April 29

Depravando a Livia:  26 y 27

Tiempo estimado de lectura: [ 34 min. ]

¿Cómo inició esa extraña complicidad entre Livia y Aníbal Abascal?

TERCERA PARTE

“DEPRAVACIÓN”

Mensaje de texto recibido en el teléfono celular de Valentino Russo de parte de Heinrich Miller el martes 4 de abril a las 14:34 hrs.

Traducido del inglés.

Querido Lobo, tienes la suerte de que soy un hombre agradecido, y gracias a tu oportuna información he podido encontrar a Lorna Beckmann hace un par de semanas, por tal motivo acepto la prórroga que me has pedido respecto al tiempo estipulado para entregarme a Livia Aldama, entre las razones que ya he dicho, también lo hago porque he tenido un ligero cambio de planes.

He comprado un nuevo club swinger con un par de colegas (entre los que destaca Leonardo Carvajal, el dueño del bar de los Leones, a quien he ayudado a salir de la cárcel hace poco) donde tengo pensado llenarlo de buenas putas, entre las que destacará esa perra que me vas a entregar. El club se llama Babilonia, situado en las inmediaciones de Linares, (a dos horas de Monterrey) y será reinaugurado a mediados de junio o julio, aunque la fecha aún está sin definir. Lo que sí sé es que será después de las elecciones que habrá en tu país, y que dicho tugurio se convertirá en la máxima depravación del norte de México, ya lo verás.

Tu trabajo seguirá siendo el mismo, emputecer a Livia hasta lograr su envilecimiento. Previo a la fecha de la inauguración de Babilonia, será Lorna Beckmann, la golfa más fina que tengo ahora mismo en mi poder gracias a ti, quien hará las veces de su «okasan», lo que es lo mismo, que «la madre puta» «o su maestra de la putería». Sin otro particular, me despido, deseando que la depravación de esa chica sea tal, que pierda su identidad y se convierta en una auténtica adicta al sexo y a la depravación.

26. SOBRE ANÍBAL ABASCAL

JORGE SOTO

Miércoles 26 de abril

23:56 hrs.

—Estás muy pensativa, Livia, ¿sigues enfadada porque salí a comer con Renata? —le pregunté tan sólo llegar a casa después de la universidad.

—¿Qué? ¿Enfadada por esa? No, qué va —respondió ella mientras hacía una enésima rutina en la escaladora, para tonificar sus piernas.

Me pregunté por qué estaba ejercitándose tan noche. Claro que estaba enfadada porque había salido con Renata, por eso quise picar.

—¿Entonces? —le pregunté con una sonrisa inocentona—, ¿qué te pasa?

Llevábamos una semana de dormir juntos en la habitación. Había pasado casi un mes desde mi circuncisión, y ya había probado masturbarme sin sentir ninguna clase de dolor.

Aunque volvimos a dormir como una pareja normal, le hice prometer a mi novia que no me presionaría a tener sexo con ella hasta que yo lo considerara oportuno. Ella no se opuso, sino todo lo contrario, aunque la idea la sobrepasó y muchas veces se sentía ofendida.

La sorpresa que se llevaría cuando hiciéramos el amor después de tantos meses y se percatara de que me había hecho la maldita operación de la fimosis.

—Es que… no sé… Jorge… —murmuró limpiándose el sudor de la frente.

Abrí las ventanas de la sala del gimnasio ya que, aunque era de noche, el calor primaveral estaba haciendo un duro efecto allí dentro.

—¿No sabes qué, Livy?

—¿Supiste que el Presidente Peñalver y la Primera Dama invitaron a todos candidatos de las municipalidades de los estados del norte a reunirse con él en la Capital?

—Sí, me dijo Aníbal en su momento sobre la invitación para asistir a México Capital de parte del Presidente de la República y la Primera Dama. Serán el próximo viernes, sábado y domingo, si mal no recuerdo.

—Pues sí…

—¿Qué pasa con ello, Livy?

—Quiere que lo acompañe.

Esperó ver una reacción agresiva de mi parte. No la tuve, más bien le sonreí.

—No lo veo tan raro —me sinceré, yendo hacia la escaladora que estaba a su costado para ejecutar su misma rutina—. Eres su asistenta. Es normal que tengas que acompañarlo. A Lola la llevaba a todas sus reuniones a las que era invitado en el país. Además, nunca has ido a México, ¿no te hace ilusión?

—Sí… sí, me hace mucha ilusión —De pronto sonrió fascinada—. Pero es que… no sé… no quiero que mi viaje con él suponga un nuevo retroceso en nuestra relación, Jorge. No ahora que vamos avanzando un poco más. Estar casi mil kilómetros alejada de ti… no sé, sería raro. Y con Aníbal, no sé, no sé.

No entendí a lo que se refería.

—¿Por qué habría de haber un retroceso por un viaje a la Capital con Aníbal? —quise saber, sintiéndome orgulloso de la resistencia que había logrado últimamente con mis rutinas de ejercicios, incluidas las pesas y las pruebas de resistencia.

—No sé. Tengo la impresión de que tú no quieres que salga con ningún hombre nunca más. Que desconfías de todo y que…

—A ver, a ver… —intenté sonreírle para apaciguar su tensión—. Tampoco me tomes por alguien tan… controlador. Además… estamos hablando de Aníbal, ¿por qué iba a… sentarme mal? —De pronto una alarma se encendió en mi cabeza y por poco me atraganto—. A menos que… A ver, Livia, ya me pusiste muy nervioso, ¿acaso… ha pasado algo entre Aníbal y tú que yo tenga qué saber? Quiero decir, ¿alguna vez te faltó al respeto?

—¿Cómo se te ocurre, Jorge? —se escandalizó, cayéndosele la botella del agua delante de la escaladora—. Por supuesto que no. Tu cuñado siempre ha sido un caballero. En realidad de Aníbal no tengo mucho que decir. O al menos nada que no sepas. El auto me lo regaló para agilizar mi trayecto de nuestro apartamento a La Sede, aunque decir que es mío sólo es un mero trámite, pues me sigo yendo contigo todas las mañanas.

—Sí, lo sé —suspiré aliviado—, pero es que me inquietó un poco la forma en que te pusiste nerviosa cuando me dijiste que te invitó a ir a México a la convención que tiene con el Presidente y la Primera Dama. A decir verdad, nunca entendí cómo fue que llegó esa amistad entre él y tú así de golpe.

Livia bebió un buen chorro de agua cuando levanté su bote mientras yo la cuestionaba.

—Es que no sé en qué momento me perdí, Livy; todavía a finales del año pasado a ti te daba repulso hablar de él, no te caía bien, decías que no confiabas en su discurso. En diversas ocasiones tú misma me has dicho la repulsión que te causaba saber que yo recibía dinero de mi cuñado a fin de crear coartadas para que Raquel no se enterara de sus canitas al aire. ¿Entonces? ¿Cómo fue que de buenas a primeras lo llegaste a admirar tanto al grado de trabajar en secreto para él (y que sepas que me sigue doliendo en el alma que ni tú ni él me contaran nada sobre ello, al menos por educación, dejándome fuera de todo como si fuese un pelele) y que te obsequiara un auto?

—Si te digo la verdad, Jorge, nunca ha hubo tal acercamiento, todo se dio sobre la marcha. Nuestra amistad apenas era tangible. Aníbal siempre me pareció intimidante, y si encima estaba corrompiendo a mi novio con esas coartadas a su mujer, pues bien, bien a mí no me caía, tienes razón. Pero tuve que tragar con todo como un sacrificio a nuestro amor. Al final de cuentas Abascal es tu cuñado, esposo de tu hermana y tenía que comenzar a introducirme en tu familia si quería que esto funcionara. Pero, como te digo, mucha relación con Aníbal no tenía, hasta hace poco, por eso me extrañan sus consideraciones.

—Sí, sí —convine en ese tema, volviendo a la escaladora—, a mí también me extrañaban sus consideraciones.

—Pues como te digo, Jorge, todo es muy raro. De hecho, la mayoría de las tareas que me asignaba las hacía con Valentino delante. Creo que eso me ayudaba para no sentirme tan acobardada con él.

Sí, eso tenía sentido. En realidad nunca vi nada raro entre los dos. Es por eso que me mortificaba tanta complicidad durante las últimas semanas. No lograba entender por qué mi cuñado había confiado tanto en ella con lo escrupuloso que era. Había días que Livia se la pasaba toda la mañana o la tarde encerrada en su despacho, o Aníbal en el suyo, y ya cuando me despedía de ella para irme a mi maestría, la notaba un tanto extenuada de tanto trabajo, aunque nunca perdía el brillo de sus ojos.

Los actos de campaña eran demasiado cansados, diario había uno y todo el equipo tenía que lidiar con la gente, con sus quejas y sus peticiones.

El trabajo de organización requería bastante concentración, por eso a finales de marzo Aníbal mandó reformar su despacho para que fuese insonorizante, aislando los ruidos procedentes del despacho, así como los procedentes fuera de él.

—Bueno, tienes razón, Livia —le robé un poco de su agua—. Con Aníbal en realidad nunca tuve tanto problema. De hecho, habría preferido que fueses asistenta de él desde el principio y no de Valentino.

Me quité el saco, la camisa y los pantalones y continué mi rutina de ejercicios en bóxer. Desde que mis muslos se volvieran más gruesos, lo mismo que mis brazos, y mi pecho y mi abdomen comenzara a dar señales de tonificación, gustaba de presumir mi cuerpo ante una Livia que me miraba con deseo, relamiéndose los labios y suspirando a hurtadillas.

—¿Lo ves, tontito? —me besó tiernamente, pellizcando con suavidad mis mejillas—. Todas tus desconfianzas sólo fueron figuraciones tuyas. Ya sólo me falta que también creas que entre Aníbal y yo pasó algo.

—¿Qué? —me eché a reír por primera vez desde que comenzara nuestra conversación—. No, no, Livia, ¿cómo crees? De la última persona que desconfiaría sería de Aníbal, que ha sido como un padre para mí, aun con sus malos tratos. Al final él ha tenido razón en algo, a pesar de todo, si yo ahora soy alguien en la vida, es gracias a él.

—Lo sé —comentó mi novia, bajándose de su aparato y viniendo hasta mí. Apagó mi máquina y se relamió los labios observando mi figura, sobre todo el contenido de mi bóxer—. Por eso estoy eternamente agradecida con él.

Mi novia metió su lengua en mi boca con más impetuosidad y deseo, aferrándose a mi espalda y gimiendo en mi garganta. Acarició mis duras piernas, mis nuevos bíceps y mis recientes abdominales. A los segundos nos separamos y ella retrocedió, caliente. Me gustaba que estuviésemos teniendo pequeños acercamientos de nuevo, y que los fantasmas de la traición se estuviesen disipando. Creo que me ayudaba bastante saber que Valentino ya no la rondaba, y que ella se había vuelto mucho más cariñosa y atenta conmigo que antes.

—¿Entonces por qué te enfadaste cuando supiste que trabajaba para él? —me preguntó de pronto.

—No fue por celos, Livy, si eso es lo que piensas, (que él es casi como tu suegro) sino porque tú y él me dejaron fuera de todo. Me sentí desplazado, y si te digo la verdad, me sentí humillado de que mi cuñado hubiera preferido confiar en ti, antes que en mí.

—Bueno, tontito, que no pasa nada. A lo mejor tienes razón y no hay nada de malo en que vaya con él a México estos días, aunque no sé qué tanto terror me dará el avión, ¡nunca me he subido a uno! ¿te imaginas? ¡Yo en la Capital, una ciudad cosmopolita y la más grande de toda América, sin pasar por alto que es la cuna de la civilización Azteca! ¡En el Palacio Presidencial! ¡En Palacio de Minería! ¡Rodeada por torres y rascacielos! Incluso leí en la agenda de trabajo que hay una ceremonia en Palacio de Bellas Artes, y una cena de gala que ofrecerá la Primera Dama el sábado en la noche en el Castillo de Chapultepec, ¿sabías que es el único castillo real que hay en América?

—Sí, Livy, lo sabía. Y tú, como mi futura reina… mereces ir a ese castillo.

—¿Quieres decir que… hemos vuelto a restablecer nuestro compromiso?

—Quiero decir que si de aquí a junio todo va como ahora… si te portas bien… y confirmo que todas… las cosas que me has dicho respecto a ti son ciertas, podremos restablecer nuestro compromiso. Y quién sabe, Livy, a lo mejor hasta nos casamos como lo teníamos planeado.

Livia se echó a llorar de alegría.

LIVIA ALDAMA

Lo siento mucho, Jorge… te estoy mintiendo otra vez. Y de qué manera. Quiero que sepas que no me siento orgullosa ocultándote cosas, pero ahora que casi estamos rescatando nuestro compromiso, no puedo echarlo todo por borda.

Y es que no sólo fueron «dos o tres ocasiones» en que las que hablé a solas con tu cuñado. No sólo fueron «un par de palabras» las que crucé con él.

Fue algo más. Algo mucho más intenso.

Con Aníbal desde el principio hubo una conexión mucho más extraña y vehemente que aquella que hubiera podido tener con Valentino. Cuando conocí a Aníbal más profundamente, descubrí que todo lo que el Lobo sabía lo había aprendido de él. Valentino sólo era un cachorro frente al verdadero Alfa de la manada; Valentino sólo era una extensión y burda imitación de él… de tu fascinante cuñado.

Y precisamente es por la gravedad de mis sentimientos hacia él, Jorge, por lo que nunca, ni aunque me estuvieran torturando, te confesaré la verdad.

Con Aníbal todo comenzó indirectamente por culpa de una ausencia de Valentino Russo; ese pobre diablo que para lo único que me sirvió fue para calmar mis calenturas.

Si mal no recuerdo, fue casi a mediados de diciembre, un miércoles (día en que Valentino fue enviado por Aníbal a Texas a recibir un recurso de una petrolera que deseaba instalarse en la ciudad) cuando Lola, la elegante y guapa asistente personal de Abascal, se presentó en mi oficina (repicando sus tacones sobre las losas) con una nota procedente de su mismísimo jefe, en cuyo mensaje me informaba que, dada la ausencia de Valentino Russo, yo me convertía en la delegada directa del Departamento de Prensa de La Sede, y que por tal motivo debía de presentarme esa tarde a las cuatro en punto en el distinguido restaurante «La gran barra» a una reunión urgente, con un tal Augusto Bárcenas, que no podía aplazar.

La nota terminaba con un sugestivo «de carácter confidencial. Tuyo; Aníbal Abascal», lo que me supuso un estrés mayor al nunca haberme presentado yo sola con un empresario tan importante como lo parecía ser ese tal Augusto Bárcenas.

Al parecer, un auto dispuesto por el propio Aníbal Abascal me recogería a las 3:30 de la tarde en el «acceso “S”» del aparcadero, y me llevaría a «La gran barra» para luego traerme de regreso a la Sede sin causar ninguna sospecha.

Todo parecía indicar que el señor Bárcenas me entregaría un plan de negocios que yo tenía que analizar en privado (labor que solía hacer el Lobo), para luego realizar un informe que sintetizara la propuesta en un documento que le enviaría al día siguiente a Abascal, en el que determinaría la viabilidad o inviabilidad de la misma.

—Dios me agarre confesada…

Me causó extrañeza mi encomienda de esa tarde, y me puse muy nerviosa porque Valentino jamás me había hablado de ese tal «Augusto Bárcenas» ni de ningún nuevo aliado con el que nos tuviésemos que entrevistar.

Confieso que mis nervios tenían que ver más con mi desempeño ante un trabajo que me estaba asignando uno de los siete fundadores del partido Alianza Por México, que a la reunión en sí con el señor Bárcenas.

—Ufff, que nervios.

Apenas había cruzado un par de palabras con Aníbal aquella noche en la recepción que organizó en su mansión en octubre pasado, y desde entonces no lo había vuelto a ver a solas, ni mucho menos hablar.

Sólo oír su nombre ya me causaba sobresalto. Para todos era bien sabido que Abascal era bastante intimidante. Y, pese a que ahora supiera la clase de vida alternativa que llevaba fuera de reflectores (llevándose a Jorge entre las patas) Aníbal seguía siendo para mí un hombre de renombre y distinción.

Durante la comida, me mostré solícita y atenta con Jorge, como solía hacerlo cada vez que le ocultaba una verdad. Dado el «carácter de confidencialidad» de mi encomienda, me vi obligada a no contarle nada a mi novio sobre lo que haría en un par de horas. Mucho menos que su cuñado me lo había mandado. Tampoco lo vi tan grave, pues reunirme con el señor Bárcenas no podía ser nada que me supusiera un remordimiento.

Lo que había ocurrido con Valentino en casa de uno de los Elizondo, y previamente en el Ferrari rojo, eran acontecimientos que nunca más tendrían que volverse a repetir.

Incluso con Valentino fuera de la ciudad, tanto Jorge como yo nos encontrábamos mucho más serenos, sin estrés ni mortificaciones.

Además, la hora en que tendría mi reunión con Augusto Bárcenas ayudaba mucho para que Jorge no se enterara que no estaba en la oficina: a la única que tendría que darle explicaciones era a Leila, pero ya que ella también sabía que nuestro jefe estaba en Texas, no vería raro que me ausentara un par de horas de la oficina.

A las 3:30 de la tarde en punto un lombardini negro me esperaba en la «sección “S”» del aparcadero como lo habíamos acordado. El chofer que me esperaba afuera del lujosísimo vehículo creí haberlo visto antes por ahí, pero no lograba recordarlo. Era un hombre alto, maduro, con apariencia intransigente y de gesto impenetrable. Luego supe que era el escolta y hombre de confianza de Abascal, un tal Ezequiel Vásquez.

Apenas me dijo un «buenas tardes, señorita Aldama» y me abrió la puerta trasera del vehículo para que me introdujera.

El interior era muy acogedor, olía a limpio y la textura y constitución era tan pulcro y elegante como lo predecía su exterior. Era mucho más elegante que cualquiera de los autos de Valentino, y era precisamente esa finura lo que me incomodaba y a la vez me hacía sentir especial.

Durante el trayecto hacia San Pedro Garza García, donde se asentaba el restaurante «La Gran Barra», inspeccioné mi estilizado maquillaje para asegurarme de que iba perfecta. Peiné mi pelo con los dedos y los distribuí en mi espalda, para que me luciera el cuello, dejándome dos mechones al frente. Saqué mi cosmetiquera del bolso y extraje un labial brillante color carne que contrastara con mi piel.

Llevaba puesto un conjunto de tres piezas que lucía sofisticado, elegante pero juvenil, el cual consistía en una blusa beige sin escote y de botones, que se ceñía a mi busto marcándome el sostén; una falda de cuadros blanco con negro que me llegaba a dos palmos arriba de la rodilla, y una bonita chaqueta que combinaba con la pequeña falda cuyas solapas nunca se alcanzaban a unir.

De calzado elegí unos coquetos botines de tacón de aguja con una línea de pedrería brillante en sus laterales, y mi bolso de mano era casi a juego con mi falda y chaqueta.

El restaurante era muy elegante desde el exterior. Su fachada de cristalería y piedra laja ya anticipaba la exquisitez y soberbia del interior del complejo. Ezequiel me acompañó hasta el recibidor, donde una mujer rubia y elegante que hacía las veces de hostess me condujo al fondo del pasillo, hacia una pequeña sala individual, luego de comunicarle que tenía una reservación con el señor Augusto Bárcenas.

Apenas me adentré a la terraza exclusiva, rodeada por ventanales transparentes cuyas vistas daban hacia las montañas verdes del sur, mi corazón por poco se detiene al ver al hombre que estaba sentado en la única silla ocupada en esa mesa.

—Buenas tardes, Livia —me dijo Aníbal Abascal poniéndose de pie.

La hostess se marchó casi en seguida tras un gesto brusco dictado por Abascal. Mis tacones permanecieron pegados en los adoquines de piedra que adornaban el suelo, y mis manos se aferraron a mi bolso descargando en él el asombro y la angustia que me suponía estar a solas con aquél hombre.

Cuando menos acordé, el cuñado de mi novio se había posado delante de mí, dejándome anonadada por su altura que debía rebasar los 1.90 metros de estatura, 10 centímetros más alto que Valentino, y cuya complexión atlética sólo era equiparable a la de un amante de la natación.

Su arrebatadora fragancia varonil de cedro, mate, vino y canela, inundó mis pulmones exquisitamente, saboreándolo, incluso, con mi paladar.

Con apenas una mirada, fui absorbida magnéticamente por la intensidad de sus ojos azul turquesa, que brillaban gélidos entre sus cuencos. Aníbal recogió mi mano derecha y, en un despliegue de clase y caballerosidad, presionó sus labios contra mi dorso.

—Bu… bue..nas tard…es… doctor Abascal… —lo saludé tartamudeando, antes de besarnos las mejillas como protocolo de cortesía—. No… pensé que… nos acompañaría… en la reunión.

—¿Acompañar a quién? —me preguntó sonriendo, su voz firme, segura, desafiante.

—Pues a… Augusto Bárcenas —le recordé una obviedad.

La blancura de su piel era tan aguda como la espuma de la champaña; su perfil delineado, sus pómulos altos, y sus labios delgados lucían tan afilados, que lo asemejaban más a un modelo de lociones para caballeros, antes a que a un ex militar. No obstante, algunas huellas y cicatrices traslúcidas cerca de su oreja y cuello, daban constancia de sus violentos días en la milicia.

—Yo soy Aníbal Augusto Abascal y Bárcenas, ¿lo has olvidado, Livia? —me preguntó casi como una protesta. Me miraba insondablemente y su mano aún no soltaba la mía—. Empleé mi segundo nombre y mi segundo apellido para citarte. Es conmigo con quien tienes la reunión. Aquí no vendrá nadie más, sólo estaremos tú y yo.

Juro por Dios que los nervios me hicieron temblar, que sus ojos azules me desconcentraban, y que de pronto comencé a sudar frío, con las piernas oscilándome y mi pecho dando pálpitos constantes.

—N…o… entiendo… doctor… Abascal.

Estaba frente a un apuesto y reconocido ex militar de 44 años; un descendiente de las familias más millonarias y reconocidas de la región, un notable doctor en ciencias políticas, un exitoso empresario, un posible candidato del partido conservador de Alianza Por México y, por qué no, un viable presidente de Monterrey.

—¿No entiendes que te he citado para conversar conmigo en un asunto de «extrema confidencialidad»? —enarcó una de sus cejas.

Su cabello platinado le daba un aire intelectual que robustecía su atractivo.

—Sí, perdone, solo que…

Con su riqueza y poderío, ser un simple presidente municipal de una de las ciudades más ricas del mundo no lo compensaba. Lo que pocos entendían era que su verdadero beneficio como alcalde radicaría en cambiar las reglas jurídicas en el cabildo cuando llegara al puesto; reglas que beneficiarían a sus propias empresas y a las de los empresarios con los que estábamos formando alianzas. Era un gran estratega.

—Ven, Livia, siéntate, que ya te explicaré.

Que me tuteara de esa forma le concedía más dominio sobre mí, si cabe decirlo, y yo me sentía aún más intimidada y pequeñita.

Con la misma cortesía del principio me condujo a la única silla que permanecía delante de la suya, y esperó a que me sentara.

Lo hice con calma, y esperé, casi hiperventilando, a que el cuñado de mi novio ocupara su lugar del otro lado de una mesa redonda que apenas medía algún metro.

—Me tomé el atrevimiento de pedir un par de whiskeys de macallan que, estoy seguro, no dejará indiferente a tu paladar.

En efecto, delante de mí había una copa muy angulosa, de cuyos aromas desprendían el chocolate negro, alguna madera fina y ciertos cítricos. Aníbal levantó su copa y la meneó un poco antes de sorber. Ese hombre era elegante hasta para respirar, todo lo opuesto al burdo de mi jefe.

—Gírala un poco antes de degustar, Livia, y después aspira —me sugirió con una gran sonrisa cuando advirtió mi intención de beber. Le hice caso, nerviosa, e intenté parecer una mujer fina—. Nota cómo el aroma del macallan anega tus pulmones. Y disfruta. Beber no sólo consiste en deleitar las sensaciones gustativas, sino también saber reconocer las notas olfativas. Según el ángulo en que acomodes tu copa, encontrarás un aroma diferente. Bien, bien, ¡maravilloso! Lo has hecho perfecto, ¿te gustó?

Sólo pude asentir con la cabeza y aspirar todo el oxígeno posible a fin de evitar nuevos temblores. Mi entereza no me daba para más. Coloqué la copa sobre la mesa y, temerosa, posé mis ojos en los de mi anfitrión. Y esperé. Era lo único que podía hacer ante él era esperar.

—Entiendo tu sorpresa, hija —comenzó a hablar, y me concentré en la humedad que había quedado impregnado en sus labios tras los rastros del whisky—, ¿puedo llamarte hija?, es para que te sientas en confianza. Jorge es como mi hijo y me gustaría ser para ti también como un padre, que al fin y al cabo ya tengo dos que son casi de tu edad, ¿cuántos tienes?, ¿20 años?

—24, señor —respondí apenada.

—Ah, te miras más pequeña de lo que aparentas, pero está bien. De todos modos eres aún una niña. Pero no me digas señor, que me haces sentir tu abuelo.

Sonreí casi a la fuerza, como cuando quieres simular comodidad estando en una jaula de leones.

—Tenme confianza, pequeña, que no te he citado aquí para nada malo, sino todo lo contrario, quiero ayudarte.

No lo entendía, ¿de qué podría ayudarme si yo no tenía ningún problema? No fui capaz de externarle esa cuestión, aunque él la descifró.

—Como te digo, Livia, he criado a Jorge desde que Enrique y Minerva, sus padres, tuvieron aquél fatídico accidente, y desde entonces me he preocupado por su educación y su bienestar. Bien es cierto que desde que se independizó de nosotros, me desentendí un poco de él, entre otras cosas, porque mis obligaciones como empresario y líder en el partido me absorbían el tiempo y ya no pude ocuparme de sus asuntos; aunque también lo hice para permitir que emprendiera vuelo, y comenzara a tomar las riendas de una vida en la que tenía mucha influencia mi esposa Raquel.

Asentí con la cabeza, coincidiendo con lo que me decía, y sin saber aún por dónde iba la cosa.

—Muy a mi pesar, y aunque ya te he dicho que lo crie hasta donde pude, Jorge siempre fue un niño bastante enfermizo, frágil, mimado, sobreprotegido e influenciado por las locuras de su hermana. —Eso también lo sabía, y que fuera su propio cuñado el que lo manifestara me hizo sentir un tanto satisfecha por su tácito apoyo moral—. Y por lo mismo celebré su emancipación. Mi esposa nunca estuvo de acuerdo, desde luego, pero él siempre contó con mi beneplácito cuando se tratara de tomar cualquier buena decisión, incluso si esta tenía que ver con alguna chica. Ya lo ves, lo ingresé a La Sede y le di un puesto que si bien no suponía grandes responsabilidades para él, sí que le sirvió para comenzar a cambiar esa frágil personalidad de… hombrecillo inseguro, miedoso, con complejo de inferioridad y esa excesiva necesidad de aprobación de los demás que no le beneficiaba.

”Luego, por las rabietas de mi esposa, supe que se había enamorado, pero si te soy sincero, no le di tanta importancia, pues creí que se habría ilusionado con alguna chiquilla con sus mismos complejos hasta que… aquella noche… él nos presentó y te conocí. Y mi percepción hacia él y hacia ti cambió. Y me preocupé por ambos.

No puedo negar que seguía sin entender de qué iba el hilo conductor de la conversación. Por más que rebuscaba no entendía nada, y tampoco me veía cuestionándolo para evitar ofenderlo.

—A lo que voy es a lo siguiente, hija. —Sus ojos entornados y brillantes me miraban con más intensidad—. Entiendo que ambos tienen problemas graves, y creo que de mí depende arreglarlos.

—¿Jorge…? —Se me pegaron las palabras en el paladar—. Quiero decir, ¿él le habló sobre… nuestros problemas?

Me embargó la vergüenza de pronto. ¿Jorge habría sido capaz de recurrir a Aníbal para que arreglara nuestra degradada situación? ¿Le habría ido con acusaciones contra Valentino, sobre nuestras salidas nocturnas y mis frecuentes reuniones extra laborales? ¡Por Dios! ¿De eso iba nuestra conversación? ¿Aníbal iba a reprenderme por ser una mala novia y no atender a su cuñado como se merecía?

—No —me contestó de golpe—. Él no me ha dicho nada, y dudo que alguna vez lo hiciera, con tal de no quedar como un perdedor. No obstante, yo lo sé, porque yo sé todo lo que pasa en La Sede. Como también sé que ustedes dos están mal, y que sólo será cuestión de tiempo para que la relación de ambos termine.

Más que un comentario lo sentí como una amenaza. ¿A caso tenía la misma opinión sobre mí de la que tenía su esposa?

—¿Usted no está de acuerdo con nuestra relación? —le pregunté de una vez por todas.

—Yo no soy Raquel, pequeña —me dejó más tranquila—. Tan estoy de acuerdo en tu relación con mi cuñadito, que te he citado aquí, a solas, fuera de los chismorreos, para que intentemos arreglarla juntos, tú y yo.

—Es que… no entiendo cómo sabe que estamos mal y que nuestro rompimiento es cuestión de tiempo.

—Antes de responderte, dime un par de cosas, Livia, ¿tú estás enamorada verdaderamente de Jorge?

—¡Por supuesto que lo estoy! —reconocí un tanto ansiosa, incorporándome—. ¡Con toda el alma!

—Entonces, ¿con tu respuesta intuyo que el del problema es él?

—No lo sé… sería egoísta decir que sí… a lo mejor lo correcto sería decir que es un poco de ambos.

Aníbal enarcó una ceja.

—El tema es que él no te satisface sexualmente hablando, ¿cierto?

Mi corazón me dio un vuelco. En ningún momento se me pasó por la cabeza que el cuñado de Jorge pudiese atreverse a bordear terrenos tan peligrosos como ese.

—Bueno… creo que eso es algo muy per…sonal que ni siquiera debería de con…testar —dije titubeando, sintiéndome nerviosa y perturbada.

El apuesto caballero sonrió, enarcó ambas cejas y no dio marcha atrás:

—Sólo respóndeme sinceramente, Livia, ¿el problema de tu relación con mi cuñadito es que no te da el ancho?, ¿no te hace sentir mujer?, ¿no te complace en la intimidad?

¿Cómo se atrevía…? ¡Ni siquiera Valentino, siendo el sinvergüenza que era, había sido tan lanzado la primera vez!

—Señor Abascal, comienza a incomodarme todo esto —me removí en la silla, apenas pudiendo articular palabra—. Esta conversación tan… íntima, me parece tan impropia como incorrecta. Es decir, no es normal que yo… tenga que hablar con un hombre que, a pesar de la cercanía que tiene con mi novio y sus lazos afectivos, no le conozco de nada. Es que… ¿cómo se lo digo sin sonar tan… grosera? Me parece muy fuerte y de mal gusto tener que hablar de mi sexualidad con usted, que es un hombre mayor, casado, como bien lo ha dicho, cuñado de Jorge y que, en sus propias palabras, ha hecho las veces de su padre. No me parece normal… y yo me siento bastante… incómoda.

Aníbal bebió a su copa, se relamió los labios y me dijo, imperturbable:

—Entiendo tu incomodidad, Livia, pero no creas que es menor que la mía. Como ya te he dicho, yo tengo dos hijas de 19 años, gemelas, seguro las conoces, Ximena y Vanessa. Pues bien, pequeña, yo he tenido que hablar con ellas de sexualidad y lo tuve que hacer con el mayor desagrado e incomodidad que sentí nunca. Es incómodo, lo sé, pero es imperativo, pues su madre es muy desapegada a ellas. En este caso, mi intención no es ofenderte ni faltarte al respeto, sino todo lo contrario.

—Pues si no es su intención, tendría que saber que no lo está logrando, señor Abascal. Me siento apenadísima y con ganas de salir corriendo de aquí.

—Aníbal, dime por favor Aníbal.

—¡No es correcto tutearlo! —elevé la voz, casi perdiendo la compostura—. Porque, aun sin hacerlo, usted está intentando traspasar una línea que no debe, y se ha tomado atribuciones que…

—…¿Qué no me corresponden? —me interrumpió, adoptando un gesto severo y amenazante—. A ver, querida, ahí sí que te equivocas. Lo que pase contigo y tu sexualidad sí que me importa, porque está Jorge de por medio, que es mi familia.

—¿Y eso qué tiene que ver con…?

—¡Estoy intentando protegerte!

—¿De qué o de quién?

—De ti misma y de tu sexualidad.

Estaba ruborizada, con la turbación apoderándose de mi mente y de mi cuerpo. No me explicaba que de buenas a primeras hubiésemos llegado a este punto.

—Con todo respeto, señor Abascal, me voy. Y no se preocupe, que haré como que si nunca hubiésemos tenido esta conversación. Y le prometo que ni su esposa Raquel ni mucho menos Jorge se enterarán jamás de esto.

Estaba haciendo amago de levantarme e irme, cuando el cuñado de mi novio estiró su brazo y atrapó el mío, con fuerza, en tanto sus ojos se tornaban fieros y desafiantes.

—Puedes irte, Livia, y hacer como que no pasa nada; pero entonces, si lo haces, yo no estaré ahí para proteger tu integridad el día que se muestren los videos donde apareces todas las mañanas masturbándote en los baños de mujeres. Ah, y ese video en… ¿era el restaurante Francés?, en cuyo aparcadero apareces besándote con Valentino Russo, tampoco desaparecerá de la red.

27. PACTO ENTRE PECADORES

LIVIA ALDAMA

Jueves 8 de diciembre

16:40 hrs.

Tuve una impresión tan fuerte que no pude evitar volver al asiento y echarme a llorar, cubriéndome la cara por la vergüenza que sentía. Quería morirme. Tirarme por esa terraza. ¡Que me aplastara un carro o simplemente que la cabeza me reventara! ¡Qué vergüenza! ¡Qué maldita vergüenza! ¡¿Cuántos lo sabían?! ¿Él y cuántos más sabían que yo me masturbaba en los baños de mujeres? ¿Por qué había cámaras, maldita sea? ¿Qué diablos iba hacer ahora? Encima lo del Ferrari rojo…

¡Después de intentar cuidar mi imagen ante la sociedad, lo había arruinado todo! Y mira frente a quien, ¡frente a Aníbal Abascal!

Era tan fuerte mi llanto y mi desesperación, que apenas me di cuenta que la sombra de Aníbal me cubría. Se había puesto de pie, desplazándose hasta mi posición, donde se situó a cuclillas para luego abrazarme. Sus brazos me rodearon cual niña, y yo, sin saber cómo reaccionar, me refugié en su perfumado pecho, donde gimoteé hasta cansarme.

—Tranquila, pequeña, yo te cuidaré, no dejaré que suceda nada. —Su voz paternal ya no tenía nada que ver con la exclamación acusatoria de antes. Por alguna extraña razón me sentí ligeramente tranquila, pero seguí llorando.

—¡Lo siento, señor! ¡Ni siquiera puedo mirarlo a la cara! ¡Por Dios! ¿Qué pensará ahora de mí? ¡Que soy indigna para Jorge…! ¡Yo entiendo si… se lo dirá! ¡Yo entiendo si me obliga a separarme de él y…! ¡Le juro que lo hice sin pensar! ¡Yo amo a Jorge, y nunca he pretendido hacerle daño! ¡Pero estoy tan confundida que…!

—No te hagas ideas raras en la cabeza, pequeña —me consolaba—. Es normal lo que has hecho, y no te estoy juzgando por ello. A lo mejor los baños no son el lugar más idóneo para auto complacerte, pero es normal. No llores, no te asustes, que no voy a decirle a Jorge nada.

Sus dedos intentaron levantarme el rostro, pero yo me negaba. No me sentía capaz de mirarlo a la cara. ¡No podía! Me moría de vergüenza.

—¡No me mire, por favor! ¡No me obligue a mirarlo!

—Hazlo, Livia, te lo estoy suplicando.

—¡No, no quiero, no puedo!

—Mírame a la cara, y encuentra en mí al confidente que necesitas.

De nuevo intentó levantarme la cara, y esta vez lo hizo con tal delicadeza que me dejé. Sus ojos azules se clavaron dentro de mí y perdí la respiración.

—Mírame… —lo miré, pero era tanto poder lo que había en sus ojos que me estremecía.

—¿Te sentirías mejor si te dijera que yo también me he portado mal? —me preguntó, limpiando mis mejillas con el frente de sus dedos.

Su aroma me ahogaba y me oprimía, mientras sus abrasadoras manos halagaban a mi piel.

—Tú crees que yo te chantajearé, ¿cierto, Livia? Que soy un monstruo y que soy capaz de hacer de tu vida un horror sabiendo todo lo que sé. No sé qué clase de percepción tienes hacia mí, pero te aseguro que estás equivocada. Yo sería incapaz de chantajearte de ninguna manera.

—Es que… no tiene sentido… señor…

—Aníbal —insistió, enjugándome el resto de mis lágrimas. Su tacto me quemó en la piel—. Si no me llamas Aníbal y no me tuteas, entonces sí que tendremos problemas. —Su amenaza fue amistosa. Le medio sonreí—. Y te repito que no, pequeña, yo no voy a chantajearte con decirle a Jorge nada, absolutamente nada.

—¿Por qué… señ… Aníbal?, ¿por qué harías eso por mí si no me conoces de nada, y a Jorge sí?, ¿qué me pedirás a cambio con tal de callar?

—Lo único que te pediré es que confíes en mí, ¿lo harás?

Él seguía allí, delante de mí, con sus manos frías en las mías, mirándome como si me consumiera.

—¿Sólo… eso me pedirás? ¿Confiar en ti? —No me lo podía creer. Algo faltaba. Estaba segura que algo faltaba para que el rompecabezas encajara—. Lo de Valentino fue un error…

—¿Él te obligó? —Su mirada fue la del demonio mismo.

—¿Qué? ¡No! Mire, señor Abas… Aníbal. Él, mi jefe no tiene nada que ver con esto, no me obligó, es que yo… me sentía vulnerable, había tomado un poco y… —Evité a toda cosa decirle lo de la cocaína—. ¡Por favor, no tome represalias contra él! No quiero hacer responsable a terceras personas por mis errores. Sólo fue un momento de debilidad y…

—Un momento de debilidad en el que mi cuñadito es el principal culpable —asumió, poniéndome un mechón de pelo detrás de la oreja—, por eso te preguntaba hace un rato si Jorge no te satisfacía, y tú lo tomaste a mal. Toma en cuenta que yo como hombre puedo intuir que una mujer saciada nunca busca en otro hombre lo que recibe en casa. Si tú encontraste en el Lobo, quiero decir, Valentino, ese faltante afectivo, es porque Jorge no te está dando la talla. Y tranquila, no tienes que decir nada. Yo lo entiendo. También tuve tu edad.

—Sé que hice mal, Aníbal, pero te juro que no volverá a ocurrir. Lo que me preocupa ahora es saber cómo te enteraste, porque si lo sabes tú, quiere decir que lo saben más personas.

—No pienses en ello, Livia; los videos de los baños han sido borrados. Le he ordenado a Federico que se deshiciera de ellos.

—¿Fede? ¿El amigo de Jor…? ¡Ay, por Dios!

—Me está llegando a ofender que pienses que no tengo todo bajo control, Livia.

—¡Es que… ese muchacho es novio de mi mejor amiga… y es el mejor amigo de Jor…!

—En el trabajo no hay lealtades entre amigos. La prioridad de mis trabajadores siempre es para conmigo. Ellos lo saben. Además, la lengua de Federico la tengo bien atada. No te preocupes.

—¿Tú…? ¿Tú… viste esos videos…?

—Tenía que reconocer a la infractora.

—¡Ay, por Dios… que vergüenza…!

—Vergüenza es robar y que te encuentren —me comentó—. Masturbarse es tan natural como respirar.

—¡Es que… eso significa que tú… me viste… en esa situación tan…!

—No estabas desnuda, Livia, lo que es una verdadera pena.

¿Qué significaba eso de «es una pena»?

—¿Y lo de Valentino… cómo lo supiste? ¿No será que te lo dijo él?

—No, no me lo dijo él, porque en ese preciso momento le habría arrancado la cabeza.

—¡Por Dios!

—En sentido figurado, pequeña, no te asustes. Quiero que entiendas que yo soy un hombre misericordioso, por eso le he dejado pasar esta infracción hasta no conocer tu versión. Aunque el Lobo es mi amigo, no podía pasar por alto que hubiera besado a la novia del hermano de mi esposa, ¿comprendes? Pero ahora que le quitas culpa, creo que no hay necesidad de enfrentarlo. Aunque… si hubiese una segunda vez…

—¡No! ¡Te juro que no habrá una segunda vez!

—Eso espero.

—Pero… entonces ¿y ahora qué?

—Te noto muy nerviosa.

—Es que no es para menos. Me siento… atada a tu voluntad; siento que en cualquier momento podrías mostrar esos videos públicamente o decirle a Jorge que yo y mi jefe…

—A ver, hija. Hagamos una cosa. Mañana mismo te daré herramientas para que te sientas más segura de que yo no iré de bocón.

—No entiendo.

—Lo entiendes, mi niña, lo entiendes. Mañana, tú misma tendrás en tu poder uno de mis tantos secretos.

—¿De qué me serviría?

—Me tendrías en tus manos. Así sabrías que estamos a la par y que no te traicionaré. Tú callas, y yo callo, así funcionará esto. Tú confiarás en mí, y yo confiaré en ti. Estaremos a la par. Cuando tengas uno de mis secretos, ya no me tendrás miedo. Te lo juro. Y entonces seré tu amigo incondicional.

—¿Cómo un padre? —susurré.

—Como lo que quieras —me sonrió, acariciando con su dorso mi mejilla.

—Gracias.

—Mañana… haré que mi chofer pase por ti. Dile a Jorge que llegarás tarde, que tienes una reunión con Valentino Russo.

—Pero Valentino está en Texas.

—Yo me encargo de todo, no te preocupes. No me temas, yo soy bueno y justo. Además, muy agradecido. Extraño a mis gemelas, ¿me dejas ser tu protector? Ponme aprueba, mañana ponme aprueba. Ya verás que estaremos a la par. Ya verás que entonces no me temerás más, porque… así como conozco tus secretos… tú también podrás conocer los míos. Y estaremos en las mismas condiciones. Y ya no me tendrás miedo.

—No sé qué decirte, Aníbal.

—No me digas nada, Livia, sólo confía en mí, como te lo pedí antes, ¿estamos?

Asentí con la cabeza.

—Muy bien. Mañana, a las siete de la tarde, que es la hora de la salida de La Sede, enviaré a un chofer por ti.

—¿Al que vino hoy?

—No, será otro. Ezequiel, el que fue hoy por ti, no puede ni debe enterarse de ningún acontecimiento de mañana.

—¿Por qué?

—Porque parte de mis secretos que te mostraré mañana, incluyen a su esposa.

Tragué saliva.

—De momento, tengo que irme —me dijo poniéndose de pie—. Ezequiel te devolverá a La Sede. Y mañana nos encontraremos, ¿de acuerdo?

Es hora que no entiendo por qué le dije que sí.

—Como tú digas, Aníbal.

—Sí, mi niña, siempre será como yo diga —Apenas pude percibir ese poderío desde sus ojos—. Esto es un pacto entre pecadores —se despidió con una sonrisa—, y tú no sabes lo que me fascina a mí pecar.