Los tres ahí
Federico Aldabe me abrió la puerta. Lo encontré del otro lado algo soñoliento, despeinado. Tenía un buzo gris y se restregaba los ojos con los puños. Me invitó a pasar a una habitación sombría, humeante, en la que no había sino un colchón cubierto de sábanas blancas, entre las que descubrí a Skyler, su novio, abrazado a un jovencito que, pensé, parecía vendedor de Biblias a domicilio. Los tres estaban ahí, ahí los tres. El tiempo se les iba de las manos dulcemente. Me invitaron a unírmeles, a rebalsar de mieles el hocico, a pacer sin prisas la yerba húmeda que crecía en su vientre y nada más: los tres ahí, las manos por aquí y por allá, sin sujeciones ni espinas. Nada más, excepto, quizá, aquella lanza en mi costado y la conocida soledad que, de nuevo, me hería con sus filos. Solo al cerrar los ojos pude recuperar el aliento ante la visión nítida y ciertamente reconfortante de mis anteojos, a los cuales, por cierto, les faltaba una patilla.