Casa blanca, casa empolvada
LA CASA BLANCA
Era todo tan cinematográfico. Mi casa bien podría haber sido el plató de una película de Tim Burton: una mansión de paredes blancas, amplia, bien amoblada aunque solitaria: muchos de esos muebles, de hecho, dormitaban bajo sábanas blancas. Pese a todo, no parecía abandonada. De hecho, el terreno que rodeaba la mansión albergaba un jardín cuidado con esmero que se acoplaba, a su vez, a un paisaje arbolado que la vista no alcanzaba a abarcar y sobrecogía por su perfección. Ahí recibía la visita de Sebastián Magallanes y otros personajes que, entendía yo, tenían o habían tenido alguna relación con la propiedad que actualmente habito en la Ciudad Vieja. Y es que, pese a ser tan distintas, en el sueño parecían ser una y la misma casa. Esta corte de buenes amigues me interrogaba sobre mis finanzas personales y las de la casa y me hacía recomendaciones que ahora no recuerdo. Yo les aseguraba, aunque mentía, que todo estaba bien. Luego estas personas, que no eran más de diez, salían al jardín cuidado con esmero que rodeaba la casa blanca, encontraban ahí sus automóviles y se iban en ellos por un camino de tierra que se perdía entre los árboles del paisaje. En ese momento me descubría solo, descorazonado, y me iba también yo de aquel lugar. Me trepaba a una motocicleta —podía verlo todo desde una toma cenital—, encendía el motor, me ponía en marcha… Podía ver al hombre aquel que hacía suya, a toda velocidad, una carretera flanqueada por árboles frondosos —¡era todo tan cinematográfico!—. Sabía que aquel hombre era yo aunque mi cuerpo fuera tan distinto: casi dos metros de estatura, una espalda ancha, brazos macizos y una cabellera pelirroja que me llegaba a media espalda, pero atada a una cola de caballo. Esa apariencia masculina, sin embargo, no me salvaba en modo alguno, ni lo hacía aquel bólido de hierro sobre la carretera, de sentirme vulnerable, solo en el mundo, un pétalo de rosa que la tarde, gris y algo fría, hacía languidecer y tal vez morir.
LA CASA EMPOLVADA
Mi hogar volvía a ser un poco más cercano, por su apariencia, al que habito en Pérez Castellano 1424. Esperaba la visita de Alejandro Miguel en un cuarto lleno de objetos extraviados por el polvo que parecía otra vez un plató, pero esta vez de algún filme de magos no muy afectos a la limpieza y el orden. Alejandro Miguel me hacía preguntas que ahora no recuerdo y tenía yo deseos que también olvidé. El sueño se hacía cada vez más brumoso hasta que se disolvía en un plano totalmente distinto, alejado de este en el que habito y su odiosa materialidad.