AMOR, palabra de 4 letras y más…
Ya lo cantó Joan Baez en su trova.
Una preciosa balada, creada por Dylan,
con su frivolidad característica un día
Mejor no tomarse la cosa muy en serio…
(Love Is Just a Four-Letter Word)
Había algo sospechoso en el aire, como ese olor a pescado pasado que no puedes ignorar, aunque quieras y te frotes la nariz. Adela no necesitó ser Sherlock Holmes para saber que Rufino, su esposo del alma, que no de la cosa sexual, desgraciadamente andaba en malos pasos.
Lo notó en el perfume ajeno en sus camisas y en su repentina pasión por "las reuniones de trabajo nocturnas". Todo un clásico de la infidelidad, según sabía por las películas que se tragaba a borbotones en sus tardes de aburrimiento, ahora que los niños estaban ya en la Universidad. Así que decidió seguir al pájaro, a su pajarito que, por cierto, piaba poco y mal.
¿Era posible que aquel hombre, el mismo sinvergüenza que se olvidaba cada aniversario de la boda y de su cumple, pero no de un partido de fútbol, además le estuviera siendo infiel?
Esa tarde, aún con la comida en la boca, Rufino salió de casa como una bala con la excusa de siempre del trabajo pendiente. Adela, sigilosa, le siguió hasta un edificio de apartamentos en el centro de la ciudad. Y cuando él subió se acercó a la puerta del portal del edificio. Desde luego ahí no estaban las oficinas del adúltero -pensó- ¡Maldito sinvergüenza!
Antes de entrar, respiró hondo. Quería estar bien centrada para romperle la crisma con el tacón del zapato en cuanto le viera y necesitaba calmarse.
Entonces, justo en la puerta, se topó con un hombre que la miró con perspicacia.
—¡Señora, esto es el destino! —dijo el tipo, un sujeto de aspecto serio, pero con cierto aire de comedia involuntaria.
—¿Qué? ¿Qué destino? —respondió Adela, desconcertada.
—Berny, encantado de conocerla, señora. Soy el esposo cornudo de la señora que seguramente está ahora mismo en el primero derecha con su marido entre las sábanas. —añadió, extendiéndole la mano con toda la solemnidad que un momento así podía permitir.
—Yo soy Adela. Y sí, desde luego que mi marido está ahí arriba y no en la oficina por acumulación de trabajo, como me dijo, pero no sé con quién está y si la persona con quien está es su esposa. Desde luego, si es su esposa, creo que nuestros respectivos están... haciendo sus cosas —respondió, intentando no imaginar detalles visuales. —Yo, por supuesto que si lo pillo en acción lo mataré. No sé lo que hará usted con su esposa, pero yo voy a tiro hecho…
Berny sacó de su bolsillo una llave maestra.
—Mejor dejarse de cosas morales e ir al grano, Señora. ¿Entramos juntos? ¿Qué me dice? ¡Subamos!
Adela, mitad ofendida por la parsimonia y naturalidad del cornudo, mitad incendiada de furia, asintió. ¿Qué era lo peor que podía pasar si los pillaban? ¿Homicidio por arrebato? —De acuerdo, subamos.
Subieron al prime piso. Los gemidos y animalidades que se oían tras la puerta, al punto confirmaron sus sospechas. Era un jolgorio de risas desquiciadas, frases y arrumacos, intercalados con interjecciones ¡Uy!, ¡Ah!, ¡Ah!, ¡Uy!
Berny usó la llave maestra con la destreza de alguien que, claramente, ya había hecho esto antes en alguna ocasión. La puerta se abrió con un leve chirrido, revelando una escena que habría hecho palidecer cualquier novela por su realismo sucio, a criterio de Adela. ¡Qyé vergüenza!
Rufino y Marisa estaban en la cama, como dios los trajo al mundo, más los arreglos de alguna que otra cirugía plástica, ya que ambos frisaban los 60 años y estaban un poco retocados por la vida y por la esteticista, con arreglos en exfoliaciones, envolturas y descuelgues.
Ambos se quedaron atónitos, además de mudos por el espanto, intentando Rufino taparse sus partes con la sábana, de la que también tiraba Marisa para hacer lo propio con sus vergüenzas.
—¡Esto es como una telenovela barata! —exclamó Adela, con un subidón de furia, acercándose al borde de la cama con la intención de matar a su esposo allí mismo. —¡Maldito desgraciado hijo de Satanás! ¡Conque ibas a la oficina a finalizar un trabajo, eh! ¿Este era el trabajo?
—¡Y ustedes dos, ¿qué hacen aquí?! —gritó Rufino, reponiéndose un poco e intentando dominar la situación, consciente de lo comprometida que la tenía en una momento tan delicado.
—Pues lo mismo que vosotros, pero vestidos y mucho menos ridículos —respondió Berny, apuntando a la botella de champán barato en la mesita de noche— En serio, ¿champán del supermercado? Marisa, pensé que tenías más clase. ¿Y qué tiene este tipo más que yo? A simple vista se le ve bien poco. Eres una mala mujer, y no es la primera vez que me lo demuestras.
—¡Tú no eres quién para hablarme así! —replicó Marisa, poniéndose de pie con una dignidad tan frágil como la sábana que la cubría y que, definitivamente, a base de tironearla de uno y otro lado cayó al suelo dejando también Rufino desnudo en carne viva.
—Claro que sí lo es, y yo incluso te rompería la cabeza, zorra. Berny es tu esposo. Y yo soy la esposa de este idiota —señaló a Rufino—. Así que, canónicamente, sí tiene derecho.
—Adela, cariño, esto no es lo que parece.
—Ah, ¿no? Pues a simple vista parece que estás haciendo una demostración práctica del Kama Sutra con alguien que no soy yo. Eso parece, ¿no? —replicó ella- ¡Qué vergüenza para mi y para nuestros hijos!
Berny, que parecía ser era más experimentado en estos lances, intentó eso de perdidos al río… Bien pensado, Adela, aunque estaba vestida y no podía comprobarlo, aparentemente estaba de buen ver. Y recientemente había visto un reportaje de sexo comunal, que es, como algo comunitario, pero sin los vecinos ni los problemas de la finca.
—Propongo algo —dijo, levantando la mano como si, efectivamente, estuviera en una junta de vecinos—. ¿Por qué no resolvemos esto como adultos civilizados?
Marisa frunció el ceño: —¿Adultos civilizados?
—¿Y qué sugieres? ¿Una partida de Monopoly para parejas mal avenidas? ¿O mejor el parchís?
—No, querida —respondió Berny con una sonrisa maliciosa—. Sugiero que si vosotros estáis aquí en plena diversión, Adela y yo nos apuntemos a la fiesta. Así todos pecadores y todos perdonados; la culpa de uno perdona la del otro.
El silencio que siguió a la propuesta fue pesado como un elefante entrado en carnes. Rufino y Marisa intercambiaron miradas de pánico.
—¿Qué? —dijo Adela, incrédula, aunque para sí pensando en si hacer de la necesidad virtud podía ser una buena idea. Al fin y al cabo, el tal Berny era un tipo resultón, rechoncho y un poco bastante calvo, sí… pero no dejaba de ser una novedad y eso siempre tiene su encanto—. ¿Quieres decir que...
—Exacto, eso quiero decir —respondió Berny, alzando una ceja—. Que, si ellos dos pueden compartir cuerpo y cama, nosotros también podemos hacerlo, agregándonos al tumulto, y así hay más emoción y variedad. Llamémoslo justicia poética.
—Ridículo es que tú te pongas por ahí a empujar con quieres o puedes, entre ellas con mi esposa, y que yo y tu esposa no podamos hacer lo propio. ¿En qué código moral pone eso? ¿Pensasteis que podríais esconder una cosa así a mí y a tu pobre esposa?—replicó Berny—. Vamos, Rufino, si ni siquiera corristeis la cortina y estamos en un primero que da a la calle. Si cuando hemos subido había gente mirando desde la acera de enfrente.
Marisa, nerviosa, intentó intervenir.
—¡Oh, claro que lo es! ¡Es mucho peor! —interrumpió Adela—. Pero mira, Berny tiene razón. Si vamos a romper todas las reglas, ¡rompámoslas con estilo! Propongo que nos pongamos unas copas de ese champan infame que tenéis por ahí para ponernos a punto y engañar a la vejez…
Y así, en una mezcla de risa, ironía, rabia y ánimo de revancha en unos y de aceptación de la lógica por los otros, los cuatro terminaron en la cama.
De modo que hubo un apaño más o menos dialogado y fructífero, metiéndose todos en la cama. Incidentalmente, incluso coincidieron los otros tres en que Berny debía quitarse los calcetines para subirse al tálamo. Así pues, alguien puso la lamparita de noche en el mínimo, por eso de la intimidad y las vergüenzas y comenzó una fiesta que, siendo la misma para todos, a unos satisfizo más y a otros menos, de suerte que, también ahí, a lo largo de la orgía, se fueron insinuando agravios comparativos de tamaño, cantidad y calidad.
Si algo aprendieron esa noche los cuatro adúlteros, es que las reglas están para romperse, siempre y cuando se haga con consenso y champán, aunque este sea infame, de marca blanca y con sabor a gaseosa.
Realmente el amor pecaminoso, ha sido una constante desde que el hombre (y la mujer) usan taparrabos y/o tangas, y así se ha novelado por clásicos y modernos, desde Aristófanes hasta cualquier bestseller actual de moda, pasando por Flaubert, Tolstoi, Goethe, Hawthorne y otros que pillaron la chispa de la cosa. Poco más hay que añadir en este punto.
El caso es que un club de swingers, de forma sorpresiva, contactó con los cuatro al cabo de unos días. Resultó que Marisa y Rufino que, como vimos, no eran tan discretos como pensaban, se habían ido de la lengua con algún amigo y la noticia de sus inclinaciones sexuales comuneras habían llegado al club de swingers, el cual tenía un nombre tan pomposo como insinuante: "Eros y Afrodita, Felicidad canalla y un poco más".
Cuando les llamó el agente de publicidad del Club, que al fin y al cabo era una SL. que velaba por su negocio y estaba preocupada por la competencia del intrusismo profesional de los freelances, a Rufino el nombre le sonó a tomadura de pelo, y a su esposa, la impulsiva Adela, a anuncio de cremas hidratantes.
El agente consiguió convencerles de que la cosa iba en serio. Y si querían ejercer su perversión, el mejor sitio para hacer lo que fuera, cualquier desviación sexual que se les ocurriera, era el local del Club, consiguiendo descuentos en las consumiciones, reservados VIP y otras ventajas. Quedaron en que el Club les mandaría a ellos y sus dos partenaires una invitación formal para que se unieran a la asociación.
La invitación les llegó por correo. Una tarjeta negra con letras doradas que rezaba: "Apreciamos su atrevimiento. Vengan y descubran más y más".
Reunidos los cuatro, hubo algún debate y aprensión a participar en la cosa, aunque Berny y Marisa, por su parte, se lo tomaron con más filosofía.
El caso es que allí estaban ahora los cuatro, vestidos de punta en blanco, bien emperifollados y con la fina elegancia de quien cree saber exactamente lo que está haciendo y domina la situación.
—Bueno, al menos el champagne será mejor que el tuyo, Rufino —comentó Berny mientras ajustaba su corbata.
—Sí, y yo también estoy convencido de que tú te habrás puesto hoy los calcetines de los domingos —le espetó Rufino, cuyo único alivio era que al menos la noche incluía barra libre.
Adela, dispuesta a no quedarse atrás, alzó la barbilla.
—Si vamos a hacer el ridículo, que sea con estilo. A este evento no se viene a medias tintas.
—Bueno, lo cierto es que Rufino sí suele ir a medias tintas, a veces —remató Marisa con una sonrisa pícara, pensando en sus últimos encuentros que habían resultado un poco fallidos por la pastilla de la tensión.
El lugar era todo lo que podían imaginar de un sitio así y aún más: luces tenues, un ambiente cargado de misterio y un maître d’ marcando paquete que parecía salido de una película de James Bond que los acompañó a una sala con sofás de terciopelo rojo y lámparas con forma de candelabros representando penes.
—Bienvenidos —dijo con una sonrisa tan profesional como perturbadora—. Veo que ustedes son los cuatro "Descubridores del Amor Compartido".
—¿Perdón? ¿Quién nos ha puesto ese título, si puede saberse?
El maître d’ hizo una pausa dramática.
—El rumor corre rápido entre nuestros miembros. Una entrada tan memorable como la suya a aquel apartamento y el gentío mirando desde la acera de enfrente a través de la calle…, que circula por internet, les ha hecho bastante populares en nuestro colectivo.
Rufino quiso protestar, pero se quedó callado al ver a aquella mujer pasar meneando las caderas, con una máscara veneciana y un látigo en la mano.
—Esto es surrealista, —murmuró.
—Y peligroso —apostilló Berny— y peligroso, amigo, que ahí yo creo que se lo pasa mejor quien tiene el látigo en la mano...
Después de una breve introducción al "código de conducta", que incluía desde pedir permiso para usar los reservados hasta una insistente política de desinfección, los llevaron a una sala principal. Allí, parejas, tríos y todo tipo de combinaciones humanas y aritméticas se movían con una soltura que a Rufino le dio vértigo.
—¿Qué hacemos ahora? —susurró Marisa, con el tono de alguien que preferiría estar viendo la tele en casa y no haberse metido en ese lío.
—Lo lógico sería socializar —dijo Berny, siempre práctico.
Adela sonrió con un brillo travieso en los ojos. Me gusta la idea…
—Pues adelante. Si vamos a jugar, juguemos bien y juguemos todos.
Se separaron, cada uno con una copa de champán y la misión de "explorar" el antro a ver lo que caía.
Berny pronto fue rodeado por un grupo de mujeres fascinadas por su sentido del humor, seco como el champán brut.
Marisa, más incómoda, encontró a un tipo que parecía modelo de catálogo. Y que, además de parecerlo, realmente era un catálogo de palabrería tan incontinente como huera, que graznaba mientras marcaba y se miraba los bíceps queriendo impresionar a Marisa.
Rufino intentaba fingir que lo tenía todo controlado, aunque se movía con la gracia de un elefante en una tienda de porcelana.
Adela, para su sorpresa, fue abordada por un hombre que sabía citar a Oscar Wilde. De modo que hay un intelectual entre los sátiros, —pensó para sí.
—Esto es un desastre —pensó Rufino al ver a Adela reír con aquel tipo tan petulante. Pero entonces, una mujer con un vestido ajustado y una sonrisa de loba se le acercó.
—Hola, guapo. Pareces nuevo por aquí.
—Y bastante incómodo, para ser sincero —admitió él.
—Tranquilo. Te enseñaré a disfrutar.
Las horas fueron pasando entre juegos de seducción, risas nerviosas y alguna que otra incursión más atrevida. Adela y Berny, al final, curiosamente acabaron juntos en una esquina, compartiendo confidencias sobre sus respectivos cónyuges.
—¿Sabes? Rufino es un desastre organizando sorpresas, pero al menos lo intenta —comentó Adela, mientras observaba a su esposo bailar torpemente con la mujer del vestido ajustado.
—Marisa es igual de mala ocultando secretos. La pillé la primera vez por la contraseña del móvil: "BernyNoMires" —respondió él, entre risas.
Al cabo de un rato, Rufino, ya liberado del baile con la dominatrix, y Marisa, en un rincón opuesto, observaban cómo sus respectivas parejas parecían pasarlo mejor sin ellos.
—Esto es raro, ¿no? —dijo Marisa, bebiendo de su copa.
—Mucho. Pero al menos no nos estamos peleando... todavía.
La noche terminó con un giro inesperado. Los cuatro volvieron a encontrarse en la barra. Habían tenido sus "aventuras", pero ahora parecían más relajados, incluso cómodos en su rareza compartida.
—¿Sabéis qué? —dijo Adela, levantando su copa—. Tal vez esto no sea tan malo. Quizá lo único que necesitábamos era algo diferente. Algo… divertido.
—¿Quieres decir que deberíamos hacer esto más a menudo? —preguntó Rufino, todavía incrédulo.
Adela lo miró con una sonrisa desafiante.
—No lo sé, cariño. Pero admitámoslo: al menos hemos tenido la noche más interesante de nuestras vidas.
—Y la más surrealista —añadió Berny, chocando su copa con la de Rufino.
Y así, entre risas, bromas y un inesperado entendimiento, los cuatro decidieron que quizá el caos, bien gestionado, podía ser su nueva normalidad. Claro, siempre y cuando Rufino no volviera a traer champán barato, concluyeron riendo todos la gracia.
Pero justo en ese momento, el maître d’ reapareció con una sonrisa que les puso los pelos de punta todos, menos a Berny que no tenía.
—Disculpen la interrupción —dijo con un tono que sugería que estaba a punto de soltar una bomba—, pero necesitamos su ayuda.
Adela arqueó su socorrida ceja izquierda (por h o por b siempre arqueaba la misma)
—Así es. —El maître d’ asintió, mientras los demás asistentes comenzaban a murmurar entre ellos y algunos a abandonar el local, al no querer saber nada con la policía.
—Uno de nuestros miembros más influyentes ha desaparecido. Y creemos que ustedes están involucrados en algo… digamos delicado.
—¿Qué quiere decir delicado? —preguntó Berny, cruzándose de brazos expectante.
El maître d’ se inclinó hacia ellos, bajando la voz.
—Digamos que, si no lo encontramos, el club podría enfrentar un escándalo monumental. Y según nuestros registros, ustedes fueron los últimos que se relacionaron con esta persona.
—¿Qué? —exclamaron los cuatro al unísono.
Media hora después, el grupo estaba metido hasta el cuello en un misterio que parecía sacado de una novela policiaca. Según el maître d’, el miembro desaparecido —un hombre llamado Ernesto, conocido por su afición a los disfraces de época y a la caza de elefantes— había salido de la sala principal justo después de un encuentro fugaz con Marisa.
—¡Yo no hice nada! —protestó ella, ofendida—. Solo me dijo que mi vestido era bonito y se fue. No soy responsable de su desaparición, y hasta me incomodó su aparición, cojeaba un poco y tenía pinta de pobre diablo. Y le aseguro que lo de pobre diablo no era un disfraz.
—Es cierto, estaba conmigo después —intervino Rufino, tratando de sonar convincente. Ya sabe, ella y yo somos amantes y tenemos tendencia a encontrarnos y hablar de nuestras cosas. De modo que cuando se fue el tipo ese ella se acercó a mi y nos quedamos charlando.
—Sí, claro, Rufino. Porque tú eres un testigo infalible —dijo Adela, con sarcasmo.
El maître d’ suspiró, visiblemente agobiado.
—Lo único que sabemos es que alguien lo vio entrar en una de las habitaciones privadas… y no ha salido desde entonces.
—¿Y no pueden llamar a la policía? —preguntó Berny, siempre práctico— o, mejor, ¿incluso echar la puerta abajo?
—¿Y arruinar la reputación del club? Imposible. Por eso necesitamos personas discretas y, digámoslo, con experiencia en… situaciones inusuales.
—Ah, claro. Porque interrumpir una infidelidad en pleno acto nos convertirá en detectives. ¿Y si están dale que te pego? ¿Qué podemos hacer ahí nosotros?
—Exactamente —confirmó el maître d’, con una seriedad que desconcertó a todos.
En ese momento se acercó un personaje que, señalándose un bulto bajo la sobaquera de la americana, les sugirió que colaboraran y siguieran las indicaciones del maître d’.
El argumento resultó sumamente convincente, porque, armados con linternas y un pequeño mapa del club, los cuatro comenzaron a buscar a Ernesto en la zona más privada y oculta del antro, en la que se necesitaba casi el Google maps para recorrerla. La primera parada fue una habitación decorada como un salón victoriano.
No encontraron nada, excepto a un hombre en ropa interior leyendo a Tolstói mientras se tocaba sus partes.
—Vaya, el intelectual del club —murmuró Adela.
—Esto es ridículo —masculló Rufino, mientras cerraban la puerta.
En la siguiente sala, llena de espejos, Berny tropezó con un perchero y derribó un traje de mariachi.
—¡Esto parece un maldito escape room! —gruñó, mientras Adela le reía la gracia.
Finalmente, llegaron a una puerta que estaba cerrada con llave. Marisa, que había estado revisando el mapa, levantó la vista del plano con precaución.
—Esta sala no aparece en el plano. ¿Qué clase de lugar tiene una habitación secreta?
—Un club de swingers, Marisa, querida. No sé por qué te sorprende —respondió Adela, mientras Berny sacaba su socorrida llave maestra.
Cuando entraron, encontraron a Ernesto… vestido como Napoleón, amarrado a una silla y rodeado de maniquíes vestidos como su corte imperial. Bueno, vestido a medias, de cintura para arriba, porque de cintura para abajo estaba con las vergüenzas al aire y con algunos moratones en las canillas y en las nalgas.
—¡Por fin! —gritó un Ernesto dolorido, al verlos—. ¡Estaba intentando recrear la batalla de Austerlitz, y mi Corín me ha dejado encerrado aquí! Y no sin antes darme una buena tunda. Todo iba bien hasta que, en un pequeño descanso para beber, nos hemos puesto a discutir si unos millones que tenemos a plazo fijo eran suyos o míos, y la muy zorra se ha largado dejándome en estas… No se lo perdonaré en la vida. Llamen por favor al (000000000) y que alguien del personal de la CR venga a recogerme
El grupo se quedó en silencio, procesando la escena. Rufino fue el primero en querer hablar, pero Adela le tapó la boca inmediatamente. —¡Calla y no la liemos, por dios!
El maître d’, que había llegado corriendo detrás de ellos, suspiró aliviado.
—Oh, gracias. Esto pudo haber terminado muy mal. Les pido discreción sobre lo que y a quien han visto. Ya saben que nuesro país no está para sobresaltos.
—¿Pero este hombre no estaba en Dubái? —soltó Berny con su lógica habitual.
Horas después, de vuelta a casa, los cuatro estaban sentados en la sala de Adela y Rufino, bebiendo un champán decente por primera vez… regalo de la CR en pago de su discreción. Cierto que podían haber sacado más, pero el CNI le puso las peras al cuarto y les explicó la conveniencia de no haber visto lo que habían visto. Y así quedó la cosa.