El Text de Rosenberg y el amor biónico a las 5 de la madrugada
Leo y su Autoestima: Una Madrugada de Revelaciones y Códigos Rotos
Leo llevaba varios años ejerciendo la psicología, pero jamás se había atrevido a auto-diagnosticarse. Era como intentar operarse una misma con una cucharilla de café: técnicamente posible, pero con altísimas probabilidades de desastre. Sin embargo, aquella madrugada, sentada pensativa frente a su escritorio, decidió que ya era hora de enfrentarse a sí misma o, al menos, a los fragmentos de código emocional que seguían intactos tras su última ruptura, provocándole algún error que otro en su conducta programada.
El Test de Rosenberg, extendido sobre la mesa, parecía mirarla con desafío, poniendo su parte beligerante, como si supiera que Leo llevaba días evitando esta confrontación. La ironía era evidente: después de años ayudando a pacientes a equilibrar sus emociones y a enfrentarse a sus miedos, ahora estaba ella en el otro lado del escritorio, convertida en su propio experimento clínico. Un experimento, por cierto, no aprobado por ningún comité ético.
La hora de los demonios interiores
Eran las tres de la madrugada, esa hora mágica en la que el cerebro humano (o en su caso el cibernético) decide desenterrar cada fracaso amoroso, profesional y existencial que anida emboscado entre las neuronas y las meninges, y al que pretende darle sepultura.
La ruptura con Candi, su última pareja, seguía fresca. Y era recurrente en el pensamiento de Leo, como un virus que ni los mejores antivirus emocionales podían eliminar.
Candi, un ciborg tan atractivo como insoportable, la había dejado con la frase: “Tus actualizaciones emocionales ocupan demasiado espacio en mis sistemas. Necesito liberar memoria.” Y la herida todavía escocía en los circuítos de Leo.
Por eso cogió el bolígrafo como quien empuña una espada, dispuesta a enfrentarse a las preguntas del test, una a una. “Venga, Rosenberg, maldito humano cabrón, sorpréndeme con tu psicometría mágica,” murmuró, aunque el bolígrafo no parecía compartir su entusiasmo. Simplemente no tenía tinta. Buscó otro y garabateó unos rayajos en un papel que tenía a mano, comprobando que, si bien ella no funcionaba muy bien, el boli si lo hacía, aunque se le salía un poco de tinta. Este vale, se dijo, poniéndose a abordar las preguntas/aserto del test del famoso sociólogo:
1. Me siento satisfecho/a conmigo mismo/a.
Leo marcó “A veces” mientras suspiraba. Recordó algunos momentos de éxito, como aquella vez que Marta, su paciente, superó su ansiedad social gracias a sus terapias. Claro que luego estaban los fracasos, como la última discusión con Candi en la que habían terminado mandándose los dos al reciclaje. Aquella vez Leo acabó gritando frases como: “¡No soy un procesador defectuoso, Candi, solo estoy aprendiendo, pero también tú estás lleno de bugs, maldito cabrón!” Desde luego, aquella discusión no fue su mejor momento, ni sus expresiones fueron las más educadas. Ahora admitía que se le estaban contagiando los peores defectos de los humanos, y en cambio de sus virtudes no se le pegaba ninguna.
2. A veces pienso que no valgo para nada.
“No, no tan grave”, se dijo, aunque la voz de Sul, una pareja breve que tuvo en su día, resonó en su cabeza: “Leo, tu perfeccionismo es una cárcel emocional. Nadie puede estar a la altura de tus expectativas, ni siquiera tú misma… ¡Anda, cambia el chip, monina!” Fue un golpe bajo, pero Sul tenía razón. Había algo en su programación que hacía que siempre buscara errores, incluso donde no los había y, por tanto, no podían ser encontrados.
3. Creo que tengo varias cualidades buenas.
“Definitivamente, sí.” Aquí no había lugar a dudas. Leo pensó en su habilidad para escuchar sin juzgar. Bueno, escuchar a sus pacientes, porque con sus parejas era otra historia. Tiny, una amistad de la universidad, -y un día ligue de media noche y desayuno al día siguiente, con despido y hasta siempre-, se lo había dejado claro aquella vez que discutieron por una bobada que ahora no recordaba: “Tú eres una experta en resolver problemas ajenos, pero cuando se trata de ti, es como si tu sistema operativo colapsara.” Eso fue otra verdad incómoda, recordaba ahora, mordiéndose el labio, que era uno de los tics que le daban cuando se sentía incómoda.
4. Soy capaz de hacer las cosas tan bien como la mayoría de las personas.
“No siempre.” La punzada en su ego fue inevitable. Recordó la candidatura que presentó y perdió para el ingreso como coach en un prestigioso centro de salud mental. ¿Por qué? Por falta de experiencia en grupos de alto riesgo, ke dijeron. “Genial, Leo, ni siquiera eres lo suficientemente arriesgada para los riesgos.”- se dijo entonces, y esa idea la persiguió durante semanas.
5. Creo que no tengo mucho de lo que sentirme orgulloso/a.
“Falso”, anotó con firmeza. A pesar de todo, Leo sabía que su trabajo marcaba la diferencia en las vidas de muchas personas. Pensó en Julieta, una paciente que había superado años de fobia social y la había invitado a su boda con agradecimiento. Está claro que nadie te invita a una boda si no has hecho algo bueno para esa persona, ¿verdad?
6. Tengo una actitud positiva hacia mí mismo/a.
“Eso es algo que varía según la época”, murmuró, mientras recordaba la crítica constante de Mol, otra de sus ex parejas. “Leo, no puedes pasarte la vida analizándote y culpabilizándote de no sé qué. A veces hay que dejarse llevar.” Pero ese dejarse llevar no era su estilo. Leo en la vida era más de conducir despacio, mirando todos los indicadores del coche y preguntándose si realmente estaba yendo en la dirección correcta.
7. En general, estoy inclinado/a a pensar que soy un fracaso.
“No, no del todo.” Aunque había momentos en que lo parecía. -pensó. Especialmente en reuniones grupales, donde prefería escuchar más que hablar. No porque no tuviera nada que decir, sino porque siempre temía que lo que iba a decir no fuera lo suficientemente interesante. Claro, obvio es que una ciborg tímida no aparecía en el manual de usuario como modelo óptimo de comportamiento.
8. Siento que soy una persona valiosa, al menos en el mismo nivel que los demás.
“Sí, pero lo olvido a veces.” La comparación constante con otros profesionales y colegas era un problema recurrente. Siempre había alguien más carismático, más exitoso o más humano, por decirlo de alguna manera.
9. Desearía tener más respeto por mí mismo/a.
“Por supuesto”, anotó, mientras pensaba en lo fácil que caía en priorizar las necesidades de los demás sobre las suyas. Era un hábito tan arraigado como el de esperarse a recargar su batería emocional en último minuto, a punto de apagarse. Y se había propusto superar esa carencia, pero mientras tanto la respuesta sincera a la pregunta debía ser “Totalmente de acuerdo”.
10. A veces siento que realmente no soy bueno/a en nada.
“Eso era antes.” Recordó los días oscuros tras su divorcio, cuando llegó a creer que no podría triunfar en nada. Pero, con el tiempo, había aprendido que el autodescubrimiento no era un destino, sino un camino lleno de errores y actualizaciones; una menores, pero otras fundamentales, incluso del propio firmware.
Al terminar el test, Leo no se molestó en calcular el resultado. ¿Qué más daba si su autoestima era un 20, un 30 o un 0? Decidió que el nivel de autoestima no era un dato objetivo, ni mucho menos un destino, sino un ejercicio diario de aceptación.
“Bravo, Leo, ya casi pareces un gurú de la autoayuda”, se dijo con una sonrisa amarga.
Miró su móvil, que parpadeaba sobre la mesa con notificaciones de las redes sociales. Cogió el dispositivo, dibujó el patrón de desbloqueo como quien abre una caja fuerte y marcó un número. Sí, el de Candi, porque, ¿qué mejor forma de terminar la noche que llamar a tu ex a las cinco de la madrugada?
Al tercer tono, la voz automatizada de Candi respondió:
“Aquí Candi 2020, en modo reposo por mantenimiento. Por favor, deje su mensaje o espere unos minutos mientras me reinicio por completo.”
Leo contuvo una carcajada. Claro, Candi estaba desconectado, literalmente. Pero justo cuando iba a colgar, la voz de Candi regresó, cálida y ligeramente sarcástica:
“¿Leo? ¿Eres tú? ¿Por qué me llamas a estas horas? ¿Te has diagnosticado otra vez?”
Leo rió, pero esta vez con alivio. “Sí, he estado pensando en nosotros, en lo que falló. Creo que fui incapaz de ver que ambos somos imperfectos, incluso en nuestras líneas de código.”
Candi rió también.
“Leo, ¿has hecho un test psicológico a las cinco de la madrugada para llegar a esa conclusión? Si no fuera tan absurdo, sería adorable.”
Y así, entre risas y sarcasmo, los dos ciborgs decidieron que quizá valía la pena intentarlo de nuevo. Porque, al final, hasta los robots saben que el amar es simplemente otro error de programación que merece ser depurado. Así lo habría jurado Carlo Frabetti en su famoso opúsculo sobre el amor en los humanos.
Al fin y al cabo, qué eran ellos sino una imitación en latón de esos sujetos derivados del carbono…