December 15, 2024

CLARA DE LA MADRID (Una aproximación iconoclasta a eso del amor)

1: Marc y su Ego Educado

Siempre he creído que los hombres intelectuales tienen algo irresistible. Hay algo en sus palabras elaboradas y su capacidad para citar autores al vuelo que te hacen olvidar por un momento que están más enamorados de sí mismos que de cualquier otra persona. Y lo digo con conocimiento de causa. Los tontos no me duran ni una copa.

Por eso, cuando conocí a Marc en una conferencia sobre Cervantes, pensé que había encontrado al hombre ideal. Profesor de literatura, guapo a su manera, con esa barba perfectamente descuidada que parecía gritar "estoy por encima de las apariencias". Su voz, profunda y pausada, tenía la capacidad de hacer interesante hasta la guía telefónica. A los pocos minutos de conversación, estaba segura de que Marc era la encarnación de un sueño, del suyo: el hombre que leería poesía en voz alta mientras yo cocinaba y que escribiría ensayos sobre lo inefable de mi risa.

Lo que no sabía entonces era que Marc tenía el cerebro organizado como una biblioteca: vasto, pero con las puertas cerradas al público. Lo peor de todo era que tampoco parecía interesado en abrirlas para nadie que no fuera él mismo.

Un romance que empezó como un monólogo

La primera cita fue prometedora, lo admito. Me llevó a una librería antigua en un rincón escondido de la ciudad. Mientras yo me entretenía mirando ediciones antiguas de novelas que nunca leería, Marc tomó un libro de Cervantes y empezó a hablarme sobre cómo "Don Quijote" era la metáfora perfecta de los males modernos. Al principio, me pareció original, incluso brillante. No sé cómo se vería hoy día Don Quijote en una gasolinera poniéndole gasolina a Rocinante, pero seguro que metáfora no quería decir eso. Ay, tontita de mi, listo de él. Marc tenía esa capacidad de hilvanar ideas complejas y hacer que sonaran emocionantes, como si todo tuviera un sentido más profundo al que solo él tenía acceso.

Pero pronto noté un patrón. Al parecere no me estaba hablando a mí, sino a una audiencia imaginaria. Su discurso no admitía pausas para mi opinión, ni siquiera para un simple "ajá". Estaba claro que Marc era incapaz de mantener una conversación; todo lo convertía en un monólogo.

La alarma sonó con más fuerza en nuestra tercera cita. Después de dos horas en las que Marc analizó minuciosamente el simbolismo de las armas de Don Quijote y las relaciones de poder en el Siglo de Oro, intenté cambiar de tema.

—¿Qué opinas de las películas de Almodóvar? —pregunté, esperando conectar con algo más actual.

—Almodóvar es un cineasta notable —respondió, como si estuviera en un coloquio universitario—, pero su obra carece de la profundidad metafísica que caracteriza a la literatura renacentista. Ignoro como de honda era la profundidad metafísica renacentista, pero pensé que Marc no podía equivocarse, desde luego.

Ahí supe que los dos estábamos condenados: él ha hablar y yo a escuchar...

Cuando la pedantería invade la cama

Marc no solo era un erudito en el salón, sino también en la cama. Lo cual, créeme, no es tan sexy como suena. A menudo recitaba poemas de Neruda o Whitman en momentos que no eran precisamente apropiados para la lírica.

—Tus labios son las puertas de la eternidad —dijo una vez, mientras yo intentaba concentrarme en cosas más terrenales.

Era como si en su mente yo fuera una metáfora andante, un texto a analizar. ¿Mis gestos? Alegorías. ¿Mis caricias? Epítetos visuales. Marc confiaba tanto en su presuntuosa inteligencia que nunca se preocupó por perfeccionar lo que yo llamaría "artes manuales". Al final, una noche, tras una desastrosa combinación de poesía y torpeza, no pude evitar decirle:
—Marc, a veces las palabras sobran.

Pareció ofendido, como si hubiera insultado la mismísima esencia de su ser.

El punto de inflexión: bechamel y orgullo

Un día, decidí intentar algo más sencillo. Quería recuperar cierta normalidad en nuestra relación, así que le mandé un mensaje casual:

"¿Te apetece cenar? Tengo lasagna."

Su respuesta fue un golpe directo a mi paciencia: “Primero, lasagna lleva ñ, no g. Segundo, prefiero que uses bechamel casera."

Ahí estaba, el pedante de nuevo, incapaz de resistirse a corregir hasta el más pequeño detalle. Pero lo que realmente me dolió fue que diera por sentado que mi lasagna no llevaba bechamel. ¡Por supuesto que llevaba bechamel! Y estaba perfectamente equilibrada, sin grumos ni exceso de nuez moscada.

A partir de ese día, algo cambió en mí. Empecé a observar a Marc con otros ojos. Sus gestos, que antes me parecían sofisticados, ahora me parecían teatrales. Su manera de hablar, que antes me hipnotizaba, se convirtió en ruido de fondo. Incluso su barba, esa que antes consideraba tan atractiva, empezó a parecerme sospechosamente estudiada.

El final de la partida

Después de un año juntos, Marc me soltó una frase que me confirmó que había llegado el final:
—Creo que necesito espacio para reflexionar sobre mi alma libre.

¿Qué alma libre? Marc estaba más atrapado en su propia burbuja de intelectualidad que cualquier alma que yo hubiera conocido. Pero lo agradecí. Era la excusa perfecta para salir corriendo.

Recogí mis cosas de su apartamento esa misma tarde y me marché sin mirar atrás. Ahora, cuando paso por una librería, me aseguro de no mirar los libros de Cervantes. No porque haya dejado de admirar al autor, sino porque temo que Marc esté dentro, recitando su eterno discurso sobre el simbolismo de las armas, de la lanza, la espada y el yelmo del Mambrino.

Reflexión final sobre Marc

Marc no era un hombre malo. Solo era incapaz de salir de su propio mundo. Un mundo fascinante, sin duda, pero diseñado exclusivamente para él. Lo que me enseñó fue una lección valiosa: la inteligencia sin humildad es como un libro cerrado. Puede ser hermoso, pero no sirve de nada.

Aunque nuestra relación fue un desastre, debo admitir que todavía sonrío al recordarlo. No por nostalgia, sino porque ahora sé que, aunque los hombres intelectuales pueden ser irresistibles, también pueden ser profundamente irritantes y eventualmente profundamente ridículos.

Marc fue un capítulo interesante en mi vida, pero, como todo buen libro, sabía que debía cerrarlo antes de que se convirtiera en una repetición interminable.

2: Alberto y su Hipocondría Romántica

Tras mi decepción con Marc, me prometí buscar algo diferente. Alguien práctico, realista, que me hiciera aterrizar después del vuelo eterno de metáforas y soliloquios literarios. Así fue como terminé con Alberto, un pediatra de profesión que, en apariencia, encajaba perfectamente en mi nueva búsqueda.

Alberto era simpático, con una sonrisa desbordante que parecía tranquilizar hasta a los niños más revoltosos. Me gustaba su aire de seguridad, su manera de moverse como si el mundo estuviera siempre bajo control. Pero, por supuesto, las primeras impresiones son a menudo una broma cruel del destino.

El diagnóstico interminable

La primera señal de alarma llegó en nuestra primera cena. Me llevó a un restaurante minimalista y, al abrir el menú, me sugirió que eligiera un plato con pocas calorías porque "la obesidad es la epidemia silenciosa del siglo XXI". Me quedé helada. ¿Era una advertencia? ¿Una crítica sutil? ¿Me veía un poco regordeta? No estaba segura, pero me decidí por callar y por una ensalada para evitar discusiones.

—Tienes buen ojo para la nutrición —me dijo con una sonrisa aprobatoria, como si hubiera superado un examen.

Alberto tenía un talento especial para convertir cualquier conversación en un diagnóstico. Si mencionaba que me dolía la cabeza, él sugería un escáner cerebral. Si decía que estaba cansada, ya estaba recomendándome análisis de sangre, orina y, en un caso extremo, hasta un chequeo completo del tiroides. Una vez, después de que me reí de un chiste suyo durante demasiado tiempo, me miró con preocupación y preguntó:
—¿Tienes antecedentes de bipolaridad en tu familia?

Pensé que era una broma, pero no. Alberto vivía para encontrar síntomas, aunque no existieran.

El hombre que diagnosticaba el amor

Cuando empezó a diagnosticar nuestra relación, supe que las cosas iban cuesta abajo. Según él, nuestras "diferencias" podían tratarse como si fueran una enfermedad. Un día me propuso una especie de "terapia preventiva", que incluía salidas programadas y algo que llamó "higiene emocional".

—Clara, el amor es como el cuerpo humano. Si no lo cuidas, se deteriora.

—Y si lo analizas demasiado, lo matas —respondí.

Sus consejos bienintencionados eran agotadores. Si me veía estresada, me sugería ejercicios de respiración. Si me veía comiendo algo frito, me daba una mini conferencia sobre los efectos de las grasas trans. Llegué al punto de esconderme para comer patatas fritas, temiendo su juicio severo.

La puntualidad flexible de Alberto

Alberto tenía otra peculiaridad que me sacaba de quicio: nunca llegaba a tiempo. Siempre había una excusa, generalmente relacionada con su trabajo. "Los pacientes primero", decía, como si fuera el único médico del planeta.

Pero un día, apareció con 45 minutos de retraso para una cena importante y, después de presionarlo un poco, admitió la verdad:

—Es que las luces del ascensor del hospital son muy halagadoras.

¿Había estado admirándose en el espejo durante casi una hora? Sí. Y lo dijo sin un ápice de vergüenza.

A partir de ese momento, empecé a sospechar que Alberto no era tan altruista como parecía. Tal vez su amor por los pacientes no era más que una excusa para justificar su narcisismo desenfrenado.

El día del kit de emergencia

El golpe final llegó un domingo por la tarde. Habíamos planeado un paseo por el parque, pero, torpe como soy, tropecé con una raíz y me torcí el tobillo. Mientras yo lloraba de dolor, Alberto sacó de su mochila un kit de diagnóstico portátil, como si fuera una ambulancia andante.

—Parece un esguince grado dos. Necesitamos inmovilización inmediata —dijo con la misma frialdad con la que daba órdenes en un quirófano.

Mientras tanto, yo estaba tirada en el suelo, tratando de procesar el hecho de que mi pareja estaba más interesado en evaluar mi tobillo que en consolarme. No sé si fue el dolor físico o el emocional lo que me llevó a tomar una decisión inmediata.

—¿Sabes qué, Alberto? Creo que necesitamos una inmovilización… pero en nuestra relación.

Lo miré directamente a los ojos mientras le decía esto. Le tomó un segundo entenderlo. Y cuando lo hizo, se quedó en silencio, por primera vez en toda nuestra relación.

Una despedida sin receta

Esa noche, mientras recogía mis cosas de su apartamento, no pude evitar sentir un poco de lástima por él. Alberto no era una mala persona. Era brillante en su trabajo, meticuloso hasta el extremo y seguramente un médico excepcional. Pero en el amor, era una historia diferente. Para él, las relaciones eran un rompecabezas que debía resolver, un sistema que debía optimizar.

Salí de su vida sin hacer mucho ruido, aunque durante semanas recibí mensajes suyos preguntándome cómo estaba mi tobillo. No le respondí.

Reflexión final sobre Alberto

Alberto me enseñó algo importante: no todas las relaciones pueden tratarse como un diagnóstico médico. El amor no necesita análisis, gráficos ni terapias. Necesita humanidad, empatía y, a veces, la capacidad de dejar de hablar y simplemente estar presente.

A pesar de todo, le agradezco las risas (aunque fueran a mi costa) y las lecciones que aprendí. Ahora sé que un hombre que lleva un kit de diagnóstico portátil en sus citas probablemente no es el indicado para mí.

Y, por supuesto, cada vez que paso por un hospital y veo un ascensor, no puedo evitar imaginar a Alberto ajustándose la bata, admirándose en el espejo y diciéndose: "Estas luces son realmente halagadoras".

3: Juan y su Excel del Amor

Después de sobrevivir a Marc, el pedante, y Alberto, el hipocondríaco, decidí dar un giro de 180 grados. Esta vez, buscaba tranquilidad. Nada de monólogos interminables ni diagnósticos innecesarios. Solo quería un hombre sencillo, alguien con los pies en la tierra y una rutina estable. Así fue como apareció Juan, un funcionario público que, al principio, me pareció el epítome de la estabilidad.

Juan era la imagen de la calma: metódico, organizado y con una voz tan monocorde que podría haberse usado como canción de cuna. Nos conocimos en el ayuntamiento, mientras yo tramitaba un documento. Me gustó su sonrisa discreta y su forma meticulosa de revisar los papeles. "Este hombre no improvisa", pensé, sin saber que estaba a punto de aprender que la espontaneidad era, precisamente, un recurso que Juan había eliminado de su vida.

La burocracia aplicada al amor

La primera señal de alarma llegó cuando intenté organizar nuestra primera cita. Yo propuse ir a un restaurante nuevo que acababa de abrir en la ciudad. Juan, sin embargo, respondió que prefería analizar las reseñas primero, hacer una lista de pros y contras, y luego decidir. Me reí, pensando que era una broma. No lo era.

—Es importante optimizar las experiencias, Clara. No queremos malgastar tiempo ni dinero en algo que no valga la pena, ¿verdad? —dijo con la seriedad de un auditor fiscal.

Finalmente, fuimos al restaurante, pero no sin antes pasar veinte minutos escuchando su análisis detallado sobre por qué ese lugar había superado otros cinco en su lista de opciones. Al principio, me pareció entrañable. ¿Quién no aprecia a alguien tan organizado? Pero pronto descubrí que la vida con Juan era una serie interminable de cronogramas y análisis.

El Excel de la vida diaria

Una noche, mientras usaba su ordenador para buscar una receta en internet, me encontré con un archivo Excel titulado "Planificación Relacional". La curiosidad pudo más que mi sentido común, así que lo abrí. Lo que encontré fue, literalmente, una hoja de cálculo de nuestra relación. Había columnas dedicadas a "Citas planeadas", "Nivel de felicidad promedio" y "Costos mensuales en cenas". Incluso había un gráfico de barras que mostraba el "Rendimiento emocional acumulado" desde que empezamos a salir.

—¿Qué es esto, Juan? —le pregunté, levantando una ceja.

—Es una herramienta para medir el progreso de nuestra relación. Así podemos identificar áreas de mejora y evitar conflictos innecesarios —respondió, con total naturalidad.

No podía creerlo. Mi relación se había convertido en un proyecto de auditoría.

Cuando la cama se vuelve predecible

Juan no solo era metódico en su vida diaria; también lo era en la cama. Siempre tenía un plan. Sus caricias eran calculadas, su ritmo, invariable, y su entusiasmo, limitado al guion que él mismo había diseñado.

Una noche, intenté romper la rutina sugiriendo algo más espontáneo. Juan se detuvo de inmediato y, mirándome con seriedad, dijo:

—Esto no estaba en el guion. Hay que respetar las estructuras.

Me quedé sin palabras. Era como si estuviera intentando improvisar en una obra de teatro escrita por Ionesco, pero dirigida por un burócrata.

El cronograma de discusiones

Discutir con Juan era una experiencia única. Si yo le decía que necesitábamos hablar de algo importante, él respondía que lo anotaría en su agenda. Una vez, incluso propuso crear un cronograma de discusiones con "turnos de intervención" para que nuestras conversaciones fueran más productivas.

—Si cada uno tiene su espacio para hablar sin interrupciones, podemos evitar conflictos innecesarios —explicó, mientras sacaba un cuaderno para tomar notas.

—Juan, esto no es un debate político. Es una relación —respondí, intentando no perder la paciencia.

Pero para él, todo era cuestión de organización. Creía firmemente que el amor podía gestionarse como un proyecto, con objetivos claros y estrategias para alcanzarlos.

El Airbnb como detonante final

El colmo llegó cuando en el escritorio del portátil descubrí otro archivo Excel, esta vez titulado "Vacaciones 2024". En él, Juan había calculado los costes de nuestro próximo viaje, incluyendo las "diferencias emocionales proyectadas" que podrían surgir durante la estancia. Según sus cálculos, caso de decidir hacerlo, sería más eficiente romper nuestra relación después de las vacaciones, ya que cancelar las reservas resultaría en una pérdida económica significativa.

—Es una cuestión de optimización, Clara. Ya hemos invertido en este viaje, así que tiene sentido esperar a que termine antes de tomar decisiones drásticas —dijo con total seriedad.

Ese fue el momento en el que decidí que no podía seguir. Juan no era un hombre; era un programa de gestión en forma humana, un híbrido entre el Microsoft Office y el Contaplus.

La ruptura estructurada

La ruptura, por supuesto, también tuvo que ser organizada. Nos sentamos en su sofá, con una taza de té para cada uno, y le expliqué que no podía continuar en una relación que parecía más una junta de negocios que un romance.

—Entiendo tu perspectiva —dijo, sacando un bolígrafo para tomar notas—. ¿Puedo preguntarte cuáles son tus principales razones para esta decisión?

—¡Juan, por Dios! Esto no es una encuesta de satisfacción. Estoy rompiendo contigo.

Pareció dolido, pero también aliviado, como si una parte de él supiera que nuestra relación había alcanzado su punto máximo en su gráfico de barras y que ahora era el momento adecuado para dejarla ir.

Reflexión final sobre Juan

Juan me enseñó algo importante: el amor no puede ser planeado, cuantificado ni gestionado como un presupuesto. Las relaciones son caóticas, impredecibles y, sí, a menudo desordenadas. Y eso es precisamente lo que las hace hermosas.

Aunque nuestra relación fue un desastre en muchos sentidos, también fue una lección valiosa. Ahora sé que, aunque la estabilidad es importante, el exceso de control puede asfixiar incluso al amor más prometedor.

A veces, cuando abro un Excel para trabajar, me imagino a Juan, sentado en su escritorio, actualizando sus gráficos de felicidad y optimización relacional. Y no puedo evitar sonreír. Porque, aunque él no era el hombre adecuado para mí, siempre le agradeceré las risas (y los escalofríos) que me regaló.

4: Roberto: Chef de las Críticas (y del Ego Desmedido)

Roberto entró en mi vida con el aroma de la trufa y la intensidad de un corte de foie gras. Lo conocí en un mercado gastronómico. Estaba detrás de un puesto diminuto, preparando tapas en miniatura que costaban lo que un menú completo en cualquier restaurante normal. Su sonrisa era cautivadora y tenía las manos de alguien que había pasado años trabajando con delicadeza y precisión. Me sedujo, no solo con su cocina, sino con su pasión por la gastronomía.

—La comida no es solo alimento —me dijo la primera vez que hablamos—. Es arte, es historia de los momentos de sabor, es emoción.

Yo, que apenas sabía distinguir entre un risotto y un arroz con cosas, me dejé deslumbrar por su discurso. Parecía un genio culinario en un mundo de simples mortales consumidores de latas de atún.

Un romance entre fogones

Nuestra primera cita fue una cena en su casa. Había preparado un menú degustación, con nombres tan largos como pretenciosos: "Espuma de patata trufada con reducción de balsámico y esencia de azafrán". Yo no sabía si comer o aplaudir. Todo era delicioso, claro, pero había algo en su manera de presentar los platos que rozaba lo teatral.

—¿Qué te parece? —me preguntó después de cada bocado, con una mirada que exigía elogios inmediatos.

Y yo, por supuesto, le daba lo que quería.

—Es increíble, Roberto. Nunca había probado nada igual.

Pero pronto descubrí que Roberto no buscaba compartir su pasión; buscaba un público cautivo para su espectáculo. Si alguna vez hacía un comentario que no fuera absolutamente adulador, se lo tomaba como una ofensa personal.

—Creo que esta salsa podría estar un poco menos dulce —me atreví a decir una noche.
—¿Menos dulce? —repitió, horrorizado—. Clara, esa es la esencia del plato. ¿Sabes cuántas horas de ensayo hay detrás de esa salsa?

Era como si hubiera insultado a toda su familia. La verdad es que yo ignoraba cuantas horas había detras de la salsa, pero tampoco era para tanto.

El crítico gastronómico en casa

Si Roberto era exigente con su propia comida, era aún peor con la ajena. Una vez, me llevó a un restaurante al que yo solía ir con mis amigas. Pensé que sería una buena oportunidad para compartir algo de mi vida con él. Grave error.

Desde el primer plato, empezó su crítica despiadada.

—El pescado está seco. El arroz está pasado. ¿Quién cocina estas barbaridades? ¿Un becario sin paladar?

Me pasé la cena sonrojada, tratando de calmarlo y, al mismo tiempo, deseando que un agujero en el suelo me tragara. Cuando llegó el postre, me di cuenta de que el personal de la cocina nos estaba mirando con una mezcla de odio y desprecio.

—Tenemos que irnos ya —le dije en voz baja.

—¿Irnos? Pero si aún no he hablado con el chef. Hay cosas que necesita aprender.

Roberto no era un hombre, era un crítico gastronómico; sin canal de YouTube, pero con todo el ego necesario para tener uno.

Una tortilla como detonante

A pesar de todo, intenté que las cosas funcionaran. Pensé que, tal vez, si le mostraba que yo también podía disfrutar de la cocina, encontraríamos un punto en común. Así que una noche decidí prepararle mi famosa tortilla de patatas. No soy una chef, pero mi tortilla siempre ha sido motivo de orgullo entre mis amigos.

Roberto la probó, masticó lentamente y finalmente dijo:

—Interesante. Tiene un sabor… hogareño, aunque le falta altura conceptual.

—¿Altura conceptual? —repliqué, tratando de no perder la calma—. Es una tortilla, no la Sagrada Familia.

Pero no se detuvo ahí. Me dio una lista detallada de cómo podía mejorarla: usar patatas de una variedad específica, freírlas a una temperatura exacta, añadir un toque de algún ingrediente exótico que probablemente solo se encontraba en un mercado asiático a tres horas de distancia.

Esa noche, mientras limpiaba los platos, me di cuenta de que Roberto no quería una compañera. Quería un aprendiz, alguien que lo venerara y siguiera sus instrucciones sin cuestionarlas.

Gastritis emocional

Nuestro último mes juntos fue una mezcla de orgasmos apasionados y discusiones sobre comida que me daban acidez. Roberto insistía en cocinar para mí, pero cada plato venía con una lección de vida.

—La cocina es como el amor, Clara. Requiere paciencia, técnica y respeto por los ingredientes.

—¿Y no se supone que también debe ser divertida? —respondí una vez, cansada de sus discursos.

Esa pregunta lo dejó perplejo. Era como si hubiera sugerido que el arte culinario no merecía la seriedad de un tratado filosófico.

El adiós en el mercado

La relación llegó a su fin de la misma manera en que había comenzado: en el mercado gastronómico. Fui a visitarlo una tarde mientras trabajaba en su puesto, esperando que pudiéramos tener una conversación tranquila. Pero cuando llegué, lo encontré discutiendo con una clienta que había osado criticar uno de sus platos.

—¡Si no puedes apreciar la calidad de mis ingredientes, no mereces probar mi comida! —gritó, mientras la clienta se alejaba, claramente ofendida.

Ese fue el momento en que todo encajó para mí. Roberto no era un chef apasionado; era un tirano culinario, incapaz de aceptar que no todos compartieran su visión del mundo.

Esa misma noche, le dije que necesitaba un descanso.

—¿Un descanso? —preguntó, confundido—. ¿De la relación o de mi comida?
—De las dos cosas, Roberto.

Y así terminó nuestra historia.

Reflexión final sobre Roberto

Roberto me enseñó que la pasión, cuando no está equilibrada por la humildad, puede ser asfixiante. Admiraba su talento, pero no podía soportar su necesidad constante de validación.

Ahora, cada vez que veo un plato demasiado decorado o con nombres innecesariamente largos, no puedo evitar pensar en él. Pero en lugar de sentir nostalgia, simplemente pido una pizza o una hamburguesa. Porque, al final, la comida, como el amor, debe disfrutarse sin tanta complicación.

5: Sergio: El Filósofo del Tinder

Sergio y yo nos conocimos en Tinder. Sí, lo admito. Para una mujer como yo, culta y algo sarcástica, la idea de buscar el amor en una aplicación plagada de horteras de uno y otro sexo parecía el colmo de la ironía. Pero ahí estaba su perfil, atrayéndome como un verso de Neruda leído en un susurro. Decía: "Explorador de la vida, lector de Nietzsche, amante del vino." Había algo intrigante en esas palabras, aunque también un tufillo de pretensión que debí haber detectado como una señal de alerta temprana.

Decidí darle una oportunidad. Porque, al fin y al cabo, ¿quién no merece el beneficio de la duda?

El "Ulises" líquido y otros delirios

Nuestra primera cita fue en un bar clandestino que él eligió con esmero. Para llegar allí, tuvimos que atravesar un callejón oscuro y tocar una puerta sin cartel. Cuando entramos, me sentí como en una película de cine negro. Sergio, por supuesto, parecía estar en su elemento.

El menú del bar era tan pretencioso como él: cócteles con nombres como "Éxtasis de Ulises" o "El Absurdo de Camus". Pedí un "Éxtasis de Ulises", más por curiosidad que por gusto, y Sergio aprovechó la oportunidad para lanzarse en una disertación de 45 minutos sobre la "existencia líquida de la modernidad".

—Bauman lo expresó perfectamente: vivimos en una sociedad donde todo es efímero, donde los vínculos se desvanecen como el humo de este cóctel —dijo, mientras agitaba su bebida de forma teatral.

Yo intenté seguirle el ritmo, asintiendo y haciendo preguntas ocasionales, pero pronto me di cuenta de que Sergio no buscaba una conversación. Buscaba una audiencia.

Cuando finalmente me atreví a preguntarle qué significaba eso de la "existencia líquida", me respondió con una frase que ahora considero su manifiesto personal:
—Es difícil de explicar, pero tú lo entiendes, ¿verdad?

No, Sergio. No lo entendía. Y tampoco tenía interés en hacerlo.

La filosofía como afrodisíaco (fallido)

Nuestra relación avanzó a trompicones, marcada por citas que parecían más seminarios de filosofía que encuentros románticos. Sergio tenía una habilidad especial para convertir cualquier situación en una excusa para citar a filósofos. Si hablábamos de música, mencionaba a Adorno. Si mencionaba el clima, traía a colación a Heidegger.

Pero el momento culminante llegó en la cama. Mientras otras personas se concentran en el placer del momento, Sergio prefería recitar fragmentos de Sartre o Nietzsche en el peor momento posible.

—Como diría Sartre, estamos condenados a ser libres —dijo una vez, justo antes del clímax.

Fue como si alguien hubiera encendido la luz en medio de un sueño erótico. Me quedé congelada, sin saber si reír, llorar o gritar. Aunque contemplé la idea de echar al tipo de la cama a patadas y empujándolo con los pies. Opté por darme la vuelta y fingir que tenía sueño.

La gota que colmó el vaso llegó una noche cuando, en lugar de susurrarme algo romántico, decidió explicarme la diferencia entre la ética kantiana y la utilitarista mientras yo intentaba dormirme.

El drama del picnic filosófico

Decidí que necesitábamos salir de la rutina, así que le propuse un picnic en el parque. Pensé que, al aire libre, Sergio podría relajarse y dejar de lado su obsesión por la filosofía. Pero, por supuesto, estaba equivocada.

Yo aparecí llevando el avío en una cesta, con vino, queso, algo de pan, unos yogures y una tableta de chocolate. Sergio apareció con un libro de Kierkegaard y, antes de que pudiera detenerlo, empezó a leerme pasajes en voz alta sobre la angustia existencial.

—¿Sabes, Clara? —dijo, con una mirada introspectiva—. A veces siento que mi vida es como un ensayo de Kierkegaard: incompleto, pero profundamente significativo.

Lo de incompleto si era cierto, desde lugo; su vida era una pura obsesión desquiciada, carne de psiquiatra, pero no osé decírselo. En su lugar fui a lo práctico:

—Sergio, ¿puedes pasarme el queso? —respondí, tratando de desviar la conversación.

El resto del picnic fue una batalla silenciosa entre su necesidad compulsiva de reflexionar sobre la vida y mi necesidad de disfrutar el momento y las lonchas de queso sin que me citara a otro filósofo muerto.

Cuando el amor se diluye en palabras

Una de las cosas que más me molestaba de Sergio era su incapacidad para escuchar. Cada vez que intentaba hablarle de algo personal, como mi trabajo o mis amigos, encontraba una forma de convertir la conversación en una reflexión abstracta.

Una vez, mientras le contaba una anécdota graciosa sobre una amiga, me interrumpió para decir:
—Eso me recuerda a "El ser y el tiempo" de Heidegger. ¿Has leído su análisis sobre el ser-para-la-muerte?

—No, Sergio. No lo he leído. Y, sinceramente, no veo la relación de la anécdota de mi amiga en la caja del súper con el análisis de su ser-para-la-muerte. Me falta imaginación. Pásame el pan, por favor, que no llego a la cesta...

El final de la lección

La relación terminó de la manera más predecible posible: con una discusión filosófica. Sergio quería que asistiera a una charla sobre el "pensamiento postestructuralista en la era digital". Yo le dije que prefería ir al cine, y que estaba hasta ahí de la Escuela de Frankfurt

—El cine es una forma inferior de arte, Clara. Se basa en imágenes, no en ideas —dijo, mirándome como si le hubiera propuesto sacrificar a un filósofo en un altar pagano.

Esa fue la gota que colmó el vaso. Lo miré directamente a los ojos y dije:
—Sergio, creo que necesitamos una pausa para reflexionar sobre nuestra propia existencia líquida.

Le tomó un momento darse cuenta de que estaba rompiendo con él. Y cuando lo hizo, simplemente asintió y respondió:

—Es un movimiento necesario. Después de todo, la vida es un flujo constante.

No podía haberlo dicho mejor.

Reflexión final sobre Sergio

Sergio me enseñó una lección valiosa: la inteligencia no siempre es sexy, especialmente cuando viene acompañada de pedantería. Aprecio la filosofía tanto como cualquier otra persona que se despierta cada mañana agobiada por la vida, pero también sé que hay un tiempo y un lugar para ella. Y ese lugar definitivamente no es el dormitorio.

Aunque nuestra relación fue un desastre, no puedo evitar sonreír al recordarlo. Sergio era un personaje de su propia narrativa, más interesado en construir su identidad intelectual que en conectar con otra persona.

Ahora, cada vez que veo un libro de Nietzsche en una librería, lo paso de largo y elijo algo más ligero. Porque, al final, la vida, como el amor, no siempre necesita tantas palabras.

6: Esteban: Un Hípster de la Bicicleta

Conocer a Esteban fue como entrar en un episodio de una serie sobre modernillos urbanos: un tipo delgado, con bigote cuidadosamente recortado y ropa que parecía comprada en un mercadillo vintage, pero que probablemente costaba el salario de un mes. Lo conocí en una charla sobre huertos urbanos en la que, de alguna manera, acabé sentada junto a él. Durante la conferencia, mencionó conceptos como “reconexión con la tierra” y “la ética de la autosuficiencia”. Me cautivó, no tanto por lo que decía, sino por su manera de hacerlo: una voz grave y pausada que hacía que hasta el compostaje pareciera sensual.

Salimos al terminar el evento, y en un bar de cervezas artesanales me explicó por qué él mismo las elaboraba en casa. Era el tipo de hombre que parecía tener todas las respuestas: sobre ecología, sostenibilidad, y cómo salvar al mundo usando una bicicleta y la artesanía en el consumo. Yo, que apenas reciclo y uso el coche para ir al supermercado, pensé que podía aprender algo de él. Lo que no sabía es que, lo que realmente iba a aprender, era la diferencia entre la pasión y el esnobismo.

Minimalismo al extremo

Esteban tenía una filosofía de vida muy clara: menos es más. Su apartamento era el epítome del minimalismo. Un colchón en el suelo, unas cuantas plantas en macetas hechas de botellas recicladas y una estantería con libros cuidadosamente seleccionados sobre permacultura y filosofía existencialista.

—El exceso de cosas crea ruido en el alma —me explicó mientras yo intentaba encontrar un lugar cómodo para sentarme que no fuera el suelo. De hecho no lo conseguí y nuestra aproximación al cortejo hubimos de hacerla en cuclillas, ante la falta de un mísero sofá.

Su concepto de menos es más también se aplicaba a las comodidades básicas. No tenía microondas porque “calienta de manera poco uniforme”, no usaba papel higiénico porque prefería un bidet portátil, y su ducha era más bien una experiencia simbólica, ya que afirmaba que bañarse más de dos veces a la semana era “innecesario para el cuerpo humano y dañaba la piel”.

Al principio, intenté verlo como parte de su encanto. Pero cada vez que nos abrazábamos, me preguntaba si su compromiso con el medio ambiente incluía renunciar al desodorante.

La cena de los desechos

Esteban y yo cocinamos juntos en varias ocasiones, aunque llamarlo cocinar sería generoso. Una noche, mientras yo proponía preparar algo sencillo como una pasta, él insistió en que debía acompañarlo a un contenedor de supermercado para recoger verduras desechadas que estaban en perfectas condiciones.

—Es absurdo desperdiciar comida perfectamente comestible —dijo, con una pasión que no admitía réplica.

Al llegar al contenedor, me entregó unos guantes y un saco. Mientras yo luchaba contra mi dignidad, él estaba extasiado, revisando las cajas como si estuviera en una cata de vinos. Terminamos en su cocina preparando lo que él llamó “un banquete sostenible”. Para mí, era un salteado de verduras con un leve aroma a revenidas y a humillación por mi parte.

El poliamor barato

Esteban era también un ferviente defensor del poliamor. Me explicó, con mucha paciencia, que el amor no debía limitarse a una sola persona, ya que eso era un vestigio de una sociedad patriarcal opresiva. Un despilfarro de oportunidades. En teoría, podía sonar interesante. En la práctica, descubrí que su versión del poliamor era una excusa para ahorrar dinero y dividir gastos entre varias parejas.

—Es un sistema justo, Clara. Todos compartimos y nos beneficiamos mutuamente.

Sí, todos compartíamos. Incluyendo las facturas, las cenas y, sospecho, hasta su colchón minimalista.

Una vez, le pedí que me acompañara a comprar una lámpara para mi apartamento. Me miró como si acabara de sugerir quemar un bosque entero.

—El consumismo es una plaga, Clara. Usa velas.

Esa noche, mientras intentaba leer con la luz parpadeante de una vela, me di cuenta de que no podía soportar su visión del mundo por mucho más tiempo. Y que mi vista corría peligro.

El accidente de la bicicleta

Una de las cosas que más admiraba de Esteban al principio era su compromiso con la bicicleta. Siempre decía que no había nada más liberador que moverse por la ciudad pedaleando, sin contaminar y sintiendo el viento en la cara. Una noche, me propuso ir a cenar en bicicleta. Yo, confiada, acepté, aunque hacía años que no montaba en una.

El viaje fue un desastre desde el principio. Mi bicicleta, que alquilamos en una tienda cercana, parecía tener vida propia y se negaba a obedecerme. Esteban, por supuesto, estaba en su elemento, pedaleando sin esfuerzo y recitando algún poema de Whitman.

En un intento por seguirle el ritmo, terminé estrellándome contra un puesto de churros. Mientras yo me disculpaba con el vendedor y recogía los restos de mi dignidad, Esteban apareció para decirme:

—Es normal, Clara. Tu cuerpo aún no se ha adaptado a la simplicidad del movimiento natural.

Eso fue todo. Sabía que esa sería nuestra última cita.

El desenlace (y una ducha larga)

Esa misma noche, le dije a Esteban que necesitaba tiempo para reflexionar. No fue difícil convencerlo, ya que él, a su vez, estaba convencido de que toda separación era una oportunidad para el crecimiento espiritual.

—Espero que encuentres tu centro de gravedad, Clara —me dijo, mientras empaquetaba un poco de kombucha para que me la llevara a casa.

Volví a mi apartamento, me di una ducha larga y calurosa (con jabón, por supuesto) y me preparé una pizza congelada. Esa fue la mejor decisión de toda la relación.

Reflexión final sobre Esteban

Esteban me enseñó algo valioso: hay una línea muy fina entre la pasión y el extremismo. Admiré su compromiso con el medio ambiente y la sostenibilidad, pero no podía ignorar el hecho de que su estilo de vida era, en muchos aspectos, incompatible con el mío.

Ahora, cada vez que veo a alguien en bicicleta con un bigote perfectamente recortado, me acuerdo de él. Y aunque le deseo lo mejor en su misión de salvar el mundo, también estoy segura de que no necesito compartir un contenedor de supermercado con nadie más.

7: Víctor: Coach de la Felicidad

Víctor apareció en mi vida como un rayo de sol. Literalmente, porque la primera vez que lo vi estaba subido a un escenario en un evento de coaching motivacional, iluminado por un foco que parecía diseñado exclusivamente para resaltar su sonrisa de dientes perfectos. "¡Tú puedes cambiar tu vida!", gritaba con entusiasmo, mientras el público lo ovacionaba como si acabara de curar el cáncer.

Había algo magnético en él. Tal vez era su confianza inquebrantable o su manera de decir frases como “Todo lo que necesitas está dentro de ti” con una convicción que hacía que hasta el cinismo más arraigado tambaleara. Cuando me invitó a tomar un café después de la charla, acepté. ¿Cómo podía decirle que no a alguien que parecía estar rodeado de una aura de energía positiva permanente?

El hombre que nunca dejaba de sonreír

Desde el primer momento, quedó claro que Víctor era un optimista profesional. Su sonrisa nunca desaparecía, y su lenguaje estaba repleto de frases motivadoras que parecían sacadas de un calendario de autoayuda:

—Recuerda, Clara: cada día es una oportunidad para recrear la mejor versión de ti misma.

Al principio, lo encontré encantador. Después de todo, ¿quién no necesita un poco de positividad en su vida? Pero pronto descubrí que esa sonrisa permanente y su actitud inquebrantable no eran tan perfectas como parecían.

Un día, mientras hablaba de mi frustración con el trabajo, Víctor me interrumpió con un:

—El fracaso no existe, Clara. Solo son lecciones disfrazadas.

—Entonces debo llevar ya un máster en lecciones. —respondí, con mi sutil sarcasmo habitual.

Él se rio, pero no abandonó su postura.

—Eres más fuerte de lo que crees. Solo necesitas cambiar tu perspectiva.

Aparentemente, mi perspectiva era el problema de todos mis problemas. Y todo el mundo intentaba hacérmelo notar.

El altar de las afirmaciones diarias

Víctor tenía una rutina muy particular. Cada mañana, antes de hacer cualquier cosa, se sentaba frente a un espejo y recitaba afirmaciones. Una lista interminable de frases como:
—Soy valioso.

—Hoy atraeré abundancia.—El universo conspira a mi favor.

Me pidió que participara, pero mi pragmatismo progresista no pudo tolerar tanta verborrea esotérica a las ocho de la mañana. Prefería lavarme los dientes y ponerme en marcha antes de desayunar y salir para el trabajo.

—Víctor, yo solo quiero un café y cinco minutos de silencio. ¿Podemos conspirar para eso?

Él se rio, como siempre, pero insistió en que debía intentarlo. “El cambio empieza desde adentro”, decía, mientras yo intentaba no lanzar mi taza de café contra la pared.

El coach a tiempo completo (literalmente)

Con Víctor, todo se convirtió en una sesión de coaching. Si mencionaba que estaba cansada, él respondía con estrategias para optimizar mi energía. Si hablaba de algún problema, él proponía ejercicios de visualización para solucionarlo. Incluso en la cama, tenía una manera peculiar de motivarme.

—¡Tú puedes hacerlo, Clara! —me dijo una vez, mientras yo intentaba contener una carcajada.

Lo peor fue cuando empezó a hablar de nuestras “metas de pareja” como si estuviéramos en un retiro corporativo. Una noche, me presentó un esquema con nuestras “fortalezas” y “áreas de mejora”

—Mira, Clara, creo que si trabajamos en nuestra comunicación, podemos alcanzar el siguiente nivel emocional.

Quise responderle con un “mi única meta ahora mismo es no estrangularte y pegar un buen polvo”, pero opté por un diplomático:

—Déjame pensarlo.

Cuando el optimismo se convierte en negación

Lo que más me molestaba de Víctor no era su optimismo, sino su incapacidad para aceptar cualquier cosa negativa. Si le decía que algo me molestaba, lo convertía en un reto motivacional.
—No permitas que eso te afecte, Clara. Tú eres más fuerte que tus emociones.

Un día, después de una discusión particularmente frustrante, me miró con su sonrisa impasible y dijo:

—Recuerda, los problemas no son más grandes que tú.

—Pues este sí —respondí, señalándolo ,emtalmente a él directamente.

Pero él no lo entendió. Para Víctor, todo se podía solucionar con actitud positiva y auto afirmaciones diarias.

La sesión de coaching definitiva

El colmo llegó cuando me ofreció una “sesión personalizada de coaching de pareja”. No solo fue un desastre, sino que además intentó cobrarme.

—Clara, esto no es un trabajo, es una inversión en nosotros.

—¿Una inversión? ¿Como un fondo de pensiones?

Víctor no entendió el sarcasmo. Sacó su cuaderno y empezó a explicarme cómo dividiríamos las “responsabilidades emocionales” para maximizar nuestra conexión. Fue en ese momento cuando supe que nuestra relación no tenía futuro.

El adiós con gratitud (pero sin afirmaciones)

La ruptura fue sorprendentemente fácil. Víctor aceptó la noticia con su típica sonrisa y una frase motivadora:

—Gracias por este tiempo juntos, Clara. Me ayudaste a crecer como persona. Espero que encuentres tu camino hacia la abundancia emocional.

¡¿La abundancia emocional?! Yo solo quería encontrar mi camino hacia la puerta.

Reflexión final sobre Víctor

Víctor me enseñó algo importante: la positividad, en exceso, puede ser tan agotadora como el pesimismo. Admiré su entusiasmo y su deseo de mejorar la vida de las personas, pero vivir con alguien que nunca deja de sonreír y de dar lecciones es simplemente insostenible.

Ahora, cada vez que escucho frases como “cambiar tu perspectiva” o “tú puedes lograrlo”, no puedo evitar pensar en él. Y aunque a veces me río al recordarlo, estoy convencida de que no necesito a nadie que trate mi vida como un proyecto de autoayuda.

8: Mario: Artista Torturado

Mario era pintor. Lo conocí en una exposición donde sus cuadros, llenos de tonos grises y negros, parecían competir por ver cuál podía transmitir más desesperación. Los títulos eran aún más depresivos: "El vacío interior", "Melancolía existencial", y mi favorito personal, "La soledad como destino inevitable". Era como si su arte estuviera diseñado para acompañar la peor resaca de tu vida. Y sin embargo, algo en él me atrajo.

Tenía esa intensidad que parece propia de los artistas: mirada profunda, cabello despeinado pero de manera estratégica, y una forma de hablar pausada, como si cada palabra fuera una pincelada en el lienzo de la conversación. Cuando me dijo:
—La vida es sufrimiento, Clara. Pero hay belleza en ese sufrimiento, ¿no crees?

Yo, inexplicablemente, le respondí:

—Supongo que sí. Creo que sí...

Ahí comenzó lo que más tarde llamaría “mi relación monocromática”.

El encanto inicial

Al principio, Mario me fascinó. Sus historias sobre la lucha del arte en un mundo capitalista hicieron resonancia con mi lado más romántico. Me llevó a su estudio, un espacio caótico lleno de lienzos a medio pintar y latas de pintura derramadas que, según él, eran parte de su proceso creativo.

—El arte es caos —me explicó mientras encendía un cigarrillo que olía a desesperación y tabaco barato—. Solo en el caos encontramos la verdad.

Yo, que en ese momento tenía un cóctel en la mano y estaba ligeramente impresionada por su forma de expresarse, asentí como si acabara de revelarme el secreto del universo. Aunque lo de encontrar algo en el caos me recordó algún apunte de física del instituto, posíblemente la entropía de la segunda ley de la termodinámica, lo de pillar ahí en el caos la verdad se me escapaba. No acababa de verlo claro.

Sus cuadros, aunque deprimentes, tenían una fuerza magnética. Y cuando me dijo que quería pintarme, me sentí como una musa griega, lista para ser inmortalizada.

El drama como arte de vida

Mario no solo era dramático en su arte; lo era en todo lo que hacía. Si yo no podía quedar una noche, me mandaba un poema en el que describía su “soledad inmerecida”. Si él llegaba tarde a una cita, decía que el peso de su creatividad lo había retenido.

—No es que no quiera llegar a tiempo, Clara. Es que a veces el alma necesita quedarse quieta.

La primera vez que lo escuché, pensé que era profundo. La décima vez, quise gritarle que su alma necesitaba un reloj.

Las discusiones con Mario eran igual de intensas. Si le decía que no me gustaba algo, lo interpretaba como un ataque a su esencia.

—No soy perfecto, Clara. Soy un reflejo de la imperfección del mundo. ¿Cómo puedes pedirme que cambie?

No podía responder a eso sin parecer la villana de una obra trágica y llamarle imbécil. Pero afortunadamente la mayoría del mundo no era como él.

El café como metáfora

Un día, decidí hacer algo especial por él y le llevé un café mientras trabajaba en un cuadro. Mario me miró con aire solemne y dijo:

—Gracias, pero el café simboliza la fugacidad de la inspiración. No puedo beberlo ahora.

Lo miré, esperando que se riera, que dijera que estaba bromeando. Pero no. Mario hablaba en serio. Dejó el café en un rincón del estudio, donde lo vi quedarse frío mientras él volvía a su lienzo, ignorando mi presencia.

En ese momento, supe que Mario estaba más enamorado de su arte (y de su propio sufrimiento) que de cualquier otra cosa en el mundo. Y que le importaba menos que nada que yo me hubiera tomado la molestia detallista de preparle un café mientras él divagaba sobre formas y sensaciones etéreas sólo al alcance de los artistas.

La sesión de pintura

Cuando Mario me pidió que posara desnuda para un cuadro, me emocioné. Pensé que sería una experiencia íntima y especial. Pero lo que empezó como un momento emocionante se convirtió en una pesadilla surrealista.

Pasé tres horas sentada en una pose incómoda mientras él murmuraba sobre el “peso de la existencia femenina”. Cuando finalmente terminó y me mostró el resultado, no podía creer lo que veía.

En el lienzo, yo no era más que un conjunto de formas amorfas, con una expresión que parecía más un grito de auxilio que una mirada sensual.

—Es una metáfora del cuerpo como prisión —explicó, mientras yo intentaba entender por qué mi figura se parecía a un saco de patatas.

—¿Prisión? —repliqué, conteniendo mi enfado—. Mario, si esto es una prisión, quiero que devuelvas las llaves.

El colapso de la musa

La relación con Mario llegó a su punto crítico cuando se convirtió en una competencia entre su arte y nuestra vida diaria. Si yo mencionaba algo práctico, como pagar las facturas o comprar comida, él respondía que esas eran preocupaciones mundanas que no tenían cabida en su existencia artística.

—El arte no se detiene por cosas triviales como el dinero, Clara.

—Pues el alquiler sí —respondí, harta de su grandilocuencia.

Mario era incapaz de vivir en el mundo real, y yo no podía seguir siendo su ancla, ni mucho menos su musa.

El adiós al artista

Una noche, después de otra discusión sobre su “compromiso con la verdad artística”, decidí que era suficiente. Le dije que necesitaba alguien que pudiera disfrutar de la vida tanto como él disfrutaba sufriendo.

Mario, por supuesto, reaccionó como si lo hubiera apuñalado.

—Siempre supe que no sería comprendido —dijo, con lágrimas que casi me hicieron dudar.

Pero esta vez, no me dejé convencer. Salí de su estudio sabiendo que había hecho lo correcto.

Reflexión final sobre Mario

Mario fue una lección importante para mí: la pasión es maravillosa, pero no puede sostener una relación por sí sola. Admiré su dedicación al arte, pero no podía ser la única persona en su vida dispuesta a vivir en un estado constante de drama.

Ahora, cada vez que paso por una galería de arte y veo un cuadro monocromático y deprimente, pienso en él. Y, aunque le deseo lo mejor, también me alegra no ser parte de su próxima obra trágica.

9: Javier: Mecánico Poeta

Conocí a Javier gracias a mi coche, que decidió traicionarme en medio de una autopista. Mientras yo maldecía mi suerte y contemplaba la idea de prenderle fuego, mandado por la compañía aseguradora, apareció él: un mecánico con manos llenas de grasa, una sonrisa que podría iluminar una caverna y un acento del sur que convertía cualquier frase en música.

—Tu motor suena como un corazón herido, pero no te preocupes, lo vamos a arreglar —me dijo, mientras yo intentaba no derretirme en plena carretera. Era agosto, pleno medio día y más allá de Despeñaperros, tirando para el sur.

A primera vista, Javier era todo lo que no buscaba en un hombre. Era impulsivo, directo y parecía vivir al día. Pero algo en su manera de hablar, mezclando metáforas poéticas con términos técnicos, me hizo dudar de mis prejuicios.

—Los coches y las personas no son tan diferentes, Señora De La Madrid. A veces necesitan un buen ajuste para volver a rodar.

Y yo, que en ese momento necesitaba más ajustes emocionales que mi propio coche, decidí darle una oportunidad.

El mecánico que recitaba a Machado

Después de arreglarme el coche, intercambiamos los números de teléfono. Nuestra primera cita fue en un bar de barrio, donde Javier me explicó su filosofía de vida entre cervezas y tapas. Según él, todo en el universo era mecánica. Y no se refería a la cuántica, sino a la de los talleres, la chapa, los pistones, embrague y todo eso.

—Los motores, como los amores, necesitan aceite para funcionar. Si no los cuidas, se gripan.

Era como escuchar a un poeta improvisado. Cada palabra suya estaba impregnada de una sinceridad desarmaste. Me llevó a su taller, un espacio caótico lleno de herramientas oxidadas, piezas de motor y un viejo radiocasete que tocaba flamenco, aullándo en ese momento la Paquera de Jerez.

—Aquí es donde hago magia —me dijo, señalando un coche medio desmontado.

Esa noche, mientras me mostraba cómo cambiar una bujía, me recitó un poema de Machado. Y aunque parte de mí pensaba que la situación era ridícula, otra parte se dejó llevar por su encanto.

Un romance a medio engranar

Estar con Javier era como conducir un coche viejo: emocionante, pero lleno de sorpresas. Cada día era diferente, una mezcla de pasión y caos que me mantenía alerta. Una noche, después de una cena improvisada en su casa (una tortilla con pan que él insistía en llamar “cocina rápida de supervivencia”), me confesó que escribir poesía era su verdadera pasión.

—Los coches pagan las facturas, pero las palabras alimentan el alma —dijo, con una seriedad que casi me hizo llorar. La poesía no es solo mi hobby; es mi vida, Clara,

Por supuesto, esta declaración vino acompañada de un soneto que había escrito para mí. Era cursi, sí, pero también dulce. Me lo leía mientras yo intentaba no reírme con la última copa de vino de la noche.

La relación chocaba más que mi coche

Pero, como con todos los hombres que había conocido, el encanto inicial empezó a desmoronarse. Javier tenía una relación complicada con el tiempo. Llegar a una cita puntual era, para él, una proeza casi imposible. Siempre había una excusa:

—Un cliente apareció sin avisar.

—El camión de repuestos se retrasó.

—Estaba cambiándole el aceite a mi moto y me lie.

La gota que colmó el vaso llegó cuando llegó dos horas tarde a una cena especial y, al preguntarle por qué, me respondió con total naturalidad:

—Es que el motor de mi moto sonaba raro y no podía dejarlo así.

—¿Y qué hay de nuestro motor? —respondí, sarcástica.

No entendió la metáfora, o decidió ignorarla.

Un viaje al desguace emocional

Otro problema era su tendencia a arreglar cosas que no estaban rotas. Una tarde, mientras yo estaba en su taller, se ofreció a revisar mi coche otra vez, a pesar de que funcionaba perfectamente.
—Siempre se puede mejorar, Clara.

Ese afán por mejorar todo se extendió a nuestra relación. Si yo estaba molesta por algo, Javier intentaba solucionarlo con frases poéticas y promesas de un futuro mejor, pero nunca con acciones concretas.

—El amor, como los motores, necesita ajustes constantes.

—¿Y cuándo piensas hacer el primer ajuste? —pregunté, harta de las palabras vacías.

El desenlace (sin frenos)

La relación terminó de forma tan abrupta como había comenzado. Una noche, mientras discutíamos por enésima vez sobre su incapacidad para cumplir con los planes, decidió que la mejor manera de calmarme era recitar otro poema.

—Tu amor es como un motor, Clara: potente, pero complicado.

Fue entonces cuando me di cuenta de que Javier nunca cambiaría. Podía ser un genio con las máquinas, pero cuando se trataba de relaciones humanas, seguía funcionando en modo prueba y error.

—Javier, necesito algo más que poesía y metáforas. Necesito un hombre que esté presente, no alguien que siempre esté en su taller o perdido en sus pensamientos de Machado o Góngora...

Él asintió, con tristeza, y dijo:

—Te entiendo, Clara. Espero que encuentres a alguien que te haga rodar como mereces.

Esa fue la última vez que lo vi. No necesitaba a nadie que me hiciera rodar, lo que ncesitaba era poner el turbo y escapar de esa relación sin sentido.

Reflexión final sobre Javier

Javier me enseñó que las metáforas y los sonetos no pueden arreglar una relación. Admiré su pasión, su creatividad y su manera de ver el mundo, pero no podía soportar su incapacidad para comprometerse con algo más allá de su taller y su poesía.

Cada vez que paso por un taller mecánico y escucho el sonido de una llave inglesa, pienso en él. Y aunque le deseo lo mejor, también me alegra que no sea él quien intente ajustar mi motor emocional.

10: Benito: Capitán de una Zodiac

Conocí a Benito en una fiesta de esas que empiezas preguntándote cómo acabaste ahí y terminas deseando salir corriendo. Estaba en una esquina, apoyado en la barra con la confianza desbordante de alguien que se cree el dueño del mundo. Vestía una camisa de lino que probablemente había sido planchada por un ejército de sirvientes imaginarios y sostenía una copa de champán como si le perteneciera por derecho divino.

—El verdadero lujo está en los detalles —me dijo con una sonrisa que, en ese momento, me pareció cautivadora.

Benito era un "Borjamaris" de manual: esnob, encantado de conocerse y con una actitud que gritaba "mis amigos me llaman 'señor'". Y, sin embargo, hubo algo en su aire de despreocupación que me atrapó. Tal vez era su forma de hablar, llena de palabras como “exclusivo” y “único”. O tal vez, era el champán.

Lo que no sabía entonces era que Benito no era más que una fachada sin edificio detrás: todo brillo y nada de fondo, como un diamante falso cuando lo ves bajo la luz correcta.

Lujo de cartón piedra

Benito me habló de su pasión por la navegación durante nuestra primera conversación. Según él, el mar era su segunda casa. Conociendo que siempre había vivido en Madrid, pensé que sin duda se refería al Manzanares.

—Estoy estudiando para sacarme el título de patrón de barco —dijo, con una sonrisa que sugería atardeceres románticos en cubierta.

En mi mente, ya lo imaginaba al timón de un yate, con el viento despeinándole el cabello y yo a su lado, con un vestido blanco ondeando al viento. Pero la realidad era menos glamorosa: lo que Benito tenía no era un yate, sino una pequeña zodiac de dos metros que compartía con tres amigos. Apenas apta para una piscina.

Cuando finalmente me invitó a conocer su "barco", me encontré con una embarcación que parecía haber sobrevivido a más fiestas de despedida de soltero que travesías marinas. No tenía motor, porque uno de sus amigos lo había desmontado para "repararlo", y la última vez que habían salido al agua había sido remolcados de vuelta por un pescador compasivo.

—El tamaño no importa, Clara. Lo que importa es el espíritu de aventura —dijo, ignorando mis intentos de contener la risa.

Política, porros y cocaína de gorra

Benito era un hombre de contradicciones. Por un lado, hablaba de la importancia de la tradición, el orden y los "valores" (léase: su ideología estaba tan a la derecha que, en comparación, una veleta parecía estable, y su obsesión por presenarme a sus padres) . Por otro lado, no tenía reparos en aceptar un porro de sus amigos en una fiesta o una raya de cocaína que alguien generosamente le ofreciera.

—Es cuestión de contexto, Clara —dijo una noche, mientras esnifaba con la elegancia de quien se cree en un club privado—. No es lo mismo consumir aquí que en un antro cualquiera.

Me quedé mirándolo, preguntándome si realmente se creía su propio discurso. Benito siempre encontraba una manera de justificar sus excesos y sus déficits, como si estuviera por encima de las normas que predicaba.

Sus amigos, por supuesto, eran una extensión de él: un grupo de parásitos que vivían de las rentas de sus padres o de una pensión no contributiva o de sablazos a todo dios, con camisas polo y gafas de sol que no se quitaban ni de noche.

Cuando la pobreza finge elegancia

Lo que más me irritaba de Benito no era su hipocresía, sino su constante necesidad de aparentar. Un día, me llevó a un restaurante carísimo y, después de pedir el vino más caro de la carta, hizo un gesto casual hacia el camarero y dijo:

—Póngalo en mi cuenta.

Más tarde descubrí que había usado mi tarjeta de crédito "por error" para pagar la cena.

Cuando se lo hice notar, respondió con su sonrisa encantadora:

—Es que estás conmigo, Clara. Lo que es tuyo es mío, ¿no?

No, Benito. Así no funciona la cosa.

El día en la zodiac

El punto culminante de nuestra relación fue el día que insistió en llevarme a "navegar". Había conseguido que un amigo le prestara un motor para la zodiac y estaba decidido a mostrarme su dominio del mar.

Subimos a la embarcación en un embarcadero que parecía a punto de desmoronarse. Mientras él luchaba por arrancar el motor, intentaba convencerme de que las dificultades eran parte de la experiencia náutica.

—El verdadero marinero no se rinde ante los obstáculos, Clara.

Finalmente, el motor rugió y nos adentramos en lo que, en realidad, era una pequeña laguna. Benito me miró con orgullo mientras manejaba la zodiac como si estuviera dirigiendo un barco pirata. Yo intenté disfrutarlo, pero la verdad era que me sentía como una figurante en un sketch de comedia.

El motor se detuvo a mitad de camino, y Benito pasó el resto de la tarde tratando de arreglarlo mientras yo remaba de vuelta al embarcadero con un remo que parecía más adecuado para una canoa de juguete.

La Excel de las vacaciones

Lo que finalmente acabó con nuestra relación fue una Excel. Sí, otra Excel, aunque esta vez no era sobre la relación, sino sobre las vacaciones que Benito había "planeado". Resulta que quería que compartiéramos los gastos de un velero alquilado con sus tres amigos y sus respectivas parejas. Cuando le dije que no me parecía justo, me respondió:
—El amor también es colaboración económica, Clara.

Fue entonces cuando entendí que Benito no buscaba una compañera. Buscaba a alguien que financiara sus delirios de grandeza.

El adiós definitivo

La ruptura fue inevitable. Una noche, mientras discutíamos sobre sus constantes intentos de aparentar lo que no era, le dije:

—Benito, creo que vivimos en planetas diferentes. Yo prefiero uno donde la gente no mienta inventando que tiene un yate.

Él, por supuesto, intentó defenderse.

—No es mentira, Clara. Es una visión. ¿Qué es la vida sin sueños?

—La vida sin sueños es pasable, Benito. Pero la vida sin realidad es agotadora.

Y así, nuestra historia terminó.

Reflexión final sobre Benito

Benito fue un recordatorio de que no todo lo que brilla es oro. A veces, es solo plástico barato con una capa de pintura. Celebré su capacidad para inventarse una vida que no tenía, pero no podía soportar su falta de autenticidad, su impostura y su cretinez .

Ahora, cada vez que veo una zodiac o escucho a alguien hablar de "tradición y valores", no puedo evitar pensar en él. Le deseo suerte en su próximo viaje imaginario, pero estoy feliz de no ser parte de su tripulación.

11: Fabio: Gigoló Emprendedor

Fabio era, sin lugar a dudas, el hombre más guapo que había conocido en mi vida. Literalmente, un Adonis de carne y hueso. Lo conocí en un bar, durante una de esas noches en las que no esperas gran cosa, y su entrada fue como una escena de película. Alto, con ojos oscuros que parecían capaces de derretir el hielo, y una sonrisa que debería haber venido con un cartel de advertencia. Desde el momento en que me dirigió la palabra, supe que me estaba metiendo en problemas.

—¿Puedo invitarte a una copa? —preguntó, con un acento extranjero que no logré identificar, pero que hacía que cualquier cosa que dijera sonara como poesía.

¿Y qué podía hacer yo? Acepté. Porque una, todos los días, no tiene la oportunidad de ser conquistada por un hombre que parece salido de una portada de revista.

El gigoló disfrazado de príncipe azul

Fabio era encantador, atento y siempre impecablemente vestido. En las primeras citas me deslumbró con su conversación, que giraba en torno a los placeres de la vida: el buen vino, la música, los viajes... Parecía un tipo sofisticado, alguien que había vivido experiencias que yo solo podía imaginar.

—La vida está hecha para disfrutarla, Clara. Nada más importa —me dijo en nuestra segunda cita, mientras tomábamos un vino carísimo que el insistió en pedir y acabé pagando yo

Yo, ingenua, pensé que había encontrado al hombre perfecto. Pero Fabio tenía un talento especial para evitar detalles clave sobre su vida. Siempre hablaba en términos generales, como si fuera un misterio andante. Su trabajo, por ejemplo, era un tema que esquivaba con elegancia.

—Soy un hombre de negocios —decía, sin explicar a cuales se refería, y cambiaba rápidamente de tema.

No fue hasta más tarde, cuando ya estaba completamente enganchada a su encanto, cuando descubrí la verdad.

La gran revelación

Una noche, mientras cenábamos en un restaurante elegante (pagado por mí, claro), Fabio decidió abrirse. Con total naturalidad, entre un sorbo de vino y un bocado de foie gras, me confesó que era gigoló.

—Es un trabajo como cualquier otro, Clara. Me permite dedicarme a lo que amo: disfrutar de la vida y hacer feliz a la gente.

Me quedé sin palabras. Por un momento pensé que estaba bromeando, pero no. Fabio hablaba con una honestidad desarmante, como si acabara de contarme que era profesor de yoga o consultor financiero.

—¿Entonces...? ¿Las cenas, las salidas, todo esto...? —pregunté, tratando de asimilar lo que acababa de escuchar.

—Esto es real. Pero también forma parte de mi vida. ¿Entiendes? —respondió, con esa sonrisa que ya no me parecía tan encantadora.

No, Fabio. No entendía. Y comenzó a precocuparme que el tipo me hubiera podido contagiar algo.

El precio de la sofisticación

Con Fabio, todo tenía precio. Literalmente. Una vez, después de un fin de semana espectacular en un hotel de lujo que él "había conseguido a través de un cliente", me dejó una factura escrita a mano titulada: "Servicios exclusivos de acompañamiento romántico".

—Es un formalismo, Clara. No quiero que pienses que abuso de tí.

No sabía si reír o tirarle el recibo a la cara. De lo que estaba abusando el muy mamón era de mi dinero. Pero decidí darle el beneficio de la duda. Después de todo, no todos los días conoces a un hombre que combina el lujo y la caradura de esa manera.

La doble vida de Fabio

Una de las cosas que más me molestaba de Fabio era su falta de autenticidad. Por un lado, decía que nuestra relación era especial, diferente a las que tenía con sus clientes. Pero, por otro lado, siempre parecía estar trabajando.

Un día, lo encontré en un restaurante con otra mujer, una señora mayor elegantemente vestida. Cuando me vio, se acercó con naturalidad y me dijo:

—Clara, te presento a la señora Luisa. Es una amiga y cliente de confianza.

Fue en ese momento cuando me di cuenta de que Fabio no tenía "clientes". Tenía mecenas. Y yo no estaba segura de en qué categoría encajaba.

El incidente del spa

El colmo llegó durante un fin de semana en un spa de lujo al que me llevó "como un detalle". Allí descubrí que había organizado una especie de retiro romántico simultáneo con dos de sus clientas habituales. Fabio pasaba de una habitación a otra como si fuera el anfitrión de una fiesta exclusiva.

Cuando le pregunté qué coño era aquello, me respondió con su eterna calma:

—Clara, la exclusividad es relativa. Cada persona tiene un lugar especial en mi vida.

—¿Y yo qué lugar tengo? ¿El del banco que financia este retiro?

No respondió. No hacía falta.

El adiós al príncipe falso

Cuando finalmente decidí dejar a Fabio, fue él quien se mostró sorprendido.
—Pero, Clara, lo nuestro es único. No tienes que preocuparte por mi trabajo. Eres diferente.

—No, Fabio. Lo único que hay aquí es tu habilidad para vivir de los demás. Y no pienso financiar tu próximo viaje de lujo.

Su reacción fue de decepción genuina, lo que casi me hizo dudar. Pero sabía que debía marcharme.

Reflexión final sobre Fabio

Fabio me enseñó algo importante: el encanto no siempre es suficiente. Por muy atractivo, atento y sofisticado que sea alguien, si no hay autenticidad detrás, la relación está condenada al fracaso. Era notable su capacidad para seducir y su manera de ver la vida como un lujo perpetuo, pero no me parecía suficiente argumento para aceptar ser parte de su mundo y que me pegara unas purgaciones.

Ahora, cada vez que veo a un hombre demasiado guapo, demasiado encantador y demasiado evasivo, me acuerdo de Fabio. Y, aunque espero que algún día deje de putear, estoy más que feliz de haberle dejado en cuanto pude.

12: Ignacio: Abogado del Infierno

Ignacio era todo lo que, en teoría, debería funcionar para alguien como yo. Inteligente, ambicioso, atractivo y, sobre todo, bien situado en la vida. Lo conocí en un evento benéfico, de esos donde la gente se reúne para donar dinero mientras compite por quién lleva el traje más caro. Él destacaba entre la multitud con un Armani perfectamente ajustado, una copa de champán en la mano y una mirada que parecía diseccionarlo todo con fría precisión.

Cuando me habló, lo hizo con una seguridad que rayaba en la arrogancia, pero que en ese momento encontré irresistible.

—¿Sabías que las leyes son como las relaciones? Todo depende de cómo redactes los términos.

Era el tipo de frase que normalmente me haría rodar los ojos, pero algo en su tono me hizo reír. Antes de que me diera cuenta, estábamos intercambiando números y planeando una cena.

El abogado impecable

Ignacio tenía una personalidad magnética. Siempre estaba impecablemente vestido, con el peinado exacto y un reloj que probablemente costaba lo mismo que mi coche. Había algo en su presencia que exigía respeto, aunque también cierta distancia.

En nuestra primera cita, me llevó a un restaurante de alta cocina que él mismo había reservado con semanas de antelación. Parecía saberlo todo: qué pedir, qué vinos combinar, incluso qué servilleta era mejor usar para cada plato. Por un momento, me sentí como una princesa en un cuento de hadas contemporáneo. Pero pronto, su perfección empezó a resultar agotadora.

—¿Sabes? Este lugar tiene una estrella Michelin, pero creo que podrían mejorar la presentación de los entrantes —comentó, mientras yo luchaba por no tirar mi copa de vino de pura incomodidad.

Ignacio no era un hombre, era una máquina de detectar defectos. Y lo peor era que, en su mundo, todo tenía que ser optimizado. Incluyendo nuestras citas.

La gestión de la relación

A las pocas semanas, Ignacio comenzó a tratar nuestra relación como un contrato legal.
—Creo que deberíamos establecer ciertas pautas para evitar conflictos innecesarios —me dijo una noche, mientras sacaba un bloc de notas.

Yo, ingenua, pensé que estaba bromeando. Pero no. Ignacio realmente creía que el amor podía gestionarse como un caso judicial. Cada vez que teníamos una diferencia, analizaba la situación como si estuviera en un tribunal, desmenuzando mis argumentos y presentando contraejemplos.

—Clara, entiendo tu punto de vista, pero si analizas los hechos, verás que tu posición es insostenible.

A veces, me hacía sentir como si estuviera siendo evaluada en un examen que ni siquiera sabía que estaba tomando.

La cama bajo contrato

Ignacio era igual de metódico en la cama. Si bien su precisión podía tener cierto atractivo al principio, pronto descubrí que todo estaba planificado al milímetro. Siempre seguía una especie de guion que, si intentaba romper, lo desconcertaba por completo.

Una noche, intenté algo más espontáneo. Él se detuvo en seco y me miró con seriedad.
—Esto no estaba en el programa de hoy. ¿Podemos discutirlo?

¿Discutirlo? ¿En serio? Sentí que estaba en una negociación en lugar de una relación.

La Excel de la discordia

El momento definitivo llegó cuando descubrí que Ignacio llevaba una Excel sobre nuestra relación. No era como el de Juan, el funcionario metódico. Este era aún más aterrador. Incluía columnas con títulos como "Gastos compartidos", "Tiempo de calidad invertido" y "Nivel de satisfacción percibido (de 1 a 10)".

Cuando lo enfrenté, él no lo negó.

—Es importante mantener un registro de nuestros progresos, Clara. Así podemos identificar áreas de mejora.

—¿Mejora? —respondí, incrédula—. Ignacio, esto no es una empresa. Es una relación.

Él me miró como si acabara de decir algo profundamente irracional.

Las vacaciones calculadas

La Excel no fue el único problema. También descubrí que Ignacio había planificado nuestras vacaciones con una hoja de cálculo detallada que incluía horarios exactos para cada actividad. Incluso había añadido una "columna de margen de error" por si algo salía mal.

—Es que, Clara, no podemos dejar las cosas al azar. La improvisación genera estrés.

—¿Y tú crees que esto no lo genera? —respondí, señalando su archivo como si fuera una prueba de delito.

No lo entendió. O no quiso entenderlo.

La ruptura estructurada

Cuando finalmente decidí terminar la relación, Ignacio trató la ruptura como si fuera una mediación legal. Me pidió que detallara mis razones, presentó sus argumentos en contra y sugirió una "fase de prueba" para reconsiderar mi decisión.

—Clara, esto no tiene por qué ser definitivo. Podemos renegociar los términos.

—Ignacio, no hay términos. Esto no es un contrato. Es el final.

Pareció aceptarlo, aunque no sin antes intentar convencerme de que estaba cometiendo un error. Incluso se ofreció a enviarme un borrador de nuestra "resolución mutua" para que lo revisara.

Reflexión final sobre Ignacio

Ignacio me enseñó que la perfección no es sinónimo de felicidad. Admiré su disciplina, su inteligencia y su ambición, pero no podía soportar su falta de espontaneidad y su incapacidad para vivir el momento.

Ahora, cada vez que veo a un hombre con un traje impecable y un maletín, me acuerdo de él. Y aunque le deseo lo mejor, estoy segura de que su próxima relación será mucho más feliz… si consigue encontrar a alguien dispuesto a firmar sus "términos y condiciones".

13: Héctor: Burgués de las Rentas

Héctor era, en apariencia, el hombre ideal para cualquiera que buscara estabilidad, clase y un toque de distinción. Lo conocí en una galería de arte, durante una inauguración en la que los asistentes parecían competir por quién podía sonar más pretencioso al hablar sobre los cuadros expuestos. Yo estaba contemplando un lienzo abstracto que parecía un accidente de pintura, cuando él se me acercó con una copa de champán y una sonrisa tan medida como su cabello perfectamente peinado.

—¿No es fascinante cómo el vacío puede decir tanto? —comentó, señalando el cuadro con aire reflexivo.

Respondí algo vago, aún no convencida de si estaba ante un hombre interesante o simplemente otro pedante. Pero su tono pausado y su manera de hablar me hicieron dudar. Héctor tenía una seguridad que, en ese momento, confundí con profundidad.

Lo que no sabía era que estaba a punto de embarcarme en una relación con un hombre cuya vida era una obra de teatro cuidadosamente escenificada, pero sin sustancia tras el telón.

El estilo de vida del rentista

Desde el principio, Héctor dejó claro que no trabajaba, pero lo explicó de una manera que lo hacía sonar como una virtud.

—Trabajo no es lo mismo que propósito, Clara. Yo me dedico a gestionar mis propiedades.

En mi mente, "gestionar propiedades" evocaba imágenes de edificios majestuosos y lujosas reuniones con inversores. La realidad era menos glamorosa: Héctor tenía tres pisos alquilados, todos heredados, y su idea de "gestión" consistía en quejarse de sus inquilinos.

—No sé cómo la gente puede vivir con tan poco cuidado por el patrimonio. Es como si no entendieran que están ocupando algo más grande que ellos mismos.

A menudo hablaba de sus propiedades como si fueran obras de arte, aunque una vez me llevó a visitar uno de sus pisos y descubrí que era un edificio anticuado, con paredes desconchadas y muebles que parecían sobrevivientes de una guerra civil.

El burgués sin presupuesto

Héctor tenía una obsesión por aparentar una riqueza que no tenía. Siempre insistía en ir a restaurantes caros, aunque después encontraba una excusa para que yo terminara pagando.

—Es que olvidé mi tarjeta —decía, con una sonrisa tan encantadora que casi conseguía que no me importara.

Una vez, incluso sugirió que invitáramos a un grupo de sus amigos a cenar. Me pareció una buena idea hasta que descubrí que la factura también había recaído en mi bolsillo. Cuando le reclamé, me miró con aire ofendido.

—Clara, en este tipo de círculos, todo es cuestión de imagen. ¿Qué son un par de cenas comparadas con mantener nuestro estatus?

Nuestro estatus. Como si de repente fuéramos accionistas de una empresa de lujo imaginaria.

Las vacaciones soñadas (y financiadas)

Héctor hablaba constantemente de viajes. Me contaba anécdotas de sus estancias en la Toscana, sus veranos en la Riviera Francesa y sus escapadas a exclusivos hoteles boutique. Pero nunca mencionó quién pagaba esos viajes hasta que empezamos a planear nuestras propias vacaciones.

Propuso un viaje a un resort carísimo en las Maldivas, con todo incluido y una villa privada. Yo, ingenua, pensé que estaba dispuesto a cubrir la mayor parte del costo, dado que había insistido tanto en el destino. Pero cuando llegó el momento de reservar, me pasó el enlace de pago.

—Es una inversión en nuestra experiencia como pareja, Clara. Además, el dinero va y viene. La memoria es lo que queda.

La memoria sí quedó. Pero fue la de ese momento en el que entendí que Héctor vivía del aire y esperaba que yo subvencionara su estilo de vida burgués.

El “intelectual” por ocio

Héctor no solo era un rentista con aires de grandeza; también se autoproclamaba un intelectual. Pasaba horas leyendo libros sobre filosofía y economía que mencionaba en cada conversación, aunque más tarde descubrí que solo leía los resúmenes en internet.

Una noche, mientras cenábamos en un restaurante, empezó a hablar sobre Keynes con una convicción que me impresionó. Pero cuando le pedí que explicara un concepto, su respuesta fue un desastre de términos inconexos.

—No necesito entrar en detalles, Clara. Lo importante es la esencia.

La esencia, al parecer, era su capacidad para aparentar un conocimiento que no tenía.

La gota que colmó el vaso: la terraza

El punto de quiebre llegó una tarde en la que Héctor me mostró su proyecto más reciente: una terraza en uno de sus pisos que quería remodelar para organizar cenas “al nivel de nuestro círculo”. Me explicó con entusiasmo que la inversión sería mínima porque ya había encontrado a alguien dispuesto a pagar parte del costo.

—¿Quién? —pregunté, sin imaginar lo que estaba por venir.

—Tú, claro. Después de todo, también te beneficiarás de este espacio.

Mi paciencia se agotó en ese momento. Me levanté, recogí mis cosas y lo miré directamente a los ojos.

—Héctor, si quieres remodelar tu terraza, empieza por encontrar un trabajo.

Se quedó boquiabierto, como si nunca nadie le hubiera cuestionado.

El final de la farsa

Romper con Héctor fue un alivio. Intentó convencerme de que estaba siendo poco comprensiva, que no veía el potencial de lo que él llamaba nuestra "vida compartida". Pero no me dejé engañar.

—Héctor, lo único que compartimos es esta conversación. Y ya es más de lo que deberíamos.

Fue la última vez que lo vi.

Reflexión final sobre Héctor

Héctor me enseñó que la riqueza verdadera no tiene nada que ver con el dinero. Admiré su habilidad para construir una fachada tan elaborada, pero no podía soportar su constante necesidad de ser alguien que no era.

Ahora, cada vez que escucho a alguien hablar de sus propiedades o de sus viajes con demasiada pompa, pienso en él. Y aunque le deseo suerte con su próxima terraza (y su próxima benefactora), estoy feliz de haber dejado de financiar su teatro de apariencias.

14: Todo sucedió muy rápido y yo era muy joven.

Así pues, a los 40 tuve una epifanía. No era yo quien estaba equivocada, ni los hombres (aunque tampoco ninguno tenía un historial brillante). El problema era el amor en sí mismo. Esa absurda expectativa de eternidad, compromiso y sacrificio para ganar un premio de no sé qué. Decidí cambiar las reglas.

Decidí que mis relaciones durarían un mes. Lo suficiente para emocionarme, pero no para aburrirme. He salido con músicos, chefs, bailarines y, de vez en cuando, con algún profesor (con la condición de que no mencionara a Cervantes). Mis ligues han sido como las temporadas de una serie: cortos, intensos y siempre abiertos a la interpretación.

Y aquí estoy, rememorando estas memorias. No porque tenga algún arrepentimiento, sino para que las mujeres de mi generación sepan que el amor eterno es un mito. O, como dice en su canción Ismael Serrano, sólo es eterno mientras dura. Y que, a veces, el mejor compromiso es con una misma y así nadie te da gato por liebre.

Con 40 años bien vividos, tuve la certeza de que el amor, como la electricidad, es mejor en dosis cortas. He amado, he llorado y, sobre todo, he reído. He dejado un reguero de exes memorables, cada uno más peculiar que el anterior, y me he quedado con un archivo mental lleno de historias que, aunque absurdas, han valido la pena.

Cuando era joven, me enseñaron que el amor debía ser como los árboles centenarios: robusto, firme, inmortal. La realidad, por supuesto, fue muy distinta. El amor eterno resultó ser tan esquivo como una dieta de verano. Se presentaba con entusiasmo, florecía, y luego, como siempre, se marchitaba bajo el peso de la convivencia, los defectos y las expectativas imposibles.

Después, un día leí a Carlo Frabetti y otro a Virginie Despentes, que una también lee algo cuando puede y entendí lo que entendí:

Que el problema no era el amor. Ni siquiera los hombres (aunque algunos eran casos perdidos, reconozcámoslo). El problema era esa absurda búsqueda de lo eterno. Esa necesidad de aferrarse a algo que, por naturaleza, es fugaz, como enseña la biología.

La vida, -he aprendido-, es una obra de teatro con un acto final muy claro: todos vamos al mismo lugar, y no hay reembolsos por inversiones emocionales. A mi edad, no tengo tiempo para perderlo en discusiones sobre qué serie ver, en cenas familiares incómodas o en sesiones de terapia de pareja que terminan hablando de la infancia del otro. Si algo me queda claro, es esto: la brevedad es la clave, y la infancia del otro, sus traumas, manías y todo eso, puede quedarse el con ella…

La epifanía del "quita y pon"

Llegué a estas conclusiones hace poco, después de una cita desastrosa con un arquitecto obsesionado con las formas curvas (y no las mías, precisamente). Mientras él hablaba de la "perfección estructural de los arcos", yo me pregunté: "¿Para qué? ¿Por qué sigo haciendo esto? ¿Qué espero encontrar?"

Y entonces me cayó la ficha: no necesito encontrar nada. No necesito que me salven, que me quieran "para siempre", que me vean como un proyecto a medio construir. Mi vida está completa. Lo que quiero es simple: placer, risa y la libertad de irme cuando me apetezca.

Desde entonces, mis relaciones son como la moda: de quita y pon. Un vestido rojo para una noche, un beso apasionado para una semana, y luego a otra cosa, mariposa. ¿Compromiso? Solo con mis libros, mi sofá y mis sueños de andar por casa.

Reflexión emocional: la verdad desnuda

¿Es esta filosofía un escudo? Tal vez. Pero no es un escudo contra el amor, sino contra el sufrimiento innecesario. He pasado noches en vela llorando por hombres que no lo merecían, pensando que había algo mal en mí porque no podía mantener una relación "seria". Qué tontería.

El amor no fracasa; simplemente, cumple su ciclo. Y no hay nada de malo en disfrutarlo mientras dura y soltarlo cuando termina.

El sexo, por otro lado, es otra historia. Es puro, directo, sin pretensiones. Un momento en el que dos cuerpos se encuentran sin necesidad de promesas ni proyecciones a futuro. ¿Por qué no abrazar eso? ¿Por qué no celebrarlo? En este punto de mi vida, no busco que alguien me "complete". Estoy completa. Solo quiero placer y diversión, y no hay nada de malo en eso.

Una filosofía para lo que queda

Si algo me ha enseñado la vida, es que no existe un manual definitivo. Cada mujer debe escribir el suyo. El mío dice esto: Sé libre. Nada de ataduras, porque la vida ya tiene suficientes compromisos. Sé breve. Las mejores historias son las que no se alargan innecesariamente. Sé feliz. Si algo no te hace sonreír, déjalo atrás sin remordimientos. Sé tú misma. Siempre. Sin disculpas, sin edulcorantes.

¿Significa esto que no puedo volver a enamorarme? No. Pero si llega el amor, tendrá que aceptar mis reglas. Nada de eternidades ni dramas. Solo la alegría del momento.

Así que aquí estoy, lista para vivir lo que me queda como me dé la gana. Porque la vida no es un ensayo general, y a estas alturas, no pienso desperdiciar ni un minuto más en planes a largo plazo.

Para los hombres que vengan, solo tengo una advertencia: si quieres algo eterno, compra un diamante. Si quieres diversión, aquí estoy. Pero no olvides que, cuando termine la función, me iré antes de que bajen el telón.

El arte del ligue fugaz

La vida se ve diferente cuando tomas las riendas sin miedo al juicio ajeno. Mi primera incursión en esta nueva etapa empezó, por supuesto, en el gimnasio. No es que me obsesiones con el ejercicio, pero descubrí que es un excelente lugar para encuentros casuales. Mientras otros contaban repeticiones y series de sentadillas, yo contaba las sonrisas que me lanzaban los instructores.

Mi primera "relación quita y pon" fue con un entrenador llamado Alex. Tenía brazos como columnas griegas y una sonrisa que, si la embotellaran, podría venderse como antidepresivo. Nuestra conversación inicial fue breve pero efectiva:

—¿Quieres que te ayude con la postura?

—Claro, pero no hablo de la espalda.

Una hora después, estábamos en mi apartamento, y me daba consejos sobre cómo mejorar mi "resistencia cardiovascular". No hubo promesas, ni mañanas incómodas. Solo un beso en la puerta y un: —Nos vemos cuando quieras, Clara. —Perfecto, Alex.

Una estrategia para todo terreno

Decidí que no podía limitarme al gimnasio. La filosofía del quita y pon requiere creatividad, así que empecé a explorar otros escenarios:

Cafeterías elegantes: Aquí conocí a Luis, un barista con tatuajes y una habilidad impresionante para preparar latte art. En lugar de corazones, me dibujó una clave de sol en el café, y eso fue suficiente para mí.

—¿Siempre conquistas a las clientas con tus dibujos?

—Solo a las que parecen necesitar un buen café… y algo más.

Dos días después, Luis y yo estábamos en mi cocina, donde él demostró que su destreza con las manos iba mucho más allá del arte con espuma.

Aplicaciones de citas: Acepté que Tinder podía ser un campo de entrenamiento ideal. Allí conocí a Tomás, un ingeniero aburrido de su rutina laboral. Me mandó mensajes como:
"Eres un soplo de aire fresco en esta app llena de lugares comunes."
Cuando nos vimos, él no dejaba de hablar de su trabajo, pero logré que cambiara de tema lo suficientemente rápido como para que la noche acabara de forma interesante.

Eventos culturales: No iba a renunciar a mis raíces intelectuales. En una lectura de poesía erótica conocí a Javier, un fotógrafo que insistió en que su cámara podía capturar mi "esencia femenina". La cámara no apareció, pero su entusiasmo sí.

Los nuevos retos del desapego

Por supuesto, no todo es fácil en esta vida de encuentros efímeros. A veces, los hombres se confunden. Como Eduardo, un arquitecto con el que pasé una noche inolvidable. Al día siguiente, me mandó flores y un poema en el que hablaba de "un amor eterno".

Tuve que ser clara:

—Eduardo, lo nuestro fue un episodio especial, como una canción que escuchas una vez y no necesitas repetir.

No se lo tomó bien, pero aprendí algo importante: no todos están listos para mi filosofía. Y eso me parece normal.

Por otro lado, mis amigas están divididas. Algunas me aplauden y me piden consejos. Otras me miran con una mezcla de curiosidad y horror, como si hubiera adoptado un perro salvaje en lugar de una filosofía de vida. Otras me dicen simplemente que soy una puta.

—¿No te sientes sola? Vamos a ayudarte entre todas —me preguntó y s respondió Ana, la más tradicional del grupo.

—¿Sola? Al contrario. Por fin estoy acompañada de mí misma, y eso me encanta.

La regla de oro: disfrutar sin remordimientos

Con cada nuevo encuentro, confirmo que he tomado la decisión correcta. Mi vida ahora es ligera, como una maleta que solo lleva lo esencial. No hay expectativas ni dramas, solo el placer de vivir el momento.

¿He renunciado al amor? No. Solo he cambiado su forma. Ahora amo las risas espontáneas, las noches inesperadas, y, sobre todo, amo mi libertad.

Desde que adopté esta filosofía, me siento como una artista creando su obra maestra: cada encuentro es un trazo, cada risa un color, y cada despedida, un recordatorio de que la belleza está en lo efímero.

La próxima aventura

Mientras termino esta reflexión, estoy lista para lo que venga. Quizás sea un chef, un viajero, o simplemente alguien que sepa bailar bien. Lo importante es que estoy abierta a todo, pero atada a nada.

Así que, aquí estoy, Clara de Madrid, lista para seguir explorando, viviendo, y disfrutando cada instante como si fuera el último. Porque, al final, la vida es demasiado breve para no saborearla como un buen Roberto-vino: sin prisa, pero con intensidad.

Lista para cepillármelos a todos en un periquete…

15: El Club de los Amores Perdidos

Cuando empecé a reflexionar sobre todos los hombres que habían pasado por mi vida, no lo hice con rencor ni amargura. Fue más bien un ejercicio de humor, una especie de inventario emocional en el que cada relación tenía su propia etiqueta: "fallida", "ridícula", "absurda", y, en algunos casos, "más corta que un mes de febrero".

Sin embargo, algo extraño sucedió ese día. Allí estaban todos, reunidos, uno tras otro, como si mi vida entera se hubiera condensado en una sala de espera llena de exnovios, amantes fugaces y desastres sentimentales. Al principio pensé que era una coincidencia. Pero no. Todos estaban aquí por mí.

Decidí dedicarles un pensamiento a cada uno. No porque los echara de menos, sino porque era demasiado curioso ignorar que el destino había reunido a este grupo de hombres que, si algo compartían, era su capacidad para complicarme la existencia.

Marc: El hombre de las metáforas eternas

Vi a Marc sentado al fondo, con su inconfundible barba intelectual y un libro en las manos, como siempre. Imaginé que estaba recitando mentalmente un poema de Neruda o, peor, algún pasaje de Cervantes. Ese hombre había sido la encarnación de la pedantería: todo en su vida debía estar explicado, analizado y metaforizado.

Pensé en aquella vez que me corrigió un mensaje de texto. “Lasagna lleva ñ, no g”, me había dicho, como si fuera el oráculo de la ortografía. Y yo, en lugar de tirarle la lasagna a la cabeza, lo toleré durante meses. Marc no era malo, simplemente era incapaz de vivir fuera de los libros. Pero aquí estaba, sentado, como si la vida le hubiera otorgado un pie de página en mi historia.

Alberto: El médico obsesionado con los diagnósticos

A Alberto lo reconocí inmediatamente. No podía faltar, con su bata de médico (seguramente la llevaba puesta para impresionar a alguien), hablando con un grupo que probablemente estaba explicando cómo prevenir la osteoporosis. Ese hombre había intentado diagnosticar hasta mi alma.

Recordé aquella vez que me torcí el tobillo y apareció con su kit de diagnóstico portátil. Mientras yo lloraba de dolor, él me decía: "Es un esguince grado dos. Necesitamos inmovilización inmediata". Su obsesión por arreglar todo lo que parecía roto era agotadora. Pero en este momento, al verlo sentado ahí, me pregunté si habría aprendido alguna vez que no todo puede ser tratado con una receta.

Juan: El funcionario del Excel emocional

Juan estaba justo en el centro, con su postura rígida y su mirada fija en el reloj, como si estuviera calculando el tiempo que llevaba ahí. Seguramente había hecho una lista de pros y contras antes de decidir venir. Recordé su Excel. Aquella hoja de cálculo que había titulado “Costos emocionales vs. beneficios de la relación”.

“Si algo puede esperar, debe esperar”, había sido su mantra. Y aunque al principio lo encontré divertido, terminó siendo exasperante. Juan no vivía, planificaba. Quizá por eso estaba aquí ahora, probablemente porque algún algoritmo suyo le había indicado que esta era una decisión lógica.

Roberto: El chef y su ego desmedido

Desde la distancia, vi a Roberto hablando con alguien sobre trufas, seguro. Ese hombre no podía evitar convertir cualquier conversación en una crítica gastronómica. Una vez, después de probar mi famosa tortilla de patatas, me dijo que le faltaba “altura conceptual”.

¿Y qué estaba haciendo ahora? Seguramente analizando el catering, buscando defectos en los aperitivos. Ese había sido el problema con Roberto: su constante necesidad de crítica. Pero aquí estaba, porque, a pesar de todo, había compartido algo conmigo. Algo más allá de las espumas y las reducciones balsámicas.

Sergio: El filósofo del Tinder

Ah, Sergio. Estaba sentado solo, mirando al vacío con esa expresión de profundidad que había hecho que cayera en su trampa en primer lugar. Este hombre podía citar a Nietzsche y Sartre en una misma frase y, al mismo tiempo, no ser capaz de sostener una conversación sencilla sobre qué cenar.

Recordé la vez que, en pleno momento íntimo, soltó: "Como diría Sartre, estamos condenados a ser libres". En ese momento quise condenarlo a callarse para siempre. Pero ahora lo veía ahí, con su pose reflexiva, probablemente intentando darle un significado existencial a todo esto.

Esteban: El hípster de la bicicleta

Esteban estaba de pie, con su bigote perfectamente cuidado y una camisa de segunda mano que seguro costaba más que mi vestido favorito. Me pregunté si había llegado en bicicleta. Probablemente sí, porque no habría pagado un taxi por principios éticos.

Esteban era el hombre que me había convencido de que un contenedor de supermercado era una despensa llena de tesoros. Su amor por lo sostenible, aunque admirable, se había convertido en una prisión que no estaba dispuesta a compartir. Pero aquí estaba, probablemente pensando en cuántos árboles se podrían plantar con las flores que trajeron los demás.

Víctor: El coach de la felicidad

Víctor era inconfundible, con esa sonrisa permanente y su aura de optimismo que nunca parecía apagarse. Recordé sus afirmaciones diarias frente al espejo y sus intentos de convertir cada problema en una oportunidad.

“Clara, el fracaso no existe, solo lecciones disfrazadas”, me había dicho después de una de nuestras tantas discusiones. En este momento, me pregunté si estaba viendo esto como otra “lección de vida”. Quizás ya estaba pensando en convertir mi ausencia en una charla motivacional.

Mario: El artista torturado

Mario estaba junto a una ventana, con esa postura de genio incomprendido que siempre me había parecido tan atractiva al principio. Seguramente estaba escribiendo un poema en su mente, algo dramático y desgarrador, como todo lo que hacía.

Recordé aquella vez que posó para pintarme y terminé retratada como un saco de patatas. “Es una metáfora del cuerpo como prisión”, había dicho. Ahora, al verlo, me pregunté si habría encontrado la inspiración para pintar algo menos deprimente.

Javier: El mecánico poeta

Javier estaba en un rincón, hablando animadamente con alguien, probablemente usando metáforas sobre motores. Recordé cómo había intentado arreglar no solo mi coche, sino también mi vida, con una mezcla de poesía y grasa de taller.

Aunque nunca fue puntual y siempre llegaba oliendo a aceite, había algo entrañable en su manera de ver el mundo como un engranaje lleno de posibilidades. Y ahora estaba aquí, probablemente preguntándose qué se podía ajustar para evitar estas reuniones tan incómodas.

Fabio: el gigoló emprendedor

Fabio llegó tarde, como siempre, con su sonrisa impecable y su aire de sofisticación que ahora me parecía más ridículo que atractivo. Seguramente había llegado pensando que este evento era otra oportunidad de negocio.

Recordé su famosa factura escrita a mano, titulada “Servicios románticos exclusivos”. Y aunque en su momento lo encontré insultante, ahora me reía. Fabio había sido un gran recordatorio de lo que no quería en mi vida.

Ignacio: El abogado del infierno

Ignacio estaba de pie, revisando algo en su móvil. Seguramente estaba redactando un borrador mental sobre “derechos y obligaciones en funerales”. Este hombre había tratado nuestra relación como un contrato, y aunque en su momento me frustró, ahora me parecía casi entrañable.

Héctor: El burgués de las rentas

Y finalmente, ahí estaba Héctor, con su aire de nobleza ficticia, probablemente hablando de cómo “la vida es un acto de elegancia” Héctor había sido el más falso de todos, pero también el más entretenido en su teatralidad.

La revelación final

Mientras seguía reflexionando sobre mis examantes reunidos, algo extraño comenzó a desconcertarme. No sentía el suelo bajo mis pies, ni el peso de mi cuerpo. Todo era ligero, como si flotara, y había un silencio peculiar, casi solemne, que rodeaba la escena. Fue entonces cuando me di cuenta: no estaba físicamente allí. Algo en mí lo sabía, pero mi mente seguía dando vueltas, reacia a aceptar la realidad.

Intenté recordar los últimos momentos antes de este "estado". Y, de pronto, como un rayo, todo volvió a mí:

Había sido la máquina de café.

No, no un ataque cardíaco, ni un accidente dramático, ni siquiera algo tan absurdo como tropezar con una cáscara de plátano. Mi muerte había llegado de la forma más ridícula imaginable: la explosión de mi queridísima cafetera italiana.

EPILOGO

El café mortal

Era una mañana cualquiera. Yo estaba en mi cocina, quería un café perfecto para empezar el día, como siempre. Mientras colocaba el agua y el café molido, tuve la brillante idea de darle un "toque innovador" al ritual matutino. Decidí añadir una pizca de cacao y otra de cardamomo, porque había leído en algún sitio que eso era lo que hacían los baristas modernos.

Lo que no sabía era que mi cafetera, una reliquia oxidada que había heredado de mi madre, no estaba lista para aventuras culinarias. Al primer intento, empezó a hacer un ruido extraño. Y, en lugar de apagarla como una persona sensata, me acerqué para inspeccionarla. Grave error.

La cafetera explotó con un estruendo digno de una película de acción. El impacto fue directo a mi cara. Lo último que vi antes de perder la conciencia fue un chorro de café hirviendo volando hacia mí como un misil de cafeína asesina.

La ironía final

Y aquí estaba ahora, observando a mis examantes llorando (o fingiendo llorar, en algunos casos) alrededor de mi ataúd, mientras yo flotaba en esta especie de limbo cafetero. La idea de morir por mi adicción al café era tan ridícula que no pude evitar reírme.

¿Quién habría pensado que, después de sobrevivir a hombres como Fabio, Marc y Héctor, sería una simple cafetera la que terminaría conmigo?

Un epitafio memorable

Mientras veía cómo los asistentes se marchaban, mi perspectiva empezó a cambiar. Me di cuenta de que mi vida había sido un caos glorioso, lleno de momentos absurdos, dramas románticos y decisiones cuestionables. Pero, sobre todo, había estado llena de risas. Y, al final, no podía haber pedido una salida más adecuada.

Me imaginé mi epitafio, grabado en mármol blanco:

"Aquí yace Clara: sobrevivió a 13 hombres imposibles, pero no a una cafetera italiana."

El último giro irónico de mi existencia. Y, sinceramente, no podía estar más satisfecha.

Tossal, 15/12/2024