Sueños
November 22, 2020

La cuarta persona

I

Abrí lentamente los ojos. La luz iluminó ciertos contornos, percibí algunos sonidos de la ciudad allá afuera, se hizo el mundo. Una noche antes, sin razón aparente, le había escrito a mi amigo Isma Saldívar, quien vive en Buenos Aires. Ahora tenía un mensaje suyo en el que me contaba que había estado de viaje en Sri Lanka y se dirigía a China. Me invitaba a unírmele. La idea me parecía disparatada y, quizás por eso mismo, accedí de inmediato. Preparé a todo trapo mi equipaje. En realidad, solo llevaba una maleta y una mochila. Además de comprar el boleto de avión, no hice reservas ni sabía bien a bien qué haría en un país como China, pero nada de esto despertaba en mí ninguna duda: estaba decidido. Al arribar a la terminal aérea del gigante asiático, me econtraba a otra amiga, Haydé Murakami, quien también había planeado unas vacaciones en aquel sitio. Fluimos por pasillos que se ensanchaban primero para luego angostarse y, a nuestro paso, se abrían compuertas que cruzábamos y agujeros por los que caíamos o a través de los cuales éramos succionados sin que nada pudiera perturbar nuestra alegre conversación. En algún punto, nos encontrábamos a Isma y les tres tomábamos un teleférico hasta la cima de una colonia de hongos ingentes como baobabs en cuyos sombreros nos sentábamos a contemplar un paisaje de entresueños. En el cielo diurno, una luna creciente se difuminaba entre nubes vaporosas y recuerdo haber pensado que aquel cielo y todo lo que veíamos era sin duda singularísimo, propio de aquel país. En ese momento, Haydé nos preguntaba cuáles eran nuestros planes. Al toque, Isma extrajo de su mochila una libreta con dibujos y anotaciones varias de niño explorador y nos la mostró al tiempo que nos contaba la trama de aventuras que lo había llevado hasta ahí. Yo, en cambio, admití no tener plan ninguno. Isma, a su vez, preguntó si habíamos traído algunos libros que pudiéramos prestarle, pues ya se había leído todos los suyos. Haydé afirmó sin titubeos que ella tenía de sobra. Tampoco yo había traído nada particular, lo cual me hizo sentir estúpido y descuidado. Reconocí que solo llevaba dos conmigo y los saqué tímidamente y los mostré. Haydé los tomó en las manos y aseguró que uno estaba desfasado, ofrecía información ya superada y valía más deshacerse de él. El otro, en cambio, era crucial, un compendio maravilloso de todo lo que había que saber en ese momento de la existencia.

II

Congregades en aquel sitio mágico, se manifestó una presencia masculina cuyo nombre, si lo tuvo y lo dijo, no recuerdo ahora. Solo recuerdo que su compañía nos resultó tan grata que, de pronto, nos descubrimos parte de un todo. No sé si fue Haydé o Isma quien planteó alguna cuestión que dicha presencia respondió con suma naturalidad y diligencia —sin que pueda determinar ahora si apareció en aquel instante o ya estaba ahí— y les cuatro, en silencio, nos sumergimos en la disolución de nuestros egos. En absoluta paz. En la rendida aceptación del momento presente. Solo tiempo después, no podría decir cuánto, abrimos los ojos de nuevo, lentamente, y aquel sueño de entremundos volvió a sugerir ciertos contornos, a dejar escapar algunos delicados sonidos. Haydé anunció entonces que se retiraba a su hotel y se despidió de nosotros, pero pronto recordé que yo no había resuelto dónde alojarme y decidí ir tras ella para pedirle alguna recomendación. Ayudado solo por la intuición, encontré el lujoso hotel de Haydé en medio del bosque y entré resuelto. Subí por unas elegantes escaleras alfombradas hasta el piso donde se hallaba su alcoba y tiré de un cordel que hizo repicar la campanilla de la puerta. Cuando esta se abrió, descubrí que no se encontraba en la pared, como suelen estar las puertas en los hoteles, sino en el techo, como una escotilla, desde donde Haydé se asomó de cabeza. De este modo, que parecía en ella tan poco impostado, me recomendó buscar en Airb&b algún lugar económico donde pudiera quedarme. Agradecí la sugerencia y volví adonde estaban los gurises, pero Isma, si no se había ido ya, estaba por irse, y me quedé a solas con aquella presencia masculina sin nombre y sin rostro que, sin embargo, me resultaba tan dulce y parecía totalmente dispuesta a acompañarme.

III

Sin saber bien ni cómo, la presencia masculina y yo terminamos a bordo de la camioneta de un buen hombre que nos llevó a un poblado no muy lejano y nos ofreció quedarnos en una habitación de la casa que compartía con su familia. Era un cuarto sin mucha cosa, desprovisto de muebles, pero que aceptamos con gusto dada la buena disposición del hombre aquel que, extrañamente, tanto me recordaba a mi padre. Ni bien se hubo retirado nuestro anfitrión, presencia masculina y yo decidimos salir a conocer los alrededores. Caminamos entre callejuelas, hablamos de todo un poco, reíamos de tanto en tanto, nos abrazábamos. No había forma de sentirse solo en tan grata compañía y, sin embargo, aquella saciedad tampoco llegaba a desbordarse en el hartazgo, pues antes, mucho antes de que tal cosa pudiera llegar a ocurrir, recobrábamos el silencio y la quietud y nada parecía hacernos falta. La caminata nos llevó a una loma desde la cual se podía observar todo el poblado y presencia masculina y yo nos tiramos a descansar sobre una roca de buen tamaño cuyas formas sugerían una mano abierta. De algún lado, presencia masculina sacó unos marcadores de colores y una libreta parecida a la de Isma, que colocó en sus rodillas, y empezamos a dibujar primero imágenes reconocibles: ríos, árboles, rayos de sol; después, patrones, estados de ánimo, secretos sin palabras, hasta que alguno de los dos, él o yo, se quedó dormido y después el otro. Decidí entonces que quería vivir en aquel país. Tomé un avión y regresé a Montevideo o a la ciudad de México, no recuerdo bien, dispuesto a mudarme ahora a China. Extrañaría aquella ciudad entrañable donde aprendí a amar el Río de la Plata, por supuesto, o aquella otra donde viví nueve años y ejercité en gran medida la amistad, pero estaba decidido. Unos días antes de volar a Oriente, me encontré a las gemelas Godoy afuera de un pequeño restaurante. Paty me explicó que habían quedado atrás los años que vivió en Barcelona y que ahora ella y su hermana tenían un nuevo emprendimiento. Les resultó extraño que yo no estuviera al tanto, pues lo habían anunciado en un grupo de escritores al cual, les aclaré, yo no pertenecía. Les conté entonces que estaba a punto de irme de la ciudad, que tenía casi todo pronto, y ellas me preguntaron si pensaba regresarme a Hermosillo, al desierto donde crecimos y empezamos a querernos, pero les aclaré que aquello no estaba entre mis planes: a China, chiquilinas, me voy a China. Dentro del restaurante, un empleado limpiaba el techo con un trapo que tenía otro uso, al parecer incompatible, y las Godoy se despidieron a prisa para ir a corregir tal situación. Entre adioses, Olivia me aseguró que me incluirían en el grupo de escritores.

IV

Ahora no recuerdo bien a bien cómo acabó la cosa. Seguro yo regresé a China y me reencontré con presencia masculina, pero no lo sé con certeza. Supongo que fue así porque me sentía muy cómodo a su lado, el alma en paz, y él parecía dispuesto a estar ahí conmigo sin mayores pretensiones ni porqués. Nunca nos besamos, eso es cierto, o al menos no que yo recuerde. Quizá no era un amor erótico el nuestro, sino pura amistad, un cariño puro y nada más. Quizá no era un otro, sino yo, algún aspecto de Iván con el que había de reconciliarme e integrar mejor. O un padre. O Dios. O una promesa. O el misterio.