Mi Marido, Cornudo y Caliente
En esta historia de traición, deseo y perversión, me encuentro atrapada en un triángulo prohibido donde el placer supera cualquier límite moral. Lo que comenzó como una infidelidad con el mejor amigo de mi esposo, Roberto, se convierte en algo mucho más oscuro cuando Alberto, mi marido, nos descubre. Pero en lugar de detenernos, su mirada refleja algo inesperado: lujuria.
Frente al espejo, contemplé mi reflejo mientras el rojo del lápiz labial terminaba de definir el contorno de mis labios, provocativos, intensos, listos para ser el detonante de lo inevitable. Mi blusa, perfectamente ajustada con las pinzas resaltando mis senos como una ofrenda a la mirada. Alberto odiaba esta blusa, demasiado ajustada, demasiado sugerente. Y la falda... esa minifalda negra, tan corta que apenas rozaba mis muslos, dejaba al descubierto mis piernas largas y torneadas, elevadas aún más por los tacones de aguja que llevaba con orgullo. Mis piernas, estilizadas, firmes, perfectas en su ascenso hacia el borde de la falda, hablaban un lenguaje que él se negaba a escuchar.
Pero el escote... el escote era mi pecado preferido. Se alzaba con cada respiración, atrapando su atención incluso antes de que me viera por completo. Sabía lo que venía, como si sus palabras hubieran estado esperando justo al borde de su lengua, listas para estallar en reproches amargos.
—Vas de puta otra vez, ¿no? —La dureza en su voz me arrancó una sonrisa silenciosa, una que él no alcanzaba a entender.
Su resentimiento, su incapacidad para aceptar que aún vibraba con una sensualidad que él ya no alcanzaba, me llenaba de una extraña satisfacción. Ya no dolían sus palabras, solo avivaban el fuego dentro de mí.
—Te gusta que te miren, ¿verdad? ¿Calentar a cuanto tío se te cruce? ¿Pues quieres que te diga algo? ¡Eso hacen las zorras!—agregó, como si su desprecio pudiera apagar lo que crecía entre mis piernas con cada palabra suya.
Alberto no podía entender el hambre que habitaba en mí, esa juventud sexual que latía en cada centímetro de mi cuerpo. Mis tetas, tan bien sujetas bajo la tela, desafiaban la lógica de su conservadurismo, mientras mis caderas se mecían con la cadencia del deseo no satisfecho. Mi vientre ardía, no por su juicio, sino por el poder que sentía al estar envuelta en mi propia piel. Cada centímetro de tela que rozaba mi piel era un recordatorio de lo que yo era: una mujer viva, sexual, insaciable. Sabía que me miraban en la calle, que los ojos de otros hombres se posaban en mis piernas, en el vaivén de mis caderas al andar.
Su mirada recorría cada parte de mí como si quisiera censurarme con ella. Pero no importaba. Ese deseo de dominación que él proyectaba no hacía más que encenderme más. Quizás sabía, en el fondo, que su posesión no me satisfacía, que su toque ya no despertaba en mí lo que otros apenas con una mirada lograban.
Me acerqué un poco más al espejo, ajustando un mechón de cabello detrás de la oreja, dejando que mi mirada se encontrara con la suya a través del reflejo. Mis labios entreabiertos, cargados de expectativa, lo desafiaban en silencio. Mi lengua asomó apenas para humedecerlos, un gesto tan natural que llevaba consigo un torrente de promesas no dichas.
—Quizás deberías aprender algo de cómo reaccionan los demás cuando me ven. Quizás es hora de que te des cuenta de lo que tienes... si es que puedes soportarlo —le susurré, sin apartar la mirada del espejo.
La tensión en el aire se volvió palpable y como siempre Alberto se dirigióa su trabajo que ejecutaba en la mesa del comedor Eludió la confrontación.. Su frustración no era otra cosa que un eco de su impotencia frente a mi deseo desenfrenado. Sabía que quería poseerme, marcarme de alguna manera, pero yo ya estaba más allá de sus cadenas invisibles. Cada vez que me veía, lo recordaba: soy libre, y eso es lo que lo atormentaba.
Nuevamente, sola en el dormitorio mi reflejo en el espejo me devolvió una imagen que sabía que no pertenecía a nadie más que a mí misma. Me detuve frente al espejo, mis ojos bajaron lentamente, recorriendo mi cuerpo hasta llegar a mi culo. Ahí estaba, perfectamente moldeado, redondeado, elevado como una obra de arte bajo la tela ceñida de la minifalda negra que apenas lo cubría. Era imposible no notarlo, incluso para mí, que lo contemplaba con la intensidad de quien descubre algo nuevo en lo familiar.
El encaje rojo de mi lencería se asomaba sutilmente, ajustado a mis caderas, haciendo contraste con la piel clara que quedaba al descubierto.
Me detuve frente al espejo, mis ojos bajaron lentamente, recorriendo mi cuerpo hasta llegar a mi culo. Ahí estaba, perfectamente moldeado, redondeado, elevado como una obra de arte bajo la tela ceñida de la minifalda negra que apenas lo cubría. Era imposible no notarlo, incluso para mí, que lo contemplaba con la intensidad de quien descubre algo nuevo en lo familiar. El encaje rojo de mi lencería se asomaba sutilmente, ajustado a mis caderas, haciendo contraste con la piel clara que quedaba al descubierto.
Mi trasero, arrebatado, se marcaba de manera sugerente, como si la falda hubiera sido confeccionada con la única intención de delinearlo a la perfección. Cada curva, cada pliegue del encaje abrazaba mis nalgas, levantándolas ligeramente, acentuando su forma natural, mientras la tela elástica de la minifalda se ajustaba justo debajo de mis glúteos, dejando ver cómo se marcaban las redondeces con cada paso que daba.
Al girarme un poco, el reflejo del espejo me devolvió una imagen aún más provocadora. Mis nalgas parecían arreboladas, llenas de vida y de una energía carnal que me electrizaba solo de pensar en lo que inspirarían. La falda, breve, era casi una invitación descarada, un susurro implícito de tentación que insinuaba lo que apenas se veía. El encaje rojo se apretaba en mis caderas, dando un pequeño asomo entre el borde de la falda y el inicio de mis muslos, como un secreto compartido solo con quien supiera mirar de cerca.
Por otra parte, el movimiento de mis caderas al caminar era como un vaivén, un balanceo hipnótico que hacía que el tejido de la falda se pegara aún más a mi piel, marcando cada centímetro, cada curva, cada insinuación de lo que estaba oculto. Mis nalgas se apretaban y separaban suavemente, creando una imagen irresistible, imposible de ignorar, una contradicción entre lo que se muestra y lo que se oculta con la más mínima tela.
Sabía lo que provocaba al vestirme así, al sentir la tela subir un poco más con cada paso, con cada leve inclinación, como si la falda estuviera diseñada para invitar a que alguien la levantara. Mi trasero, redondo y apretado, se movía con una cadencia que parecía gritar por atención, como si el encaje rojo que lo envolvía fuera una extensión de mi deseo.
obviamnete, el calor que comenzaba a subir desde mi vientre me hacía consciente de cada fibra de mi ser, un fuego que se encendía lentamente pero que me consumía más con cada segundo que pasaba. Había algo en el aire, algo que me despertaba, una tensión latente que se mezclaba con la humedad en mi piel y la lujuria que palpitaba en mi interior. No podía ignorarlo, y no quería.
Como todos los viernes, Roberto, el socio y colega de mi esposo Alberto en la empresa de contabilidad, llegaba a casa con las facturas físicas de los clientes. Un inmenso alto de papeles. Alberto, siempre meticuloso, se encargaba de digitalizarlas en las planillas del programa computarizado. Un trabajo tedioso, largo y rutinario que requería de su completa concentración, un mundo del cual yo me sentía cada vez más apartada. Mientras él permanecía absorto en la pantalla, perdido en los números, yo aguardaba la llegada de Roberto con una anticipación que solo iba creciendo con el transcurrir de los minutos.
Me preparé de manera especial para él, para ese instante de peligro que se desarrollaría bajo la mirada ajena de mi esposo, sin que él siquiera sospechara lo que realmente estaba ocurriendo a su alrededor. Mi reflejo era una obra cuidadosamente planeada, un paisaje de provocación y poder, diseñado para hacerme sentir invencible e irresistible. Sabía que el rojo era mi color, el color de la lujuria, de la pasión desbordada. Me vestí con un conjunto de encaje rojo intenso, tan fino y transparente que apenas cubría mis pechos. Los bordes de la tela acariciaban mi piel con suavidad, pero eran los detalles reveladores los que jugaban con la imaginación.
El escote profundo, que dejaba entrever mis pezones endurecidos, era el toque final, provocando una mezcla de vulnerabilidad y poder en cada movimiento que realizaba.
Mis labios, pintados de un rojo brillante, se humedecían constantemente, anticipando lo que estaba por venir. Mi maquillaje perfectamente calculado resaltaba la intensidad de mis ojos, mientras mis uñas, largas y pintadas del mismo rojo oscuro, recorrían mi piel desnuda. En mi calentura que comenzaba a manifestarse, me rozaba la piel con mis uñas, largas y cuidadas, pintadas de un rojo oscuro casi sangriento. Sentía una urgencia pulsante bajo la seda, mis pezones vibraban cada vez que el encaje rozaba contra ellos, endurecidos, llamando la atención de cualquier mirada que se posara en ellos. Roberto no sería capaz de apartar los ojos de mí. Mis labios, brillantes y rojos como el vino más oscuro, invitaban a ser mordidos, succionados, poseídos.
Frente al espejo, la mezcla de feromonas, jazmín, romero y tomillo me envolvía como un velo invisible, impregnando cada rincón de la habitación y mi piel. Mis labios, pintados de un rojo intenso, destilaban provocación. Me miré, y lo supe. Me preparaba para ser adorada, deseada.
—Te gustas, ¿verdad? —me susurré al espejo, admirando cómo la luz suave resaltaba cada rincón de mi cuerpo. Mis pezones endurecidos, claramente visibles bajo la tela fina, eran una declaración en sí mismos. Sabía que estaba hecha para ser deseada, para ser admirada, y esta noche, todo en mí era para él, para Roberto. mi verdadera esencia, y si él no podía verla, no era mi problema.
Como les dije, el perfume que me envolvía era una mezcla embriagante de jazmín, ámbar, y algo más profundo, más natural. La salvia, el romero, el tomillo y la lavanda se entrelazaban con el aire, creando un aroma terroso y sensual, que me rodeaba como un hechizo. Feromonas ocultas flotaban en esa fragancia, intensificando todo lo que yo era, lo que emanaba de mi piel, haciendo imposible resistirse a mi presencia. Cada inhalación era un recordatorio de la lujuria que estaba a punto de desatarse.
Me dirigí al comedor, por un vaso de gaseosa, el cual estaba bañado por una luz suave, y al entrar, sentí el aire cargado de deseo y de peligro. Sabía que Roberto, el amigo de mi marido, llegaría pronto. Y Alberto, perdido en su trabajo, era como una sombra inofensiva en la esquina de mi mundo. Allí estaba, absorto en su MacBook, digitando sin parar mientras su auricular lo desconectaba de la realidad que se desarrollaba frente a él.
Cuando el timbre sonó, el aire en la casa pareció volverse más pesado, cargado de promesas inconfesables. Alberto, absorto en su tarea de siempre, apenas levantó la mirada mientras yo abría la puerta. Roberto entró como siempre, con su presencia llenando el espacio entre nosotros, pero esa noche había algo distinto, algo más oscuro y cargado de tensión. Sabíamos lo que iba a pasar, lo habíamos anticipado en nuestras miradas furtivas, en los juegos silenciosos de semanas anteriores.
Mientras esperaba que se desocuparan de sus tareas. mis dedos recorrieron el borde de mi vaso de gaseosa, el frío del cristal contrastaba con el calor que comenzaba a nacer en mi interior. Sentada en el pequeño patio de la casa, podía sentir las miradas clavándose en mi piel, bebiendo cada centímetro de mí. El brillo de mi teléfono descansaba a mi lado, pero mis ojos estaban en ellos. Sabía exactamente lo que estaba por hacer, y esa certeza encendía cada fibra de mi ser.
Lo esperaba sentada a la mesa con extremo cuidado, mis piernas cruzadas, los tacones negros brillando bajo la tenue luz. Roberto llegó poco después, una vez que Alberto recogió las facturas, apenas nos dirigió la palabra, y entonces sentí su energía que lo llenaba todo.
Mis piernas se extendieron bajo la mesa, rozando ligeramente la piel desnuda de Roberto. Mi esposo, concentrado en su pantalla, ni siquiera lo notó. Más aún sabiendo que la exsitencia de un inmenso sofa de cuatro cuerpos no ocultaba.
Pero Roberto, en cambio, contuvo un suspiro, su miembro endureciéndose al instante bajo mis pies. La tensión comenzaba a tejerse en el aire, palpable, densa. El sabor de la traición me inundaba la boca como un vino dulce, pero lo más delicioso de todo era saber que mi esposo estaba tan cerca, tan completamente ajeno a lo que ocurría a su alrededor.
Mis dedos temblaron mientras desabroché los botones superiores de mi blusa, lenta, deliberadamente, dejando al descubierto la piel que Alberto ya no tocaba. Esa piel que otro se moría por saborear, pero mi cuerpo ya no temblaba por él, sino por el fuego que me encendía en ese preciso instante, bajo la mesa. Mi respiración era rápida, agitada, y sentía el calor acumulándose entre mis piernas, el roce de la tela mojada de mis bragas contra mi sexo ya empapado de deseo. Era enloquecedor. Todo estaba listo, y mientras Alberto continuaba en su mundo, completamente ajeno a lo que sucedía justo frente a él, mis pies descalzos eran los protagonistas de un juego prohibido.
Mis pies, descalzos, comenzaron a deslizarse bajo la mesa. El contacto con su dureza bajo sus pantalones me arrancó un suspiro contenido. Mis dedos de los pies, tan suaves y quizá más delicados que mis manos, comenzaron a jugar con su miembro cada vez más endurecido.
La tensión era tangible, casi como si el aire entre nosotros se volviera más denso con cada movimiento de mis pies sobre su verga. Mis movimientos eran suaves, arrastrados, felinos, controlados, pero lo suficientemente hábiles como para desarmarlo, para hacerlo revolverse en su silla mientras intentaba mantener la compostura. Pero yo lo observaba con detalle, y su rostro no podía mentir.
Al principio, sus labios estaban apretados, como si intentara contener todo el placer que lo invadía, como si cada roce mío lo obligara a luchar contra el gemido que quería escapar de su boca. Sus mandíbulas se tensaban, apretando los dientes con fuerza, y en ese gesto lo veía tratando de controlarse, aferrándose a su autocontrol mientras sus ojos buscaban algo, cualquier cosa, que no fuera mi mirada.
Pero lo que realmente me delataba su estado febril era la manera en que su respiración se aceleraba. Su pecho subía y bajaba más rápido, con cada segundo que pasaba. Sus fosas nasales se ensanchaban, absorbiendo el aire como si intentara calmar la tormenta que estaba despertando dentro de él, pero yo sabía que era inútil. Estaba cayendo, lo sentía.
Sus ojos, al principio esquivos, comenzaron a delatarlo más. Ya no podía evitar mirarme. Había un brillo en su mirada, una mezcla de lujuria y desesperación, como si estuviera a punto de rendirse por completo. Su frente comenzó a perlarse de sudor, y eso me hizo sonreír internamente. Sabía que lo estaba llevando al límite, que con cada movimiento de mis pies, cada presión sobre su verga, lo tenía más y más atrapado.
—Oh, sí... —susurré, apenas lo suficientemente alto para que él me escuchara, sabiendo que lo haría temblar. Sus labios se entreabrieron, y por fin, lo vi. Esa rendición. Esa señal de que había perdido el control. Su boca se humedeció, y un gemido suave, casi inaudible, se escapó de él. No era algo que cualquier persona notara, pero yo lo vi todo. Lo escuché. La forma en que su cuerpo se relajaba ligeramente, como si ya no pudiera resistirse más a lo que le hacía.
Roberto se estaba calentando, lo veía en la manera en que sus ojos ahora me devoraban, ya sin preocuparse por ocultar lo que sentía. Su rostro, antes controlado y serio, se transformaba en una expresión de puro deseo. Cada línea de tensión en su mandíbula se desdibujaba, sus párpados se entrecerraban ligeramente, y sus pupilas se dilataban, perdiéndose en mi cuerpo como si ya no hubiera nada más en el mundo para él.
Sabía que lo tenía exactamente donde lo quería.
Con esa confianza de mis observaciones, mis dedos desnudos de los pies se deslizaban bajo el mantel largo de la mesita de la terraza, buscando con precisión el bulto caliente que me provocaba. Cuando lo había rozado por primera vez, sentí cómo la verga de Roberto palpitaba bajo el fino velo de su pantalón. Ahora estaba más dura, firme, y ardiendo al contacto con mis pies que, con una mezcla de delicadeza y lujuria, comenzaron a deslizarse más audazmente sobre él. El placer de saber que lo estaba haciendo en secreto, justo frente a mi esposo, solo intensificaba el deseo en mi interior. Mi corazón latía más rápido con cada movimiento de mis dedos, mientras Roberto intentaba mantener la compostura, pero su respiración entrecortada me traicionaba su creciente excitación.
—Oh Dios… —murmuré en un suspiro apenas audible, incapaz de controlar el placer que subía por mi columna, mientras mis dedos acariciaban la longitud de su verga. La fricción de mi piel contra su miembro aumentaba con cada roce, más fuerte, más intencional. Lo sentía estremecerse, sus manos apoyadas en la mesa mientras mis pies continuaban su juego perverso. Mi marido, sentado, en línea directa, frente a nosotros, inmerso en sus pensamientos, rodeado de facturas y papeles comerciales, no tenía idea de lo que estaba ocurriendo bajo el mantel, de cómo Roberto luchaba por no gemir en su presencia, mientras mis dedos le daban ese placer oscuro y secreto que yo anhelaba.
Sentí que el aire se volvía aún más pesado, cargado de deseo, y mi piel vibraba bajo su mirada. Cada parte de mí estaba despierta, alerta, anticipando el momento en que dejaría de ser solo un juego. Mis piernas se sentían ligeras, como si flotaran en ese espacio entre lo prohibido y lo inevitable, pero al mismo tiempo, había un calor profundo en mi vientre, una tensión que crecía con cada segundo que pasaba.
Mis pies, descalzos, tocaban la piel firme de Roberto, y el contacto me hacía, delicadamente, estremecer por dentro. Era tan sutil al principio, un roce apenas perceptible, pero sentía cómo su miembro reaccionaba, cada vez más y más, endureciéndose bajo mis dedos. Una ola de poder me recorrió, esa mezcla inconfundible de control y deseo. Sabía que lo tenía, atrapado en el vaivén de mis movimientos, mientras yo disfrutaba de ese juego de provocación bajo la mesa.
El poder de lo prohibido era embriagador, y mi cuerpo lo sentía con cada latido acelerado. Mi respiración se volvió más pesada, pero controlada. No podía dejar que mi esposo notara nada, aunque una parte de mí ansiaba ser descubierta, gritarle al mundo lo que estábamos haciendo a sus espaldas. Ese riesgo, esa tensión al filo del precipicio, era lo que lo hacía aún más placentero.
El encaje rojo se pegaba a mi piel, el sudor comenzaba a escurrir por mis tetas, y podía sentir cómo mis pezones se endurecían, rozando la tela de manera casi dolorosa. La excitación me devoraba desde dentro. El calor que ascendía por mis muslos se mezclaba con la humedad que ya comenzaba a formarse entre mis piernas. Quería más, pero no podía apresurarme. Este era mi juego. Era mi momento de disfrutar cada segundo, de saborear cada pequeño gesto, cada mirada furtiva, cada jadeo contenido que Roberto intentaba sofocar.
Roberto, con esa mirada cómplice que me enviaba desde el otro extremo de la mesa, entendió mi invitación silenciosa. Mis piernas, apenas separadas bajo el mantel, le indicaron el camino sin necesidad de palabras. Su discreción era su arma, sabía cómo moverse sin ser visto, cómo deslizarse bajo la mesa mientras Alberto seguía sumido en una conversación trivial, completamente ajeno a la tensión sexual que hervía entre Roberto y yo.
Sentí un ligero cosquilleo cuando sus manos rozaron mis tobillos, y poco a poco, con un movimiento fluido, se acomodó entre mis piernas. El simple roce de sus dedos sobre mi piel hizo que mi respiración se agitara. Mis muslos se abrieron con naturalidad, dejando al descubierto mi lencería, empapada, aferrada a mi concha ya hinchada por el deseo acumulado.
Sabía que él ya podía percibir el calor que irradiaba desde mi centro, y su respiración se volvió más pesada,
pero controlada. No podía dejar que mi esposo notara nada, aunque una parte de mí ansiaba ser descubierta, gritarle al mundo lo que estábamos haciendo a sus espaldas. Ese riesgo, esa tensión al filo del precipicio, era lo que lo hacía aún más placentero.
El encaje rojo se pegaba a mi piel, el sudor comenzaba a escurrir por mis tetas, y podía sentir cómo mis pezones se endurecían, rozando la tela de manera casi dolorosa. La excitación me devoraba desde dentro. El calor que ascendía por mis muslos se mezclaba con la humedad que ya comenzaba a formarse entre mis piernas. Quería más, pero no podía apresurarme. Este era mi juego. Era mi momento de disfrutar cada segundo, de saborear cada pequeño gesto, cada mirada furtiva, cada jadeo contenido que Roberto intentaba sofocar.
Roberto, con esa mirada cómplice que me enviaba desde el otro extremo de la mesa, entendió mi invitación silenciosa. Mis piernas, apenas separadas bajo el mantel, le indicaron el camino sin necesidad de palabras. Su discreción era su arma, sabía cómo moverse sin ser visto, cómo deslizarse bajo la mesa mientras Alberto seguía sumido en una conversación trivial, completamente ajeno a la tensión sexual que hervía entre Roberto y yo.
Sentí un ligero cosquilleo cuando sus manos rozaron mis tobillos, y poco a poco, con un movimiento fluido, se acomodó entre mis piernas. El simple roce de sus dedos sobre mi piel hizo que mi respiración se agitara. Mis muslos se abrieron con naturalidad, dejando al descubierto mi lencería, empapada, aferrada a mi concha ya hinchada por el deseo acumulado. Sabía que él ya podía percibir el calor que irradiaba desde mi centro, y su respiración se volvió más pesada, más cargada de lujuria.
Sus manos, tan expertas, comenzaron deslizando mis bragas hacia un lado, exponiendo mi vulva brillante, roja y húmeda, cargada de sangre caliente y deseo. Mi carne hinchada palpitaba al ritmo de mi corazón, y mis labios vaginales, gruesos y oscuros por la excitación, colgaban ante él como una invitación irresistible. Podía sentir su aliento sobre mí, caliente, abrasador, justo antes de que su lengua entrara en contacto con mi piel húmeda.
Primero fueron sus dedos los que abrieron suavemente mis pliegues, separando mi concha para dejarla completamente a su disposición. El aire fresco rozó mi clítoris, hinchado y sobresaliendo entre los labios, justo antes de que su lengua diera el primer paso hacia mi perdición. La humedad de su saliva mezclándose con la mía fue un golpe eléctrico. Lo sentí recorrerme de arriba a abajo, lento al principio, saboreando cada rincón de mi vulva, explorando mi carne con la precisión de un maestro que conoce cada uno de mis puntos débiles.
Mis labios vaginales, hinchados, oscuros y colgantes, parecían llenarse aún más bajo el ritmo implacable de su lengua. Podía sentir cómo su boca se cerraba sobre mí, succionando con una devoción que me desarmaba. El calor se extendía por todo mi cuerpo, desde mis pezones endurecidos hasta mis caderas que ya se movían al compás de sus lamidas, buscando más contacto, más presión, más de ese placer que me devoraba desde dentro.
Roberto sabía exactamente qué hacer, sabía cómo manejarme, cómo mantenerme al borde del abismo sin dejarme caer del todo. Su lengua me torturaba, deslizándose entre mis pliegues mojados, succionando cada gota de mi placer mientras sus dedos se mantenían firmemente aferrados a mis muslos, manteniéndolos abiertos. No había escapatoria. Estaba a su merced, y me encantaba.
La sensación de sus labios apretándose contra mis labios vaginales, la forma en que su lengua jugaba con mi clítoris, ora trazando círculos, ora succionándolo sin piedad, me arrancaba gemidos que apenas podía sofocar. Sabía que Alberto estaba ahí, taponeando sus oídos con os fonos, tan cerca y tan lejos a la vez, y esa tensión prohibida solo hacía que mi placer se multiplicara.
“¡Más… más fuerte!” susurré, mis dedos ya aferrados a su cabello, tirando de él con fuerza, empujando su cara más profundo entre mis piernas. No había vuelta atrás. Su lengua había desatado algo en mí que ya no podía controlar, y cada lamida, cada succión me acercaba más al borde de ese clímax inminente que ansiaba explotar en mil direcciones.
El deseo entre mis piernas era imparable, una pulsión que me devoraba desde dentro. Alberto, mi esposo, distraído con las facturas, no sospechaba que bajo el mantel yo ya estaba entregada a otra boca, la de Roberto. Su lengua me deslizaba por un terreno de fuego y humedad. La sensación de su saliva mezclándose con mis jugos vaginales me envolvía, y con cada lamida suya, me derretía más en ese abismo. Lo más exquisito de todo era la clandestinidad. Alberto, justo enfrente, ajeno al placer desbordado que Roberto me arrancaba a escondidas.
Al principio, traté de contener los gemidos, tragándome el placer en susurros controlados, apretando los labios mientras su lengua hacía magia. Pero poco a poco fui cediendo. Cada movimiento de su lengua me hacía arquear la espalda de forma involuntaria, y no podía más que aferrar mis dedos en su cabello, instándolo a no detenerse. Sentí cómo su lengua trazaba círculos tortuosos en mi clítoris, en un ritmo lento que me volvía loca, me torturaba de la manera más deliciosa. Y luego, justo cuando pensaba que no podría resistir más, aceleraba, succionando con una devoción insaciable que me arrancaba los gemidos más incontrolables.
"¡Más, máááás!", jadeé, ya sin poder contenerme. El deseo se había apoderado completamente de mí. Mis pezones, duros y sensibles bajo mis manos, eran otra extensión de ese placer desbordado. Sentía cómo mi humedad se mezclaba con la suya, mientras sus labios se apretaban contra mi carne, devorándome sin misericordia. Y cuando atrapaba mi clítoris entre sus labios, cada succión era un golpe directo a mi vientre, una descarga de electricidad que me hacía retorcerme.
El calor en mi piel, la presión entre mis piernas... todo se fundía en un solo clamor interno. "¡No pares, por favor! ¡No pares!", le susurré entre dientes, empujándolo más profundamente entre mis muslos abiertos. Lo quería todo, más de esa lengua, más de su boca. Sentía cómo la barba de Roberto rozaba mi piel, añadiendo una textura abrasiva que me empujaba aún más cerca del borde. Mi cuerpo entero ardía, como un volcán a punto de estallar, y él lo sabía. Sabía exactamente cómo manipular mi placer, cómo llevarme al límite.
Y cuando pensé que ya no podría más, ocurrió. Un temblor recorrió mis piernas, incontrolable, haciendo que todo mi cuerpo se estremeciera.
El orgasmo estalló en mí como un torbellino de sensaciones crudas y devastadoras. Mi cuerpo, completamente rendido ante esa lengua que me había estado torturando con cada succión, se arqueó sin control, mis caderas buscando más contacto, más presión, más de ese placer abrasador. Con mis dos maos le metía con todas mis fuerzas su rostro entre mis muslos. Apretándolo. El clímax fue una explosión devastadora de calor que envolvió cada rincón de mi ser, desde los dedos de mis pies hasta la punta de mis pechos, firmes y tensos, mientras mi clítoris palpitaba frenéticamente bajo el ritmo de su lengua.
Mi concha, mojada y brillante, latía con una fuerza descomunal, y el cosquilleo de mi clímax no era solo físico; era una liberación profunda que me recorrió por completo, como si todo mi ser estuviera destinado a ese momento. Mis paredes vaginales se contrajeron ferozmente, apretando el vacío, mientras mi humedad se desbordaba contra su boca ansiosa. La presión en mi vientre crecía, cada oleada de placer lanzándome más lejos, más profundo en esa vorágine de lujuria y deseo. Podía sentir cómo el calor de mi cuerpo subía, casi febril, como si cada partícula de mi piel ardiera con la energía incontrolable de una mujer al borde del éxtasis.
Cada succión que me seguía dando, pese a mi orgasmo, era un latigazo de placer. "¡Ahh! ¡Sigue! ¡Sigue...!", grité, con el aliento entrecortado. Mis piernas temblaban, incontrolables, mientras los espasmos de mi clímax se extendían desde mi concha hasta el último rincón de mi cuerpo, y todo lo que existía en ese momento era su lengua, mi vulva empapada y el abrumador deseo que me desbordaba.
Pero Roberto no paró. Para nada. Oh no, no lo hizo. Seguía lamiendo, succionando, exprimiendo cada gota de mi placer. chupándome la concha como un desquiciado. Mi cuerpo estaba rendido, pero yo no había tenido suficiente. Quería más. Quería que me tomara, que me poseyera, que me culiara hasta lo más profundo. Este orgasmo había sido apenas una chispa, pero mi fiebre sexual demandaba una hoguera más feroz. Sabía y estaba segura que mi locura podría alcanzar niveles mucho más altos, mucho más oscuros...
Todo estaba por estallar en el clímax prohibido que se había acumulado durante semanas. La tensión en el aire era palpable, tanto que se podía cortar con un cuchillo. Sentí cómo mi cuerpo vibraba, anticipando cada segundo que mi esposo no estuviera presente. Los pasos de Alberto se desvanecieron mientras, afortunadamete para nostros, bajaba a buscar los documentos al auto, y en ese instante, Roberto y yo nos miramos como si compartiéramos un pulso interno, ese ritmo frenético de lo inevitable.
"¿Lo hacemos?", susurró Roberto, su voz cargada de lujuria y urgencia. Su erección era evidente bajo los pantalones, palpitante, y lo supe. No había vuelta atrás.
Mi cuerpo reaccionaba antes que mi mente. Sentía la piel arder, el encaje de mi tanga pegado a mi concha mojada. El calor subía desde mis muslos hasta mis mejillas, mi piel se erizaba. Cada roce, cada movimiento, parecía una chispa que estaba a punto de encender un incendio incontrolable. La presión entre mis piernas me hacía apretar los muslos, tratando de contener lo inevitable. Mis manos temblaban, no de miedo, sino de pura excitación.
Roberto se levantó con una rapidez calculada. Se desabotonó la camisa con movimientos torpes pero decididos, revelando su pecho ligeramente velludo, y yo apenas podía contener mi respiración. Me acerqué a él con desesperación, dejando que nuestras bocas se encontraran en un beso brutal, un choque de lenguas y dientes que gritaba nuestra necesidad mutua.
El peligro era tangible, el tiempo limitado y nuestros cuerpos palpitaban con urgencia. Sus dedos bajaron, ansiosos, liberando el botón de sus pantalones con un movimiento brusco, dejándolos caer al suelo. Su erección, robusta, ya empujaba contra la tela de sus bóxers, marcando cada centímetro de su deseo por mí.
Mi respiración era errática mientras me colocaba de espaldas a él. Mi trasero elevado, ofreciéndome con descaro, y mis manos apoyadas en el borde de la mesa para mantener el equilibrio. Me giré lentamente, mis ojos buscando los suyos mientras arqueaba mi espalda, permitiendo que mi trasero se levantara aún más. Nuestras miradas se encontraron, la mía estaba cargada de un deseo rabioso, mientras los ojos de Roberto, entrecerrados, brillaban de lujuria. Podía ver su rostro tenso, sus labios entreabiertos dejando escapar pequeños jadeos mientras se acomodaba detrás de mí, con su erección palpitante.
Sus manos fuertes se aferraron a mis caderas, sus dedos clavándose en mi piel con la necesidad de controlarme. La punta de su glande rozó mi humedad a través del encaje de mi tanga empapada, enviando una descarga eléctrica a todo mi cuerpo. "¡No puedo más, métemela ya!", gruñí, mi voz ronca por la excitación. Roberto no necesitó más, apartó el encaje de un tirón, y con un movimiento firme, me penetró de un solo golpe.
Mis labios soltaron un gemido profundo, casi animal, cuando sentí su polla llenándome por completo. Las bolas de Roberto chocaban contra mi piel con cada embestida, emitiendo un sonido húmedo y rítmico que acompañaba el eco de nuestros jadeos. Mi cuerpo se movía al compás de sus embestidas, cada vez más rápidas, más brutales.
El sonido de nuestros cuerpos chocando llenaba el cuarto, y mi concha, mojada y palpitante, se apretaba alrededor de su miembro con cada embestida, exigiendo más .
Mis caderas se movían por sí solas, empujándome hacia atrás, buscando más de él, más de ese placer que me destrozaba por dentro. Sentía cada centímetro de su verga, su dureza moviéndose dentro de mí, estirándome, llenándome por completo. El roce constante de sus bolas golpeando contra mi piel aumentaba mi deseo, el sonido húmedo y repetitivo retumbaba en mis oídos como un eco constante. Sentía que mi cuerpo estaba a punto de estallar, cada embestida lo acercaba más, la presión en mi vientre crecía, acumulándose en un clímax devastador .
Mi rostro, ahora vuelto hacia él, mostraba una mezcla de éxtasis y desesperación. "¡Más, más fuerte, no pares!", jadeaba entre suspiros, mientras Roberto cerraba los ojos, concentrado en el placer de sentir cómo su polla se hundía más y más en mi concha empapada. Los músculos de su pecho se tensaban con cada movimiento, su respiración era errática y sus gemidos se mezclaban con los míos, creando una sinfonía de placer desgarrador.
Mis gemidos aumentaron, volviéndose gritos desgarrados. Mis dedos se aferraron a los bordes de la mesa, mis piernas temblaban incontrolablemente mientras sentía que mi clímax estaba a punto de explotar. El sonido húmedo de nuestras pieles chocando, el ritmo frenético de nuestras respiraciones, todo se fundía en una tormenta de sensaciones. Cada estocada de Roberto, cada golpe de sus bolas contra mí, me empujaba más cerca del abismo.
Y entonces, cuando creí que no podía soportarlo más, el orgasmo nuevamente me sacudió con una fuerza que me dejó sin aliento. Mis paredes vaginales se cerraron alrededor de su polla, apretándola con fuerza, mientras mi cuerpo se arqueaba en un espasmo de puro placer. "¡Ohhh, síííí!", grité, mi voz quebrándose en un grito agudo mientras sentía la ola de calor recorrerme de pies a cabeza .
En ese momento, mientras el clímax nos envolvía, un ruido rompió la burbuja de placer. La puerta se abrió, y el sonido de los pasos familiares nos congeló. ¡Mi esposo! El tiempo se detuvo en ese instante eterno, y el miedo y la adrenalina llenaron el aire, junto con los últimos ecos de nuestros jadeos.
Estábamos atrapados en una burbuja, solo Roberto y yo, mientras la presión bajo la mesa aumentaba, el calor de su verga dura me hacía gemir suavemente, sin que Alberto lo notara. Y en ese instante supe que no había retorno. El peligro lo hacía todo más excitante, el nervioso placer de la traición, el poder absoluto de saber que cruzábamos una línea de la cual no regresaríamos. La energía sexual que Roberto provocaba en mí era como un torrente incontrolable, pero lo más excitante era saber que mi esposo, Alberto, estaba justo allí, ignorante.
Mi esposo, perdido en su computadora, ajeno a todo, hacía que la situación fuera tan deliciosamente obscena. ¿Qué sentiría si levantara la cabeza ahora y viera cómo mis pies envolvían el miembro de su amigo? El poder de ese pensamiento me hizo apretar más fuerte, deslizando mis dedos entre su dureza mientras lo escuchaba jadear en silencio. Mi pecho se llenó de una euforia oscura, una sensación de control absoluto.
Sentía el calor subiendo desde mis muslos, entre mis piernas, allí donde el encaje no lograba ocultar nada, la humedad ya se acumulaba, mezclándose con el aroma de mi perfume que flotaba en el aire. Jazmín, ámbar, y la ferocidad de las feromonas, todo me envolvía en una nube de deseo, de poder absoluto. Cada segundo que pasaba era una tortura deliciosa, sabiendo lo que estaba a punto de ocurrir, pero demorando el momento justo para disfrutarlo aún más.
En ese momento, era invencible. Mis sentidos estaban tan despiertos, que podía sentir el calor de su piel incluso desde donde estaba. Todo en mí gritaba por más, por romper la barrera del control y entregarme al deseo que me consumía.
"¡Mierda! ¡Alberto!" Las palabras escaparon de mis labios antes de que mi cerebro pudiera reaccionar. Sentí cómo el cuerpo de Roberto se tensaba detrás de mí, su polla aún enterrada profundamente dentro de mi concha, mientras la puerta principal resonaba al cerrarse en la distancia. El peligro era real, inminente, y a pesar del miedo palpable, mi cuerpo no podía detenerse. Seguía moviéndome, mis caderas empujándose contra él, buscando más de su dureza, más de ese placer prohibido que me destrozaba por dentro.
"¿Nos ha visto?" —susurré en un jadeo sofocado, pero no había lugar para respuestas, no podía detenerme. Sentía cada embestida de Roberto, sus manos aún aferradas a mis caderas, manteniéndome en esa posición sumisa y vulnerable. Sabía que no podíamos parar, el deseo era demasiado fuerte. Cada segundo contaba, pero el placer que recorría mi cuerpo nublaba cualquier sentido de la realidad.
Roberto gimió detrás de mí, sus respiraciones entrecortadas revelaban su lucha interna. Sabía que estaba al borde del orgasmo, pero el miedo a ser descubierto lo mantenía en una línea tenue entre el control y el clímax. Mis manos se aferraron aún más fuerte al borde de la mesa, arqueando mi espalda, empujando mi trasero más contra él, incitándolo a seguir.
"No pares... Hazlo, termíname...", jadeé con la voz entrecortada, incapaz de detener lo que mi cuerpo exigía. Mi corazón latía salvajemente, no solo por el miedo, sino por la creciente ola de placer que se acumulaba en mi vientre, lista para explotar en cualquier momento. Sabía que estaba cerca, demasiado cerca.
Entonces, lo vi. Alberto estaba ahí, de pie en el umbral, observándonos, y aunque mi instinto me decía que debería sentir pánico, lo que atravesó mi cuerpo fue algo mucho más oscuro, mucho más excitante. Sus ojos no mostraban sorpresa ni enojo, sino un destello de deseo que me dejó completamente sin aliento. La chispa en su mirada me desarmó por completo. ¿Me estaba disfrutando? ¿Me quería ver así, siendo tomada por su mejor amigo?
"Únete", murmuré, mis palabras cargadas de una mezcla peligrosa de excitación y perversión. Roberto seguía embistiéndome, sus movimientos más rápidos ahora, y mi esposo simplemente me observaba, sin moverse, como si estuviera atrapado en la visión de su mujer siendo poseída brutalmente.
Alberto no dijo una palabra. Se acercó lentamente, desabrochando sus pantalones con una calma que contrastaba con el ritmo frenético de mi respiración. Mis ojos estaban clavados en él, mientras Roberto seguía empujando dentro de mí, cada embestida más profunda, más intensa. Pero mi mirada estaba fija en la erección de mi marido, que ahora se alzaba frente a mí, justo a la altura de mis labios.
El hambre se apoderó de mí. No era solo lujuria, era una necesidad voraz, incontrolable. Me incliné hacia adelante, dejando que mi boca atrapara su miembro, envolviéndolo lentamente con mis labios. El gemido que escapó de los labios de Alberto me encendió aún más. Mi lengua recorrió toda su longitud, lamiendo su erección, saboreando cada pulgada mientras Roberto seguía empujando más fuerte dentro de mí. Sentía cómo ambos hombres me llevaban al borde.
Los gemidos de Roberto se volvieron más roncos, más desesperados, su cuerpo estaba tenso, a punto de explotar dentro de mí. Mis manos se aferraban al miembro de mi marido, bombeándolo mientras lo chupaba con una devoción insaciable, sintiendo cómo sus dedos se enredaban en mi cabello, empujándome más profundo en su erección.
Todo en mí temblaba, mis piernas temblaban, mi cuerpo ardía, y sentía el clímax acumulándose rápidamente dentro de mí. Roberto no podía más, sus embestidas se volvieron erráticas, más brutales, mientras su respiración se convertía en jadeos entrecortados. Sabía que estaba al límite, que no aguantaría más.
Con un gemido final, sentí cómo Roberto se corría dentro de mí, su polla pulsando con fuerza mientras su semen llenaba mi concha. Al mismo tiempo, mi propio clímax me atravesó como una tormenta, sacudiendo todo mi cuerpo. Mi concha se apretaba alrededor de su miembro, mientras el orgasmo me arrancaba un grito ahogado, todo mi cuerpo convulsionándose de puro placer.
En ese momento, mi lengua seguía frenética,
mis labios húmedos y ansiosos rodeaban la polla de mi esposo, pero no pude evitar comparar la otra verga que me estaba culiando. La de Roberto, larga y gruesa, contrastaba de inmediato con la de Alberto. El glande de Roberto era rosado, más ancho, con un prepucio que apenas cubría la cabeza. Cuando la piel se deslizaba hacia atrás, quedaba su deliciosa cabeza grandota completamente expuesto, brillante por el jugo que se escapaba. Su tronco estaba cubierto de venas prominentes, que latían bajo la presión de mi mano, como si estuviera a punto de explotar en cualquier momento. Sus testículos colgaban pesados, con un leve vello oscuro que los rodeaba, más grandes, más llenos, como dos bolas apretadas, listas para estallar.
Mientras chupaba la de Alberto, su polla más fina y algo más corta me parecía un susurro comparado con la presencia abrumadora de la de su amigo. mi esposo tenía el glande de un tono más oscuro, tirando a rojo morado, y su piel era más tersa, sin tantas venas marcadas. Sus bolas, más pequeñas, menos peludas, eran suaves al tacto, y aunque sentía cómo se tensaban en anticipación, no tenían el mismo peso que las de Roberto.
Lo que más me llamaba la atención era la diferencia en el grosor. La polla de mi amante era más gruesa, su tronco era firme, lleno de vida, y cuando lo miraba directo a los ojos, me daba cuenta de que esa sensación de llenura en mi mano me hacía sentir una excitación diferente, más voraz. Mientras que la de mi esposo, a pesar de estar firme y erecta, no llenaba mi boca de la misma manera.
Los testículos de Roberto que chocaban contra mis labios vaginales mientras me seguía culiando, colgaban más, pesados y tibios, mientras que los de Alberto se mantenían recogidos, tensos. El colega de mi esposo goteaba en un primer momento más preseminal, lo sentía escurrirse entre mis dedos mientras lo acariciaba con los pies bajo la mesa, su punta se oscurecía con el líquido caliente. Por otro lado, la polla de mi esposo, aunque firme, no tenía la misma agresividad, era más contenida, más familiar.
El contraste entre ambas vergas era intenso, una dualidad de sensaciones. La polla de mi esposo palpitaba, pero no con la misma urgencia animal que la de Roberto. Cada parte de sus cuerpos me hablaba de la intensidad de cada uno, y de lo mucho que significaban para mi en ese momento.
Alberto agitadamente, jadeaba, con su erección pulsando contra mi lengua, mientras yo lo devoraba, desesperada por sentir su final. ¡Vamos córrte para mi cariño ! ¡córrete! Le exigá mientra mis gemidos quedaban atrapados en mi garganta, sofocados por la dureza rica de su verga cabezona, pero no podía detenerme. Mi concha aún palpitaba de la descarga anterior, los espasmos del orgasmo de Roberto retumbando en mi interior, mientras el moco caliente de su semen chorreaba lentamente entre mis piernas, escurriéndose hacia mis muslos. Sentía esa mezcla espesa resbalar mientras mi cuerpo se estremecía con la misma intensidad, y la sensación solo aumentaba mi hambre.
Con cada movimiento de mi lengua, cada succión profunda, podía sentir cómo Alberto se tensaba más, su respiración errática, sus gemidos roncos llenando mis oídos. Sus manos, ahora aferradas a mi cabello, me empujaban con más fuerza hacia su erección, queriendo sentirlo todo, queriendo hundirse hasta lo más profundo de mi boca. Y yo lo recibía, sin detenerme, sin vacilar, sintiendo cómo su verga latía frenéticamente, indicándome que el final estaba cerca.
Su cuerpo entero temblaba cuando finalmente lo escuché gemir con fuerza, un sonido gutural, profundo. Sentí la primera descarga en mi garganta. El sabor caliente y salado de su semen me golpeó con una fuerza abrasadora. Su polla pulsaba, cada contracción enviando más de esa espesa carga hacia el fondo de mi boca y de mi estómago, llenándolo por completo.
El semen de Alberto resbalaba entre mis labios, un torrente incontrolable, grueso y caliente, mientras mi boca intentaba tragárselo todo. Era delicioso. Lo tragaba. Lo saboreaba.Mis mejillas se hinchaban con cada descarga, mis labios apretándose alrededor de su miembro, atrapando cada gota, pero la cantidad era demasiada. El líquido viscoso comenzó a chorrear, escapando por las comisuras de mis labios, resbalando por mi barbilla en hilos pegajosos que caían sobre mis pechos, mientras yo seguía chupando con avidez, queriendo más.
Mis piernas aún temblaban, empapadas no solo por el semen de Roberto que seguía bajando, mezclándose con mi propia humedad, sino ahora también por el flujo incontrolable que escurría de mi boca. Los gemidos de Alberto eran incesantes, profundos, mientras sus dedos se aferraban con fuerza a mi cabello, su pelvis moviéndose con espasmos involuntarios, tratando de hundirse más en mi garganta con cada ola de placer.
Mis labios seguían succionando, apretando, envolviendo su erección hasta que sentí que su cuerpo comenzaba a relajarse, las últimas gotas de su semen escurriéndose por mi lengua. El sabor de su orgasmo inundaba mis sentidos, mientras aún podía sentir cómo mis piernas temblaban, mi concha contraída y vibrante por la sobrecarga de placer.
Finalmente, me aparté lentamente, dejando que su verga resbalara fuera de mi boca, ahora suavemente relajada. Los restos de su semen aún goteaban por mi barbilla, mezclándose con el sudor en mi piel. Miré hacia arriba, con mis ojos aún nublados de lujuria, observando cómo Alberto y Roberto me miraban con ese mismo deseo salvaje con el cual se había iniciado toda esta aventura.