June 12

El Cliente de mamá 3

CAPÍTULO 3

No tenía sentido que me hubiera esmerado tanto en mi arreglo personal para poder recibir a mi madre esa tarde-noche. No tenía sentido porque cuando un hijo se va a encontrar con su progenitora sólo se preocupa por estar bien peinado y con la ropa planchada, pues esos son los pequeños detalles que todas nuestras madres tienden a criticar.

Sin embargo, yo me aseguré de arreglarme tal y como solía hacerlo cuando recibía a una prostituta de verdad. Recorté mi barba detallada y perfectamente de forma concienzuda en mis mejillas y mentón, de tal manera que los pelillos quedaran en punta a fin de que cuando les comiera el coño con la boca el contacto de la vulva y la entrepierna con mi barba les produjera un cosquilleo y picor muy candente que las hiciera estremecerse de placer y empaparse como las golfas que eran.

Me recorté el vello púbico con unas finas tijeras, y me depilé completamente los testículos, para que mi pene se viera mucho más grande de lo que ya era, y para que mis bolas lucieran mucho más apetecibles y grandes a la vista.

Finalmente me puse el bóxer blanco que me marcaba mejor el paquete y me perfumé el cuello con mi fragancia más cara para que el aroma a macho follador hiciera despertar el instinto sexual de la puta en cuestión.

Qué tarde me di cuenta, con muchísima vergüenza, que en esa visita en realidad yo no iba a recibir a una puta, sino a mi propia madre, quien se haría pasar por prostituta para cumplir con el único requisito para convertirse en el tipo de persona con la que yo podía tener contacto físico fuera del cuartel militar sin ser sancionado.

Cuando me vi en el espejo, arreglado, apuesto, cual macho alfa empotrador, vislumbré, a su vez, a un hombre joven, en su mejor edad como semental, ansioso de sexo, con necesidades sexuales sumamente fuertes que, sin embargo, esa noche no podría saciar en realidad, aunque todas las personas de ese cuartel pensaran lo contrario.

—Joder, qué caliente estoy.

Cada vez que acordaba una cita quincenal con una prostituta, (Astrid mi favorita), mi cuerpo reaccionaba virilmente preparándose de forma natural para la llegada de ese momento. Todo el día mientras realizaba mis ejercicios militares mi glande goteaba, la cantidad de sangre hirviendo que producían las arterias de mi cuerpo se me acumulaban en las venas y mi pene se empalmaba ante cualquier oportunidad, pensando en culos, tetas, vaginas, gemidos y todas esas guarradas que a los hombres nos ponen cachondos. Encima, todo ese día podía casi imaginar cómo mis bolas no dejaban de generar espermatozoides.

—Mierda, Erik, respira, relájate, recuerda que esta noche no vendrá una puta real… sino Akira, tu madre… ¡Ufff, por Dios!

Y a pesar de programarte (o al menos intentarlo) la verga no entiende de razones, y tus ganas de follar no paran incluso cuando le repites una y otra vez que la mujer que dormirá contigo esa noche… no es coño disponible para comer, sino más bien una fruta prohibida a la que no puedes acceder, ni mucho menos tienes derecho de desear por asuntos… de sangre, de ética, de repugnancia, de pecado y, sobre todo, de prejuicios morales.

Por otro lado, nunca esperas que llegará el día en que tus amigos tildarán a tu madre de prostituta, que la verán como un saco de semen, y que mientras aguardan con curiosidad entre los pasillos del cuartel su llegada, sólo piensen en ella como una puta, morboséandola y dedicándole sus mejores pajas mentales.

Y, sin embargo, esa fue la suerte que viví aquella noche de junio cuando me avisaron que una “puta” que se hacía llamar Akira estaba entrando al cuartel, buscándome.

“Mierda, madre… has llegado, ¿y ahora qué carajos voy hacer?”

Recuerdo que yo estaba en la puerta de mi cuarto esperándola cuando recibí el aviso, y que varios de mis colegas, entre los que destacaba el cabrón de Alex, estaban allí, bordeando el camino sin disimulo con una actitud lasciva esperando que ella pasara.

Y yo ardía en rabia. Era sumamente incómodo lo que toda esa manada de cabrones me hacía sentir con tal actuación. Me parecía una actitud terriblemente grosera y vil lo que estaban haciendo. Lo peor es que no podía hacer nada para recriminarlos pues era casi un acto normalizado el que todos los chicos nos pusiéramos en los pasillos para mirar con expectación a las nuevas putas que llegaban al cuartel.

­­—¿Dónde mierdas está esa puta que no aparece? —dijo Alex desesperado.

—No tarda en llegar —dijo uno de sus colegas—, ¿no escuchaste que la tal Akira ya fue anunciada?

—Pues a pelar los ojos, cabrones —dijo otro de ellos, sobándose el paquete—, porque de un momento a otro la zorra tiene que aparecer.

Los nervios me agolparon la mente. ¿Cómo mierdas podían hablar así de mi madre sin siquiera conocerla? ¿Cómo carajos tiene que reaccionar uno como hijo ante situaciones de esta índole sin levantar sospechas de ningún tipo? La rabia no me daba tregua. Era casi incontenible y voraz.

Estaba tan encabronado que ni siquiera me di cuenta que unos taconeos empezaban oírse al final del pasillo, por lo que todo el mundo comenzó a mirar hacia ese sitio.

—Es la puta —advirtió alguien—, escuchen los tacones al andar, esa tiene que ser la puta. Vaya que la pinche zorra se ha dado a desear.

Y todos le rieron la gracia, mientras mi cara se congelaba entre la atmósfera.

—Quita esa pinche cara de velorio, mi querido Erik “el empotrador” —me dijo Alex—, cualquiera diría que la que va llegando es tu madre y no tu puta.

Nuevamente tuve que afrontar las nuevas carcajadas mientras mis piernas me temblaban.

—Deja de decir mamadas, cabrón, que esta noche oirás lo que es bueno, sabiendo cómo es que folla un macho de verdad —se me ocurrió decirle a quien se acababa de convertir en mi nuevo ferviente enemigo, aun sabiendo que nada de lo que le prometía se podría realizar verdaderamente, por obvias razones.

—Pues eso espero, macho —contestó el imbécil a modo de desafío—, estaré al pendiente de sus gemidos y de los sonidos escandalosos de los muelles de tu cama.

Los presentes tomaron como justo nuestro tácito acuerdo y cuando la silueta de mi “supuesta” prostituta apareció al fondo del pasillo yo ya no pude respirar.

—Joder —musité.

El pecho se me inflamó. El corazón me latió muy fuerte. La sangre me descendió hasta los talones. Y… juro por Dios que no sé por qué al mismo tiempo en que me ocurrió todo lo anterior, preso de la angustia y el temor, la verga se me puso dura. Fue una erección extraña, instantánea, pecadora, insana y… bastante prolongada que brotó en mi pantalón militar que, por suerte, ninguno de los presentes advirtió.

Realmente fue una erección que no tenía razón de ser, principalmente porque el contexto de lo que ocurría era noble a la vez que se describía sórdido. Noble porque era el reencuentro entre una madre y su hijo, que tenían tiempo de no verse. Sórdido porque las circunstancias en las que ocurría todo esto eran sumamente humillantes y brutales. Mi madre estaba presentándose en el cuartel militar como una prostituta que venía a fornicar conmigo.

Y si algo en todo esto podría resultar morboso, es que desde luego ninguno de mis compañeros tenía la menor idea de que aquella mujer fuese mi progenitora.

***
—Joder… —digo alguien cuando aquella mujer de cabello abundante y negro que caminaba con afectada cadencia sobre las baldosas del pasillo comenzó a solidificar su figura—, pero qué perra se ve…

Cuando uno recuerda a su madre al cerrar los ojos lo hace inocentemente pesando en ella de forma muy universal, donde siempre destaca su dulzura, su armonía, su aspecto maternal, su voz tersa, su sencillez y hasta su espíritu como ama de casa que te cuida y que te ama.

Digo lo anterior para que se entienda de mejor manera el impacto que tuve al mirar a mi madre vestida con una minifalda negra de cuero que se untaba a sus gordas caderas y a su obeso culo como un guante.

Sus muslos, piernas y pantorrillas estaban seductoramente enfundados con un par de medias de red atribuibles a las prostitutas profesionales, que la hacían lucir vulgar y sexosa, toda vez que se acentuaba su femineidad. Sus torneadas piernas y sus escandalosas caderas se veían mucho más vistosas y sexys debido a la altura de sus tacones de plataforma negros con los que avanzaba lentamente.

La blusa de poliéster con estampado de rayas de cebra habría sido perfectamente decente, (pues le cubría hasta los hombros y tenía manga larga), de no ser porque a la altura del escote había una pronunciada franca horizontal de transparencias desde donde destacaban sus insinuantes y redondas mamas que se veían inmensas y con un apretado canalillo.

Como es natural, toda la manada de cabrones comenzó a lanzar piropos, risas, gestos vulgares, miradas lujuriosas, y mi madre empezó a palidecer al nunca haber estado tan expuesta a acosos tan sórdidos como este. Por mi parte yo apenas pude moverme un milímetro sin saber cómo actuar. Y aún así, pese a toda la incomodidad, ella continuó andando, erguida, pasando elegantemente por entre el pasillo que se me hizo más largo de lo que en realidad era.

Di un paso hacia al frente y ella finalmente me miró. Sus ojos orientales se tornaron brillantes, y desde la distancia parecía aliviada de verme, a la vez que luchaba por actuar con naturalidad, aun si ella era incapaz de saber cómo mierdas actúa una madre que finge ser una prostituta que va a visitar a su hijo.

—Menudo culazo tienes, zorra —oí decir a Francisco Magallanes—, con semejantes nalgotas sí dejo que te sientes en mi cara y me asfixies.

—Joder con las ubres que le cuelgan a la cebrita esta —cantaleó Rodrigo Franco—, con todo y que me mide más de 20cm mi tranca, con semejantes melones apenas saldrá el glande por arriba de sus ubres si me hace una rusa.

—Es asiática, la zorra, con lo que me gustan estas perras —murmuró Ismael Hernández—. La veo y quiero hacerle todo lo que pasaría en el hentai más guarro que hubiera visto.

Di otro paso hacia adelante soportando con rabia cada comentario mientras respiraba a profundidad, con la necesidad de rescatar a mi madre de toda esa bola de cabrones irrespetuosos. Pero mi problema era que cualquier intento por defenderla se tornaría sumamente raro, y lo peor es que si descubrían nuestra trampa, no sólo se frustrarían mis sueños profesionales (que a estas alturas ya era lo de menos) sino que mi progenitora quedaría ante todos como una vil puta. Sería humillante y hasta turbio que mis colegas pudieran pensar de verdad que yo podría ser capaz de follármela.

Y mientras pensaba en eso ocurrió un vil atropello. No supe quién fue, pero mientras ella pasaba, visiblemente asustada, oí ese sonido de cuando alguien da un cachetazo en el culo a alguien, y el terrible “Plazzz” se oyó terriblemente brutal, haciendo eco en el pasillo.

Ella respingó, y a mí se me cortó el aire. Cuando Akira saltó por el susto de tremenda nalgada, sus enormes pechos se balancearon en su escote de transparencias agitándose como olas de playa y toda la manada de cabrones esbozaron un prolongado "wooooow" que me dejó perplejo y helado, ante su evidente humillación.

Mi progenitora avanzó más aprisa, con una ligera sonrisa con la que pretendía mostrarse serena, aun si yo sabía, con pena y horror, que ella estaba horrorizada. Y a pesar de ese horror, del miedo, del susto y de la deshonra, mi empalmado falo no hizo sino engordar un poco más. Y a mí no dejaba de impresionarme la forma tan vulgar en que iba vestida, con sus gordas piernas vibrando a cada paso, sus grasosas tetas desparramándose sobre su escote transparente y esos altísimos tacones que indiscutiblemente le estilizaban sus nalgotas paraditas que no dejaban de bambolear a cada paso que daba.

—Vaya putota —dijo Alex finalmente relamiéndose los labios cuando mi madre pasó junto a él—. Pero qué chichotas se carga esta grandísima golfa vestida de cebra.

La mirada de horror y de asombro que tuvo mi progenitora al oír aquello me dejó seco. Tuve que avanzar ahora sí a toda prisa y encontrarla en el camino a fin de rescatarla para que volviera a ella esa seguridad que había perdido.

Es que jamás en toda su vida había recibido un trato semejante. De hecho nadie nunca (ni siquiera mi padre al menos en público) le había dado una nalgada ni mucho menos se habían referido a ella como "golfa". Y entonces por fin estuvimos de frente. Nos miramos de pronto, mi corazón se aceleró muy fuerte y sin saber qué mierda hacer alargué mi brazo para agarrar sus dos manos para retenerlas conmigo e infundirle seguridad.

Y a vista de todos, la incomodidad surgió de nuevo, sobre todo cuando ciertas frases saltaron en el aire y nos hizo sentir vulnerables.

—Métele la lengua, cabrón —dijo alguien.

—A las putas no se les besa —dijo otro—, pero con esa boquita gruesa y de puta que lleva esta cebra cachonda merece que le des unos ricos lametones.

Y ante todo pronóstico, y con tremendo horror, todo el mundo empezó a gritar:

—¡Beso! ¡Beso!

—¡Métele la lengua!

—¡Bésala!

—¡Estrújale el culo!

—¡Anda, cabrón, queremos ver que la beses y le estrujes el culo!

Yo estaba anonadado, con el pecho gélido y mi madre que me observaba con una expresión de pasmo y con los ojos entornados que me hacían plantearme toda esta situación. ¿Cómo había podido hacerla padecer cosa semejante? ¿Cómo se me había ocurrido proponerle este plan tan indecente que la estaba degradando tanto? Ni siquiera nos habíamos dicho “hola” y ya todo el mundo nos exigía besarnos y magrearnos en público, frente a ellos, como si fuésemos monigotes destinados a su entretenimiento.

¿Es que cómo se supone que íbanos a besarnos en la boca, con la lengua incluida? ¿Cómo mierdas iba agarrarle el culo a mi propia… progenitora? ¡Estaban pero si bien pendejos!

Y no obstante, los apremios persistieron:

—¡Beso! ¡Beso!

—¡Apriétale las nalgotas de ramera que tiene

—¡Atáscale la lengua en su boquita mamadora a la cebra golfa!

Y yo sabía que todos nuestros esfuerzos que habíamos hecho al haber armado todo este show en nuestro intento de vernos sin yo ser sancionado se iría a la mierda justo en este preciso momento, entre otras cosas, porque yo respetaba a mi madre como alguien sagrado y por nada del mundo le haría un daño moral tan terrible. Porque sería incapaz de hacerla pasar por este bochorno en público. Porque sería incapaz de hacerla sentir tan incómoda haciendo algo tan degradante, vejatorio y sucio como lo era dejarse besar y magrear por su propio hijo sólo para evitar sospechas ante estos imbéciles.

—¡Métele la lengua!

—¡Bésala!

—¡Estrújale el culo!

Mis ojos clavados en los de mi madre, que ardían de miedo o de no sé qué, ni parpadeaban. Mis manos presionando sus manos, que sudaban de nervios, se tensaron. Y yo sin saber cómo reaccionar ante las presiones y esos gritos que no dejaban de atosigarnos.

—Tranquila —gesticulé mi boca mientras ella parpadeaba.

Me dije que lo único que tenía que hacer era tirar de ella y arrastrarla cuarto adentro para evitar seguir siendo víctimas de tales acosos tan incómodos: pero entonces…, justo cuando pretendía ejecutar mi obra según lo previsto, sin esperarlo y sin verlo venir, ocurrió algo verdaderamente caótico, turbio y sorpresivo que me dejó estupefacto y helado por cuestión de segundos.

Todo el mundo gritó sonoros “wwwoooowww” “Joder” “¡Así se hace!” “Anda calentona la zorra” “Menudo putón…” con el acto que hizo mamá, y yo me quedé petrificado, con la verga tiesa, mientras ella se colgaba repentinamente de mi cuello, con su boca mordiéndome la oreja mientras me susurraba:

—Apriétame las nalgas, Erik, haz como que me besas y terminemos con esto ya…

Tardé apenas cuatro milésimas de segundos para asimilar lo que ella me decía. Todo empeoró en mi cuerpo tenso cuando de pronto sentí sus pesadas mamas duras y gordas hundiéndose en mis pectorales… mientras mi garganta se resecaba y mis pálpitos se hacían más fuertes. ¿Era real lo que mi madre me había dicho o simplemente era un desvarío producido por el calor y el impulso del momento? ¿Era real lo que estaba sintiendo en mi pecho, dos inmensas masas de carne aplastándose contra mí? Porque de lo único que sí estaba seguro y era real era de mi gorda verga empalmándose y palpitando contra el vientre de mi progenitora.

—Pero… —quise disentir, con el corazón desbocado, con esa terrible necesidad de saber a ciencia cierta qué era exactamente lo que eso significaba y cómo es que tendría el valor para hacerlo sin sentirme culpable—… yo…

Apenas pude pronunciar palabra cuando la respiración se me escapó. Todo ocurría con bastante celeridad. De un momento a otro mi progenitora llevó sus manos a mis largos nudillos y los fue moviendo lentamente de manera que mis manos pronto se despegaron de mis costados y se levantaron en el aire para luego ser trasladadas a sus obesos laterales, específicamente a sus piernas, a la altura de sus corpulentos muslos, donde extendí mis dedos automáticamente hasta sentir la asperidad de las rejillas de sus medias negras, en cuyos rombos asimétricos pude encontrar la tibieza de su piel.

—Hhooohh —se me arrancó un gemido desde el alma al mismo tiempo que mi madre arrastraba sus labios gorditos, mullidos, de mi oreja izquierda, donde me había susurrado eso de “Apriétame las nalgas, Erik, haz como que me besas y terminemos con esto ya…” hasta pegarse en mi mandíbula perfilada, donde se fue deslizando despaciosamente hasta llegar a mí mentón.

—N…o —intenté rescatarla del pecado, de sus propios remordimientos, de mis mismos deseos.

—Shhh —fue su contundente respuesta, mientras yo percibía el calor de su aliento muy cerquita de mi boca.

Y yo sentía deshacerme por la incomodidad terrible de lo que ocurría. No podía dar crédito a lo que mi madre estaba haciendo. Todo parecía producto de una terrible pesadilla. Pesadilla para ella, porque para mí todo era verdaderamente increíble y hasta fantasioso, como sacado de mis más oscuras y perversas fantasías.

Pero todo era real. La tibieza de sus labios en mi barbilla, sus manos frías en mi cuello, sus inmensas tetas pegadas en mi pecho, y, sobre todo, mi enorme verga empalmada golpeando su vientre era más que real.

Y entonces mis manos se extendieron en sus muslos gruesos, impulsadas por las suyas que generosamente me indicaban la ruta del destino. Mis dedos respondieron abruptamente al llamado de mis propios instintos, y ahí, delante de todo el mundo, arrastrando mis manos hacia atrás, pude sentir por primera vez en mi vida la gordura de sus nalgas siendo apretujadas por mis dedos mientras éstos se hundían en sus abundantes carnes, toda vez que sus labios tocaban los míos en un tímido beso que no llegó a mayores, pues ninguno de los dos tuvimos el valor de abrir nuestras bocas y sacar nuestras lenguas.

Y mi verga palpitó. Y mi cuerpo sufrió una combustión tan explosiva que creí que de un momento a otro ardería de morbo y excitación.

***

Cuando entramos al cuarto y puse el pestillo a la puerta ni siquiera podía mirar a mi madre.

—Yo… lo si…ento, ma…

—Shhh, no pasa nada, mi amor —oí su voz maternal por primera vez.

Al girarme hacia ella pude percibirla más tranquila, pero mis manos me estaban ardiendo todavía. Mis dedos aún sentían esa exquisita y perversa sensación de dureza y gordura de sus glúteos inmensos que habían intentado absorber mi mano entera. Su aliento todavía estaba impregnado en mi boca y mi corazón continuaba latiendo desbocadamente mientras mi verga palpitaba en mi entrepierna.

Ella estaba en el centro del cuarto observando todo, que no era más que una alcoba de muy poco perímetro, con un bañito al fondo, una pequeña nevera a la derecha, que estaba situada arriba de una mesa pequeña con dos sillas, y una cama individual al lado opuesto.

—Perdona un momento, madre… ahora vuelvo —le dije nervioso, cuando ella, consciente o inconscientemente, me observó de pronto, bajando su mirada hacia mi bragueta y (estoy seguro) advirtiendo con susto mi bulto tremendo.

Y me fui corriendo al baño, donde me encerré un buen rato, mojándome la cara y acomodándome el falo dentro de mi pantalón, cuya dureza no me bajaba del todo, maldiciendo el hecho de que me estuviera ocurriendo esto justo a mí. Eso era lo malo de tener una tranca tan grande y no poder domarla.

—¿Estás bien, hijo? —me gritó mi madre desde afuera.

—¡Shhhh! —la advertí con horror.

Y ella, jadeando, entendió que los muros de panel que dividía un cuarto del otro no eran fiables para guardar los sonidos y tener privacidad.

—Ups… lo siento —se disculpó apenada, y luego preguntó de nuevo—… te preguntaba si estás bien, Erik…

—Sí, Akira —la llamé por su nombre para evitar cualquier contrariedad—, ahora voy, mientras busca un sitio cómodo para que descanses.

Ya un poco más sereno, con mi pene en estado en reposo, suspiré hondo y me encontré con mi madre, que estaba sentada en una de las sillas de mi pequeña mesa.

Ella me sonrió con los ojos encharcados, yo me acerqué junto a ella, me puse de rodillas y la abracé, y ella me abrazó, y a pesar de que una vez más percibía sus senos inmensos aplastándose contra mi pecho, esta vez fue una abrazo normal, sin morbo ni lujuria, sólo en el verdadero reencuentro entre una madre y su hijo.

—Cómo te extrañé, mi vida —me susurró en voz baja, escalofriándome el cuerpo por el color hermoso de su cándida voz.

—Yo también te extrañé un chingo, madre —le dije en su oreja, aferrándome más hacia su cuerpo.

Por instinto pegué mi mejilla barbada con la suya, plana y tersa, y nos frotamos, como un gato hijo hace con su gata madre.

La tibieza de mi mejilla con la suya nos erizó la piel. A ella por el picor de mi barba y a mí por la forma sedosa de su piel. A mí, personalmente, me provocó nuevos escalofríos que se incrementaron mientras ella acariciaba mi ancha espalda con la punta de sus uñas.

Nos separamos un momento cuando ese aliento suyo que todavía tenía impregnado en mi boca continuó acechándome, siendo un recordatorio permanente de que me había dado un beso en la boca, sin ser tan lúbrico pero tampoco tan inocente.

—Mi pequeño con barba —me dijo sonriente, acariciándome la barbilla con la punta de sus uñas—. No puedo creer que ya seas todo un hombre, mi cielo.

—En cambio tú… sigues siendo la misma mujer.

—Más vieja…

—Más hermosa y buena —le dije sin querer.

Me arrepentí de mi comentario cuando vi que ella se ponía colorada y algo abochornada. Luego se serenó. Y yo permanecí de rodillas frente a sí, como cuando era niño, mientras ella me seguía acariciando la cara, jugando con los pelillos de mi barba y de vez en cuando frotándome el pelo de mi cabeza.

—Siento lo que te hice pasar allá… afuera… con esos cabrones —me disculpé, viendo de reojo esos inmensos pechos que resplandecían debajo de su escote con transparencias.

—Todo lo contrario, mi soldadito de plomo, discúlpame a mí por haberte obligado a… manosearme, los glúteos y… por haberte asustado… cuando… te di el besito.

—¿Qué? No, no… madr… Akira (tengo que acostumbrarte a decirte Akira antes de que se me salga un “madre” delante de alguien más). Ah, te decía que no tienes de qué disculparte. Más bien yo siento mucha vergüenza por haberte… hundido los dedos… en tus… nalgas. Espero no haberte lastimado. Y por lo del beso… lo he tomado como lo que es… una muestra de cariño de una madre a su hijo.

—Eso es, mi cielo… tomémoslo como que fue una muestra de cariño. Aunque te confieso que también sentí rarísimo cuando me estrujaste los glúteos pero… al final… como tú dices, todo fue sin malicia, sin ninguna mala intención, sólo por las circunstancias que nos obligaron a obrar de esta manera.

Y si había sido sin malicia y sin ninguna mala intención, ¿por qué mierdas se me había parado la verga? Me obligué a pensar que había sido una reacción natural por el morbo del momento. Después de todo… las vergas no saben de parentescos.

—Pero mira, Erik, eso ya pasó, y todo está bien. No nos convertimos en piedra como esos pasajes bíblicos en donde esas eran las consecuencias de cometer semejantes pecados.

Ambos reímos y mamá me apretó las mejillas maternalmente, acercó su boca hermosa a mi cara y me empezó a besar. ¡Joder! En esa postura sus pechos se aplastaron uno con el otro y se hicieron mucho más enormes. Entre parpadeos vi cómo su falda de cuero se le subía un poco y cómo sus muslos gordos empezaban a ceder frente a las rejillas de sus medias.

—En cuanto a tu atuendo… madre…

Cuando hablé sobre el tema ella volvió a incorporarse, recargándose en la silla.

—¿Crees que vengo muy… vulgar?

Supe que heriría su honra si le decía que sí, de manera que tuve que cambiar mi argumento.

—No… no… iba a decirte que… te miras hermosa… aunque… bueno… seguro tienes frío.

—Ah, no, todo bien. Aunque sí me costó horrores tener que salir de casa así vestida sin generar sospechas. Por fortuna ninguno de los vecinos me vio salir cuando pasó el taxi por mí.

—Eso es bueno. Pero dime… madre, ¿qué es exactamente lo que ha pasado con papá?

Y me contó justo lo que yo había intuido. El viejo había caído rendido por la nueva contadora que contrató para llevar sus libros contables y con el tiempo se decantó por ella abandonando a mi madre. Ella, por su parte, de vez en cuando gimoteó mientras me lo contaba, así que cambiamos de tema y empezamos hablar de mí, de mi carrera, de mis proyectos, y ella también me puso al corriente de las cosas de la familia.

Cuando menos acordé habían pasado casi cincuenta minutos desde que estábamos hablando y yo de rodillas, un poco entumido. Me levanté con dificultad y le dije:

—Joder, madr… Akira, no te he ofrecido nada. ¿Qué quieres? Tengo en la nevera refresco, cervezas, y unas pizzas para calentar en el horno.

—No te preocupes, mi cielo. De momento quiero agua.

—Uta… ¿creerás que es lo único que no previne? Pero aguanta, deja voy a la cocina del cuartel por unas botellas.

—No, no, cielo, no es necesario. Con refresco está bien.

—No, madre, cómo crees. Déjame ir por unas botellas de agua, que yo sé que lo prefieres. Cinco minutos, que no tardo, si gustas recostarte en la cama para que descanses puedes hacerlo.

—Está bien, hijo, voy acostarme un momento, para estirar mis piernas.

—Excelente. Ya vuelvo. No le abras a nadie.

—Con cuidado, mi coronel.

Le di un beso en la frente y salí rumbo a la cocina, de donde agarré dos botellas de agua, unas galletas de nuez y un poco de ketchup para la pizza.

No me tardé nada, así que volví pronto, pero justo cuando estaba retornando a mi cuarto vi que Alex y tres camaradas que estaban con él permanecían afuera de su cuarto, recargados en el muro.

—¿Qué onda, mi buen amigo Erik? —me dijo Alex en tono burlón—. Fíjate que estamos hablando entre compas, diciéndonos sobre lo preocupados que nos tienes. Porque o una de dos, o perdiste tu encanto de macho alfa y ya no se te para, o la zorrita te salió muda.

—¿Qué? ¿De qué carajos me hablas?

—Pues de que ninguno de nosotros ha oído un solo gemido de la puta. Ni siquiera el triste chirrido de los muelles de la cama que indique que te la has follado. ¿Es que la puta no ha querido? ¿O es que se han puesto a rezar?

Alex y compañía se echaron a reír y a mí se me secó la boca de las ganas que tenía de partirles la mandíbula en ese momento. Tuve que forzar una sonrisa antes de continuar, para evitar levantar sospechas.

—Si a alguien no se le para la verga es a ti, mi buen Alex —le dije yo—. ¿O quieres que te recuerde ante tus “compas” las pocas energías con las que follaste a Astrid? Una sola vez la cogiste en toda la noche, y mi pobre ex putilla quedó tan inconforme con tu desempeño que desde entonces no se ha vuelto a parar aquí.

—¡Hooooooooooooooooohhh! —se burlaron de él sus amigos.

—Y con respecto a mi madr… a mi… puta … no te preocupes por ella, que de un momento a otro la vas a escuchar bramar. Mientras tanto, váyanse a la mierda y déjenme en paz.

Los mandé al diablo y entré al cuarto, donde mi madre permanecía recostada con sus ojos cerrados. Cuando oyó que cerré la puerta los abrió y suspiró, mientras yo la contemplaba con la boca abierta.

¡Pffff! Qué vistas tenía yo… Ella estaba recostada en posición decúbito lateral, con sus pechos cayendo uno sobre el otro, desparramándose en el colchón, y con sus potentes y gordas nalgas abombadas tras de sí.

—A… quí… están las botellas de agua —le dije.

En la posición en la que estaba, con su falda de cuero enroscada un poco, pude ver sus brillantes y blancos muslos, así como el borde del encaje donde terminaban sus medias negras (gloriosamente embutidas en sus piernas), y el fino liguero negro que se escondía debajo de su falda.

Tragué saliva y abrí una botella de agua. Nuevamente me estaba comenzando a acalorar.

—Gracias… cielo, dame un poco de agua.

Mi madre se movió en el colchón una vez más hasta quedar centrada en la cama y sus enormes tetas se sacudieron debajo de su blusa de cebra, agobiándome.

—¿Estás bien, Akira?

—De pronto sentí una pesadez en el cuerpo. Debe de ser por el estrés que pasamos… hace rato allá afuera con los muchachos.

—Sí… —dije sin aliento—, debe de ser por eso. Ten, bebe un poco de agua.

Ella se incorporó, se recargó en el respaldo de la cama y bebió.

—Hijo, ¿por qué no me ayudas a quitarme los tacones, por favor?

No sé por qué mierdas su petición produjo que el glande me palpitaba y que una adrenalina en forma de sangre caliente acudiera a mi cabeza:

—Cl…aro… claro… yo te ayudo…

—Gracias, mi cielo. Es que me siento tan desorbitada y fatigada, que no puedo hacer nada por mí misma.

—No te preocupes, yo te ayudo a lo que me pidas.

Recogí la botella de agua, la puse en la mesa y luego me volví nuevamente a la cama, donde me dispuse a observar sus muslos y piernas mientras ella volvía a cerrar los ojos.

—¿Puedes levantar un poco tu pie? —le pedí a mi madre casi en un susurro.

—Por supuesto, querido —dijo ella sin abrir los ojos.

Se le veía agotada y casi vencida por el sueño. Aunque, por su rítmica y acelerada respiración, también era probable que estuviera fingiendo, pero ¿por qué fingiría?

Estando más cerca de mi madre pude percibir el aroma fuerte de su fragancia, exquisita, respirable. Con mucho cuidado levanté la pantorrilla de la sensual madura que tenía delante de mí, y aprovechando que ella tenía los ojos cerrados, levanté más de la cuenta su pierna mientras yo intentaba mirar debajo de su falda… intentando mirar no sé qué…

“Erik… deja de mirar lo que no debes… que es tu madre cabrón” me gritó mi inconsciente, por lo que tuve un severo ataque de pánico y me obligué a seguir con lo mío.

Sentir la tersidad de las medias sobre mis gruesas manos provocó que mi falo se pusiera más gordo y duro. De pronto tuve intensos deseos de subir mis manos hasta sus muslos y caderas para luego lamer cada milímetro de la tela y ascender lentamente hasta esconderme debajo de la falda, al encuentro del aroma a sexo femenino que, de no haber sido ella mi madre, me habría llevado a comerme su jugoso y peludo coño. ¿Lo tendría de verdad peludo? Todas las maduras lo tenían así.

“Que dejes de pensar en ella como mujer, cabrón, que es la madre que te parió”

Volví a respirar hondo y finalmente le quité sus tacones, primero uno y luego el otro, sin prever que mi inconsciente me produciría el deseo de llevarme a la boca esos pequeños pies ocultos por la seda. La polla me estaba palpitando a madres mientras me conformaba con sobar el empeine y la planta de sus pies. ¿Qué mierdas me estaba pasando, joder? ¿De verdad tantos días sin coger me estaban… poniendo ansioso, al grado de morbosear a mi propia voluptuosa madre?

—Hummm —jadeó de pronto ella y mi verga se me puso como ristre.

Volví a suspirar. Ella estaba hermosa, allí acostada sobre una cama donde las únicas mujeres que habían reposado su cuerpo sobre ella habían terminado abiertas de piernas y con el chocho empapado de mecos.

—Ya está… madre, ¿mucho mejor?

—Gracias, Erik, mucho mejor —murmuró ella abriendo finalmente los ojos y con una voz de estar más que complacida.

Entonces… al recordar este gemido que acababa de expresar mientras le sobaba su empeine le dije, sumamente avergonzado

—Oye… madre, ¿te puedo pedir algo?

—Sí, Erik, dime.

—Es que hay una situación y… ufff, no sé cómo pedírtelo.

—¿De qué se trata, hijo? Sólo dime lo que necesitas.

—Es que me da mucha vergüenza.

Ella entornó sus ojos, con curiosidad y me dijo:

—¿Pero por qué? ¿Cómo puedes tener vergüenza con tu madre? Vamos, cariño, no pasa nada.

—Bueno, verás… ¿cómo te lo digo? Bueno, te daré contexto.

—¿Ajá?

—Mis compañeros de al lado… empiezan a hostigarme…

—¿Qué empiezan a hostigarte, dices?

—Es que… ¿cómo te digo? —No me salían las palabras. Hablar de estos temas con mi propia madre me incomodaban soberanamente—. Verás… como podrás intuir… ya soy mayor, y tengo necesidades, entonces… creo que ya supones que no es la primera vez que… recibo visitas en este cuarto.

Mi madre hizo un gesto de malestar que se asemejaron a los celos.

—Sí… me estás diciendo que han venido aquí… mujeres de esas… pero… ¿qué tiene que ver eso con que tus compañeros te hostiguen?

—Pues… verás… resulta que cuando recibía visitas… pues… lógicamente ellas… producían… sonidos de acuerdo al… momento… Es decir… ¡Ay, madre, lo que me cuesta decírtelo! Quiero decir que ellas… pues… ellas gemían.

Mi madre lanzó un jadeo muy fuerte que me dejó pasmado y con la vergüenza pintada en mi cara. Aun así continué.

—En pocas palabras… ellas… las otras… gemían. Quiero decir, cada vez que una chica “de esas” como tú dices, me visitaba, era inevitable… que gimieran, fuerte.

—¿Por qué?

—¿En serio quieres que te lo explique, madre?

Akira volvió a jadear, sus mejillas se le tiñeron y luego dijo:

—¿Eh? Ay, no, no, por Dios, no. No necesito detalles, por favor, que me haces sentir incómoda.

—Lo siento, madre.

—No, hijo, no te disculpes, es solo que… no me hago a la idea de saber que has crecido tanto… que tienes ese tipo de necesidades naturales y que… para satisfacerlas has tenido que recurrir a mujeres “de esas.”

—Sí, ya sé, para mí también es muy difícil… pues… decírtelo. Me resulta incómodo.

Mi madre suspiró. Miró la punta de los dedos de sus pies y luego volvió sus ojos a los míos.

—La culpa la tengo yo, hijo, que no me acostumbro a verte siendo ya un hombre hecho y derecho. Te juro que en tu ausencia, a pesar de los años, cuando pensaba en ti lo hacía viendo a ese pequeño adolescente rubio que un día salió de casa.

—Pues ya ves que he crecido, madre. Ya soy un hombre.

—Lo sé, querido. Aun así… para una madre sus hijos siempre serán sus niños, aunque estén peludos como tú y tengan barba —se echó a reír por primera vez—. Y a pesar de eso te juro que me cuesta horrores aceptarlo, que ya no eres más mi niño, sino mi gran hombrezote que ha cambiado físicamente.

—¿Tan feo te parezco, madre? —fingí indignación, volviendo acariciar los empeines de sus pies, mientras ella sonreía… erótica.

—No, mi soldadito de plomo —respondió ruborizándose—. Todo lo contrario. Eres muy apuesto. De hecho te confieso que te pareces bastante a tu padre cuando él tenía tu edad. Hasta… tu aroma… es diferente… tanto que hace rato… en lugar de abrazar a mi hijo creí que lo estaba abrazando a él y por eso… usé mis uñas para acariciarte la espalda, y fue… algo que no debí de hacer.

—¿Acariciarme la espalda con las uñas, madre? No digas eso, sentí muy rico, a mí me gustó.

—Lo sé, vi cómo te escalofriabas, sin embargo no estuvo bien, esa es una actitud muy vergonzosa, porque una madre nunca debe de ver a sus hijos como hombres, ni mucho menos acariciarlos de esa manera.

—Soy tu hijo, mamá, no tendrías por qué. Las madres acarician a sus hijos.

—No como yo lo hice contigo.

—¿Cómo?

—No me hagas hablar, cielo, por favor.

—Está bien, está bien… no te pondré en este predicamento. Más bien quiero continuar con lo que te estaba diciendo.

—Sí, eso… lo que me estabas diciendo. Aunque no entiendo qué tienen que ver los gemidos de tus… antiguas visitas conmigo.

—Pues… —y ahí, con toda la vergüenza del mundo, se lo tuve que soltar—… mis compañeros me han increpado sobre que tú no has gemido. Y necesito que gimas.

—¿Cómo dices?

Los ojos de mi madre se abrieron como plato, y eso que sus rasgos orientales se lo impedían por completo. Ella palideció, jadeó un poco e irguió su espalda en el respaldo. Incluso recogió sus pies, de manera que ya no pude acariciar sus empeines.

—… simulando… gemidos, desde luego —le aclaré—, sólo… para dejarlos tranquilos… por un rato.

—Hijo, por Dios… ¿cómo se te ocurre que yo… me voy a poner a gemir de esta manera delante de ti? ¡Pfff, me moriría de la vergüenza! ¿Qué vas a pensar de mí?

—Pero sólo… es simulación, madre… sólo… actuación, para dejarlos tranquilo… algo leve y ya…

—Es que yo… no podría… y aunque pudiera… la verdad es que no me sale… lo de gemir sin ningún tipo de estimulación.

Estuvimos en silencio varios segundos hasta que me animé a continuar:

—Por favor, Akira… de verdad necesito que gimas. Sé que es un poco complicado para ti, te juro que lo entiendo, pero es muy necesario.

—¡Independientemente de si me animo o no a gemir delante de ti, hijo… te juro que no puedo… no saldrían mis gemidos de manera natural!

—Pues… entonces hay que encontrar la manera.

—¿La manera de qué?

Lo que en realidad hubiera querido preguntarle es “¿qué es lo que más te pone cachonda y te hace gemir?” Pero por pena y un poco de corte sólo atiné a decirle:

—Ammm, no sé… madre, ¿por qué no me dices qué tipo de estímulo necesitas para gemir?

—¿Perdona? —Mamá resopló muy fuerte ante mi pregunta. Giró el rostro y dejó de mirarme, apenada—. ¿Cómo me preguntas eso, Erik? Por Dios, es algo tan íntimo.

Literalmente nos habíamos besado delante de mis compañeros del cuartel mientras yo le sobaba las nalgas, y a mi madre le causaba más incomodidad que le preguntara sobre sus umbrales del placer.

—Lo siento, madre, sé que te causa mucha vergüenza mi pregunta, te juro que a mí también, pero de verdad es imperativo saber lo que te produce… satisfacción… cuando recibes ciertas estimulaciones que te produzcan gemir.

—¡Pero hijo!

—Sólo quiero ayudarte, mamá, tenemos que hacerlo para salir bien librados de esto. Además no todos los gemidos tienen que tener una connotación sexual, ¿lo sabes? Por ejemplo, cuando comes algo o bebes algo que te causa una deliciosa impresión en el paladar uno suele decir “Hummmm “qué ricoooo”, ¿lo sabes?

—Bueno sí…

—De hecho hace un momento gemiste mientras… yo te masajeaba tus hermosos pies…

—Sí… yo sé, hijo, pero…

—Entonces sólo intenta decirme qué clase de… estímulos podrían provocarte decir esta clase de palabras… gemidos o simples “Ufff… qué rico” mientras pronuncias mi nombre.

Mi madre parecía atacada por lo que yo le decía. De hecho palideció un más de la blancura de su piel, por lo que tuve que dejarla tranquila por unos minutos. Ella permaneció en silencio un buen rato, y cuando creí que ya todo estaba perdido y que ella no accedería, me dijo:

—¿Sabes qué, Erik? Ahora que lo pienso fríamente, los masajes en el cuello, en los hombros… incluso en toda la parte alta de la clavícula y espalda siempre me han… provocado… esos estímulos que dices buscar en mí.

—Ohhh, genial, madre… es decir, Akira. De hecho… por aquí tengo unos aceites relajantes que tú misma me enviaste la última vez y que me han ayudado a destensar los músculos. Ya ves que a veces por mis entrenamientos he quedado bastante jodido.

—Oh, sí, Erik, los recuerdo bien, pues yo misma te los preparé. Al untarse con la piel, sus propiedades calientan los músculos y se relajan… y creí que allí es donde podría gemir… pero ¿dónde tienes esos aceites?

—Acá, en el botiquín, espera, voy por ellos.

—Aguarda un momento, hijo, porque… antes tienes que saber que hay un problema…

—¿Un problema, madre? ¿Qué problema?

Mi madre respiró profundamente, mirándome a los ojos, hasta que finalmente se atrevió a decirme:

—El problema es que… para que esos aceites y esos masajes funcionen… en mi cuerpo… tengo que… estar desnuda…

Mi corazón se hinchó de golpe, mi verga palpitó en mi entrepierna y los latidos de mi pecho empezaron a retumbar en todo mi cuerpo.

—Entonces… hagámoslo… desnúdate.

Mi madre clavó sus ojos ardientes en los míos… y de pronto… vi una chispa muy oscura y seductora en su mirada que jamás le había conocido.

Y me dijo:

—Entonces desnúdame tú…