May 28

Corrompiendo a mamá 2

Las bragas de mamá

Me he jalado el pene siete veces durante la madrugada, en duerme vela, y en todas ellas los chorros de semen han salido en abundancia mientras imagino a mi madre a gatas, en medio de mis piernas, su boquita rosada pegada a mi glande, sus uñas puntiagudas cepillando los vellos de mis testículos, y su mano libre masajeando el tronco de mi falo.

Cuando cierro los ojos incluso puedo mirar sus gestos prosaicos, de viciosa. De una madre cachonda que da una felación a su retoño. La punta de su lengua lustrando mi longitud de abajo hacia arriba y de arriba hacia abajo. Sobre todo puedo ver sus globos de carne flotando y bamboleándose bajo su pecho, los pezones rozando la cama. Ella gloriosa, sensual y majestuosa, con su cara encerada con mi semen después de eyacular sobre ella.

Y la fantasía termina, para luego montar otras nuevas. Y en todas ellas, mamá es la protagonista de mis lujurias y perversiones. De mi mente cochambrosa que no para de idear situaciones morbosas.

De miembro tengo un tamaño normal, quizá promedio. Por lo menos cuando tuve sexo con mis novias ninguna se quejó de mi desempeño porque todas parecían tan inexpertas como yo. Pero no es lo mismo coger con una chiquilla que con una mujer con experiencia, y por eso nunca he cometido la osadía de insinuarme a ninguna de ellas. Mamá, en cambio, no se parece en nada a esas niñas bobas que se asustan de todo y con las que he estado.

A juzgar por lo que vi en la ducha, a mamá ahora la tengo por una mujer reprimida pero que en el fondo es muy caliente y que sabe sobre lo que es disfrutar de su sexualidad.

“Cómo me tienes, mamá… cómo me la has puesto.”

Ni siquiera he podido dormir bien.

No sé qué hacer con las impurezas de mi mente. Esto no está bien. Esto no es normal. No puedo estar masajeando mi pene mientras pienso en mi madre de una forma tan obscena. Tan grotesca y enferma. Me da vergüenza pensar lo que pienso, pero es inevitable controlarlo. Esto me supera. Está fuera de mí.

Cada vez que pienso en esto mi presión arterial hace que me maree. Que mi corazón bombee muy fuerte y que sienta taquicardias.

“Es tu madre, Tito, es tu madre, tienes que tranquilizarte.”

Pero es cerrar los ojos y volverla a oír gimiendo como las actrices porno de las películas que a veces veo.

***
Son las cuatro de la mañana. He escuchado unos quejidos en el cuarto de mamá. Sí. Estoy enfermo. Quiero escucharlos follar, a papá y a ella. Quiero saber cómo son sus gemidos cuando la tiene ensartada. Sus gritos cuando su conchita se come una polla de carne. Cuando un hombre la embiste con ímpetu. Cuando se corre encima de un falo de verdad.

Pero no follan. El quejido ha tenido que ser por otra cosa. Mi teoría es cierta. Papá no la toca, ¿por qué no la toca?, ¿desde cuándo no hacen el amor?

Si ella no fuera mi madre. Si yo fuera papá. ¡Dios mío! No dormiríamos en toda la noche de estar cogiendo. Ella lo merece, está buenísima. Es hermosa. Tiene necesidades. Necesita un hombre. Por desgracia, ese hombre no puedo ser yo, porque soy su hijo.

Aun así continúo pensando en mamá de forma irreverente. Las obscenidades no quieren salir de mi mente. La imagino en una cama a cuatro patas. Sus grandes nalgas en dirección de mi cara. Ella separándoselas para que yo pueda ver sus agujeros. Y delante, sus senos colgando, y yo detrás, con mi miembro erecto apuntando hacia su rajita. ¿Estará muy velluda de la vulva? ¿Se lo recortará? A como es papá me parece imposible que mi madre se atreva a depilarse.

***
Ha pasado más de una semana desde el último episodio inolvidable en donde encontré a mamá auto complaciéndose en la tina de baño con el mango de un utensilio de cocina. Y yo, como un vil degenerado, me he seguido masturbando en su honor y mis deseos insaciables por volverla a espiar otra vez se han multiplicado.

No soy el mismo desde ese día. Ya no la puedo ver igual. No es como si le haya perdido el respeto ni mucho menos, pero siento que la burbuja que la protegía y que me la mostraba como un ser superior, celestial, impenetrable, protector y maternal ahora se ha reventado, y en lugar de ver a la mujer que me dio la vida y que me ha criado y que recuerdo con ternura desde que tengo uso de razón, ahora veo a la mujer que es capaz de fornicar como una viciosa con cualquier hombre, incluso conmigo, que soy su hijo.

En mis fantasías veo a una mujer que es capaz de chuparme el pene hasta atragantarse con mis testículos si se le da la gana y beberse mis corridas cuando tenga sed. Una mujer cachonda que es capaz de besarme y recorrer mi boca con su lengua.

Y eso es lo malo, que no quiero sentir nada de esto. No es normal. No sabría cómo controlarme si algo se me sale de las manos.

Para mí es como si estuviera dejando de ser mi madre para convertirse en una mujer hermosa, apetecible: simplemente en la esposa de mi padre.

Es como si quisiera que no me llamara nada, pero luego lo pienso y el morbo que siento al saber que soy su hijo y ella mi mamá me supera. Tengo una mente enferma, lo sé, pero no es mi culpa. Yo no lo puedo controlar.

Incluso ella misma me nota diferente, lo sé porque me lo ha dicho. Me nota diferente aun si nunca hizo referencia a mi erección cuando nos abrazamos y sintió mi duro bulto refregándose en su entrepierna.

Gracias a Dios al día siguiente todo siguió normal y no hizo referencia a esa escena tan bochornosa. Lo malo es que nunca entendí eso de “Tranquilo… mi bebé, esto suele pasar.”

¿Qué es lo que “suele pasar”? ¿Que su hijo de dieciocho años se haya puesto caliente por verla vestida de esa manera tan sensual? O que a mi edad sea normal que me ponga duro por cualquier cosa.

No entiendo.

Encima me estoy volviendo loco por verla otra vez igual que ese día. De sentir esa sensación transgresora de estar espiando a mi propia madre. Me hace ilusión poder verla desnuda de nuevo. Deleitarme en vivo con su majestuosa figura. Recorrer con mis atentas pupilas su voluptuosidad. Admirar sus carnes brillantes, blancas, y sus órganos femeninos a la vista de mis ojos.

Quiero sentir la adrenalina de mirarla por la rendija de la puerta del baño aun sabiendo que podría ser descubierto por ella. Esa adrenalina que sólo es bien vista por los pecadores.

Quiero verla en pelotas, estirándose los pezones, mordiéndose los labios, sacando la lengua para saborear un falo invisible. Quiero verla tocándose otra vez. Acariciando su entrepierna. Abriéndose los pliegues húmedos de la vagina. Contemplar cómo su orificio se abre y babea.

“Joder” lo que estoy pensando.

De no ser por los minivideos y las fotografías que guardo celosamente en mi móvil y que tomé esa noche, creería que todo fue un sueño. O una pesadilla donde la actriz porno es mi progenitora.

Juro que me lo he pensado mucho antes de volver a caer en tentación, pero no me importa arriesgarme otra vez. Incluso ya hasta he estudiado sus rutinas para saber los días en que se baña a la hora en que la encontré la última vez.

Al parecer siempre se ducha a las once de la noche, cuando ya estamos todos en casa, poco antes de meterse a la cama con papá, excepto los martes y los jueves, que se mete a la tina como a eso de las 7:45 de la tarde, que es cuando suele llegar sudada del zumba.

Tiene sentido. Ella es muy limpia y no tolera sentirse sudorosa. También tiene sentido que esos dos días sea cuando se anime a masturbarse, aprovechando que no hay nadie en casa.

Y esta noche del jueves quiero hacerlo otra vez. Me he propuesto hacer como que voy a las clases de guitarra con mi tío Fred y devolverme a la misma hora del otro día. Con suerte lo consigo, y la veo desnuda, y… ¡Mierda!

—Sugey —le dice mi padre a mamá a la hora de la comida. Está embarrado de cemento en los pantalones y huele muy fuerte a sudor. Mamá, que es muy comprensiva, no dice nada. Está impuesta a verlo y olerlo así. A mí me da asco—. El sábado prepara mi uniforme de Los Astilleros, porque a las cinco tenemos partido amistoso con los Campestres en la liga de los veteranos, en el estadio Olímpico de Saltillo, por si quieres venir.

El equipo de futbol de los Astilleros representa a nuestro vecindario, y los Campestres son los enemigos naturales de los Astilleros, de un barrio más céntrico de la ciudad. Papá es amante del futbol, fiel seguidor de Maradona, el Puma Borja y de todos los de su generación. Americanista de corazón y con un par de trofeos en el estante de la sala que ganó cuando era joven.

Actualmente cada vez que puede juega con su equipo, que veinte años atrás la reventó duro, aun si en la actualidad, al menos la liga de veteranos, lo único que suelen ganar son reumas en las piernas.

—Me alegra que retomen el equipo y hagas deporte —se alegra mamá que está sirviendo la comida.

Otra vez esas mallas. Aunque parecen las mismas no lo son. Estas también son blancas, le marcan su culo, sus piernas bonitas, incluso la raya que parte sus nalgas, pero tienen textura.

—Buena falta que te hace, Lorenzo, que ya las cervezas te han hecho una buena barriga.

Papá tiene mi estatura, pero está gordo a diferencia de mi delgadez, y su cara de pocos amigos me hacen preguntar qué mierdas le vio mamá cuando lo conoció, siendo ella más de 10 años menor que él y con esa cara tan bonita y esos ojazos azul bosque.

—Ya vas a empezar, Sugey. Esta panza es de felicidad —ríe mi padre mordiendo trozos de carne de pollo al mango.

—Es que en la calle comes cualquier cosa —lo afrenta mi madre, que se sienta en la pequeña mesa y comienza a partir su carne con elegancia. Miro sus labios, gruesos, rosados, y los imagino chupando mi pene—. Antes me extraña que hoy te hayas dignado a venir a comer, Lorenzo, que luego como está tan barata la carne, compro de mas y sólo comemos tus hijos y yo, y luego tú que no quieres comerte tu porción después porque no te gustan los guisos fuera del día.

Lucy ríe como una tonta. Mi hermana es una niña muy bonita. Heredó la belleza de mi madre e incluso hasta el color de su voz. Sólo espero que cuando sea mayor también herede sus tetas y su culo, que de momento es muy menuda, aunque parece muñequita de estantería, con sus mejillas rojas, sus ojitos azules y su boquita mullida. El color de su pelo es más dorado que el de mamá, lo que la hace mirarse muy tierna. Si tan solo fuera menos odiosa, Luciana, o Lucy, como le decimos todos, sería perfecta.

—Bueno, mujer, tú luego luego a echarme bronca. Vine hoy porque me tocó hacer un pedido en la Ferretería de don Paco y me quedó la casa de pasada.

—No es bronca, sólo digo lo que es. En delante quiero que me avises cuando vayas a venir a comer, sino para no esmerarme en hacer tus platillos favoritos y así compro menos carne.

—Sí, sí, mi querida Sugey, sí —Papá le da el avionazo—. Por lo pronto alístame mi uniforme para el sábado y prepárate por si quieres venir.

Mamá medio sonríe. Me gusta cuando sonríe. Su hermosa carita se le ilumina. El azul de su iris brilla más y las mejillas se le ponen coloradas. Mi madre es demasiado hermosa para pensarla simplemente como mi madre.

—No puedo, cariño —se excusa mamá—. El sábado voy a entregar 150 pastelitos de chocolate y unos postres con relleno de nutella para una fiesta infantil.

—A mí no me hagas responsable si matas a alguien por tanta glucosa, ¿eh, Sugey? —le dice mi padre en tono de burla, mientras sigue comiendo como marrano.

—Cállate, gruñón, que encima ahora te preocupa el azúcar de mis postres cuando tú te la pasas comiendo porquerías en la calle. Pues tienes que saber que todas mis recetas son sanas, y libres de gluten.

—Bla, bla, bla —se queja papá.

Mamá me mira y los dos nos reímos. Me encanta nuestra complicidad.

—Regaña a tu hija, Lorenzo —le dice mi madre minutos después, que está justo de frente a mí, con su blusita blanca desde donde se marca su brasier—, que ha estado haciendo la dieta Keto y esta mañana por poco se desmaya.

—¿Qué dieta es esa?

—Es una dieta cetogénica basada en consumir lo mínimo de carbohidratos.

—¿Y eso es malo?

—¡Por supuesto que es malo, Lorenzo! Luciana no tiene edad para esas cosas. Está en pleno desarrollo. Su cuerpo se sigue formando. Está más flaca que un palo de escoba, pero seguro algún noviecillo le dijo que se veía gorda y ya hasta anoréxica se nos va volver.

Lucy le lanza un gesto de desprecio a mamá y yo le doy un codazo, aprovechando que la tengo a mi derecha.

—¿Cómo que noviecillo? —se escandaliza papá, que está a mi izquierda, embarrado de pulpa de mano en la boca—, ¿con permiso de quién, Lucy?

—¡Sugey miente! —responde mi hermana, sacándole la lengua a mamá, quien sonríe y menea la cabeza.

—¿Cómo que noviecillo, Lucy? —vuelve a repetir papá, incrédulo de que su niña consentida ande de calenturienta.

Mamá da un golpe en la mesa para atraer la atención de todos, y dice:

—¡Estamos hablando de su mala alimentación, Lorenzo, no de noviecillos!

—Ni caso le hagas, papi —responde mi rebelde hermanita que ya tiene sus dieciséis primaveras—, que Sugey también lo ha hecho antes.

—¿Ha hecho qué cosa? —pregunta papá más pasmado que antes—, ¿tener noviecillos?

Mamá tuerce los ojos.

—¡Lo de la dieta keto, papá! Sugey la ha hecho antes, yo la he visto.

—¡Me están volviendo loco las dos!

—Mejor nos callamos todos y nos ponemos a comer —sentencia mamá—. Yo me encargaré de que esta loquita termine con la tontería esa de que está gorda y del “noviecillo” lo hablamos después. Y tú, Lucy, no me llames Sugey que todavía soy tu madre.

—¡Ash! —se queja mi hermana.

—Y sin rechistar —la conmina mamá—. Comamos tranquilos todos, que al pobre de mi niño guapote no lo dejamos comer en paz.

Mamá se levanta, se pone detrás de mí, pone las tetas casi en mi cara y se agacha para darme un beso.

Menos mal estoy sentado y nadie ha advertido el bulto que me ha crecido en mi pantalón.

Mi padre ve los cariños que mamá me hace y bufa.

—¿Entonces me preparas el uniforme de los Astilleros, Sugey? —le pregunta cuando mamá vuelve a su sitio.

Le sonrío de lejos y le mando un beso. Ella me lo devuelve como si fuese una novia que quiere complacer a su novio. O tal vez solo se comporta como una madre que quiere a su hijo y yo ando viendo cosas que no son.

—Sí, hombre, sí. Lo que no voy a poder es acompañarte. Te digo que tengo mucho qué hacer el sábado.

—Yo te ayudo a decorar los pastelitos, má —le ofrezco mi ayuda a mi sensual progenitora, hablando por primera vez.

Papá refunfuña, da un golpazo en la mesa y me mira furioso.

—Tú en lugar de que me acompañes al partido, Tito, prefieres quedarte decorando pastelitos con mamá. Eso no es de hombres, cabrón, a ver si de pronto te me vas a volver maricón.

—Lorenzo, por Dios, deja al niño en paz —le reprocha mamá, furiosa. Lucy se burla de mí—. Al menos alguien se preocupa por ayudarme en esta casa.

—Tito es hombre, Sugey, no debe de estar metido en la cocina haciendo pastelitos. Ya de por sí me he llevado la decepción de que a mi único hijo varón no le guste el fútbol. Y ahora tengo que cargar con la cruz de que prefiera decorar “pastelitos” con su madre en lugar de acompañar a su padre a verlo jugar en un deporte de hombres.

Bufo. Cada vez que se pone en ese plan me fastidia. Tomo la palabra y digo:

—Prefiero quedarme ayudar a mamá, ya que Lucy los sábados se larga con sus amiguitas en lugar de colaborarle.

—A mí no me metas en tus asuntos, amargado —me refunfuña mi hermana, lanzándome llamas desde sus ojos azules—. Si quieres ayudarle a Sugey con los pastelitos allá tú, yo prefiero irme con mis amigas a un café.

—Como quieras mi amor —le dice papá a su “niña”.

—¿Por qué a ella no la obligas a que te acompañe a ver el futbol y conmigo te pones tan intenso, papá? —me quejo ante las injusticias de su quehacer como padre.

—Porque ella es mujercita, y es normal que prefiera salir con sus amigas a tomar el té que venir conmigo. En cambio, se supone que tú eres el hombre y deberían gustarte las cosas más… varoniles, no eso de “decorar pastelitos” con mamá.

—Ningún “se supone” —me defiendo—, soy hombre, un hombre que le gusta poder ayudar a mamá, aun si eso implica “decorar pastelitos.”

Dicho esto me levanto y me marcho de la mesa. Cuando papá se pone así en plan “vamos a humillar a Tito” no hay quien lo aguante.

—Ven acá, pinche muchacho… —me grita.

—Lo dejas en paz, Lorenzo —me defiende mamá—. Ya estarás contento. Comienzas a decirle de cosas al niño y no lo dejas comer en paz.

—Ningún niño, que ese cabrón huevudo ya es todo un hombrecito. Pero síguelo teniendo entre tus faldas y al rato en lugar de ayudarme a mí en la construcción, terminará poniéndose tus bragas.

***
Lo hice, caray, y de nuevo siento fuego en el cuerpo.

Hice como que me salía y como que iba a las clases de guitarra con el tío Fred. Me hice idiota quince o veinte minutos y luego volví a casa con el corazón martillándome duro.

Entré sigiloso, mucho más sigiloso que la primera vez cuando incluso azoté la puerta al cerrarla. Es curioso que ahora estuviera tan nervioso y mis movimientos fueran tan cautos, siendo que la primera ocasión, ni con todo mi escándalo, mi madre advirtió mi presencia.

¿O sí?

Claro que no. Me lo habría reclamado.

Con tanto silencio oí la regadera desde el vestíbulo. Se estaba bañando, y tan solo saberlo mi polla se me endureció. Ascendí escalón por escalón hasta llegar al pasillo que, gracias a Dios, estaba semioscuro, cosa que tomé como una señal a mi favor al considerar que no me vería desde adentro.

El punto extra de mi buena fortuna lo encontré cuando escuché música procedente en el baño con un volumen moderado en el interior. Esta vez podría camuflar mis sonidos, en caso de cualquier cosa. La otra vez no había música, pero me convenía que esta vez sí hubiera.

El sudor de mi frente hizo de las suyas durante el tiempo que mi mano empuñó la perilla de la puerta y tardé en decidir girarla. Estaba nerviosísimo. Si las gotas de la regadera se escuchaban caer sobre el piso es porque ahora no estaba dentro de la tina. Lo deduje y el corazón se me aceleró.

Cuando di la vuelta completa a la perilla mi mano me temblaba. Apenas fue necesario entreabrir un poco para encontrarme con un espectáculo para mis ojos.

No teníamos mampara que dividiera el área de la ducha con el inodoro, sino una cortina de plástico que, estoy seguro, nadie corría para ducharse porque teníamos la costumbre de que cuando alguien se duchaba en el baño de arriba, pues íbamos al de abajo para hacer nuestras necesidades.

Nunca nos permitíamos estar dos personas en el baño al mismo tiempo. Entre otros motivos porque era muy incómodo.

Por eso la pude ver completa, desnuda de pies a cabeza, como un espejismo maravilloso a través del vapor que desprendía el agua caliente que caía sobre el hermoso cuerpo de mamá.

Ella miraba hacia la pequeña ventana vertical que estaba en la parte superior de la ducha, que proveía de luz natural durante el día, y por eso estaba de espaldas, con el culo apuntando a mí.

En esa posición tan espectacular para mis ojos, las redondas nalgas de mi madre se me ofrecieron como un coctel a un mendigo muerto hambre. Su voluptuosidad me dejó aterido y perplejo. La polla se me hinchó dentro de mis pantalones y se puso tan tiesa que me provocó dolor.

Eran más grandes, abundantes y firmes de lo que creía, y para su edad estaba más que perfecta. Apenas pude contener un gemido cuando vi la maravillosa escena de los chorros de agua que salían de la regadera escurriéndose entre sus curvaturas, poniéndome como moto.

No puedo explicar la candente sensación de mi corazón retumbando dentro de mi pecho mientras veía ese gran espectáculo. Ella se movía mientras se enjabonaba, y su enorme cola vibraba por lo alto. El agua mojándola toda, la abundante espuma juntándose entre sus pies. Mi miembro comenzó a trepidar.

Su pelo se pegaba en la espalda, y apenas se puso de perfil, quedando de forma lateral, medio de frente, aparecieron delante de mí sus turgentes senos. Como la última vez, esos gordos pechos parecían flotar en el aire. Los pezones de pronto estaban cubiertos por espuma, pero luego quedaron desnudos cuando el agua los descubrió.

No pude creer lo bonitos y grandes que eran.

A mi edad apenas he estado con tres chicas en la intimidad, pues soy un poco tímido, dos de mi camada y la tercera me ganaba por cinco años: pero ninguna tenía las proporciones de mi madre. ¡Qué tetas! ¡Qué culo! ¡Qué piernas tan duras y tan firmes para soportar semejante cuerpo!

Mamá tiene 43 años, una milf hecha y derecha, y aun así las curvas de su cuerpo, cuyo mérito se lo debe a la zumba, son mucho más definidas que las de una chica de mi edad. Es que no hay quien le llegue ni quien se le parezca. Será que me falta mundo, pero yo no he visto nunca, en persona, unas tetas y un culo como ese.

Encima la música de una tal Edith Márquez hacía juego con la escena que yo miraba:

“Acaríciame. Con manos locas enloquéceme… Con uñas y sonrisas ámame”

El agua cayendo sobre su cuerpo desnudo y sus gordas nalgas rebotando en cada uno de sus movimientos cuando se enjabonaba.

“Acaríciame. Y ahógame en tus brazos. Cuídame. Y mátame despacio…”

Metió sus deditos en su entrepierna, y comenzó a gemir.

“Acaríciame. Tan suave como el aire amor. Tan fuerte como el huracán”

Tembló de gozo, de estupor, de ardentía.

“Domíname como un amante. Despacio, constante.

La forma en que se estiró los pezones después, en que sus dedos se escondieron en su entrepierna, y los gemidos que la canción pretendía ocultar, me volvieron loco.

Escuché la letra de nuevo y me dije que no era normal que se acariciara así misma oyendo eso. Era como si estuviera ilusionada, ¿enamorada? ¿Mamá tenía un amante? ¿Pero en dónde?

Como la última vez, hice algunas grabaciones de fotos y videos, y ahora me aseguré de que los videos durasen más.

Cuando ella lanzó un prolongado gemido que me recordó a las putas de los videos porno, terminé con mi pene nadando en mi propio semen.

Perturbado, mareado y caliente escapé de casa y me puse a dar vueltas por la manzana como la última vez.

***

Ahora casi es la medianoche. Todos deben de estar dormidos. Mi calentura es tan abrasadora que he tenido que meterme a la ducha.

Aun cuando mi intención es relajarme, creo que me altero más. Las braguitas negras de mamá están allí, colgadas en las llaves que nivelan el agua de la regadera.

Me estremezco y me agito. No recuerdo nunca que las hubiese dejado colgadas. ¿Es porque sabía que yo me metería a duchar? ¿Las había dejado para mí?

Imposible. Mi locura me estaba llevando a deducir estupideces. Pero ya no importa. Lo que importa es lo que veo. Son negras, con encajes, minúsculas, e imaginar esa diminuta prenda colocada en su gordo culo me pone mal.

Pongo las bragas en mi nariz y me doy cuenta que huele a su sexo; huele a su humedad. Tiene un pegoste que lamparea su centro. Ella se ha estado mojando durante el día pensando en no sé qué o no sé quién, y me pregunto de nuevo si tiene un amante.

¡No puede ser verdad!

¿Por qué otro motivo se podría mojar una mujer de 43 años, cuando tiene una actividad sexual nula con su marido? ¿Qué cosa lleva a una mujer madura tocarse en la ducha cuando piensa que no hay nadie en casa? Yo no sé. No quiero pensar que otro hombre se la esté beneficiando. No sé yo si lo soportaría.

¿Pero entonces?

De momento no me importa. Sólo me importan sus braguitas, pequeñas para el tamaño de su culo. Y paso mi lengua en el centro de la tela, donde antes estuvo restregada a su vagina mojada. Lamo la mancha y siento el sabor a hembra. A madre cachonda. A madre con incontinencia sexual.

Luego las pongo en mi nariz y la aspiro.

“Así que así huele una madre”

Que delicia, joder… ¡que puta delicia es tragarme ese aroma a mujer cachonda!

Y oliéndolas me saco el miembro y me lo jalo. Aprieto fuerte el tallo con mis dedos. Estoy muy duro. Muy cachondo. Y duro como una piedra.

Pensando en que ese aroma que desprenden sus braguitas negras es lo que sería tener mi nariz y mi boca en su jugosa vagina me corro, y lo hago justo a tiempo a que mi corrida se contenga entre los encajes de la ropa interior de mamá.

Termino agitado, casi mareado. No puede ser posible tanta obscenidad de mi parte. Tanta locura. Mi mente tan enferma.

Pero todo está hecho. He visto a mi madre en cueros, con sus pechos y culo al aire. Y ahora me he vuelto a masturbar, y me he corrido sobre sus bragas, que quedan manchadas de pegostes blanquecinos.

Espero a relajarme para meterme a bañar. Después haré con las braguitas lo que hice con mi bóxer la última vez, enjuagarlas para que no quede rastro de mi corrida.

Pero entonces respiro, cierro los ojos, y mientras limpio mi polla con las braguitas de mamá. Ocurre lo imprevisto, algo terriblemente escalofriante.

Alguien ha abierto la puerta del baño y yo me he quedado con el alma en un hilo. Miro hacia la entrada y sorprendido y muerto de vergüenza la miro, y ella me mira. Y todo es una puta locura, de la cual no sé cómo saldré.

—¡Dios Santo! —dice mamá, llevándose las manos a la cara.

Y lo que mi madre ve dentro del baño debe ser lo más monstruoso con lo que una madre puede encontrarse: la verga de su hijo parada, y sus braguitas negras enrolladas a la altura de su glande…y lo peor…

… empapadas de semen.