R/ Queríamos tanto a Helena... (1)
Helena se encontraba en la esquina del bar, nerviosa, acariciando la idea de escapar antes de que nadie notara su presencia. Pero entonces, recordó las palabras que se había repetido tantas veces: "Un par de cervezas es solo un poco alcohol y la chispa que enciende la conversación, el puente que conecta las almas".
Se pidió una Coronita, una cerveza que no hace gusto a nada pero es ideal para snobs por su exotismo y, con cada sorbo, sentía cómo se diluía su complejo de inferioridad, ese monstruo silencioso que la había acompañado durante años. En la calidez de la compañía y el ruído del bar, Helena se sentía parte de algo más grande que ella misma. Y así, cada brindis era un pequeño triunfo, una afirmación de que ahí, en ese acto social tan sencillo de tomar una copa, se estaba rescatando de su soledad y encontrando un lugar donde se sentía suficientemente importante.
Helena nació en un pequeño pueblo costero, hija de una familia de trabajadores que luchaban cada día para poner comida en la mesa. El olor a sal y el constante murmullo de las olas eran el telón de fondo de su vida. Su padre era pescador y su madre limpiaba casas en el pueblo. Habitaban una vivienda modesta, donde los muebles eran viejos pero llenos de recuerdos. Desde muy joven, Helena sintió el peso de su origen humilde como una marca imborrable, como un peso que, en aquella época de los 70 de estigmatización de la pobreza, le resultaba difícil de soportar, sobre todo en el colegio y luego en la adolescencia, cuando creció y notó en sus carnes la marca de su estatus social en el colegio de monjas en relación con las otras niñas de familias más pudientes.
Tenía un hermano mayor, Paolo, quien un día decidió irse de casa en busca de una vida mejor que pugnaba con la rigidez del trato paterno y su obsesión de hacerlo un “hombre de provecho”. Paolo no tenía muy claro que era eso de un hombre de provecho, y a sus 18 años recién cumplidos pensó que, fuera eso lo que fuera, no iba con él, que siempre había sido un crío audaz; el soñador que anhelaba horizontes más allá de las olas que batían en ciclo eterno contra el pantalán que bordeaba la casa y su existencia. Su partida dejó un vacío inmenso en Helena y una carga adicional sobre sus pequeños hombros. Ella no tenía el valor de dejar atrás a sus padres, por lo que intentaba autoconvencerse de que sin su ayuda ellos no podrían seguir adelante, eludiendo la realidad de su falta de valor para volar fuera del hogar como su hermano. Desde entonces, la elusión de la realidad en las situaciones incómodas a menudo guiarían su visión y actitud ante los problemas. Hubo de aprender a disimular y mentir para sobrevivir a aquella realidad que le era tan hostil.
Helena comenzó a trabajar desde muy joven. Las horas de los días se dividían entre el colegio y los trabajos ocasionales que encontraba: cuidando niños, sirviendo mesas en los cafés locales, y finalmente como dependienta en una pequeña tienda de alquiler de vídeos. Este último trabajo le proporcionaba un escape, sumergiéndola en el cine que le hablaba de mundos lejanos y posibilidades infinitas. Se embelesaba mirando una y otra vez películas cliché que, además de su discutible calidad cinematográfica, o seguramente por eso, iban dando forma a su visión tan peculiar y esterotipada del mundo.
A pesar de sus esfuerzos, Helena nunca pudo deshacerse del complejo de inferioridad que la agobiaba y que con el tiempo se transformó en un bloqueo personal permanente. Cada vez que intentaba relacionarse con personas fuera de su círculo inmediato, se sentía juzgada. Sus manos ásperas y su ropa gastada, que no eran tal salvo en su subjetivismo absurdo, parecían gritar su procedencia a todos los que la rodeaban.
Sus intentos de mantener relaciones sentimentales fueron particularmente dolorosos, ya que sus inseguridades creaban un muro entre ella y sus parejas, quienes a menudo no comprendían sus silencios, sus escapadas de la realidad y su necesidad constante de aprobación. Una tras otra, sus relaciones se desvanecían, concluyendo en tormentosos epílogos que se llevaban consigo pedazos de su corazón y de su confianza en la especie humana.
Las miradas de lástima o de desaprobación, que ella imaginaba en los ojos de los demás, la hundían aún más en un pozo de autodesprecio. Con el tiempo, la soledad se convirtió en su compañera más fiel. Las voces críticas en su mente nunca callaban y el eco de los fracasos, reales o imaginados, resonaba en cada rincón de su ser. En cada acto rutinario, como el vestirse, ponerse los zapatos o maquillarse, pensaba en cómo lo harían los otros. En particular, el mirarse al espejo, era un acto que cada día le devolvía una imagen sobre si misma distorsionada por sus obsesiones, lo que alimentaba un poco más sus complejos.
En sus momentos más oscuros, Helena encontró consuelo en el alcohol. Lo que comenzó como una copa ocasional para aliviar la tensión, se transformó rápidamente en un alcoholismo social para estar en el ambiente que la mantenía en una dependencia destructiva. El alcohol le ofrecía un alivio temporal de sus tormentos internos, silenciando las voces que le recordaban su incapacidad y sus errores, pero cada amanecer traía consigo una resaca de culpa y vergüenza, hundiéndola más en la espiral de autodestrucción.
Las relaciones con sus padres también comenzaron a deteriorarse. Ellos veían con tristeza cómo su hija, la luz de sus ojos, se iba apagando lentamente. Pero Helena, atrapada en su propio dolor, se volvió cada vez más distante y asocial. Evitaba el contacto con los pocos amigos que le quedaban y se aislaba en su habitación, refugiándose en la música, en las películas y en el alcohol.
Helena pasaba muchas noches en vela, rememorando los sueños de su infancia y lamentándose de las oportunidades perdidas. Pensaba en Paolo, su hermano, que ahora vivía en una ciudad lejana y prosperaba en la vida, según le contaba en sus conversaciones telefónicas, seguramente exagerando. A menudo se preguntaba si alguna vez pensaba en ella, si alguna vez se arrepentía de haberla dejado sola con la responsabilidad de cuidar a sus padres. La sensación de abandono la atormentaba, exacerbando su sentimiento de ser insuficiente e indigna del amor y atención de los otros, viviendo en soledad la desilusión y el dolor del crecimiento.
Acabó por hacerse tambié adicta al Lorazepam, del cual ya no podía prescindir y tomaba cuando la noche comenzaba a hacerse eterna y no podía cerrar los ojos.
La tienda de alquiler de películas se convirtió en su último refugio. Se perdía en las tramas de los films, intentando sacar enseñanzas para la vida real, llegando a veces a confundir el espacio de la vida con el espacio de los guionistas de Hollywood. Algo parecido le sucedía con la música, que también amaba, en la que las letras de las canciones, según le parecía, narraban su propia vida.
Incluso en el trabajo, la sombra del alcohol la seguía y cada día se hacía mayor. Los clientes y el dueño notaban su deterioro, sus ojos apagados y su estado apático; "mal negocio en el mundo de la venta" -le dijo un día el dueño del videoclub. Esas palabras de preocupación que le dirigó el dueño solo la enfureceron más, alimentando su resentimiento y su deseo de escapar de una realidad que le resultaba insoportable.
Algunos días, mientras escuchaba una antigua canción de blues que hablaba de dolor y redención, Helena sentía una euforia de esperanza. La música, que siempre había sido su salvavidas y la tristeza del blues le susurraba que quizás aún no todo estaba perdido.
Pero la voz del alcohol era más fuerte, y su adicción, implacable. Cada vez que intentaba dejarlo, fracasaba, sumergiéndose aún más en su desesperación. Los años pasaban, y Helena se convirtió en una sombra de la joven llena de sueños que una vez fue. La vida le había enseñado a endurecerse, a no esperar nada de nadie, ni siquiera de sí misma. Su cuerpo y su espíritu estaban marcados por las cicatrices de batallas internas que pocos conocían, aunque eran más cábalas mentales que hechos reales.
En sus escasos momentos de sobriedad, miraba al mar desde la ventana de la habitación, recordando aquellos días antes de los 18 en que las olas le hablaban de aventuras y promesas.
La historia de Helena era un recordatorio del amor y el desamor y del drama de la autocompasión, tanto hacia los demás como hacia si misma. Su dolor y sus luchas, aunque devastadoras, no podían ser el final de su historia. En algún rincón de su alma, sonaba la música con sus mundos de épica y roles de personajes imaginarios y con ello la posibilidad de encontrar la paz y esa especie de redención que tanto anhelaba y que imaginaba como una película de ascenso y aceptación social... Ahí estaban El diablo viste de Prada o La sonrisa de Mona Lisa...
Tras tanto tiempo luchando con sus demonios internos, a los 60 años su rostro mostraba las cicatrices de las batallas perdidas y sus ojos una tristeza profunda difícil de explicar.
Continuaba viviendo en la pequeña casa cerca del mar, el mismo que había sido testigo de sus sueños y desilusiones, pero el alcohol seguía siendo su compañero más fiel, aunque cada trago la hundía más en un abismo del que le parecía imposible salir.
Fue una tarde gris de otoño cuando Helena conoció a Marc.
Estaba sentada en un banco frente al mar, con una botella de vino medio vacía a su lado, cuando un hombre se le acercó.
Marc era un tipo con ojos brillantes y una sonrisa cálida que irradiaba un plus de confianza. Sin pedir permiso, se sentó a su lado y le ofreció de un paquete de galletas. Helena, sorprendida por el gesto, lo aceptó con una mezcla de desconfianza y curiosidad.
—Hola, soy Marc —dijo, extendiendo la mano.
—Helena —respondió ella, estrechando su mano con cierta reticencia.
Marc comenzó a visitar el muelle regularmente. Al principio, Helena no entendía por qué un tipo tan aparentemente brillante querría pasar tiempo con alguien como ella. Pero Marc no parecía juzgarla por su apariencia ni por su evidente adicción. En lugar de eso, hablaba con ella sobre música, literatura, filosofía y sobre sus propias experiencias de vida. Poco a poco, Helena se sintió atraída por su manera proactiva de ver el mundo.
Marc, -seguramente un tipo del montón-, para ella era una fuente inagotable de conocimiento. Había viajado por el mundo, leído cientos de libros y tenía una forma de explicar las cosas que hacía que todo pareciera fascinante.
Helena se encontró a sí misma ansiando sus visitas, deseando aprender más y escuchar sus historias. Marc, por su parte, parecía genuinamente interesado en ella, en su mundo, en su pasado, en sus pensamientos y en sus sueños olvidados…