May 15

Siempre puedes contar conmigo

Tiempo estimado de lectura: [ 11 min. ]

Nancy es una chica que ayuda a cualquiera en problemas. Cuando su amiga Valeria se siente mal, ella sabe qué hacer para hacerle sentir mejor

Valeria era de esas chicas que todos desean. Siempre ha lucido mayor para estar sólo en bachillerato, con esas tetas grandes y piernas largas y torneadas. Su cabello era perfecto, largo y negro cayendo hacia atrás, y el maquillaje siempre se le había visto de maravilla. Había alcanzado la mayoría de edad un par de meses atrás, mientras que yo apenas lo había logrado hacía una semana. Era linda, bronceada, perfecta. Pero ese día sudaba y su rodilla no dejaba de dar saltitos por los nervios.

Pidió permiso para ir al baño en la cuarta hora. Se llevó algo bajo la blusa, como si quisiera ocultar lo que yo alcancé a ver que metió justo en el escote. Era alargado y de plástico. Me preocupé, pero no le dije a nadie. Sólo esperé a que volviera con rostro aliviado.

Eso no pasó. Diez minutos después, pedí permiso para salir también. Los baños del tercer piso casi no eran utilizados. Un problema en las tuberías los volvía un lugar incomodo por culpa de los aromas en días cálidos. Supe que ahí estaría. Los sollozos en uno de los cubículos me indicaron que estaba en lo cierto.

—¿Vale? —pregunté al entrar. Ella trató de silenciarse, pero no le fue fácil— ¿Cuál fue el resultado?

Mi nombre era Nancy, la chica con la que todos confiaban. La responsabilidad era mi fuerte y mi más grande virtud. Si alguien necesitaba una toalla o un tampón yo siempre lo conseguía. Si alguien iba a tener sexo repentino en los baños o el estacionamiento, podían pedirme un condón cuando fuera. Si tenían diarrea, yo podía darles alguno de los medicamentos en mi mochila o incluso, sabía dónde podía conseguir ropa interior nueva.

—¡Largo! —respondió, Valeria— ¡Ya deja de meterte donde no te llaman!

Mi madre decĂ­a que siempre metĂ­a la nariz en los lugares equivocados y que pronto serĂ­a el gato asesinado por la curiosidad. Ella decĂ­a que la buena voluntad no era un pecado, excepto en mi caso. Me pasaba de buena. Pero no podĂ­a irme sin ayudar. No podĂ­a, simplemente no.

—Vale…, déjame verte.

Las puertas del cubículo no tenían pestillo. Un tipo con sobredosis en el baño hizo que los intendentes retiraran todos y los reemplazaran por esas puertas que sólo se cierran por presión. Sólo tuve que jalarla para ver a la belleza más grande del colegio, deshecha por el llanto. La prueba de embarazo en su mano parecía estar envuelta en un halo de terror. Vi las líneas desde mi distancia.

—Nick me va a matar.

Nicolás Ortega era su novio, era un galán rico y amante de la fe cristiana. A pesar de las enseñanzas de Jesús, el tipo era un violento de primera. Todos recordábamos la vez que golpeó al pobre Luis sólo por no querer darle sus apuntes de examen.

—Te puedo ayudar. Hay tés, hay pastillas, hay clínicas. Tengo folletos, te puedo llevar en mi motoneta…

No necesitĂł hacer nada para hacerme callar. SĂłlo me mirĂł para indicarme que no era tan sencillo.

—No es suyo… nunca lo he hecho con él. Ya sabes por qué, lo de los anillos de pureza y todas sus tonterías.

Yo sabía que Nicolás había cogido con la mitad de las chicas del taller de teatro. Lo sabía porque yo era su tesorera. Al parecer su pene había estado en todas menos en su propia novia.

—Ehm… ¿entonces?

Abby, mi amiga, me habĂ­a contado que habĂ­a visto a Valeria subir a un coche de un hombre mayor. CreĂ­a que se trataba de un profesor universitario en sus cuarentas.

—Él ni siquiera me gusta. Ni tampoco Nick. Ninguno de ellos. Yo sólo quería que no me vieran mal. Yo sólo quería…

El dinero invertido en los productos aplicados a su rostro era excesivo, y ni se diga su ropa, pero el tiempo y esfuerzo utilizado en aplicarse todos ellos y en cómo combinar su ropa superaban la suma con creces. No era sólo vanidad, había algo más. Y yo sabía que se trataba de la misma razón por la que yo ayudaba a todos los que me encontraba en la escuela.

—¿Quieres lo mismo que yo? —pregunté al cerrar la puerta del cubículo tras de mí. Estábamos tan cerca la una de la otra. Sus sollozos no se detuvieron, pero sí cambió su semblante. Levantó la mirada hacia mí tanto sorprendida como comprendida —Conmigo vas a estar bien… —rodeé su cuello para abrazarla. Siempre abrazaba a todo el mundo para reconfortar, pero esta vez, tan cerca, no pude evitar ver sus ojos azules —Dios, ¿cómo puedes ser tan bonita incluso cuando lloras?

Ella combinĂł una risita con sus gimoteos.

—Práctico frente al espejo.

Yo ya estaba demasiado cerca cuando dije:

—Yo también.

Nuestros labios se unieron. Creí que mi lengua sería la primera en entrar a su boca, pero fue al revés, fue ella la que la introdujo. Fue una sorpresa. No pensé que fuera a ocurrir, no lo esperaba para nada. Yo era nueva. Había prácticado con una amiga un par de años atrás, pero nunca había besado a nadie. Conocía la teoría, eso sí. Había visto cientos de películas románticas y también mucho porno. Siempre me había preparado como si aguardara el momento oportuno, pero nadie parecía interesarse en la chica de cabello rizado y lentes grandes.

Nuestros cuerpos se unieron. Mis pechos no eran tan grandes, tenían buen tamaño, pero no eran llamativos. Los de Valeria eran magníficos tanto en forma, tamaño y firmeza. Era un poco más alta que yo, y aun así parecían aplastar a los míos. Su calor se transfirió a mí. Sus 36.6 grados Celsius se convirtieron en una medida desconocida, algo poco posible de medir. Se convirtieron en humedad. Me devoraba la boca y nuestros pechos se presionaban mutuamente, y también me mojaba en una zona que no debería tener conexión con el resto.

—Por favor, Nancy…, dime que me ayudarás —susurró a mi oído.

Quise decir “por supuesto, eso siempre hago”. Yo era quien ayudaba a todo el mundo. Lo hacía para agradarles. No tenía el magnifico cuerpo de otras y tampoco las habilidades cosméticas para maquillarme como modelo, pero tenía buena voluntad. No me escondía bajo mi imagen física, sino bajo la confianza. Todos podían confiar en la amable chica de cabello rizado, jamás la iban a rechazar por querer besar a Kimberly, a Denia, a Cristina, a Valeria…

Mi mano entró por debajo de su falda. No fue difícil por lo corta que era. Comencé a frotar. Por encima de la tela fina de encaje.

—¿Quién viene a la escuela con una tanga de encaje?

Su sonrisita sonrojada me mojĂł tanto como los besos.

—Si te molesta… —jadeó—, entonces quítamela.

Aun no. No quería hacerlo todavía. Me encantaban sus jadeos, sus resoplidos, sus intentos por no sonar tan excitada. Una compañera de clase la estaba masturbando en los baños. Por supuesto que eso era estimulante, y aunque pedía más, seguía sin aceptar lo que estaba pasando.

La empecé a besar en el cuello. Al principio lo hice porque así lo había visto en videos y en películas, pero después de un instante, y conforme mi mano la frotaba en la vulva, empecé a dejarme llevar. La besé y lamí como se me dio la gana. Lo hice en el cuello, en sus clavículas expuestas y bajé por el escote. Nunca un esternón fue más delicioso. El ritmo de sus gemidos iba en aumento. Sus manos, que hasta el momento no habían dejado de abrazarme (y de sostener la prueba de embarazo) levantaron su blusa casi hasta el cuello. Apartó su sujetador hacia arriba y yo, sólo le lancé una mirada honrada de recibir tal honor.

—Por favor…

Su tono de suplica me convenció se succionar. Fue como volver a un antiguo instinto casi olvidado. Había visto cómo se hacía, pero en el momento me dejé llevar por el vago recuerdo de lactancia y por lo que se me antojaba. Valeria se sostenía la blusa con una mano y con la otra se apartó la tanguita de encaje. Mientras yo succionaba, lamía y chupaba, mis dedos se empaparon en su lubricación para frotarla con más cuidado, velocidad y pasión.

Había leído mucho al respecto. Había visto mucho porno, pero era más confiable usar a los relatos eróticos como referencia. Era mi primera vez y quería hacerlo bien. Lo importante era el ritmo, pero su cosita estaba tan mojada que se apoderó de mí la necesidad de acariciar y frotar con el fin de provocar una respuesta en ella. Si gemía más, si olvidaba reprimirse, significaba que lo estaba haciendo bien. Entonces su clítoris era mi objeto de diversión, mi juguetito que la hacía agonizar con el mayor de los gozos. Lo descubrí rápidamente. Ella deseaba abandonar el miedo y la incertidumbre, así que sólo gemía y soltaba chillidos. Era lo mejor que podía hacer por ella, sacarla de este mundo.

—Nacy… —dejé de succionarle las tetas para ver su rostro enrojecido. Acercó su boca a mi oído— penétrame.

Sólo deslicé los dedos hacia abajo un poco guiada por su humedad. Sus pequeños labios me dieron la bienvenida en el momento en que hice entrar mi dedo medio y luego el índice. Sé que debí empezar por sólo uno, pero ella ya estaba tan deseosa que no pude contenerme. Me empapó los dedos hasta la palma de la mano, cosa que empeoraba con cada arremetida. Sentí su interior, cada pliegue, su maravillosa textura húmeda, cálida y responsiva. La exploré con la yema de los dedos y me aventuré a provocar diferentes reacciones en ella.

—Que rico, mandadera. Oh, sí, qué rico.

“Mandadera”, ese era mi apodo. Lo usaban quienes no me estimaban mucho. Lo usaban para humillarme por estar siempre resolviendo sus problemas. Siempre me había hecho sentir mal. Fingía que no, claro, pero siempre lo hacía, en mayor o menor medida. Y por primera vez, me mojó escucharlo.

Pensé en decirle un montón de apodos que usaban otras chicas para ella a modo de represalia. Por desgracia, no era mi estilo. Me molestaba escuchar que la llamaban “Putilla de esquina” o “levanta vergas”. Los chicos decían que si tuvieran el guante de Thanos pedirían un vaso de leche de las tetas de Valeria.

Y ahora yo era quien las tenía a mi disposición. Mis dedos la hacían gemir, me suplicaba por más, sus gritos iban en aumento y sus ojos estaban en blanco. Todos esos idiotas deberían tenerme envidia. Yo ya no era la puta mandadera. Me estaba cogiendo a la mismísima Valeria Andrade, la más deliciosa de la escuela. Mi boca había estado en su boca, su cuello, sus tetas, su…

Aún faltaba algo más.

Saqué mis dedos. Ella quiso protestar, confusa por la interrupción de su placer, pero de inmediato vio qué quería hacer. Me puse de rodillas en ese sucio baño y mi boca pasó debajo de su falda. Valeria se apoyó contra la pared de cubículo y con una mano no sólo apartó su ropa interior, sino que abrió sus labios vaginales. Creo que con la otra se tapó la boca, porque no la escuché gritar sin amortiguar el ruido.

Mis labios se unieron una vez más a los suyos, sólo que ahora a los de abajo. Mi lengua la saboreó también de forma instintiva, aunque nunca hubiera hecho algo parecido. Hice lo que me habría gustado que me hicieran. Lamí desde el limite con su ano hasta el capuchón del clítoris como si se tratara de un helado. Su lubricación, aquellos jugos mágicos llenos de hormonas, me supieron a gloria, dulce y salada al mismo tiempo. Con cada lamida culminada en el clítoris había más de ese néctar que me empapaba las mejillas, la barbilla e incluso la nariz.

—¡Dios mío, Nancy! —Exclamó, pero de inmediato se volvió a tapar la boca— ¡Sigue, sigue! ¡No pares!

Lamí de abajo hacia arriba, pero también me detenía para succionar, besar y dar pequeños mordisquitos. Era un espacio tan pequeño y aun así tenía tanto espacio para maniobrar con la cabeza. Había orinado recientemente, pero la lubricación desde su interior había limpiado todo como si de una bienvenida se tratara. Me sabía cada vez mejor. Me había probado mis propios jugos y no se parecían en nada a los de ella. Los suyos eran intoxicantes.

Me dejé llevar por su sabor, su olor, sus hormonas y feromonas. Estaba ebria o lo que sigue. Entré en otro mundo, uno donde el ritmo era dictado por sus gemidos, su respiración y lo mucho que le gustaba. Entre más me sumergía, ella perdía más la capacidad del habla. Se iba a otro mundo. Se iba, o, mejor dicho, se venía.

Su orgasmo se materializĂł en forma de un chorrito transparente justo en mi barbilla. Su grito fue amortiguado por la palma de su mano, pero aĂşn asĂ­ supe que fue tan intenso que habĂ­a alertado a todo el tercer piso.

Para cuando me levanté, ella jadeaba con el rostro acalorado y el cabello pegado a su sien por el sudor. Me miraba con un tipo de deseo que no había visto jamás. Era como un agradecimiento combinado con satisfacción y una suplica por más, a pesar de sus piernas temblorosas.

—Nancy…

Me adelanté a cualquier palabra que fuera a decir después de mi nombre:

—Todo estará bien. Ya veremos cómo arreglarlo.

Abrí la puerta del cubículo y fui directo a los lavamanos. Me mojé la boca, la barbilla y el cuello para limpiar un poco el olor a vagina, muy a mi pesar. Me lavé las manos y también humedecí un poco mi camiseta para emparejar el color de las manchas de las gotas de la fina, pero deliciosa, eyaculación de Valeria. No la miré hasta que ella, me rodeó por detrás y apoyó su rostro contra mi espalda.

—No le dirás a nadie, ¿cierto?

Eso era lo que querĂ­a evitar: palabras dolorosas.

—Hay quienes nos escondemos bajo el maquillaje, y hay quienes lo hacemos bajo una camiseta oversize y ayudando a otros. No tienes que preocuparte por mí.

Después un momento para arreglar su ropa y de retocar su maquillaje, decidimos regresar a la clase, la cual ya debía estar por acabar. Bajamos las escaleras en silencio y respirando con más claridad que nunca. Se le veía más tranquila, incluso radiante. Se veía esperanzada a pesar de ser una adolescente embaraza y sin el bachillerato terminado.

—Oye, Nancy —me dijo justo antes de entrar al salón. La profesora daba clases sin mirar hacia afuera —. No quiero abusar de tus buenas intenciones, pero si vuelvo a necesitar ayuda, ¿lo volverías a hacer?

La miré de abajo hacia arriba, sobre todo a sus largas piernas bronceadas.

—Siempre que lo necesites.