April 9, 2023

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La resurrección de Cristo nunca se podrá «demostrar cientificamente». Es un acontecimiento que desafía las leyes fisicas de forma contundente, casi escandalosa. Los apóstoles nos describen los efectos de esa resurrección con pelos y señales: Cristo resucitado puede hacerse presente en una casa «con las puertas cerradas» sin forzar la cerradura; pero, al mismo tiempo, invita a Tomás a tocar las heridas de sus manos y de su costado, para demostrarle que no es un fantasma. En otro pasaje evangélico, comprobamos que los discipulos tardan en reconocerlo, como si se hubiera transfigurado. No ha perdido la materialidad del cuerpo, pero ese cuerpo es de una sustancia distinta a la de un cuerpo mortal; no está ligado al tiempo y al espacio, ni sujeto a las fuerzas destructoras que nos hacen envejecer y enfermar, pero puede compartir y saborear un pez asado a la lumbre o un pan recién horneado.

La idea cristiana de la resurrección siempre ha sido considerada por muchos una chaladura. Se puede profesar sin escándalo la idea epicurea (tras la muerte, nuestro cuerpo se descompone sin remedio) o la platónica (aunque nuestro cuerpo se descompone tras la muerte, nuestra alma inmortal queda liberada); pero la idea cristiana de la resurrección resulta demasiado irracional o petulante. Pues, además, la resurrección no significa (como pretendían los saduceos) la mera reanudación de la vida corporal interrumpida por la muerte. El cuerpo resucitado y el cuerpo mortal existen de maneras radicalmente opuestas y en planos espacio-temporales radicalmente diversos. San Pablo, para explicar esta diferencia esencial, recurre a la imagen de la semilla que muere, una vez sembrada, para brindar vida a la planta: «Lo que tú siembras no recibe vida si antes no muere. [...] Lo mismo es la resurrección de los muertos: se siembra un cuerpo corruptible, resucita incorruptible; se siembra un cuerpo sin gloria, resucita glorioso; se siembra un cuerpo débil, resucita lleno de fortaleza; se siembra un cuerpo animal, resucita espiritual».

La resurrección de Cristo nunca se podrá «demostrar cientificamente». Es un acontecimiento que desafía las leyes fisicas de forma contundente, casi escandalosa. Los apóstoles nos describen los efectos de esa resurrección con pelos y señales: Cristo resucitado puede hacerse presente en una casa «con las puertas cerradas» sin forzar la cerradura; pero, al mismo tiempo, invita a Tomás a tocar las heridas de sus manos y de su costado, para demostrarle que no es un fantasma. En otro pasaje evangélico, comprobamos que los discipulos tardan en reconocerlo, como si se hubiera transfigurado. No ha perdido la materialidad del cuerpo, pero ese cuerpo es de una sustancia distinta a la de un cuerpo mortal; no está ligado al tiempo y al espacio, ni sujeto a las fuerzas destructoras que nos hacen envejecer y enfermar, pero puede compartir y saborear un pez asado a la lumbre o un pan recién horneado.

La resurrección de Cristo nunca se podrá «demostrar cientificamente». Es un acontecimiento que desafía las leyes fisicas de forma contundente, casi escandalosa. Los apóstoles nos describen los efectos de esa resurrección con pelos y señales: Cristo resucitado puede hacerse presente en una casa «con las puertas cerradas» sin forzar la cerradura; pero, al mismo tiempo, invita a Tomás a tocar las heridas de sus manos y de su costado, para demostrarle que no es un fantasma. En otro pasaje evangélico, comprobamos que los discipulos tardan en reconocerlo, como si se hubiera transfigurado. No ha perdido la materialidad del cuerpo, pero ese cuerpo es de una sustancia distinta a la de un cuerpo mortal; no está ligado al tiempo y al espacio, ni sujeto a las fuerzas destructoras que nos hacen envejecer y enfermar, pero puede compartir y saborear un pez asado a la lumbre o un pan recién horneado.

La idea cristiana de la resurrección siempre ha sido considerada por muchos una chaladura. Se puede profesar sin escándalo la idea epicurea (tras la muerte, nuestro cuerpo se descompone sin remedio) o la platónica (aunque nuestro cuerpo se descompone tras la muerte, nuestra alma inmortal queda liberada); pero la idea cristiana de la resurrección resulta demasiado irracional o petulante. Pues, además, la resurrección no significa (como pretendían los saduceos) la mera reanudación de la vida corporal interrumpida por la muerte. El cuerpo resucitado y el cuerpo mortal existen de maneras radicalmente opuestas y en planos espacio-temporales radicalmente diversos. San Pablo, para explicar esta diferencia esencial, recurre a la imagen de la semilla que muere, una vez sembrada, para brindar vida a la planta: «Lo que tú siembras no recibe vida si antes no muere. [...] Lo mismo es la resurrección de los muertos: se siembra un cuerpo corruptible, resucita incorruptible; se siembra un cuerpo sin gloria, resucita glorioso; se siembra un cuerpo débil, resucita lleno de fortaleza; se siembra un cuerpo animal, resucita espiritual».

Se trataría, en realidad, de algo semejante a la metamorfosis que el gusano experimenta en el interior de la crisálida, para salir convertido en mariposa. El cuerpo que renace de la semilla corruptible del cuerpo material inicia una nueva vida desligada de sus limitaciones. Un cuerpo que ya no estaría sometido al desgaste y erosión de los años, tampoco a las debilidades y flaquezas propias de la carne, ni siquiera a las leyes fisicas propias de nuestro marco espacio- temporal. En esta existencia terrenal, nuestra alma tiene que someterse a las limitaciones del cuerpo; en esa existencia futura el cuerpo podría disfrutar de la condición 'aligera' del alma: un cuerpo sin achaques ni dolores, un cuerpo infinitamente agil que puede desplazarse en volandas; un cuerpo que puede salvar todo tipo de obstáculos; un cuerpo esplendente, de una belleza radiante, en el que todos los defectos han sido corregidos. Y, sobre todo, un cuerpo unido espiritualmente a otros muchos cuerpos resucitados en una única contemplación beatifica.

«Anda que no le echa imaginación este Prada!», dirán ustedes. Ni más ni menos imaginación, en realidad, que la que se necesita para sostener la tesis epicurea o la platónica. Hay quienes se imaginan la tumba como una cárcel definitiva: otros creen que a través de sus barrotes se escapa el alma, como una aterida luciérnaga. A mí me resulta más incitante imaginar la tumba como una crisálida de la que saldré atolondrado y lleno de vida, como hacía Agustín de Foxá en un poema sublime: «Cuando el día del juicio resucite, / yo buscaré tu cuerpo /recién nacido, con rocíos nuevos / sobre tus senos, nuevamente virgenes. / Habrá una aurora extraña, dirigida / por jerarquías de Arcángeles azules. / Preguntarán los prados: / ¿Qué es esta primavera milagrosa?". / En la tumba de yeso / se moverán los cuerpos sonrosados, / la rama del ciprés será caliente / y la luna de enero tendrá alas en sus bordes. / Tú vendrás toda nueva, / desnuda, con tus formas recobradas, / otra vez en tus venas vibradoras, / donde por mi tu sangre era de espuma. / ¡Qué despertar!, ¡qué fiebre de latidos!, / ¡qué nebulosa azul de corazones / palpitando otra vez! / Sólo el mar ciego / continuará su canto sin sorpresa. / Pero tú y yo enlazados / con nuestros brazos de resucitados. / con nuestras manos puras/que, enterradas, se habían olvidado/de cómo era la piel de la naranja, / nos haremos caricias encendidas. / Tú y yo solos./ Y acaso, / distraída, me preguntes: / ¿Qué son esas trompetas / que turban nuestro amor bajo los árboles?».

Feliz Pascua florida a las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan. Algún día al fin nos veremos, con nuestras formas recobradas, y nos reconoceremos al instante.

erosión de los años, tampoco a las debilidades y flaquezas propias de la carne, ni siquiera a las leyes fisicas propias de nuestro marco espacio- temporal. En esta existencia terrenal, nuestra alma tiene que someterse a las limitaciones del cuerpo; en esa existencia futura el cuerpo podría disfrutar de la condición 'aligera' del alma: un cuerpo sin achaques ni dolores, un cuerpo infinitamente agil que puede desplazarse en volandas; un cuerpo que puede salvar todo tipo de obstáculos; un cuerpo esplendente, de una belleza radiante, en el que todos los defectos han sido corregidos. Y, sobre todo, un cuerpo unido espiritualmente a otros muchos cuerpos resucitados en una única contemplación beatifica.

«Anda que no le echa imaginación este Prada!», dirán ustedes. Ni más ni menos imaginación, en realidad, que la que se necesita para sostener la tesis epicurea o la platónica. Hay quienes se imaginan la tumba como una cárcel definitiva: otros creen que a través de sus barrotes se escapa el alma, como una aterida luciérnaga. A mí me resulta más incitante imaginar la tumba como una crisálida de la que saldré atolondrado y lleno de vida, como hacía Agustín de Foxá en un poema sublime: «Cuando el día del juicio resucite, / yo buscaré tu cuerpo /recién nacido, con rocíos nuevos / sobre tus senos, nuevamente virgenes. / Habrá una aurora extraña, dirigida / por jerarquías de Arcángeles azules. / Preguntarán los prados: / ¿Qué es esta primavera milagrosa?". / En la tumba de yeso / se moverán los cuerpos sonrosados, / la rama del ciprés será caliente / y la luna de enero tendrá alas en sus bordes. / Tú vendrás toda nueva, / desnuda, con tus formas recobradas, / otra vez en tus venas vibradoras, / donde por mi tu sangre era de espuma. / ¡Qué despertar!, ¡qué fiebre de latidos!, / ¡qué nebulosa azul de corazones / palpitando otra vez! / Sólo el mar ciego / continuará su canto sin sorpresa. / Pero tú y yo enlazados / con nuestros brazos de resucitados. / con nuestras manos puras/que, enterradas, se habían olvidado/de cómo era la piel de la naranja, / nos haremos caricias encendidas. / Tú y yo solos./ Y acaso, / distraída, me preguntes: / ¿Qué son esas trompetas / que turban nuestro amor bajo los árboles?».

Feliz Pascua florida a las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan. Algún día al fin nos veremos, con nuestras formas recobradas, y nos reconoceremos al instante.