Abrí lentamente los ojos. La luz iluminó ciertos contornos, percibí algunos sonidos de la ciudad allá afuera, se hizo el mundo. Una noche antes, sin razón aparente, le había escrito a mi amigo Isma Saldívar, quien vive en Buenos Aires. Ahora tenía un mensaje suyo en el que me contaba que había estado de viaje en Sri Lanka y se dirigía a China. Me invitaba a unírmele. La idea me parecía disparatada y, quizás por eso mismo, accedí de inmediato. Preparé a todo trapo mi equipaje. En realidad, solo llevaba una maleta y una mochila. Además de comprar el boleto de avión, no hice reservas ni sabía bien a bien qué haría en un país como China, pero nada de esto despertaba en mí ninguna duda: estaba decidido. Al arribar a la terminal aérea del...
Había llegado a ese lugar y conocido a aquellas personas por medio de Ornella Marchese. Estábamos en una casa elegante, recargada de adornos a todas luces costosos, aunque no muy bien iluminada, lo cual, sin embargo, me hacía sentir cómodo. En uno de los varios salones que había en aquella propiedad, un hombre nos mostraba sobre una pantalla que cobraba vida gracias a un retroproyector algunas ideas que habrían de dar forma a un documental. Una a una, pasaban ante nuestros ojos láminas dibujadas a mano de planos que se preveía incluir en la cinta, esto al tiempo que el hombre aquel a quien había conocido a través de Orne, la canaria, leía un texto bellamente escrito, potente, sobre la vida de un artista que, supuse o entendí, era...
Federico Aldabe me abrió la puerta. Lo encontré del otro lado algo soñoliento, despeinado. Tenía un buzo gris y se restregaba los ojos con los puños. Me invitó a pasar a una habitación sombría, humeante, en la que no había sino un colchón cubierto de sábanas blancas, entre las que descubrí a Skyler, su novio, abrazado a un jovencito que, pensé, parecía vendedor de Biblias a domicilio. Los tres estaban ahí, ahí los tres. El tiempo se les iba de las manos dulcemente. Me invitaron a unírmeles, a rebalsar de mieles el hocico, a pacer sin prisas la yerba húmeda que crecía en su vientre y nada más: los tres ahí, las manos por aquí y por allá, sin sujeciones ni espinas. Nada más, excepto, quizá, aquella lanza en mi costado y la conocida...
No pasaba mucho en el sueño. O, si pasaba, ahora no lo recuerdo. Recuerdo, sí, a Javier Quintero, quien probaba filtros de instagram a un lado mío. Estaba exultante. Apenas probaba uno, me lo mostraba divertido. Todos tenían su cara sonriente, pero solo uno logró fijarse en mi memoria, uno en el cual el cuerpo de Javier era un dibujo pixelado que daba brincos de un lado a otro sin ton ni son, pero a un mismo tiempo bienhadados, al ritmo de un tema de videojuego de los ochenta. De pronto aquel engendro digital empezaba a girar en la pantalla hasta que, sin que aquello pareciera nada triste, sino más bien feliz, estallaba en incontables píxeles y se perdía, para siempre, en un patrón de puntos aleatorios multicolores que nos hacía reír...
LA CASA BLANCA Era todo tan cinematográfico. Mi casa bien podría haber sido el plató de una película de Tim Burton: una mansión de paredes blancas, amplia, bien amoblada aunque solitaria: muchos de esos muebles, de hecho, dormitaban bajo sábanas blancas. Pese a todo, no parecía abandonada. De hecho, el terreno que rodeaba la mansión albergaba un jardín cuidado con esmero que se acoplaba, a su vez, a un paisaje arbolado que la vista no alcanzaba a abarcar y sobrecogía por su perfección. Ahí recibía la visita de Sebastián Magallanes y otros personajes que, entendía yo, tenían o habían tenido alguna relación con la propiedad que actualmente habito en la Ciudad Vieja. Y es que, pese a ser tan distintas, en el sueño parecían ser una...
Al despertar, recordaba mucho del sueño, aunque ya en ese momento tenía la sensación de haber olvidado una buena parte de la trama. Algo inquietante sucedía, algo que, además, parecía clave en mi vida, quizá. Tomé el teléfono y, como pude, escribí algunas líneas, pero el cansancio me venció de nuevo antes de que pudiera desarrollar más de cuatro líneas. Cuando volví a despertar, lo había olvidado todo. Esta era la única pista:
Mi madre trabajaba en un lugar ubicado en otro mundo, en una dimensión distinta a la cual, sin embargo, yo podía acceder de alguna forma que ahora no recuerdo. A través de un portal, quizá, que yo sabía cómo abrir para ir y venir. Aquel lugar, aquella dimensión extraña, era a veces el Expendio Bimbo, a veces una especie de mall muy antiguo, recargado de pesadas alfombras y una decoración anacrónica y con más visos de pretendida sofisticación que algo realmente elegante, como la decoración de ciertos teatros o salas de cine que en su época fueron lo máximo y ahora parecen de mal gusto. Mi mamá realizaba alguna tarea sencilla y recuerdo haberla descubierto, tras regresar a ese mundo, comiendo un pan dulce achocolatado. Aquello me ponía...