estaba a dos manzanas al norte de mi apartamento, y conversamos de cualquier cosa, menos de Livia. Al mediodía regresé a casa y Bacteria me recibió con un apego muy particular que se había vuelto más asiduo durante los últimos días.
Malena, la mujer del servicio, seguía en la cocina. Me ofreció algo para comer pero yo me negué. Aunque no quería encontrarme con Livia, me resigné a que tenía que entrar al cuarto para meterme la ducha, que era la única que teníamos, pero en mi trayecto oí gritos producto de una fuerte discusión que se producía en el interior del mismo.
La mirada contrariada de la cocinera me informaba que Livia tenía visita. Vi en el perchero de la entrada un bolso que no era suyo.
Cancelé la misión de ir a ducharme y fui a la cocina por un vaso de agua.
—¿Hace cuánto que Leila está aquí? —le pregunté a Malena—. Me refiero a la chica que discute con mi novia en nuestra habitación.
La mujer cuarentona vaciló un poco antes de responder:
—Casi tres horas, señor Soto, desde que usted salió.
Salí de nuevo de casa y di dos vueltas más a la manzana. No tenía ganas de escuchar la discusión que mantenían las dos amigas, seguramente una culpando a la otra de tan desagradables experiencias. Fatigado, volví casi a la una de la tarde. Vi el perchero y supe que Leila se había ido. Entré al cuarto y Livia estaba recuperándose del disgusto que acababa de pasar con Leila. Permanecía recostada en el alféizar mirando a la nada. Todavía llevaba puesto el camisón de seda.
Me duché y luego me vestí con ropa abrigadora. Iba saliendo del cuarto cuando ella me dijo:
—Yo sé que piensas que soy un monstruo, Jorge, pero no es así. Si te fallé en algún momento fue por no darte tu lugar, pero no porque te haya engañado con nadie. Yo sigo siendo tuya, completamente tuya. Lo que hizo Leila para separarnos es horrible, y te juro que ya he puesto punto final a nuestra amistad. No quiero tenerla en mi vida.
Tragué saliva. Todo el oxígeno se condensó en mi pecho y mis sienes comenzaron a palpitar.
—Ni tú ni yo estamos preparados para hablar de esto ahora —le hice saber, y escuché cómo mi voz escapaba sin fuerza, como un simple soplido.
Nuestras miradas se encontraron. Ella parecía perturbada, y sus resuellos eran intensos.
Me quedé anclado en el suelo. Mi cuerpo no respondió. Mi alma se sacudía. Ella esperó una respuesta de mi parte. No la tuvo y volvió a resollar.
—Yo no soy esa mujer perversa que piensas que soy —insistió, pero más parecía quererse convencer ella misma de su propia aseveración antes que a mí—; me tendieron una trampa en la que caí vilmente, por estúpida, por ignorante, por ingenua, por lo que tú quieras.
—No quiero seguir hablando de esto —rugí temblando cuando ya no pude soportar sus mentiras. Era evidente que estaba ideando una coartada que me hiciera recular.
—¡Me robaron mi anillo, Jorge —me enseñó su dedo anular vacío—, y se lo pusieron a otra chica para que se hiciese pasar por mí!
La sangre hervía en mis venas, y esas imágenes del auto moviéndose en medio de un enjambre de hombres que se masturban mirando el espectáculo pornográfico de adentro quemaban mis recuerdos.
—¡Pusieron droga en mi bebida! —Continuó excusándose—. ¡Lo puedes corroborar en los estudios médicos que están en el folder de mi alta! ¡Después me llevaron al auto de alguien que no recuerdo y ahí me quedé dormida! Quisieron propasarse conmigo, pero Leila lo evitó, fue lo único que esa traidora hizo por mí. Lo importante es que sepas que yo no era esa chica del auto, ¡no era yo!
—Estoy seguro de que hay videos en la red que pueden destruir tu mentira, Livia, ¿lo sabes?
—La única perjudicada sería Leila, porque al parecer la otra chica llevaba una máscara puesta. ¿Tú por qué crees que esa otra chica que se hizo pasar por mí llevaba la máscara en el rostro? ¡Para que no la vieras, pues de otra manera te habrías dado cuenta que no era yo! ¿Es que es tan difícil comprenderlo? Leila quería destruir nuestra relación, y no le importó idear este perverso plan para lograrlo.
—¡¿Cómo puedes ser tan mentirosa, Livia?! —Estallé—. ¿Es que no comprendes que entre más me mientes más asco me das? —Mi forma violenta de hablar la sorprendió—. ¿Por qué no te haces cargo de tus errores y admites que me has estado engañando todo este tiempo, y que esa noche fue el culmen de tus golferías?
—¡¿Cuáles golferías, Jorge?! ¡Si tú sabes quién soy yo, la crianza que tuve y mis límites! Te repito que yo no te he sido infiel nunca. ¡No me puedes acusar de forma tan horrible si me conoces bien!
—No, Livia, no. Ya no te conozco. Creímos conocernos el uno al otro, más yo a ti que tú a mí. Y mira la causticidad en que nos vemos envueltos: ahora somos dos extraños que se miran sin mirar, que se sienten sin sentir, que se odian sin odiar. ¿Y sabes qué es lo peor? que, pese el desdén que siento por ti, te sigo queriendo, y tú no lo mereces, tú no mereces ninguno de mis padecimientos ni ninguna de mis lágrimas, porque me haces sufrir, cada vez que te siento, cada vez que te pienso, cada vez que te escucho… mil espadas agujeran mi pecho hasta traspasarme, hasta hacerme doler, hasta matarme sin matar.
—¡Jorge, no me digas eso, por Dios, que me rompes por dentro!
—¡Nadie en este puto mundo puede estar más roto de lo que estoy yo, Livia!
—¿Por eso me rechazas, Jorge?, ¿por eso no duermes conmigo?, ¿porque en verdad piensas que me acosté con otro?
Me fue inevitable lanzar una carcajada de despecho, amarga, voraz.
—¿Tú también me vas a decir lo mismo que Leila, que nada de lo que vi la noche de las carreras fue cierto? ¿Es que en verdad las dos me quieren tratar como un pendejo?
—¡¿Por qué no me crees?! —elevó la voz, angustiada—, ¿qué clase de monstruo crees que soy para meterme a un auto y tener sexo con Leila y otro hombre delante de un puñado de barbajanes?
—¡No quiero escucharte, Livia, porque no me eres sincera! ¡Sólo quiero que asumas tus errores y me dejes ir! Porque ¿sabes qué? Me iré de tu vida. ¡Me desapareceré de tu mundo e intentaré renacer! Si ahora me he quedado contigo es porque yo soy un caballero, y, a diferencia de ti, no podía ser tan cruel y abandonarte cuando más me necesitabas.
—¿Qué? ¡No! ¡No! —Livia se levantó de golpe y corrió hasta mí, rodeándome con sus brazos, apretándome fuerte—. ¡No puedes marcharte, no puedes abandonarme, porque tú me amas, porque yo te amo… porque yo nunca te he sido infiel!
Intenté rechazarla, pero su aliento, su fragancia, su aura me hipnotizaba. Me dolía amarla tanto. Aunque… en el fondo sabía que a quien amaba era a la Livia de mis recuerdos, no a esa que tenía frente a mí.
—¡Livia, está decidido, me iré de tu lado, y Bacteria se viene conmigo! —Luché por empujar esas palabras que salían de mi boca como si fuesen espinas—. Tú y yo ya no podemos tener un futuro luego tantas mentiras, de tantos engaños, de tanto dolor…
—¿Es que no vas a luchar por nuestro amor, Jorge, ni siquiera un poquito? —me acusó, sin soltarme, llorando desesperada. Yo tenía mis brazos en mis costados, sin reaccionar, completamente ateridos—. ¿Es que vas a romper con todo así sin más? ¿Así de fácil? ¿Esto es lo que vale nuestro amor para ti?
—Te doy el camino libre, Livia —le dije con mis ojos llorosos, el corazón haciéndoseme pedazos. Era tan complejo decirle que me iba cuando lo que quería era quedarme, abrazarla y no soltarla nunca—. Yo no seré un impedimento para que seas feliz y ejerzas tu sexualidad como te plazca… aunque me duela….
—¿En verdad me estás abandonando? ¡No puedes hacerme esto, Jorge! ¡No debes!
—Hasta ayer pensaba que había perdido la batalla al intentar retenerte a mi lado, Livia, pero ahora soy consciente de que nunca hubo tal batalla. Yo peleé solo en una guerra sin oponentes. Yo mismo era mi propio oponente. Tú nunca me amaste.
Livia se apartó de mí, limpió sus lágrimas y me observó con resentimiento, con desilusión y tormento.
—¿Cómo puedes ser tan cobarde para tirar la toalla sin luchar, Jorge? ¿Es que no sabes que en todas las relaciones hay disgustos, problemas… errores, y que son precisamente estos los que nos fortalecen cuando sabemos superarlos?
—¡Me estoy haciendo fuerte, Livia! ¡Estoy tomando decisiones! ¡Estoy defendiendo mi honor, pero tú no me lo pones sencillo!
—¿Ahora es cuando gritas? —exclamó dolida—. ¿Ahora es cuando eres fuerte? ¿Ahora es cuando tomas decisiones? ¿Ahora es cuando defiendes tu honor? ¡Te supliqué cientos de veces que hicieras acopio de carácter, fuerza y voluntad! En cambio, nunca gritaste cuando tu hermana me humillaba en tus narices, burlándose de mí, degradándome, avergonzándome incluso ante sus amistades. Nunca antes fuiste fuerte cuando todo el mundo te trataba como un inútil en la oficina, cuando te gritaban y te imponían trabajos absurdos. ¡Nunca tomaste decisiones, ni siquiera con la más sencilla de todas, de ir al urólogo para que te operara la fimosis que tanto daño nos hizo en la intimidad! ¡Nunca defendiste tu honor ni siquiera el día que aquél hombre se me encimó en el bar! Por el contrario, me culpaste a mí de no reaccionar ante una situación que, te recuerdo, era inédita para mí pues nunca antes estuve expuesta a semejante falta de respeto.
—¡Fuiste cobarde, Jorge, fuiste débil, y es justo ahora cuando has tocado fondo que me culpas de todo, te vas por la puerta fácil y me abandonas porque eres cobarde, porque siempre huyes de los problemas y nunca los enfrentas! ¡Pues no, Jorge, no lo admito, no lo tolero y no lo consiento! ¡Yo me haré cargo de mis culpas, pero hazme el maldito favor de tú también asumir las tuyas, carajo!
Tuve que retroceder para poder asimilar cada una de sus palabras. No me esperaba que me gritara de esa manera ni que me hiciera sentir culpable de algo en lo que ella tenía mayor responsabilidad.
—Tú no eres la Livia que conocí —me sinceré.
—¿Cuál? —siguió gritando—. ¿La pusilánime que tenía miedo incluso a la mirada de su madre? ¿O la Livia apocada y manipulable en la que me convertiste? Porque ahora mismo te digo que esta, la que soy ahora, es la que siempre tuve que ser, y la que he aprendiendo a forjar a base de golpes de la vida. En cambio… tú no cambias… quieres ser el mismo hombrecito de siempre, ¡por eso te vas!
—Y si nunca te he dado la talla, Livia, si siempre te he parecido un pelele, ¿por qué me has querido mantener contigo? ¿Por obsesión? ¿Por capricho?
—¡Porque eres mi novio, porque… te amo… porque… eres importante para mí! Y eso implica amarse, aceptar los errores de tu pareja. —De nuevo cogió mis manos, y las recogió hasta su pecho, donde podía sentir sus fuertes pálpitos—. Tú eres mío Jorge, y yo soy tuya, y a donde tú vas yo voy, ¿lo recuerdas?
—¡Basta ya, Livia, quiero que te calles!
—¡Porque, a pesar de todo, te amo, porque soy débil… porque… tú sabes bien cómo manipularme y eso me revienta! —No podía controlar el nudo de mi garganta ni las lágrimas que me caían a borbotones.
Livia me soltó las manos de nuevo y se acercó a mí. De tanto retroceder para alejarme de ella choqué contra el muro opuesto. Allí me atrapó ella, frotando mis mejillas con sus dedos, acariciándome, aplastándome sus corpulentos y duros senos sobre mi pecho.
—No sabes lo importante que es para mí que me digas que me amas; eso… me hace feliz. Pecosín, no puedes ser tan orgulloso, sobre todo, porque no me odias, sólo estás enfadado conmigo, tú mismo lo acabas de admitir. —Se puso de puntillas y comenzó a besar mis comisuras, mi boca, mi cuello, y yo intentaba rechazarla, pero no podía. Mi amor y pasión por ella eran superiores a mí—… lo que hice… fue una travesura sin importancia…
—Basta ya, Livia… —no quería ceder, mas su cuerpo me seducía, su aliento, su voz, sus caricias.
—Mira, Jorge, aprovechemos este tiempo, el que nos ha dado Aníbal, esos seis meses, porque sí, anoche que estuvo conmigo me lo contó todo. Él ya me había anticipado que tú querías abandonarme, aunque no sé hasta qué punto él sabe de nuestros problemas. Pero, Jorge, por favor… quiero que llevemos la fiesta en paz. Probemos eso, ¿quieres?, todos merecemos segundas oportunidades, y yo la merezco. Déjame demostrarte que nunca te he sido infiel con nadie, ni con Valentino ni con… ese hombre que dices haber visto en el auto.
Su mano descendió a mi bragueta, yo abrí un poco las piernas por instinto y comenzó a acariciarme. Gemí al sentir cómo sus dedos se cerraban sobre mi paquete de una forma tan soez que resultaba inédita para mí.
—Dame la oportunidad para demostrarte lo mucho que te amo. No perderemos nada con intentarlo, salvo tiempo. Pero el tiempo es relativo cuando se trata de solucionar problemas.
Con su mano libre se deshizo de los cordones de su bata y ésta se precipitó sobre el suelo, apareciendo sobre mí dos hermosos y grandes senos cuyos pezones se erigían duros, rosados, en medio de dos grandes aureolas que los coronaban.
—Seis meses, Jorge, hasta el día de las elecciones. Si para entonces tú sigues sin confiar en mí… te juro que yo misma me voy de tu lado.
Estaba desnuda, extraordinaria, hermosa, fulgente, y yo con la irrefrenable ansiedad para cogerla de las nalgas, estrujárselas, llevarla a la cama, ponerla en cuatro y follarla como la zorra que era. Con gran dificultad me contuve, aunque mi corazón estallaba dentro de mi cavidad vertiginoso.
—Sólo quiero que no nos faltemos al respeto, cielo… —continuó, metiendo su mano libre por debajo de mi camisa, arañándome con sus uñas—. Quiero que nos toleremos; que intentemos vivir en armonía porque tú sabes bien yo soy una mujer apacible, pacífica, tranquila. Sólo te pido eso… una oportunidad para demostrar lo que te amo.
Cogió mis manos y las llevó a sus enormes pechos, calientes, duros, tersos. Y me hizo estrujarlos. Su carnosidad me volvía loco, y sus pezones duros enterrándose en mis palmas me mataban de gusto.
—Soy tuya, mi amor… ¿lo sabes?, completamente tuya. Cada parte de mi cuerpo te pertenece solo a ti —con sus manos cerró mis dedos sobre sus tetas para estrujarlas más fuerte. Ella jadeó de placer y comenzó a contonearse, como si un falo invisible se estuviese metiendo entre sus piernas. La sangre me hervía cuando dirigió mis manos hacia sus laterales, haciéndome acariciar su cintura, sus potentes caderas, sus muslos… su tersa entrepierna. Y las dejó allí un rato, con la intención de que mi debilidad fuese tan frágil que decidiera meter mis dedos en su vagina—. Mis pechos te pertenecen… mi vulva, mis nalgas, mis piernas, mis ojos… mis labios, mi boca, mi lengua…
Pero fue justo cuando Livia intentaba meter su mano dentro de mis pantalones deportivos que la sujeté de la muñeca, le di la media vuelta y me alejé de ella, diciendo:
—Si acepto la proposición de Aníbal… no será ni por ti ni por él. —Suspiré hondo para recuperar la cordura que se esfumaba de mi cuerpo cada vez que Livia me seducía. Me obligué a pensar en la herencia, en la promesa de Aníbal de entregármela una vez cumplido el plazo, en que tenía que recuperar lo que era mío y hacer valer la voluntad que habían dejado mis padres por escrito—. Esto implicaría una serie de condiciones que tú y él tendrían que cumplir a cabalidad.
—¿Qué…? ¿Qué condiciones? —se sorprendió ella de que hubiera una esperanza en mis palabras.
—Para él hay algunas. Para ti sólo dos.
Livia, desnuda delante de mí, estaba entre fascinada por mi cambio de discurso y la posibilidad de darle esta segunda oportunidad y un tanto angustiada por no saber el trasfondo de mi plan.
—Si ambos aceptan mis condiciones, ten la seguridad de que yo también aceptaré vivir contigo durante los próximos seis meses.
Livia abrió los ojos y esbozó una gran sonrisa, pero aún con las reservas que le generaban mis enigmas.
—Sabes que sí, amor… Sabes que aceptaré cualquier cosa que me pidas —me prometió ilusionada.
Esperaba que dijera eso, por eso continué:
—Mi primera condición es que no volverás a ver a Valentino Russo nunca más, o al menos no mientras se cumpla el plazo de los seis meses en que viviremos juntos. Después podrás hacer lo que quieras.
—Eso tenlo por seguro —respondió en automático—, el lunes mismo presento mi renuncia al puesto como su asistenta personal. Pero… ¿cuál es la segunda condición?
Vacilé un poco antes de decírselo;
—La segunda condición es que tú y yo no volveremos a dormir juntos nunca más...
El lunes me presenté a primera hora en el despacho de mi cuñado, (luego de que Lola me autorizara la cita) quien me recibió con un gesto expectante, esperando mi decisión.
—Lo he pensado mucho, Aníbal, y acepto tus condiciones, siempre que tú aceptes las mías.
Aníbal dejó de hacer lo que estuviera haciendo y me observó. Su sonrisa fue de gran satisfacción.
—Suena cruel decirlo, cachorrito, pero no me sorprende. Te conozco tanto que sabía que al final ibas a acceder a esto. Eres tan predecible, que pareces programa unitario de televisión.
Aborrecía que me tratara como un estúpido. Que sí, que toda la vida lo había sido. Pero ya no. Y una de las razones por las que accedí seis meses a fingir ser la pareja perfecta con Livia era esa, demostrar que ya no era el mismo estúpido de siempre. Además, mi propósito más importante era conseguir mis bienes, que por derecho me pertenecían, y demostrarle a todos, sobre todo a él, que yo no era un pusilánime.
—Mis condiciones son que no me podrás obligar a casarme con Livia al final de los seis meses si yo no lo considero prudente. Ante el mundo ella será el amor de mi vida, si tú quieres, pero dentro de las paredes de mi casa, yo no tendré ninguna obligación de cruzar palabra con ella si no se me da la gana.
—Segunda cosa —lo interrumpí—: sé que ahora Lola asumirá el puesto que tenía Valentino como tu coordinadora de campaña. —Aníbal me observó de forma expectante y sombría—. Pues bien, yo quiero el puesto de Lola, para ser a partir de ya el secretario general de tu oficina. No, no, no me digas nada, que no quiero un «no» por respuesta. Y por favor, a más tardar mañana envía un comunicado de prensa, oficial, con tu firma, donde señales de forma precisa la destitución de Valentino Russo como tu jefe de campaña, así como las personas que serán los que reemplazaremos las vacantes, incluyéndome. Quiero que ese cabrón sufra una humillación pública y que le arda el culo de rabia.
La expresión de Aníbal era de perplejidad. No estaba acostumbrado a que nadie lo mandara callar ni mucho menos que le ordenaran cosas. Pero, si quería mi ayuda, entonces tendría que tragar con todo, así como yo iba a tragar con lo demás.
—Tercero: tienes estrictamente prohibido decirle a Livia absolutamente nada sobre la herencia que me dejaron mis padres. Una palabra tuya y el trato se termina.
Mi cuñado tenía la expresión en la cara de una olla hirviente que ha alcanzado su máxima presión y está a punto de explotar.
—Y cuarto: quiero que me compres una casa en una buena zona, donde se supone viviré con Livia en esta falsa actuación. Y la quiero pronto, que ya no tengo ningún motivo para fingir ante Livia que adoro vivir en la austeridad que me prodiga ese cuchitril que tengo por apartamento.
Allí fue cuando mi cuñado tuvo ocasión de recuperar el habla y despotricar:
—¿Crees que en Monterrey hay una casa mejor dónde vivir que la mansión Soto, la que tus padres te heredaron, Jorge? Es que a veces yo no sé si tú eres imbécil por defecto de fábrica, o te fuiste perfeccionando con el transcurso de los años.
Ignoré su comentario despreciativo y le aclaré:
—Precisamente por respeto a la memoria de mis padres es que no voy a usar esa mansión para este perverso jueguito. Para mí esa mansión es pura, y no la quiero profanar así, metiendo a una chica que no la merece. Esa será mi casa cuando me haya casado con el verdadero amor de mi vida. Así que, por favor, quiero que me compres una casa de tu propio bolsillo, no de mi herencia, y, si es posible, que tenga dos cocheras y un jardín grande donde pueda andar mi gato.
—¿Algo más quiere el señor? —me preguntó Aníbal con ironía, poniéndose en pie y echándome una mirada monstruosa y de incredulidad.
—Sí —le dije, también poniéndome de pie con una sonrisa burlona—, que tenga piscina, por favor, y un salón para juegos de billar.
Y sin dejar que me respondiera si aceptaba o no mis condiciones, me salí de su oficina cantaleando el himno del partido «Alianza por México, para un progreso verdadero… paz, respeto y moral…»
Supe que mi cuñado había accedido a mis peticiones cuando, a la mañana siguiente, leí en todas las redes sociales del partido e informativos importantes del partido el siguiente comunicado:
A semanas del inicio oficial de las campañas políticas por la alcaldía de la capital del Estado de Nuevo León, Monterrey, el partido conservador “Alianza por México”, ha enviado un comunicado de prensa desde La Sede, anunciando la destitución del joven y exitoso empresario Valentino Russo Sarcos, como jefe de campaña del candidato Aníbal Augusto Abascal y Bárcenas, quien será reemplazado por la licenciada María Dolores Fernández Ruiz.
Otros cambios propuestos al comité del partido son los siguientes: la licenciada Livia Estefanía Aldama Cortines, como asistente personal del doctor Abascal, en tanto que el licenciado Jorge Enrique Soto Galvin ha sido propuesto como su secretario general.
19. REINSERCIÓN
Muchas cosas habían cambiado durante las últimas semanas, y de momento, casi todas eran para bien. Leila fue despedida el mismo día en que me presenté con Aníbal para decirle que aceptaba su proposición de volver con Livia durante los próximos seis meses, de los cuales ya había pasado uno. La excusa fue la inmoralidad de los videos que aparecieron en redes sociales donde se exhibía la mejor amiga de mi novia follando en el interior de un vehículo la noche de las carreras.
Todo fue un escándalo. Olga Erdinia tildó el despido de esa loca como un atentando contra las garantías individuales de los trabajadores respecto a su vida privada, insistiendo en que habían faltado a sus derechos humanos y podría ser tipificado como violencia de género. Leobardo Cuenca, actual presidente municipal, aprovechó la polémica para denostar a nuestro partido, especialmente a Aníbal Abascal, denunciándolo de misógino y de promover en Monterrey un «conservadurismo extremo» que sería un peligro para la región si él ganaba las elecciones del próximo junio.
Mientras se resolvía tal controversia, yo me libré de aquella mujerzuela a la que ya no podía ver ni en pintura.
Reconozco que cuando se filtraron esos videos tuve un ataque de pánico al pensar que Livia podría resultar ensuciada si se comprobaba que ella era la chica de la máscara. Afortunada o desafortunadamente, nada pasó a mayores.
La fiscalía mandó borrar esos videos de la red, pero Fede consiguió rastrear tres de ellos. Muy a su pesar los analizó a detalle, aun con el dolor que le suponía ver a su ex novia rebotando de placer sobre una verga que no era la suya, resultando ineficientes sus conclusiones para identificar si aquella chica de máscara de látex era Livia. Los espejos empañados, la mala calidad de los videos y la oscuridad del exterior complicaban la hazaña.
Livia y yo nos fuimos a vivir a una urbanización residencial cerca de San Pedro Garza García, que se acomodaba exactamente a mis necesidades, aunque quedaba un poco lejos de La Sede.
La casa era lo suficientemente grande para estar alejado de ella cuando no la quería ver. Era amplia, de muros altos de cristal y con dos jardines separados por un camino de losetas de mármol que llevaban al vestíbulo. Había una gran sala de estar, una sala de juegos, cuatro habitaciones con sus respectivos baños (dos en la planta alta y dos en la baja), una piscina en el patio trasero y una sala de gimnasio en la segunda planta donde ella se la pasaba tonificando su cuerpo y yo iniciando con mi nueva faceta fitness «Te vas a poner como un buenazo, cabrón» solía decirme Pato cada vez que me visitaba y me encontraba haciendo rutinas de ejercicios.
Livia nunca me preguntó sobre cómo conseguí aquella casa, pero noté su innegable asombro y se estaba acostumbrando a darme mi espacio y a no molestarme cuando yo no le hablaba.
Los primeros días Bacteria se la pasó saltando, corriendo y rompiendo todo lo que encontraba a su paso, hasta que un día lo amenacé con echarlo a la piscina si seguía de cabrón y, como si me hubiera entendido, pronto se adaptó a su nuevo hogar y se convirtió en un gato mucho más decente.
Aquella casa, sin nuestra complicidad, me parecía más grande y fría de lo que en verdad era. Por su parte, Livia permaneció incapacitada para ir a trabajar las primeras semanas posteriores al reingreso a La Sede, y aunque yo trataba de mostrarme indiferente con ella, mi parte más humana y enamorada no podían evitar sentirse preocupados, lo que me llevaba a buscarla a cada momento. Mi habitación estaba en la segunda planta al otro extremo de la que ella había elegido, con vistas a las montañas occidentales por donde pasaba un gran lago que en tiempos de lluvias era rebosante.
Sería cosa de percepción, o me pareció que Bacteria con el tiempo perdonó cualquier ofensa que Livia le hubiese podido hacer en el pasado. El enorme gato negro comenzó a seguirla, a posarse sobre su regazo y a dormir en su habitación. Me alegró. Tampoco me gustaba que estuviese sola todo el tiempo, sobre todo cuando yo me iba a La Sede a trabajar, y aunque llegué a decirle que tenía mi beneplácito para invitar a su madre o alguna de sus tías, ella nunca accedió.
Nunca había temido más amigas que Leila… y ahora ya ni eso.
—Malena, ¿vino alguien hoy con la señorita Aldama? —solía preguntarle a diario cuando llegaba de La Sede a la mujer de servicio que Aníbal había contratado para Livia y que ahora era la responsable ya de todas las labores de la casa, siendo su principal función atender a mi novia y contratar a la lavandera y a las personas del aseo.
—Nadie, señor Soto —respondía ella con una sonrisa amistosa.
Algunas veces la escuché despertarse gritando a la mitad de la madrugada producto de horribles pesadillas en las que, ella decía, se trataban sobre mi muerte. Una ocasión sentí tanta pena por ella que me quedé en su cuarto sentado en el sofá de la esquina.
Hubo otros días en que, sin que ella se diera cuenta, agarré mis cobijas y me dormí afuera de su cuarto por si sus crisis nerviosas se intensificaban yo poder estar cerca para socorrerla.
A pesar de todo me dolía verla triste, sin ánimo, buscando mi mirada y yo rechazándola todo el tiempo, cuando lo que más quería era abrazarla, cuidarla y perdonar todas sus faltas. Porque… hubiera pasado lo que hubiera pasado, a esas alturas del partido yo ya no sabía si en verdad alguna vez me había sido infiel o si, como ella me lo decía constantemente (y yo anhelaba que fuera así) todo lo que había ocurrido habían sido simples argucias de Leila para separarnos.
¿Cómo saberlo? ¿Cómo olvidarlo? ¿Cómo redimirla?
De cualquier manera… algo me alejaba de ella.
Últimamente Livia se levantaba temprano y preparaba ella misma mi desayuno, cosa que me hacía sentir bastante raro con una amalgama de sentimientos que iban de la ternura a la incomodidad. Incluso a partir del último fin de semana, todos los días comenzaron aparecer mensajes en el baño de mi habitación escritos con su labial, como los que solíamos escribirnos en el pasado, cuando éramos felices.
“Que en ningún día deje de salir el sol para ti”
Ella volvió a La Sede el lunes 13 de febrero, y aunque Fede y Pato solían mirarla con rechazo, en el fondo yo estaba feliz de tenerla cerca. Y es que lo que me daba seguridad era que ahora sería la asistenta personal de Aníbal Abascal, (de quien yo era su secretario general) un tipo a quien, a pesar de su terrible carácter, le tenía bastante confianza. Reinsertarse de nuevo a una rutina en la que estuvo ausente tuvo que haber sido difícil para Livia, pero creo que lo consiguió maravillosamente.
Con Valentino lejos de nosotros, mi vida casi volvía a ser plena.
Mi oficina era la misma que había ocupado Lola en su momento, situada al inicio del pasillo, por donde reubiqué a mis dos amigos para tenerlos más cerca. Por cierto, Mirta abandonó sin ninguna explicación a Pato y a Valeria a principios de febrero, lo que resultó un duro golpe para mi amigo y era hora que no lo podía superar.
Por su parte, Livia fue instalada en un despacho que estaba casi enseguida de la de mi cuñado, al fondo, para que las distancias entre ellos no fuesen tan prolongadas y Livia pudiera estar a su orden cada vez que éste la mandaba llamar, que era bastante frecuente durante los últimos días.
Lo único que no me gustaba era que su sensual forma de vestir y maquillarse siguiese siendo la misma de los últimos meses; faldas cortas de sastre donde se le insinuaban sus espectaculares nalgas, tacones altos que estilizaban sus apetecibles caderas, pantimedias a tono con su falda y pequeñas blusitas de botones en las que solían marcarse sus colosales pechos.
Me daba pena que un día Aníbal me dijese en privado que por favor persuadiera a Livia a fin de no vestir de forma tan… provocativa. Pero, contra todo pronóstico, nunca ocurrió.
Los actos de campaña comenzaron el domingo 26 de febrero en medio de un acto masivo en la macro plaza de Monterrey donde hubo música en vivo y un apasionado mitin de parte de Abascal que animó a las miles de personas que se congregaron en la explanada.
Mis funciones como secretario general fueron las de identificar y organizar mítines de campaña en urbanizaciones con gran poder de influencia entre la sociedad regiomontana, así como encargarme de administrar las redes sociales de Aníbal Abascal y de delegar a los encargados de marketing de La Sede los conceptos de publicidad con que debíamos vender la imagen de Aníbal.
Encima tenía que trabajar de la mano con Lola, una extraordinaria pero estricta mujer, que era la nueva jefa de campaña, y cuya prioridad era la de proteger la integridad física de Abascal y de su gente, ya que semanas atrás habían encontrado desmembrado en las inmediaciones de la ciudad a Gilberto Serrano, un redactor de «El diario regiomontano», lo que indicaba que los tiempos electorales iban a estar marcados por violencia hacia los candidatos o articulistas.
Aunque no me lo decía, mi cuñado estaba sorprendido de que estuviese desempeñándome en mis nuevas responsabilidades con tanto esmero y responsabilidad, y que fuese capaz de organizar, delegar y controlar como si tuviese años de experiencia.
Lo que él no sabía es que mis clases del máster en Gestión de Administración Pública que tomaba por las noches en la universidad de Monterrey desde la segunda quincena de Enero, gracias a Patricio, me estaban sirviendo para que mi trabajo fuese irreprochable.
Mi relación con Renata iba de mejor en mejor; a veces se pasaba por la oficina y me llevaba gomitas de colores, mis favoritas, aunque a Livia no le gustara en lo absoluto su presencia conmigo.
En verdad que todo iba perfecto, hasta que esa tarde del 28 de febrero, luego de salir de la oficina, pues Livia se había sentido un poco mal como a eso de la una de la tarde y Aníbal la había llevado a nuestra casa, me dirigí al aparcadero con la intención de ir a verla, antes de dirigirme a la universidad, (cuyas clases eran de 8 a 11 de la noche de lunes a jueves) y me encontré a Valentino Russo, que me esperaba sentado sobre el cofre de mi Audi blanco que acababa de comprar la semana pasada.
Sólo verlo significó para mí una ofensa hacia mi ego. No podía olvidarme de todo lo que me había hecho y el odio que sentía hacia él se acrecentaba cada vez que oía incluso su nombre.
Me abominó mirarlo allí, radiante, cínico y desvergonzado. Sonreía victorioso, burlón. Llevaba puesto unos pantalones sofisticados que se adherían a sus anchas piernas y sus muslos. Su camiseta de botones lucía como lo haría cualquier chulito de mierda que gusta de ostentar un cuerpo musculado como el suyo.
Iba a gritarle un «¿Qué mierdas haces aquí, sobre mi auto?» pero me dije que debía actuar con cautela para que no se quedara con la satisfacción de que me había humillado y que su recuerdo siempre me recordaría esas horribles imágenes de Livia consigo. Así que elegí las palabras acordes a mi postura y se las dije:
—¿Viniste a ver cómo se ve Lola sentada en la oficina que te pertenecía? ¿O… a lo mejor a recuperar un poco de la dignidad que perdiste el día que se hizo pública tu destitución como colaborador de La Sede y Aníbal te corrió como un perro?
Valentino dio un salto, sin perder la sonrisa que llevaba en la boca. Yo retrocedí. Ese tipo era enorme, y con guantazo podría mandarme a España si se le daba la gana.
—Ammm —murmuró, entornando sus ojos negros que intentaban fulminarme—. A decir verdad, vine a hacer mi acto de caridad del día. Aníbal me encargó hace tiempo que te convenciera de que tu novia y yo nunca… follamos. —De pronto se echó a reír como un hijo de puta, burlándose de mí, de mi dolor y de mi fracturada dignidad—. Pero bueno, que me creas o no, eso ya es cosa tuya.
—Si solo viniste a eso te puedes largar por donde viniste —lo desafié, perdiendo los papeles—, por si no te habías dado cuenta, hace casi dos meses que Livia y yo vivimos juntos en una nueva casa. Hemos recuperado nuestra relación y nos vamos a casar el junio próximo —le medio mentí.
—¿En serio? —simuló sorpresa, abriendo los ojos con fingido asombro. Avanzó un poco más hacia mí, asechándome con rabia—. ¡Me encantan los finales felices, pequeño Ganso! Sólo espero recibir la invitación de tu boda con anticipación, ¿eh?
—Ya te dije que si era todo lo que tenías que decirme, puedes largarte ya —lo volví a encarar.
—Sí, sí, ya me voy —continuó con su mismo gesto irónico de siempre—, que no creas que siento una gran satisfacción de estar delante de ti y no poderte romper la cara de pendejo que tienes.
Bufé. Esto se me estaba saliendo de las manos.
—Muy pendejo y todo, cabrón, pero por lo menos yo sigo aquí, triunfando. En cambio tú… ahora andas de lame botas. —Lo miré de arriba abajo como si estuviese embarrado de mierda—. Mejor que te vayas, Valentino, porque aquí no eres bienvenido por nadie.
—Despreocúpate «cachorrito», que ya te dije que sólo vine hacer mi acto de caridad del día. Y es que fíjate que supe que tu preciosa novia había perdido el anillo de compromiso con el que le pediste que se casara contigo el año pasado, ¿es así? —No le respondí. La rabia aún me trastocaba cada vez que respiraba—. Pues lo que son las cosas, «cachorrito», que precisamente esta mañana, mientras mi criada aseaba mi casa, justo detrás del cabecero de mi cama, lo encontré.
Su comentario hizo estragos en mi orgullo y golpeó muy fuerte mi dignidad. Mi respiración se volvió densa, casi asfixiante.
—Aquí lo tienes, princesito, que tampoco me gusta quedarme con cosas que no me pertenecen.
Su sonrisa fue letal cuando retrocedió y puso en el cofre de mi carro una pequeña bolsa negra de papel que me generó gran desconfianza. Ni siquiera hice por acercarme a la bolsa para revisarla, pues todo era tan raro que hasta llegué a pensar que adentro había una bomba de tiempo que me estallaría en la cara nada más abrirla.
El Bisonte me sonrió, sobre todo cuando escuchó que Pato se apresuraba a acercarse a mi costado, rabioso.
—Mejor que te vayas a la chingada, Valentino —vociferó mi amigo al llegar a mi lado como una fiera—. Bastante daño le has hecho a Jorge para que todavía tengas el descaro de venir a burlarte de él.
—¿Daño, dices, Patito feo? —se carcajeó el Bisonte lanzándole una mirada asesina—, pero si me acaba de decir que se ha reconciliado con Aldama y que se van a casar en el verano. Lo que no me dijo fue si será antes o después de las elecciones.
—Mira, Valentino, mejor que te largues —lo desdeñó retándolo—, porque nunca le he partido la cara a un pendejo un martes a las siete de la tarde, así que mejor que te vayas a descular hormigas a otro lado, muñequito de trapo, a no ser que quieras ayudarme a cumplir con mi nuevo record.
—Por cierto, Patito feo —le dijo Valentino con crueldad—, que bueno verte, pues a ti también te traigo un recuerdo que te manda tu amada ex novia Mirta. Mira, se las acabo de quitar justo hace una hora.
Apenas había sacado unas bragas húmedas rojas del bolso de su pantalón con las que pretendía humillar a Patricio cuando éste se le dejó ir a puños directo a la cara y a las costillas hasta hacerlo escupir sangre por la boca. Valentino reaccionó atrapando los puños de Patricio, para luego lanzarlo contra el suelo, en donde lo amartilló a patadas.
—¡Seguridad! —grité cuando hice acopio de toda la fuerza que me fue posible para lanzarle un puñetazo de perfil a Valentino que al menos me permitió librarlo de mi amigo—. ¡Seguridad, ayuda!
Cuando menos acordé, Pato ya se había levantado del suelo e impactaba sus puños en el pecho y cara de su oponente, mientras éste desaforaba su ira detonando golpes certeros y bastante violentos sobre mi amigo. Valentino era mucho más fuerte que Pato, estaba claro, pero mi amigo tenía la destreza, maña y habilidad para enfrentarlo y defenderse sin ninguna dificultad.
Fui lanzado de espaldas cuando intenté separarlos, en tanto ambos se desmadraban a golpes y la sangre comenzaba a destilarles por la nariz.
—¡Te voy a destrozar, perro pordiosero! —le gritaba Valentino mientras golpeaba a puños duros en la cara de Patricio Bernal.
—¡Destrózame si quieres, hijo de puta! —le respondía el otro, impactando sus rodillas sobre su abdomen—, pero nada borrará de la historia el hecho de que Casandra me haya preferido a mí.
Si hubo alguna vez una mujer que Valentino pudo haber amado (si es que en verdad la amó), fue Casandra, una preciosa chica que conocíamos en común y que estuvo en disputa entre él y Pato hasta que ella eligió a mi amigo.
Ella murió de una sobredosis en una fiesta que organizó Pato en su casa siete años atrás, y desde entonces mi amigo nunca más vivió en paz. Los remordimientos y los «si hubiera hecho esto o hubiera hecho lo otro» siempre lo iban a acompañar. El vacío que dejó Casandra dentro de su pecho fue tan grande, que por eso se enamoró de dos chicas, de Valeria y Mirta, y era demasiado triste pensar que ni siquiera ellas dos lograban cubrir el hueco que había dejado Casandra sobre él.
Encima Mirta lo había abandonado (y aunque no era mi culpa, yo me sentía culpable de esto) y Valentino se presentaba ante él para echarle en cara que ahora él se la estaba follando.
—¡Tú la mataste, perro asqueroso! —le reclamaba Valentino con rabia—. ¡Tú mataste a Casandra y yo te voy a matar a ti!
No me di cuenta de que Pato estaba llorando de impotencia, odio y culpa, pues la sangre y el sudor se confundían entre sus mejillas, hasta que Valentino mismo se lo dijo:
—¡Llora, perro, eso es, quiero ver que sufras!
A estas alturas ambos se habían soltado. Me interpuse entre ambos y esperé que ya se tranquilizaran. Los dos estaban doloridos y lastimados, mas no tenía idea de qué les dolía más, si la golpiza que se habían propinado o el recuerdo de Casandra en sus vidas.
—¡Nunca te voy a perdonar que la hayas inducido a las drogas, Valentino! —lo acusó Pato, agitado, limpiándose la sangre de su ceja reventada—. ¡Yo lo único que consumía con ella era marihuana, mas no esas drogas químicas con que la enviciaste! ¡No jugaste limpio cuando te rechazó, cabrón, y sólo drogada te la pudiste follar, así que a mí no me culpes de su muerte, que el único responsable eres tú, y eso jamás te lo voy a perdonar cabrón de mierda!
—¡A mí no me perdones nada, perro castroso! —bramó Valentino, enjugándose la sangre de su nariz y de su boca—. ¡Mejor perdona a tu «mejor amigo» Jorgito por no haberte dicho nunca que Mirta me estaba mamando la verga la noche de las carreras! ¿O es que sí te lo contó?
Sentí que todo mi cuerpo se estremecía, que una oleada de frialdad recubría mi alma y que una máquina demoledora trituraba mi pecho. Me dolió a madres la mirada de Pato cuando buscó mis ojos, como buscando una respuesta o una sonrisa de mi parte que le hicieran saber que todo se trataba de una broma.
Valentino ya se había largado en su BMW cuando Pato, todavía conmocionado, acercándose a mí y palmeándome la espalda, me dijo:
—No le hagas caso, Jorge, yo sé que sólo lo dijo para jodernos. Ese tipo es una escoria humana y no tiene sentimientos.
Pero él comenzó a desconfiar cuando vio que yo no respondía, que mis labios temblaban intermitentemente y que mis ojos aguados no podían ocultar la culpa que sentía.
—Nunca he entendido por qué traiciono siempre a las personas que más quiero —le dije casi sin aliento, al borde del llanto—. A Raquel… a ti… que eres casi como mi hermano.
Patricio dobló un poco el cuerpo hacia el suelo para contener los dolores de sus costillas y evitó mi mirada, suspirando muy fuerte.
—No tuve el valor para decírtelo en su momento, Patricio, y aunque no es una justificación, me encontraba bastante mal en esos días, tú lo sabes… Además tuve miedo que hicieras una locura si te enterabas.
Patricio volvió a gemir, sin mirarme a la cara. No sabía si era por el dolor de los golpes o el dolor que le causaba mi traición.
—Mirta… ella trató de… Ella me ofreció sexo a cambio de que me callara. Lo hizo el día que fuiste al OXXO. Por eso me fui de tu casa. Pero antes de marcharme le hice prometer que te contaría todo, o al menos, que se iría y los dejaría libres, a ti y a Valeria.
Pato se incorporó un poco, sollozando, se limpió los restos de sangre que le escapaban por las comisuras y, sin mirarme, me dijo con la voz quebrada.
—Quiero que sepas, Jorge, que el día que te esté llevando la chingada… yo estaré ahí, para ti, como siempre, porque yo sí te quiero y te soy leal, y te juro, pelirrojo, que aunque supiera cuánto dolor te causaría una verdad… yo nunca le ocultaría nada a mi mejor amigo… Adiós.
—¡Pato, por favor perdóname! —intenté ir detrás de él, sintiéndome la peor basura del mundo—. ¡Yo no pretendía lastimarte!
—¡Déjame! —me gritó mientras se dirigía a su camioneta, dolorido, y se iba.
Y yo me quedé allí, como imbécil, lagrimando, con un nudo en el estómago, carcomiéndome los remordimientos por dentro, sabiendo que era posible que por mis putas inseguridades acababa de perder a mi mejor amigo.
Me sentía fatal, pues por querer evitarle una decepción a Patricio, ahora de todos modos se la había provocado, pero conmigo como responsable. Tenía que hablar con él, pedirle perdón y ser más convincente en mis justificaciones.
Pero entonces me encontré con aquella estúpida bolsita negra en el cofre de mi vehículo, donde se supone estaba el anillo de compromiso que le había regalado a Livia el año anterior.
Sólo por curiosidad abrí la bolsa y me encontré con una asquerosidad que me colmó de rabia, indignación e impacto.
Era verdad que allí dentro estaba el anillo de compromiso, como Valentino me lo había anticipado; lo que nunca me esperé fue encontrarlo en el interior de un condón repleto de lefa.