Pervirtiendo a Livia: Cap. 1 y 2
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Cuando la inocencia se convierte en pecado, no queda más remedio que convertir esa inocencia en una dulce perversión.
1. MI AMOR POR LIVIA
Lo que más me gustaba de Livia era su forma de gemir cuando hacĂamos el amor, aun si lo hacĂa con timidez tras cuatro años de noviazgo y dos de vivir juntos. Era como si a Livia le pareciera un pecado mortal gritar y jadear como respuesta al hormigueo que sentĂa justo en el interior de su encharcada vagina cada vez que la penetraba o acariciaba su clĂtoris con mis dedos o mi lengua.
—Gime, cielo, gime —le pedĂ, removiendo mi pene dentro de su sexo—, no te cohĂbas, mi ángel, los gemidos y los gritos son expresiones naturales del placer. —Ella suspiraba, agitada, emitiendo soniditos cachondos que, por el contrario, no lograban convertirse en gemidos—. A veces se grita y se llora de dolor y de tristeza, Livia; en el sexo se grita de placer.
Livia estaba sentada sobre mis testĂculos, con mi pene encajado dentro de su estrecho coñito, donde lo removĂa como si fuese una cuchara meneándole a la olla. Con sus piernas rodeaba mi columna lumbar, de donde se aferraba cada vez que subĂa y bajaba. Sus uñas se enterraban en mi espalda y sus labios me comĂan por poco la oreja izquierda, donde tenĂa su cabeza, presa de la excitaciĂłn, sollozando.
—Ahhh… por Dios… Jorge… —logré que al menos evocara esas palabras.
A Livia le daba vergĂĽenza expresar sus excitaciones durante el sexo. Apenas hablaba y, cuando lo hacĂa (a duras penas), era porque estaba verdaderamente caliente, como esa noche… que estaba cachonda de manera inusual.
—Gime más, mi ángel, suĂ©ltate… dime guarradas —la instĂ©, sintiendo cĂłmo sus mĂşsculos vaginales se contraĂan y apretaban mi trozo de carne a travĂ©s del condĂłn.
Aquella era una sensaciĂłn delirante, casi inĂ©dita para mĂ. ÂżPor quĂ© Livia estaba tan mojada esa noche? ÂżQuĂ© habĂa de diferente en esa ocasiĂłn a las otras para que incluso el obsceno sonido de los chapoteos (resultado de la abundante humedad en su vagina) a travĂ©s de las embestidas fuera tan sonoro e impĂşdico? Muy pocas veces la habĂa hecho humedecerse tanto como esa noche. De hecho, hasta donde recordaba, Livia jamás se habĂa mojado en abundancia.
Por eso, aprovechando su predisposiciĂłn para su entrega durante el sexo, insistĂ en que gimiera; que gritara, que me dijera lo mucho que le excitaba que la penetrara. Pero, al parecer, ahĂ sĂ que continuaba intransigente.
—No puedo… —lloriqueaba, apretando la mandĂbula en tanto el chapoteo de nuestras penetraciones se dejaba oĂr en nuestro cuarto.
—¡Dime que te gusta que te meta el pene hasta el fondo, Livy!
—¡Vamos, mi Livy! ¿Sientes la humedad de tu chochito? ¡Estás apunto de correrte, cielo! ¿Lo sientes? ¡Por fin estás apunto de correrte!
—¡Para, Jorge, para… por favor! —comenzĂł a lloriquear, empleando esos quejidos y lamentos semejantes a las asiáticas de las pelĂculas porno.
—¡Dime que te lo haga más duro! ¡Dime que te gusta cĂłmo te lo hago! ¡Dime guarradas…! —insistĂ, mientras ella aceleraba las cabalgadas en cada segundo, aun si continuaba con su peticiĂłn de parar, cuando era ella la que habĂa tomado el control de la situaciĂłn.
El sonido de sus nalgas chocando contra mis muslos en cada embestida era lo que más morbo me estaba generando en ese momento.
Y volvĂ a sentir esa humedad caliente que me mojaba. ¡Carajo! ÂżEso serĂa un orgasmo? ÂżPor fin Livia estarĂa experimentando un orgasmo, su primer orgasmo? Pudiera ser. Aunque no tenĂa mucha práctica en esos temas (mi lista de experiencias sexuales con fĂ©minas se reducĂa a tres), yo sabĂa que los orgasmos femeninos se notaban cuando la chica en cuestiĂłn convulsionaba y, si la excitaciĂłn era tal, hasta podĂa llegar a producirse una eyaculaciĂłn femenina, los famosos squirt que, para entonces, sĂłlo habĂa podido mirar en los videos porno.
ÂżEn verdad aquella mujer tan chorreante era Livia, mi Livia, mi inocente e inexperta Livia?
AcariciĂ© su espalda y la empujĂ© aĂşn más hacia mi pecho, de manera que sus hermosos senos se aplastaran contra mĂ. SentĂ sus duros pezones calientes sepultarse en mi piel, y de nuevo sus uñas arremetieron contra mi espalda.
—Ay, bebĂ©, bebĂ©, mi cielooo —gemĂa.
Estábamos bañados en sudor, y los sonidos de nuestros cuerpos desnudos restregándose entre sà era un casi apoteosis.
—¡Oh, sĂ, mi Livy, aprieta más mi pene, apriĂ©talo más con tu coñito mojado, asĂ como te estás contrayendo!
—Por Dios… Jorge… —gimoteó en mi oreja como si se estuviese desvaneciendo—, para… por favor… para… siento que…
No sĂ© cĂłmo conseguĂ sujetarla de sus poderosas nalgas (si era un tanto escuálido), a fin de levantarla y ser yo quien la penetrara durĂsimo desde mi posiciĂłn. La penetrĂ© lo más fuerte que pude, pues mi problema de fimosis no me dejaba acelerar como querĂa; y ella gimoteĂł. QuerĂa que explotara en un orgasmo y gritara de placer. Mi mayor fantasĂa era que detonara un chorro de fluidos vaginales y me empapara las piernas y los huevos.
—¡Es un orgasmo, pequeña… lo que estás apunto de sentir es un orgasmo… no te contengas!
—¡Jorge, para, por favor… siento… como si…. Quisiera hacer… pipĂ… como si quisiera orinar…!
—LibĂ©rate, Livy, suelta tu cuerpo, dĂ©jame a mĂ, pequeña… dĂ©jame a mĂ.
Mi pene debajo del látex del condón estaba tan sensible y encantado de esconderse dentro de sus acuosos y carnudos pliegues, dentro de su caverna caliente y estrecha, que estuve seguro que en cualquier momento iba a eyacular.
—¡Jorge… Sácamela, por favor, Jorge…!
—¡Jorge, para… no quiero… siento… un fuerte hormigueooo… ganas… de orinar…!
Las piernas me vibraron, y pronto sentĂ un cosquilleo intenso que fue ascendiendo hasta mi pene.
—¡Córrete, cielo… córrete, Livy, eso es un orgasmo…!
—¡Me da vergüenza, no puedo, no puedo…!
—¡Suéltate… estás muy mojada… tu panochita está vibrando! ¡Suéltate, Livia, suéltate! ¡Mójame los muslos, las piernas! ¡Córrete, princesa!
El coño de Livia comenzĂł a palpitar como nunca antes lo habĂa hecho: vibraba de forma intensa sobre mi falo (que de por sĂ ya casi tenĂa todo mi semen en la punta del glande) al tiempo que sus piernas se sacudĂan y de su garganta escapaba un ligero bramido.
—¡No! ¡No! ¡NOOO! —gritó al fin.
Justo en ese momento Livia se echĂł hacia atrás, emitiendo un fuerte sollozo, saltĂł sobre la cama y se posicionĂł en el otro extremo, al tiempo de que yo me corrĂa en el condĂłn. ¡Diablos! Livia habĂa decidido quitarse antes de que su orgasmo llegara.
¡Carajo! ¡Carajo! Casi lo habĂamos logrado, su eyaculaciĂłn femenina, ¡casi habĂamos conseguido que mi Livia explotara en un fascinante squirt! Pero ella habĂa tenido miedo, vergĂĽenza… otra vez, como siempre.
Menos mal yo habĂa logrado correrme… pero ella no, si lo estaba disfrutando, porque estoy seguro de que lo estaba disfrutando, Âżpor quĂ© se habĂa apartado?, Âżpor quĂ© se habĂa negado al placer?
—Lo siento, bebé… pero no pude —me dijo con la voz temblando, escondiendo su cara con una almohada.
—Hey, hey, preciosa, tranquila, ¿qué ocurre?
—Te defraudo, siempre te defraudo.
—¡No, mi ángel! ÂżCĂłmo puedes decir algo asĂ? —intentĂ© consolarla—. ÂżHas visto cĂłmo me he corrido? ¡Me pones cachondĂsimo, mi amor! ¡Es una locura sentir tus nalgotas rebotando contra mis testĂculos y mis piernas!
—Pero tĂş no quisiste terminar —me lamentĂ©, rodeándola con mis brazos. Atraje a Livia, poniendo su esbelta espalda sobre mi pecho, y con mis manos acariciĂ© las enormidades carnosas de sus senos. Livia acomodĂł su gordo culo sobre mi polla (que se habĂa desinflado dentro del preservativo) y allĂ se acurrucĂł, dejando caer su cabeza junto a mi cuello, triste—. Ese es el problema, mi ángel, que nunca te permites… llegar hasta el final. ÂżPor quĂ© no te das la oportunidad de sentir esa experiencia? ÂżHas visto cĂłmo te has mojado hoy, cariño? ¡Ha sido bestial, cachondĂsimo! ¡Nunca te habĂas mojado tanto como esta noche!
—Lo sé… —dijo con un tono de asustada, todavĂa lloriqueando—, no lo entiendo. Ha sido muy raro. Nunca… me sentĂ tan… asĂ.
AcariciĂ© su cabello color chocolate y besĂ© sus hombros. Estaba tensa. Desde esa noche en que Livia volviĂł a la oficina por su bolso estaba seria, tensa, nerviosa. Por suerte durante el sexo se habĂa comportado de una manera inusualmente receptiva, pero ahora que todo habĂa terminado, la volvĂa a sentir rara.
—¿Hay algo por lo que estuvieras más cachonda que otros dĂas, Livy? —quise saber—. ÂżLeĂste alguna de las novelas erĂłticas que te regalĂ©?
Aquella habĂa sido una idea que se me habĂa ocurrido para promover que Livia perdiera el miedo al sexo, regalarle una novela romántica (sĂ, porque ella era muy romántica) con tintes erĂłticos (de momento una trama erĂłtica ligera). Me dije que si le tomaba el gusto a esta clase de historias, con el tiempo, a lo mejor, querrĂa replicar conmigo algunas escenas.
—Bueno —murmuró ella un poco intranquila—, pudiera ser que haya influido la lectura de ese libro.
—Debe ser asĂ, Livy, porque, en serio, nunca te habĂas mojado tanto como hoy.
Ella emitiĂł un Ăşltimo gimoteo.
—¿Me contarás quĂ© fue eso que leĂste que te puso tan… cachonda?
—Jorge, por favor —sorbió la nariz—, me da pena hablar de esas cosas contigo.
—Está bien, Livy, no me lo digas si no quieres. Pero, por favor, sĂguelo leyendo, que mira tremenda noche hemos tenido.
—Pero no lo hice bien, al final lo arruiné todo —se volvió a entristecer.
—Lo hiciste maravilloso, mi ángel —volvà a besar sus hombros mientras mis manos acariciaban sus dos enormes pechos y los amasaba.
¡Joder! Eran tan carnudos y grandes, que la polla me volvió a palpitar.
—Lo único malo fue que te diera miedo correrte, princesita.
—Es que me da mucha vergĂĽenza, Jorge… —se sincerĂł lloriqueando de nuevo como una niña. Y quizás sĂ, lo era, a sus escasos veinticuatro años, ella lo era, una pequeña e inocente niña con cuerpo de mujer, expuesta a las insanas fantasĂas de su novio. Yo era mayor que ella apenas con tres años—. CreĂ que me orinarĂa encima de ti, bebĂ©, y se me fue el libido.
—Pues eso, bebĂ©; que sentĂ un hormigueo intenso dentro de mi… sexo, que se extendiĂł sobre mi vientre, mulsos y mis piernas. Y de pronto sentĂ como si fuera a explotar por dentro, como si un chorro de orina fuera a escapar y… me asustĂ©: eso propiciĂł que toda la calentura que llevaba dentro se apagara como por un interruptor. ÂżTengo algo malo en mĂ, Jorge? —me preguntĂł llorando—, Âżacaso serĂ© frĂgida?
—No, no, Livia —sonreĂ—. Si fueras frĂgida no podrĂas siquiera mojarte. Y tĂş te mojaste hoy en exceso. Y cuando estás caliente los pezones se te ponen duros —me prendĂ© de sus pezones sonrosados con las puntas de mis dedos y los estirĂ© hasta que emitiĂł un sexy gemido—. Yo siempre he dicho que eres una mujer muy cachonda, pero con miedo a liberar tu sexualidad.
—¿Y… cómo se hace eso… de liberar tu sexualidad? —quiso saber, removiendo su culo sobre mi entrepierna para acomodarse mejor.
El movimiento me puso duro otra vez. Ufff, Livia.
—Dejándote llevar, mi Livy, olvidándote de prejuicios absurdos que sĂłlo provocan que sientas que tener sexo es malo, como te hicieron creer las amargadas de tus tĂas y madre. Mira, mi ángel, tienes que tenerme confianza. Llevamos cuatro años de relaciĂłn, dos viviendo juntos, y precisamente dos años cohabitando. Si todo marcha bien, el prĂłximo año nos vamos a casar (para que tu madre deje de odiarme por lo que considera que es, tenerte viviendo en amasiato), y por tal razĂłn es momento de que nos redescubramos ambos sexualmente. Como ves, yo tampoco es que tenga mucha experiencia, pero aprendo cosas viendo pelĂculas… de esas que tĂş odias que yo mire. Pero ya ves que, si bien no son un manual de sexo, al menos me dan ideas para implementarlas contigo.
”Claro que no tengo valor para proponerte todas ellas, porque no quiero forzarte. Pero, estoy seguro, que en algĂşn momento podremos experimentar. La innovaciĂłn en el sexo es un gran aliciente para evitar caer en la rutina y monotonĂa, mi ángel.
—Tengo miedo de que me dejes por otra, Jorge…
Tal despropĂłsito de su parte me hizo reĂr a carcajadas. ÂżCĂłmo se le ocurrĂa cosa semejante?
—¿Con lo que me costĂł conquistarte, mujer?, Âżcon lo que me costĂł convencerte de que yo era un muchacho digno para ti?, Âżcon lo que me costĂł que te fijaras en este pelirrojo pecoso y horrendo que ni en sueños creyĂł que una mujer como tĂş se fijarĂa en Ă©l? Estás loquita, mi preciosa.
—Eres un pelirrojo guapĂsimo —dijo, girando su cabeza para darme un besito—, por eso me da miedo que me dejes, por no cumplir tus expectativas.
—¡Primero me entierro clavos al rojo vivo en cada una de mis pecas antes que cambiarte por nadie, mi ángel! ¡Eres una diosa en todos los sentidos! Además de hermosa, eres muy cariñosa, afable, simpática, trabajadora. ÂżNo lo ves? Y, como digo, la cereza del pastel: tienes un cuerpo glorioso. ¡Todos querrĂan tener en sus manos ese enorme trasero que posees! ¡Todos quisieran comerse tus pechos!ÂżCĂłmo puedes decir eso? ¡Nunca te dejarĂa por nadie, Âżoyes bien, Livy?! ¡Jamás! Y con mi aspecto de lerdo tampoco es como si tuviera oportunidad.
—Tampoco digas que todos quieren comerme…—sonrió al fin, limpiándose las lágrimas e incorporándose. Livia era una mujer espectacular—. En La Sede yo siempre he sido un cero a la izquierda para todos, tanto como profesionista como también como mujer.
Livia y yo trabajábamos desde hace cinco años en un partido polĂtico (donde nos conocimos), al que llamábamos La Sede; el nĂşcleo principal de un partido conservador. Livy entrĂł de becaria a La Sede en el área de prensa (haciendo notas publicitarias que su primer jefe se adjudicaba) y, cuando se licenciĂł de la carrera de relaciones pĂşblicas, fue contratada formalmente aunque quedĂł en el mismo miserable cargo; la Ăşnica diferencia es que ahora le pagaban y antes no.
Yo no tenĂa un mejor puesto que ella, pues me desempeñaba como el secretario del secretario de la secretaria de mi cuñado AnĂbal (que estaba casado con mi hermana mayor, Raquel) que fungĂa como uno de los dirigentes del partido polĂtico, y que ahora mismo se destacaba por ser uno de los dos aspirantes en las primarias internas para ser elegido como el candidato para contender a la presidencia municipal de Monterrey, Nuevo LeĂłn, el prĂłximo año.
—Es que soy bastante ordinaria y sin gracia, Jorge —suspiró.
—Pero ¿tú qué dices, mujer? —me molestaba su falta de autoestima.
Su madre y sus solteronas tĂas se habĂan encargado de mermar el carácter de mi novia. La habĂan sobreprotegido demasiado, sesgando su personalidad; reprimiendo su temperamento, con el Ăşnico propĂłsito de convertirla en una rĂ©plica exacta de ellas mismas; amargadas, con complejo de inferioridad y con rencor hacia los hombres.
Mi suegra solĂa culpar a mi prometida de que su padre las hubiera abandonado, recordándole cosas horribles como “tu padre querĂa un varĂłn, pero naciste tĂş Livia, y no lo pudo soportar, por eso nos dejó”. Luego estaban las dos tĂas cotorras sesentonas, la señorita Angustias y la señorita Caridad (de esas mujeres mal folladas que se la pasaban de argĂĽenderas todo el dĂa mirando a la gente desde el balcĂłn) que no se cansaban de decirle: “las mujeres sĂłlo venimos a sufrir a este valle de lágrimas, Livita: nunca esperes nada bueno de este mundo”, “Nunca confĂes en los hombres: ellos sĂłlo te quieren para perderte, robar tu virtud y dejarte.”
Todas estas situaciones habĂan convertido a Livia en una chica frágil a la que le daba miedo enfrentarse a la vida. Y ahĂ estaban las consecuencias: una mujer tĂmida, retraĂda e incapaz de defender sus derechos laborales en el departamento en el que se desempeñaba.
Por fortuna, allĂ habĂa aparecido yo: Jorge, su Jorge, su pecosĂn; un hombre que, aun si no era tan rebelde o severo, (más bien idealista y romántico) habĂa conseguido rescatarla del tĂşnel de la mediocridad en la que la habĂan mantenido enterrada esas odiosas mujeres, razĂłn de más para que ellas me odiaran con todas sus fuerzas y yo no las tolerara.
—Livia, ¿en qué quedamos?, en que te ibas a dar tu lugar como mujer.
—No es cierto: ahora mismo te has demeritado. Has dicho que eres ordinaria y sin gracia.
—Pues es verdad —dijo, poniĂ©ndose en pie para meterse a la ducha. HabĂamos quedado sudados y necesitábamos lavarnos—. En el departamento, es hora que nadie ha valorado mi trabajo. Y con lo otro… tĂş dices que soy una diosa, Jorge, pero nunca, jamás de los jamáses nadie me ha mirado como tĂş crees. O al menos no me miran con la morbosidad con que miran a la alzada esa de Catalina Ugarte.
Catalina era una mujer voluptuosa y guapa de algunos treinta y muchos años, (no más guapa que mi linda niña, por supuesto) con cara de sexosa y pervertida que, sin embargo, era muy elegante y aparentemente Ăntegra.
—¿O sea que te gustarĂa que te miraran con morbosidad? —le preguntĂ© con curiosidad, viendo cĂłmo su estrecha cintura se contoneaba a fin de que sus dos enormes nalgas chocaran una contra la otra mientras se dirigĂa a la ducha.
—No, no —intentó componer su respuesta—, quiero decir que…
—¿A ti te gustarĂa ser parte de las fantasĂas erĂłticas de nuestros compañeros de La Sede? —En verdad que estaba pasmado.
—¿A ti te gustarĂa que se masturbaran hasta correrse pensando en tu culo y tus tetas?
—Basta ya —dijo abriendo la regadera.
SaliĂł a los quince minutos, oliendo deliciosamente a jabĂłn y champĂş de flores y la continuĂ© atosigando. No me podĂa creer lo que Livia habĂa dicho.
—¿Entonces, Livy?, Âża ti te gustarĂa que te miraran con la morbosidad con que miran a Catalina Ugarte?
—Por supuesto que no. Si serás enfermo, Jorge —me recriminó, tirando la toalla y contoneándose desnuda por la habitación en busca de sus cremas de noche.
Verla asà de buena cerca de mà me puso caliente otra vez, pero ella era de las que evitaba tener sexo después de ducharse. Me quité el condón, fui al baño y me duché. Luego volvà al cuarto.
—Enfermo no, Livy, pero es que, en serio, estás mal si piensas que nadie te mira… teniendo la belleza y cuerpo que tienes. Además a la mayorĂa de los hombres les gusta la carne fresca… y tu edad es la ideal.
2. MI AMOR POR JORGE
Livia era dueña de unas facciones muy finas; nariz pequeña y recta, ojos color chocolate claro, pestañas abundantes y espesas que ofrecĂan a su mirada una inocencia diabĂłlica: tenĂa labios mullidos, carnosos, que contrastaban violentamente con la pequeña dimensiĂłn de su rostro. PoseĂa un cuello esbelto y elegante.
De sus ojos chocolates irradiaba una tenue luz de encantadora inocencia, que lo mismo traslucĂa paz como sensualidad.
Aunque Livia era toda una mujer, exteriorizaba involuntariamente una expresiĂłn aniñada que la hacĂa lucir extrañamente obscena. Sin darse cuenta solĂa morderse su carnoso labio inferior cuando estaba nerviosa o ávida de algo, ignorando el efecto lascivo que causaba en los hombres. Mi joven novia venĂa de una familia de clase media, extremadamente religiosa y conservadora (como ya dije antes), criada en un colegio de monjas donde habĂa aprendido que el sexo era cosa del diablo y que Ăşnicamente debĂa ejercerse para procrear, no para satisfacciĂłn personal.
Si de por sĂ habĂa supuesto para ella un verdadero pecado venirse a vivir conmigo sin habernos casado, mucho más lo fue cuando comenzamos hacer el amor. Era hora que no me dejaba penetrarla a pelo, pues decĂa que ese serĂa lo Ăşnico sacro que nos quedaba para la noche de bodas. AsĂ que me tenĂa que conformar con el condĂłn.
Por fortuna aparecĂ en su vida para contradecir su ridĂcula teorĂa, y aunque ahora era más suelta y menos quisquillosa para follar, todavĂa le faltaba mucho por aprender (y no es que yo fuera un experto en las artes amatorias, pero al menos era capaz de tener muy claro lo que querĂa experimentar).
Yo tambiĂ©n era tĂmido y tranquilo, pero en menor medida. Al menos entre uno de los dos debĂa de caber la prudencia.
Livia, pues, era un ángel proveĂdo por deliciosas e inmodestas curvas que cuando estaba desnuda hacĂa que la sangre ascendiera hasta mi polla y se pusiera más dura que un mástil. Y es que era un hecho sumamente paradĂłjico saberla tan recatada, con un rostro seráfico, infantil y tierno, y que al mismo tiempo poseyera un delicioso culo, redondo, enorme y señorial, como obsequiado por el mismo Asmodeus, el demonio de la lujuria y la perversiĂłn; su culo era de esos culos grandes que son potentes, carnosos, duros y que te aplastan los testĂculos cada vez que la penetras hasta el fondo, de esos culos que de tan grandes y carnosos hacen que tu polla parezca del tamaño del dedo meñique.
Caderas anchas, en las que podĂas pasar tus manos toda la noche y no terminar de acariciarla.
En mis fantasĂas solĂa verla con zapatillas altas de plataforma, vestiditos cortos, escotados y con trasparencias, embutidos en su voluptuoso cuerpo, que apenas le cubrieran las nalgas y los pechos.
Y presumirla, sĂ; que los hombres me envidiaran y se masturbaran pensando en ella, odiando, a su vez, que fuese yo el Ăşnico que se la comiera, de pies a cabeza.
En Livia idealicĂ© una a mujer lujuriosa, pervertida, adicta al sexo, traviesa, juguetona, coqueta, y que siempre estuviera dispuesta amarme. A mĂ. SĂłlo a mĂ. Siempre a mĂ.
También codiciaba con recelo admirarla usando un par de diáfanas medias de red o de seda negras o rojas que se enfundaran en sus torneadas pantorrillas, piernas y voluminosos muslos; y también portando unas diminutas bragas, cacheteros o tangas que de tan delgadas sólo cubrieran con finura la parte central de su rajita.
Pero no tenĂa el valor para proponerle ninguna de mis fantasĂas. Al menos no las más fuertes. Livy me tenĂa por un muchacho cauto, prudente, serio, respetuoso y discreto; “un caballero” decĂa ella. Por eso se enamorĂł de mĂ, no se cansaba de decĂrmelo. Y aunque Ăşltimamente me habĂa envalentonado, comiĂ©ndole el coco, metiĂ©ndole ideas más o menos… atrevidas para el sexo, tambiĂ©n comprendĂ que debĂa desenvolverme con inteligencia antes de que ella terminara pensando que yo era un enfermo mental, como a veces me lo decĂa en broma, y considerara que yo no era el hombre que buscaba para su vida.
Estaba enamorado de Livia hasta la mĂ©dula, y me habrĂa dolido que me mandara al carajo.
El problema desde que nos hicimos novios fue que Livy vestĂa de forma bastante recatada. Y cuando digo recatada es recatada, en exceso. Su culo y tetas estaban ocultos debajo de pantalones y blusas holgadas que impedĂan exhibir ese exuberante cuerpo natural que solĂa ejercitar por las noches en nuestra casa con duros ejercicios.
—Las mujeres que tienen una relaciĂłn no pueden andar por ahĂ pavoneándose ni enseñando algo que sĂłlo es de su pareja —me habĂa dicho una vez.
—Pero yo no quiero que te exhibas, Livy, sĂłlo que reformes tu guardarropa para que puedas causar una mejor impresiĂłn. Como te ven te tratan, y estoy seguro que si mejoraras un poco tu forma de vestir, no sĂłlo te tomarĂan más en cuenta en el departamento, sino que te admirarĂan.
Livia comenzĂł a untarse crema humectante en todo su cuerpo. Era un espectáculo contemplar su preciosa desnudez. Sus largas y gordas piernas, sus corpulentas nalgas y ese par de grandiosos melones de carne que solĂan bambolearse cada vez que ella se movĂa para echarse crema en la piel. Sus aureolas eran enormes, como un par de salamis sonrosados que claman ser devorados.
—¿Qué me admire quién, si nadie me mira? —insistió.
Yo era un tipo medianamente celoso. Por supuesto: una cosa es que Livia luciera su cuerpo, y otra muy distinta que coqueteara. Lo que yo querĂa era trabajar sobre su amor propio. Que se sintiera digna y empoderada. Que pudiera sobresalir sus dotes profesionales sin vergĂĽenza.
—Tu problema es tu falta de autoestima, Livy. ¡No me cabe en la cabeza que una mujer con tu hermosura y cuerpazo se sienta retraĂda y tĂmida ante los demás! Quiero que te sientas orgullosa de ser quien eres; de presumir tus tetazas, tu culo… ¡tus piernas, que son maravillosas y torneadas!
—Y por eso piensas que otras mujeres son mejores que tĂş, y no es asĂ.
—¿Entonces quĂ© quieres que haga, pecosĂn? ÂżQue me vista de zorra como Catalina para que sea por mi cuerpo por el que me valoren y no por mis capacidades?
TĂ©cnicamente eso es lo que querĂa... pero sin que paciera una zorra. Siempre un tĂ©rmino medio.
Y es que Catalina era una mujer bastante sensual; era la compañera de trabajo de Livia y, con menos de un año en el departamento de prensa y relaciones pĂşblicas, habĂa rumores que decĂan que se quedarĂa con el prĂłximo puesto vacante de la actual asistente de su jefe: un puesto que por mĂ©ritos y antigĂĽedad lo merecĂa mi novia y no ella.
Pero claro, Catalina, una casi cuarentona, sabĂa explotar su sensual figura con inteligencia, por lo que su supuesto ascenso, (en caso de que fuera cierto el rumor) no se debĂa precisamente a su intelecto, sino a su actitud audaz, descarado y atrevido para con Valentino (jefe del departamento y mejor amigo de mi cuñado AnĂbal) que estaba pudiendo más que su cualificaciĂłn.
Desde luego yo no querĂa que Livia llegara a semejantes extremos (porque algo que yo nunca permitirĂa era que Livia se insinuara a Valentino o que Ă©l pudiera proponerle ciertos “favores” a cambio de ella pudiera tener un mejor puesto). No obstante, sĂ que añoraba que la respetaran y la admiraran, valorando su trabajo.
Legalmente, el ascenso lo merecĂa Livia (no Catalina, por más buena y seductora que Ă©sta Ăşltima fuera) no sĂłlo por su innegable eficiencia y antigĂĽedad; sino porque mi novia habĂa luchado por ello con desvelos y esfuerzos desde hace años.
Y si para lograrlo Livia tenĂa que cambiar sus atuendos y, sobre todo, adoptar una actitud mucho más temeraria y determinante, yo tenĂa que hacer todo lo posible para que ocurriera, asĂ hiciera lo que tuviera que hacer.
—¿QuĂ© tiene Catalina que no tenga yo? —solĂa decir Livia enfadada—, Âżfama de zorra?
Pues al parecer sĂ: “fama de zorra”. Y es que a la mayorĂa de los hombres nos sentimos atraĂdos por las “zorras”, pero sĂłlo en el ámbito sexual, jamás para una relaciĂłn formal.
Livia era toda una dama, y en mi cuenta iba a correr que mi novia consiguiera el ascenso que tanto anhelaba, ayudándola a como diera lugar.
—Gracias por todo el apoyo que me ofreces, Jorge —me dijo mi novia abrazándome después de ponerse la pijama—. Te Joli —me dijo.
Mi prometida y yo Ă©ramos tan cursis que habĂamos inventado nuestra propia forma de decirnos “te amo”: Te Joli, pues “Jo” eran las iniciales de Jorge y “Li” de Livia.
—Yo también te Joli, princesita.
Por inercia metĂ mi lengua en su boca y bajĂ© mis dedos a su entrepierna, ¡y cuál serĂa mi sorpresa al descubrir que Livia estaba mojada otra vez! Los finos vellos de su vulva estaban mojados tambiĂ©n.
ÂżSerĂa posible que… despuĂ©s de casi dos años de actividad sexual… Livia quisiera hacer el amor por segunda vez en una sola noche?
La respuesta la obtuve en seguida, cuando ella comenzĂł a besarme el cuello, con los ojos cerrados, y, en menos de lo que canta un gallo, sacĂł un condĂłn de mi burĂł, me lo entregĂł y ella se recostĂł sobre la cama cual diosa griega observándome con una inusual mirada diabĂłlica mientras se abrĂa de piernas para mĂ, enseñándome una rajita sonrosada visiblemente inundada, con su vello pĂ©lvico mojado y sus pezones erectos apuntando hacia el cielo.
—Ven, cariño —me invitĂł con una sonrisa lasciva que nunca le habĂa visto—, quiero que me hayas tuya otra vez.
Algo en Livia acababa de cambiar.
Algo mĂnimo, pero sustancial.
TodavĂa sentĂa un ardor por dentro cuando salĂ a llenar la jarra de agua a la cocina despuĂ©s de entregarme a mi novio por segunda vez en la noche. DejĂ© a Jorge acostado, satisfecho, dormitando, mientras yo me acomodaba los pechos dentro del sostĂ©n, pues mis esfĂ©ricas carnes se desbordaban por los lados como si fuesen dos enormes sandĂas que intentan esconderse dentro de un par de minĂşsculas telas.
Nunca entendĂ por quĂ© me habĂan crecido tanto, si mi madre a duras penas tenĂa senos. De hecho, durante la adolescencia la enormidad de mis pechos representĂł para mĂ una de las peores Ă©pocas de mi vida, pues todos los chicos del colegio se burlaban de lo que yo pensĂ© era una “deformaciĂłn”, apodándome “ubres de vaca” o “Livia tetotas”. La mayor parte del tiempo de los recreos la pasaba dentro del salĂłn y en los baños, donde no tuviera contacto con ninguno de esos crueles chiquillos que no se cansaban de burlarse de mĂ. No me gustaba que me dijeran esas cosas horribles, y quizá desde entonces optĂ© por usar grandes chalecos o abrigos que me ocultaran mis senos para evitar tales escenas de bullying.
Encima, con el tiempo mis caderas comenzaron a ensancharse y mis glĂşteos a crecer de una forma desproporcional, creándome nuevos motivos para las bufonadas. Mi madre decĂa que era una “gorda tragona”, e inĂştilmente dejĂ© de comer durante mucho tiempo para evitar que mi cuerpo continuara desarrollándose asĂ, hasta que me dio anemia.
Muy tarde comprendĂ que aquello no era por la comida, sino por un desarrollo natural producto de las vitaminas que mi madre me hacĂa comer desde pequeña por lo enfermiza que habĂa sido al nacer.
Y ahora estaba allĂ, en la cocina, acomodándome aquellos enĂ©rgicos senos que se derramaban por los costados de mi sujetador como dos bolas de masa. Todas las noches hacĂa ejercicios que habĂa encontrado en tutoriales de Youtube para evitar que se me colgaran cuando fuera mayor, y por tal motivo ahora eran duros, turgentes y estaban erguidos. No obstante, eso no evitaba que, segĂşn el sostĂ©n que me pusiera, los pechos no se me acomodaran bien.
Una vez logrado mi cometido suspirĂ©, extraje mi telĂ©fono del bolso de mi pijama y busquĂ© el nĂşmero de Leila. Lo hice con torpeza, pues aĂşn mi mente permanecĂa en estado de shock.
MarquĂ© al nĂşmero de mi Ăşnica amiga, aunque no sabĂa si era la mejor, y esperĂ©. Jorge la aborrecĂa, y viceversa. En cambio, para mĂ ella era mi Ăşnico escape en tiempos de asfixia. Y esa noche no podĂa más. TenĂa que contárselo a alguien.
Marqué una vez y el teléfono me mandó a buzón.
—Leila, contesta —susurrĂ©, mirando hacia la puerta desde la cocina. Nuestro apartamento era bastante pequeño. Por fortuna mi amado gato estaba maullando pidiĂ©ndome comida, lo que me beneficiarĂa para esconder el volumen de mi voz.
Volvà a marcar a Leila Velden tres veces más hasta que me contestó:
—Carajo, Livia, ¿tanta es tu urgencia por hablarme que ni siquiera me dejas follar a gusto? —la escuché agitada, por Dios.
OĂ ruidos extraños del otro lado procedentes de la garganta de mi promiscua amiga. Gemidos, chapoteos, Âży tambiĂ©n jadeos masculinos? Madre mĂa.
—SĂ, ahhh, ahhh, follán…dooo… y no sabes… el pollĂłn… que tiene… este sementaaal.
El aire se me fue. Los obscenos gemidos continuaron del otro lado y sentĂ que mis mejillas se ponĂan bastante calientes. No me lo podĂa creer.
—Perdona, creo que hablo en mal momento —determinĂ©, tragando saliva, volviendo los calores que hace rato me habĂa hecho calmar el agua frĂa de la ducha.
—¡Por Dios mi cielaaa, que ya me interrumpiste cuando estaba a punto de correrme! AsĂ que ahora me cuentas o me dejas como estaba. Anda, Livia, si te molestan mis gemidos mientras cabalgo pues ya, me desensartado y mejor se la chuparĂ© mientras me dices lo que sea que me querĂas decir.
De nuevo una oleada de vergĂĽenza me recorriĂł todo el cuerpo.
—Por Dios, Leila… ten un poquito de respeto.
—¿Respeto yo? Respeto tú, amiga —me acusó riéndose—, que fuiste tú la que me interrumpió en pleno polvo.
SuspirĂ© de nuevo y escuchĂ© ahora las risas masculinas de su amante en turno. La verdad es que sigo sin entender cĂłmo podĂa ser amiga de Leila si no pegábamos en nada. O será que era precisamente porque Ă©ramos tan diferentes por lo que nos compenetrábamos.
—No, no —concluĂ—, mejor mañana te cuento, que es algo… bastante grave y privado.
No me iba a poner a contarle a Leila mis asuntos importantes mientras… hacĂa una felaciĂłn a quiĂ©n sabe quiĂ©n.
—¿Grave? ¿Pues qué pasó, Livia? Me asustas.
—Ya te dije… mañana te cuento.
—¿Está relacionado con Jorge?
—¡CuĂ©ntame! —me insistiĂł mientras escuchaba esa clase de chasquidos que los niños hacen mientras chupan una paleta, en tanto las obscenas palabras de un tipo vulgar le decĂa a mi amiga “deja ese puto telĂ©fono y sácame los mecos a chupadas.”
—Buenas noches, Leila —me despedĂ, sintiendo pena ajena.
Finalmente colgué la llamada y suspiré.
“Mañana se lo contaré” pensé.
—Yo no tuve la culpa —me dije, tragando saliva—, asà que no me puede afectar.
—¿Livia? ¿Estás en la cocina? —oà gritar a mi hermoso pelirrojo.
—Ven pronto, princesita, que te extraño.
CerrĂ© los ojos y pensĂ© en lo mucho que amaba a mi novio. En todo lo que Ă©l habĂa hecho por mĂ y en todo lo que yo serĂa capaz de hacer por Ă©l.
—Eres lo mejor que tengo, mi cielo —susurré sin que él me oyera.
Llené la jarra de agua y volvà a la habitación. Cuando me acosté a su lado él ya estaba dormido. Jorge asà era: la almohada era un sedante instantáneo que lo mataba en cuanto su cabeza se posicionaba sobre ella.
—Te Joli —volvà a susurrarle, mientras besaba su cálida frente—. Te Joli de verdad…
Pero apenas cerré los ojos... sentà que mi vulva estaba inundada una vez más.