June 6, 2022

Las vacaciones de una profesora libidinosa

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  • La verdad es que ya no me veía a mí misma como una mujer en edad de seducir y flirtear con los hombres, y menos con uno tan joven, pero considerando lo ocurrido el verano pasado, supongo que todavía debo conservar algún encanto.

El verano de 2021 marcó un antes y un después en mi vida. Fue, como se suele decir, un punto de inflexión. Pero antes de nada, déjenme presentarme. Me llamo Carmen, vivo en una provincia del interior de España y tengo 51 años. Me casé nada más terminar mis estudios de Matemáticas, pues mi novio era un hombre nueve años mayor que yo que y ya disponía de casa y trabajo. Enseguida comencé a hacer sustituciones en aulas agrupadas y colegios rurales, y cuatro años más tarde aprobé la oposición. Estuve veintitrés años casada y tengo dos hijos de ese matrimonio: Emilio, de veintiún años, y Santiago, de dieciocho.

Aunque fui una joven vergonzosa y algo engreída, las vicisitudes de la vida me han transformado en una mujer abierta, resuelta y desinhibida, y como mis hijos ya van a su aire, dispongo de mucho tiempo para mí. Me gusta salir a caminar con mi perro, cosa que suelo hacer junto a unas amigas dos veces a la semana. También suelo pasear en bicicleta y leo una novela o dos al mes, de cualquier género, y disfruto viendo buenas películas, cuando no me duermo a la mitad.

En verano dispongo de dos meses de vacaciones y, en cuanto acaba el curso, estoy tan harta de todo que me marcho inmediatamente a la playa. Toledo me encanta, pero el ajetreo de las ciudades me agobia cada vez más. Después de las evaluaciones necesito desconectar, así que al final paso prácticamente todo el verano en el bungalow que tenemos en la playa, muy cerca de Campello.

El año pasado no fue una excepción. Mi ex marido sólo se cogió vacaciones las dos últimas semanas de agosto, y esa quincena yo me fui a visitar a Emilio a Londres, donde éste se había marchado a trabajar e intentar mejorar su inglés. De modo que pasé la mayor parte del verano en el bungalow con la única compañía de Santiago.

A lo largo del verano regresé un par de veces a Toledo, más que nada por visitar a mi padre a la residencia de mayores donde vivía. Su cuerpo parecía haberse fosilizado, pero su alma se había desvanecido casi por completo a causa del alzheimer. La pérdida de sus recuerdos lo había convertido en eso, un cuerpo casi vacío. Él, que nunca había estado delgado, recordaba ahora a un prisionero de un campo de concentración. En su fase terminal, la enfermedad había eliminado la sensación de hambre. Una de las veces que fui a verle, le pedí permiso a la auxiliar para darle de comer, pues el pobre ya ni siquiera sabía utilizar la cuchara. Sus ojos curiosos trataban de averiguar porque esa extraña que le metía el puré en la boca le resultaba vagamente familiar, sin caer en la cuenta de que yo era su hija, aunque puede que ya ni siquiera recordara qué es una hija.

Me levantaba con los primeros rayos de sol y, dependiendo de si hacía mucho viento o no, salía a caminar o cogía la bici. Estaba un par de horas por ahí y después bajaba a la playa, me daba un baño antes de que se llenase de gente y volvía a casa. Después de almorzar mi sagrada tostada de pan con aceite y sal, solía salir a comprar lo necesario para preparar la comida y la cena de ese día. El rato que nos sentábamos a la mesa era prácticamente el único momento del día en que veía a mi hijo. Él tenía su pandilla allí, y entraba y salía de casa constantemente.

Después de comer me echaba una siesta fugaz, un duermevela en realidad. Por la tarde prefería bajar a la pequeña piscina que tenemos en el jardín. Allí disfrutaba del sol tanto o más que del agua, y de un buen gin-tónic. Así, sorbo a sorbo, mi pequeño pero bonito cuerpo (1,55 de altura y 47 kilos) se bronceaba. Al atardecer solía quedar con mis amigas para cenar algo ligero por ahí o para tomarnos algo en alguna de las maravillosas terrazas del paseo marítimo, dependiendo de lo que nos apeteciera.

Como digo, apenas sí pasaba un rato con mi hijo pequeño en todo el día. A no ser que quedase temprano para jugar al tenis o al voley o al futbol-playa, Santiago dormía toda la mañana. Comíamos juntos y después se iba con los amigos, cuando no venían ellos a casa a jugar a la videoconsola. Y por las noches salía siempre.

La noche no era sólo silencio y el tic-tac de mi viejo reloj despertador en la mesilla. De vez en cuando Santiago no regresaba a solas de madrugada. Ya había aprendido a distinguir los sonidos: roces, gemidos, pequeños estertores, y sabía lo que significaban desde siempre. Los hombres montaban a las mujeres como lo hacían todos los animales, incluso los pájaros. Entonces yo me acordaba de mi padre, desahuciado en una residencia de mayores, y me alegraba de que mi hijo disfrutara de esa época maravillosa y efímera que es la juventud.

El verano avanzaba día a día como un velero en alta mar empujado por un viento plácido y suave. Fueron unas vacaciones tranquilas hasta que una tarde, estando en la piscina tomando el sol, escuché un chasquido detrás de los arbustos que rodeaban la casa. Me giré y me pareció ver a alguien que se escondía. Se suponía que Santiago y sus amigos estaban jugando con la Nintendo. Tenían completamente prohibido fumar dentro de casa, así que cada cierto tiempo un par de ellos salían fuera a fumar.

Tardé en decidirme, pero al final me levanté de la tumbona y fui a ver detrás de los arbustos. Ya no había nadie, pero encontré una colilla en el cenicero que todavía humeaba. Estaba claro que alguno de los amigos de mi hijo suyo había ido hasta la parte de atrás y me había visto tomando el sol. La verdad es que en ese momento no le di mayor importancia, salvo por el detalle de que la colilla no estuviera completamente apagada. Con todo, en lugar de ir y echarles la bronca en ese mismo momento, opté por esperar y comentárselo más tarde a Santi para que fuera él quien advirtiera a sus amigos que si fumaban, debían apagar bien las colillas. Y es que, en el fondo, no deseaba que aquellos chicos me vieran como una señora gruñona y aguafiestas.

Por desgracia, lo que tenía que quedar en una anécdota, volvió a ocurrir justo la tarde siguiente. Y a la otra, y cada vez que los amigos de mi hijo iban por allí a pasar las horas más calurosas del día. Comencé a sentirme observada mientras tomaba el sol, siempre después de mi chapuzón habitual. Lejos de ponerme paranoica, a mí esa situación me resultaba súper excitante. A toda mujer le gusta saberse deseada, aunque sea por unos jovencitos con las hormonas descontroladas.

Yo misma, siendo una adolescente a la que no acababan de crecerle las tetas, había fantaseado con ser instruida sexualmente por un hombre mucho mayor que yo, nuestro vecino, y es que una de las paredes de mi habitación lindaba con el dormitorio del matrimonio de al lado. En la quietud de la noche, era imposible no apreciar los gemidos y jadeos de su esposa. Debían ser una pareja muy activa sexualmente, desde luego mucho más que mis padres. Siendo una muchacha bastante sugestionable, sabía por aquellos quejidos ahogados y sollozos que mi vecino tenía todo lo que una hembra necesitaba. Pero la triste realidad era que si por casualidad coincidía con aquel hombre en el ascensor, apenas si lograba contener mi estupor y respirar. Era una sensación muy parecida a una crisis de angustia, de las que por aquel entonces yo entendía bastante.

Sufrí ataques de pánico desde los doce hasta los treinta años, no todo el tiempo, por fortuna, sino articulados en torno a tres periodos, cada uno de un año o año y pico de duración: el primero, como digo, a los doce; otro, a los veintiuno y; el último, a los veintinueve. Lo mío, en fin, no era la depresión, sino la angustia. Pero cuando dices que has sufrido crisis de angustia o ansiedad, la gente que no ha navegado por ese mar oscuro no entiende de lo que hablas. Creen que te refieres a estar estresada, a preocuparte demasiado, a comerte la cabeza por algo. Al contarlo a mis amigas, las veía mirarme con indiferencia mientras pensaban: “Ah, bueno, eso también me ha sucedido a mí”. Pero no, no les había sucedido. Un ataque de pánico es otra cosa. Sin preverlo ni pensarlo, de pronto te ves rota, inútil, atónita, indefensa, herida por un dolor indecible, apartada de tu propia vida y de tu realidad, y por mucho tiempo. Es así como la crisis mental se abate sobre ti. Parece venir de fuera y te secuestra.

Con los años supe que en todos los problemas psicológicos que sufrí en mi juventud había un problema en el cableado. En cuanto supe que mis sinapsis no se comunicaban de forma adecuada, entendí mucho mejor el funcionamiento de mi cerebro. A mí me encanta bailar, dibujar, escribir, cantar, viajar y, según un célebre estudio psiquiátrico, las personas creativas tenemos hasta cuatro veces más posibilidades de sufrir un trastorno bipolar y hasta tres veces más de padecer depresiones. Es como jugar con unos dados trucados: tienes muchas posibilidades de que te toque. Eso sí, ese mismo estudio también nos atribuye unas altas dosis de fogosidad, entusiasmo y energía, por paradójico que esto parezca, y si no que se lo pregunten al jefe de mi ex marido.

Se trataba de un tipo mayor, quizá sesenta y algo. El pelo, muy corto y cano, cuyo bronceado cuerpo era un asombro; probablemente había sido deportista en otro tiempo y seguía manteniendo una forma física increíble. No pude por menos que fijarme en él cuando nos presentaron. Ya el roce casual de sus dedos me provocó un calambrazo. No pude evitar seguirlo, primero con la mirada y luego con todo mi cuerpo. Y entonces aquel primer beso robado. ¡Oh, sí! Y después esa manera de zambullirse dentro en mí, y el olor de su cálida piel. ¡Ñam! ¡Ñam!

Los que somos creativos tenemos mayor desinhibición que los que no lo son. De niños, todos poseemos una imaginación desbordante capaz de imaginar una infinidad de realidades posibles, de fantasear. Por eso cogíamos un pequeño juguete y nos inventábamos que era un avión de verdad o mejor aún, que lo pilotábamos nosotros. Pero al llegar a la pubertad, se nos empieza a decir que esas fantasías son cosas de críos pequeños que hay que dejar atrás. Y eso hace la mayoría, atenuar su imaginación, salvo unos cuantos que seguíamos pilotando aviones.

Retomando el hilo de este relato, estaba claro que algún amigo de mi hijo me espiaba a diario aprovechando que salía a fumar. El problema era que no sabía quién era de todos ellos. Mi inquietud mental me hizo creer que quien me espiaba era Jaime, un chico dos años mayor que mi hijo. Era un jovencito que trabajaba como dependiente en una heladería, aunque no lo necesitaba, pues era hijo de una familia muy bien situada. Era guapo a rabiar, y lo sabía. Iba de guapito y resultaba un poco pedante, pero la verdad es que físicamente era irresistible. De rostro varonil y ojos verdes, era alto, moreno, atlético, tenía unas manos enormes, lo que casi siempre implica un buen augurio para una mujer, y una suculenta y traviesa sonrisa…

No entendía qué me pasaba. Echando una mirada hacia atrás, recordé como mi deseo sexual había permanecido aletargado durante años, para acabar despertando de forma abrupta en aquella cena de empresa. Después de la maternidad, el trabajo, la hipoteca, la familia y la maldita rutina, el sexo había pasado a ser algo completamente secundario. Entonces la relación con mi esposo ya era otra, él era el compañero, el socio en casa, nada más. Apenas lo hacíamos y, cuando ello sucedía, todo era muy sincronizado, breve y funcional. Ahora me doy cuenta de que, simplemente, había dejado de desearle. Aunque sentía que él me apreciaba, el deseo y el sexo se habían desvanecido de nuestra relación de pareja como si se tratara de algo natural.

Y de repente, ahí estaba yo, imaginando que el amigo de mi hijo se excitaba mientras me observaba tomando el sol. No sentí un ardor lascivo, ni lujurioso, pero sí fue una situación muy excitante, erótica y, ciertamente, lúbrica. Por suerte aquella aventura extraconyugal, de la que mi esposo nunca llegó a enterarse, me enseñó a no avergonzarme de mis emociones a pesar de la edad que ya iba teniendo, o quizá precisamente por ello, porque una mujer madura debe vivir con intensidad esos efímeros momentos de felicidad.

Puede que la diferencia entre la creatividad y lo que llamamos locura sea tan solo cuantitativa, que la sociedad tolere e incluso valore cierto grado de excentricidad y genio, y que a partir de ahí te aparte y margine. De un tiempo a esa parte, yo dejaba volar libremente mi imaginación. Esa imaginación frondosa y sin podar es el típico regalo de las malditas hadas madrinas de los cuentos infantiles, que llegan a los bautizos sin ser percibidas y dejan a ciertas criaturas un regalito envenenado. Serás muy bella, pero caerás cien años dormida. Serás muy valiente, pero te convertirás en rana. En fin, todo lo bueno tiene un precio. Y cuanto más bueno, más caro es, porque una mente maravillosa e incontrolable como la mía a veces te hace pasar verdaderos tormentos.

Por mucho que tratase de evitarlo, cada tarde sucedía lo mismo. Un chasquido detrás de un arbusto, o el olor del humo del tabaco, bastaban para hacer que mi imaginación volara y me excitase terriblemente. Llegó un punto que, aunque esa tarde mi hijo y sus amigos no estuvieran en casa, yo fantaseaba con ese joven desconocido hasta convencerme a mí misma de que me estaban acechando en secreto. Esas veces eran, de hecho, las únicas en que atravesaba los límites de lo correcto y terminaba masturbándome como una adolescente.

Los pezones se me endurecían con la mera idea de hacerlo, y de que alguien me viera. Mis senos iban adquiriendo turgencia con cada imagen que se formaba en mi cabeza. El joven arrebatador tras los setos devorándome con la mirada. Su miembro revelándose, abultando su paquete, pidiendo guerra. Una mano que liberaba de su prisión aquel artefacto enhiesto y amenazador. Otra mano, esta vez mía, que se deslizaba reptando cual serpiente bajo la tela del bikini. La turbadora sorpresa de encontrar mi sexo chorreando. Un dedo que intenta suplir el deseo de tener aquella maravilla masculina en la boca, y dos dentro de mi sexo. Unos ojos jóvenes admirando mi plenitud alborotada. La picazón que no deja de crecer por más que hago. Mis dedos que ya no saben si entrar o salir, si frotar o pellizcar mi sexo. Y por fin, cuando temo que no habrá nada capaz de aliviar el ardor que siento, un impresionante orgasmo que sacude todo mi cuerpo y lo hace temblar como un inmenso cataclismo de gozo.

Hasta que llegó aquel día de mediados de julio en que la brisa soplaba de forma especialmente suave y agradable. Para entonces ya no era capaz de dormir la siesta a no ser que estuviera suficientemente cansada. Esos días me limitaba a divagar echada en la tumbona, anticipando la excitación y la humedad.

Y ahí estaba yo, tostándome bajo el sol, cuando percibí un movimiento entre los arbustos. “Mi admirador”, supuse. Pero ese día todo fue distinto. Fue como si mi cuerpo se revelara en contra de toda sensatez, hasta tomar el control de mi voluntad. Había jugado con fuego, y todo se me fue de las manos.

Sabía que me estaban observando, casi podía percibir el olor de las feromonas masculinas. No se trataba de un aroma tan intenso como el de mi sexo, pero sí muy dulce y atrayente. Sin reflexionar, me deshice de la parte superior de mi bikini y, sin saber como, me sorprendí a mí misma masajeando sensualmente mis pechos con el pretexto de extenderme aceite bronceador.

Mi desquiciada anatomía anhelaba que aquel joven se atreviera a acercarse y tocar mis senos con la yema de sus dedos. El bronceado de mis pechos era tan perfecto como el del resto de mi piel, y lo era gracias a él, a lo mucho que había tomado el sol para exhibirme. De hecho, siempre me he sentido muy orgullosa de mis senos. No son grandes, ni tampoco pequeños, así que deben ser del tamaño perfecto. Eso les ha permitido conservar relativa firmeza a pesar de la edad y de haber dado de mamar a dos bebés. Su tono tostado hacía que las areolas no parecieran tan oscuras. En realidad, lo que destacaba en ellos era el tamaño de mis pezones, pues son grandes como la falange de un dedo. Un pezón de primera, del que mamaron mis dos hijos, y que ahora sollozaban por que aquel muchacho los succionase.

De jovencita mis grandes pezones me habían acomplejado bastante, pues a nada que me descuidaba se marcaban bajo la ropa. Pero ahora, ahora me imaginaba a Jaime detrás de los arbustos, deseándome, y me sentía orgullosa de aquel reclamo. Estuve un rato en la tumbona, sonriendo con los ojos cerrados, alardeando de su tiesura.

Tenía unas ganas locas de tocarme, pero entonces escuché la algarabía de los chicos y, seguidamente, oí el portazo de la cancela del jardín. Mi hijo y sus amigos se alejaron riendo y dando voces. Me sentí muy frustrada, notaba que había mojado la braguita del bikini, pero me había quedado compuesta y sin mirón. Estaba sola, así que decidí darme una ducha para lavarme un poco. Al pensar en ducharme hice algo que no había hecho jamás, me quité la braguita del bikini y me quedé desnuda en el jardín.

Me reí de mi atrevimiento y caminé hasta la ducha. Abrí el grifo y dejé que me lloviera encima. A pesar de llevar allí casi un mes me seguía sorprendiendo lo caliente que salía el agua. La radiación solar había hecho que el agua del interior de la manguera cogiera una temperatura semejante a la mía. La sensación fue tan placentera que, en vez de enjuagar mi sexo, comencé a masturbarme. Con los ojos cerrados, me concentré en disfrutar del templado líquido resbalando por mi piel y emprendí un tierno masaje entre mis muslos. Aquello era una auténtica gozada. El fuego que ardía dentro de mí había hecho inflamarse mis labios mayores, de modo que ahora brotaban de mi vulva como las delicadas alas de una mariposa. Siempre me había resultado bochornoso el escandaloso modo en que esa parte de mí delataba mi deseo. De muchacha siempre había sentido pudor de mostrar mi sexo, incluso a mis amigas, pero pasar por el paritorio le hace perder a una todo decoro. Pero, por otro lado, estaba segura de que nunca me había masturbado tan a menudo como esas dos semanas.

Cuando un primer gemido escapó entre mis labios, hube de agarrarme al tubo de la ducha para mantener el equilibrio. Terminé poniéndome en cuclillas mientras, con los ojos cerrados, imaginaba a aquel muchacho tendido en el suelo justo debajo de mí. Mis dedos volaban a ras del clítoris como lo hubiera hecho la lengua de Jaime, cuando, de repente…

— ¡Mira a quién he pillado espiándote!

Aquella voz me dio un susto de muerte, tanto que grité igual que una chiquilla.

Lo siguiente que escuché fueron las carcajadas de mi ex marido, mofándose de mi estupor y de mi fútil y ridículo intento de taparme con la única ayuda de mis manos y brazos.

Alberto tenía a Jorge cogido del cuello igual que si se tratara de un conejo. Aquel chico era, no en vano, el más bajo y flaco de la cuadrilla de mi hijo.

— Estaba subido a un cubo y al asustarse se ha caído —dijo mi ex, señalando las rodillas del chico.

Jorge tenía un corte en la rodilla y estaba sangrando.

— ¡Por Dios! —exclamé olvidándome de todo lo demás.

— Yo no… Es que… Ufff... Ha sido sin querer, señora —balbuceó intentando disculparse.

— Hay que curarte eso ahora mismo —zanjé de inmediato, antes de volver a ponerme la braguita del bikini.

Lo cogí del brazo como si fuera un niño y me lo llevé hacia el cobertizo. Casi no podía ni andar.

— Vamos, pasa. Aquí hay un botiquín.

— No hace falta, señora —dijo intentando zafarse— Estoy bien, señora.

— ¡Jorge, entra si no quieres que me enfade!

Le acompañé y fui a buscar el botiquín. Luego me arrodillé frente a él y empecé a desinfectar la herida con yodo.

— ¡Pero bueno Jorge, qué estabas haciendo!

— Nada, señora, de verdad.

— ¡Como vuelvas a llamarme señora te cortaré la pierna! ¿Lo has entendido, mocoso?

— Lo siento, señora… digo… Perdón, doña Carmen —respondió nervioso y sudando profusamente.

— ¿Pero no os habíais ido?

— Bueno, sí, pero yo…

— ¿Tú, qué?

— Yo… es que… buf… Es que estaba espiándola, y ellos ni siquiera se han dado cuenta de que no estaba —confesó al fin— Lo siento mucho, de verdad. No era mi intención. Doña Carmen, no se lo diga a mi madre, por favor.

— Bueno, ya veremos —resoplé haciéndome la enfadada— Pero estate quieto.

Terminé de limpiar y desinfectar la herida y, como ya había dejado de sangrar, le puse un esparadrapo para tratar de unir los bordes y que no le quedara demasiada cicatriz. Entonces dio un respingo.

— Perdona, ¿te duele mucho?

— No, no.

— ¿Y estabas espiándome?

— Sí —admitió completamente ruborizado.

— ¿Me habías espiado otras veces?

— Sí, llevo todo el verano espiando detrás de los arbustos.

— ¡Así que eras tú!

— Sí.

Por una parte, mi fantasía de que Jaime fuera mi admirador se esfumó. Menudo chasco. Pero por otra, mentiría si no reconociera que me encantó que un jovencito me estuviese espiando.

— Voy a vendarte la rodilla, pero si mañana te duele, vas al médico.

Terminaba aquella frase cuando, al mirarle, le pillé mirándome las tetas. Sonreí, pues me sentía ciertamente adulada.

— ¿Y por qué me espías? —inquirí entonces, de manera maliciosa.

— ¡Por qué va a ser, mujer! —prorrumpió entonces mi ex— Porque sigues estando bien buena. Y si no, dile que te enseñe lo que tenía en la mano cuando lo he descubierto.

— Pues que sepas que eres un poco ruidoso —le dije al muchacho, ignorando el comentario de Alberto.

— Lo siento, doña Carmen.

— No te preocupes —le tranquilicé— Y, ¿sólo me espiabas tú?

— Sí —aseveró, afirmando también con el movimiento de su cabeza— No se lo diga a su hijo, por favor. Si se entera me mata. Yo decía que salía a fumar y me ponía espiar. Los demás no lo saben.

— Pero hijo, ¿es que no tienes novia?

— ¿Yo? ¡Que va! —resopló.

— Entonces, ¿eres virgen? —pregunté sin pensar. Ser tan directa me había traído más de un problema.

— Yo, bueno… Sí —admitió, rojo como un tomate.

— Perdona, no tenía derecho a preguntarte algo así. Eso es personal, disculpa.

De repente vi cómo se revolvía, visiblemente nervioso, y en ese preciso momento se hizo evidente que algo había crecido debajo su bañador.

— ¡Pero hijo, te has empalmado!

— Sí, claro. Un poco…

— ¡Un poco bastante, me parece a mí! —hube de reconocer a tenor del tamaño del bulto que saltaba a la vista, mi vista, cada vez más.

— Vamos a ver… —dije en cuanto terminé el vendaje— Veo que no les quitas ojo a mis tetas, y supongo que habrás estado mirándome durante semanas. Es más, estoy segura que siempre vuelves a tu casa con dolor de huevos, ¿verdad? Así que hagamos un trato: yo no le diré nada a nadie, pero a cambio quiero que me dejes que te alivie.

— Pero, señora…

— ¡Ni peros ni peras! —clamé.

Me puse en cuclillas y, sin más, le agarré el bañador por el elástico y se lo bajé de un tirón hasta las rodillas. En contra de lo que yo había supuesto, un cipote enorme saltó ante mis ojos. Aquel era un chico barbilampiño y enclenque, de modo que yo había supuesto que tendría una picha de doce o trece centímetros como máximo… Pero estaba totalmente equivocada, a pesar del poco bulto que hacía el muchacho, de cintura para abajo era todo un hombre.

— Mira chico, cuanto antes aprendas que las mujeres también tenemos necesidades, mejor, y por tu culpa soy yo la que lleva semanas más caliente que una plancha. Así que ahora vas a ser bueno y me vas a dar lo que necesito, o sino haré que Santi se entere de todo.

No tuvo opción de protestar, y si lo hizo, no me di por enterada. Estaba demasiado ocupada, pues tenía aquel hinchado glande contra el paladar, llenándome la boca. Con todo, mi lengua viperina se las apañó para deslizarse por algún resquicio y hurgar alrededor de la unión entre el capullo y el grueso tallo de aquella flor.

— ¡Qué delicia! —alabé con efusión— Hace meses que no pruebo una de éstas, así que no te preocupes si te corres en mi boca. Me muero de ganas de probar tu semen.

El muchacho asintió con cara de pasmo, la boca abierta como un besugo. Al contemplarle de arriba a abajo, verifiqué mi primera impresión. El amigo de mi hijo tenía una verga excesivamente grande en comparación con su complexión física. No es que fuera enorme, pues mediría entorno a dieciséis o diecisiete centímetros, pero resultaba llamativa en el cuerpo de un chico tan impúber.

— Tienes una polla fabulosa —dije, sonriente— ¿De verdad que nunca te la han chupado?

El joven cambio la dirección de su movimiento de su cabeza para indicar que no.

— Pues no te preocupes, en cuanto lo haga la primera, todas querrán hacerlo —le dije con convicción antes de retomar la tarea, que no era otra que mamar aquel flamante pollón duro como el acero.

Arriba y abajo, mis labios se fruncían con ansia alrededor del inflado glande del muchacho. Mi acompasado vaivén no tardó en provocar sus jadeos. Entonces, en un deliberado y malicioso intento de hacerle perder el control, engullí su falo tanto como fui capaz. Oí un quejido ronco al mismo tiempo que notaba la punta de aquel tesoro titilar en mi úvula.

Ronroneé como una gata, feliz con el ratón que tenía entre mis fauces. Aunque la tenía aferrada por la base, la porción de su miembro que restaba era suficiente para saciarme. Además, ese viejo truco prevenía que aquella cosa se adentrara en mi garganta al menor descuido.

Salvo su miembro viril, aquel muchachito no me resultaba para nada atractivo. Sin embargo me excitaba aquel juego donde, para variar, yo era la absoluta dominadora. Cabeceé presa de la pasión, gozando de aquella verga a mi antojo e indiferente a si a él le gustaba lo que le hacía o no.

Sin embargo, cuando el muchacho tomó uno de mis senos con su mano derecha, no pude evitar mirarle con devoción. Al tiempo que observaba con meticulosidad mi quehacer femenino, comenzó a masajear con suavidad mi pecho. Aquel chiquillo tenía temple y madera de matador, de eso no cabía duda.

— ¡Vaya, vaya! ¡Si que tienes aguante! —dije realmente sorprendida— Pero ya te he dicho que no hace falta que te contengas…

La mesura y el autocontrol de aquel joven me desconcertó hasta tal punto que ya sólo pensaba en hacerle eyacular. Entrelacé entonces los dedos de mis manos detrás de mi espalda y, utilizando un tono de voz sumamente tórrido, le insté a follarme la boca.

Yo creía que el chaval se ofuscaría y comenzaría arremeter como un poseso, pero Jorge volvió a dejarme desconcertada. Ahí estaba yo, la mujer experimentada recibiendo una lección magistral por parte de uno de los amigos de su hijo. Yo, que pensaba que ese muchacho no tardaría ni dos minutos en correrse, no paraba de babear con ese enorme pene entrando y saliendo de mi boca con total parsimonia. Me sentía igual que una de esas perras a punto de comer, relamiendo el hueso que tenía metido en la boca, e incapaz de retener los profusos filamentos de saliva que iban desbordando mis labios.

Cuando peor estaba, pues me hallaba a merced de aquel zángano follador de reinas. Cuando me había entregado voluntariamente a él y a su falo, todo empeoró de modo definitivo y la última brizna de esperanza de salir de allí con algo de dignidad se me escapó de entre las piernas.

De pronto, mi ex marido se transformó en ese hombre soñado, dominante y despiadado, a quien yo siempre había añorado en nuestro lecho conyugal. Con sigilo de depredador se colocó detrás de mí y, desde ahí, coló una mano entre mis muslos. Ni que decir tiene que mi entrepierna se hallaba en un estado lamentable. Mi sexo pringó sus dedos de un borbotón, pero, diestro como era, Alberto no tardó en dar con lo que buscaba.

Gemí rogándole que continuara, y él, tras hacerse desear unos instantes que se me hicieron eternos, accedió a mi petición. Sus dedos encontraron mi clítoris y comenzaron a jugar con él con inmensa suavidad y un ritmo firme y deliberadamente lento.

Pronto comenzó a faltarme el aire, pero aún así gemí para instarles a continuar. Ninguno de ellos se hizo de rogar, accedieron a mis requerimientos de mil amores. Mi ex marido atormentó mi clítoris con inmensa destreza, con un ritmo tan lento como contundente y entonces, Jorge gruñó y empezó a derramarse. Comprendí pues que era yo quien se encontraba sometida a esos dos hombres, que mientras el veterano me arrojaba al orgasmo con sus dedos, el joven no paraba de verter su ardiente simiente en mi boca.

Entre uno y otro me hicieron sentir la mujer más colmada del mundo, henchida de placer entre las piernas y atestada la boca de esencia de hombre. Mi pecho latía desbocado, subiendo y bajando atropelladamente, dominado por la urgente necesidad de oxígeno. Como tenía la boca más que llena, las aletas de mi nariz se desplegaron, pero al final mi respiración se entrecortó, me sentí desorientada un instante, sin habla, estallando en un orgasmo como no había sentido jamás. Y entonces debí desmayarme.

Cuando abrí los ojos, vi que estaba tumbada de costado sobre las frías baldosas del cobertizo. A mi lado había un pequeño charco que, de algún modo, yo debía haber vomitado, pues aún notaba ese extraño gusto en la boca. No era la primera vez que el delirio sexual me dejaba aturdida, pero por suerte mi ex marido estaba allí y me había colocado en la posición adecuada para que no me ahogara.

Oía hablar a mi alrededor, pero no entendía qué estaban diciendo. Qué excitante era sentirme tan deseada. Mis manos estaban temblorosas, toda esa situación empezaba a superarme. Fue en ese trance cuando decidí que adoptaría sexualmente a aquel muchacho inofensivo pero bien dotado. Con sus cualidades anatómicas y sus facultades innatas lo formaría hasta convertirlo en el mejor amante que hubiera existido. Mi cuerpo en plena madurez sería su academia.

— Hola —dije, más que nada para que se percataran de que había recobrado el conocimiento.

— Hola, cielo —contestó mi ex— ¿Qué tal estás?

— ¡Pufff!

Vi entonces que el chico se sentaba en un cubo de pintura a un gesto de Alberto. Entonces, él se acercó a mí y acarició con ternura mi costado. La verdad era que a pesar de su alopecia, mi ex conservaba todo su atractivo.

Me ayudó a levantarme, pero después de permitir que me besara, le hice darse la vuelta. Yo sabía que él era una persona diferente cuando estaba conmigo, más auténtico. Desde atrás le desabotoné la camisa y luego los pantalones vaqueros. Tuve algo más de dificultad con la ropa interior, ya que la erección de Alberto opuso cierta resistencia. Nos reímos. Conseguí doblegarlo y el bóxer también cayó. Mis manos se pasaron por su abdomen, disfrutando del increíble abdomen de ese hombre, que había empezado a sudar por el calor que hacía dentro del cobertizo. Las palmas de mis manos resbalaron sobre su piel, descendiendo hacia su sexo. Él quiso darse la vuelta, pero yo se lo impedí. Lo empujé contra la pequeña ventana y la humedad de su respiración quedó impresa en el cristal. Alberto volvió la cabeza y me miró a los ojos, tenía el rostro enrojecido a causa de la alta temperatura y el frenético correr de su sangre. Aceptó quedarse así mientras yo pegaba mi cuerpo al de él. Nuestras respiraciones, cada vez más agitadas, se sincronizaron. Sentí la rigidez de mi ex marido entre las suaves palmas de mis manos, sus músculos tensos en contacto con mi piel. Lo olí y besé su espalda por puro instinto. Me acerqué aún más y empecé a masturbarlo cada vez más deprisa, sin que él ofreciera resistencia.

Al cabo, sentí como Alberto palpaba mi muslo. Sentí el rubor, la urgencia, el deseo, la falta de aliento, el sexo de mi ex en mi mano y la desazón en mi entrepierna. Sus dedos volaron hacia mi monte de Venus buscando el clítoris, acariciándolo de forma suave al principio, y más y más agitada después, hasta volverse frenética.

— ¡En cuatro, conejita! —exigió no más se hubo dado la vuelta.

No pude pensármelo, mis rodillas se doblaron de inmediato. Apoyada sobre ellas y las palmas de las manos, me situé de cara a Jorge, que nos admiraba sin perder detalle. Al mismo tiempo que, de una parte, mi ex marido se adentraba en mi sexo hasta alcanzar mi alma, de la otra brotó un sollozo de admiración. Dieciocho centímetros, bien medidos, suelen causar una gran impresión a una dama por muy mojada que ésta esté.

Mi ex marido se puso de rodillas detrás de mí y me tocó. Abarcó mis nalgas con ambas manos y las separó… Cuando me la metió yo sabía que no se había puesto condón, pero no me importó. Me desconocí… Mi ex comenzó a montarme como yo no recordaba que lo hubiera hecho nunca, tomándome de las caderas y empotrándome no demasiado aprisa, pero sin contemplaciones.

Me penetró profundamente, haciéndome enloquecer. Mucho más corpulento que yo, me cabalgó con sus manos aferradas a mis hombros, haciendo que mis gráciles pechos se bambolearan en la cara de nuestro joven invitado y, tras convertir mi sexo en una especie de masa embarrada, chapoteó el ella como un niño travieso.

— Esta postura me mata, ya lo sabes —murmuró sin dejar de entrar y salir, pues sintió que estaba por acabar.

Alberto mostraba una virilidad desconocida para mí, pero entonces se detuvo, apoyó la cabeza sobre mi espalda y luego me la sacó despacito. Entonces sus dedos me acariciaron las mejillas, los labios...

— Vamos a tomarnos un respiro, preciosa, porque no puedo controlarme… —dijo, y luego su cara se hundió entre mis nalgas. Me lamió una y otra vez, hurgando con su lengua en mi ano mientras sus dedos intentaban saciar mi sexo.

— ¿Te gusta, mi amor? —me preguntó, acariciándome cariñosamente la cara.

Me puso un dedo en la boca y yo se lo mordí… ¿Que si me gustaba? Me encantaba… Pero solo pude asentir con la cabeza. Alberto recogió mi pelo desde atrás y entonces me mordió allá donde el cuello se funde con los hombros.

— ¿Carmen? —dijo, con vacilación, pero sin dejar en ningún momento de frotar su inmensa verga entre mis nalgas— ¿Te gustaría tenernos dentro a los dos?

Yo intuía que por ahí venía el asunto, pero vacilé.

— No sé…

— Seguro que te va a encantar, conejita… —afirmó mientras metía un dedo humedecido en mi ano.

Ese simple dedo ya me incomodó bastante, y esa tarde Alberto estaba tan imponente que tuve miedo. Era perfectamente consciente de que mi ex tenía un grosor de más de cuatro centímetros.

— Me parece que no…

Una risa, una buena nalgada, y luego se recostó a mi lado. Jorge nos miró mientras follábamos así, de lado. Me desplomé exhausta tras otro orgasmo de esos que mi cuerpo tenía reservados para un momento tan especial como aquel.

Era extraño escuchar a mi ex marido proponerme hacer un trío, pero en fin, eso era algo con lo que siempre bromeamos. Es decir, ahí estaba yo completamente desnuda, y Jorge con la verga asomando por la abertura de sus pantalones, y el cabronazo de mi ex que, a lo tonto, todavía no se había corrido. La situación era surrealista, insólita y familiar al mismo tiempo. La morbosa diferencia de edades, la cotidiana camaradería con mi ex, lo fortuito e inverosímil de la situación.

— A mí no me importa compartir con tal de follarme a esta belleza —intervino Jorge de modo irreverente.

Sonreí, y no sólo porque me hubieran llamado “belleza” a los cincuenta. Parecía que mi admirador volvía a acordarse de mí después de todo. Me atrevería a decir que me ruboricé como una adolescente. Mi excitación seguía a niveles de riesgo, y ver al chico acariciar su resucitada erección no ayudaba en nada.

— Creo que como no aprecias que te sodomicemos, tal vez debamos retirarnos —propuso mi ex, desafiándome.

Las pupilas se le oscurecieron y ahí me di cuenta de que las palabras estaban sobrando. Se acabaron las bromas. La mano que acariciaba la mía, pasó a rozar mi muslo y luego se adentró para palpar lo más oculto. No fue delicado en absoluto. Me penetró mi sexo con dos dedos, despacio, hasta el fondo, y sin dejar de mirarme a los ojos.

— Espero que esta lubricación sea natural —murmuró con voz ronca. Y luego agregó algo que casi me vuelve loca— Porque esto sí lo es…

Verlo tocarse la verga me excitó tanto que se me escapó un sollozo. Alberto sacó entonces los dedos de mi coñito, y los lamió. Los chupó sin dejar de mirarme. Esa tarde prometía ser puro sexo, ternura, pasión y aprendizaje. Sus manos me lo decían, sus ojos me lo decían… Y ya no pude más. La leona que soy, y que en mis años de casada apenas había asomado la nariz, hizo acto de presencia.

Me senté a horcajadas sobre sus piernas y agarré el miembro de mi ex en un solo movimiento. Estaba tan rígido como una roca.

— Tú te has tomado algo —susurré, insinuando de soslayo que para estar así debía haberse drogado.

Él negó con la cabeza mientras sus dedos continuaban haciendo diabluras bajo mi cuerpo. Deseaba con desesperación que alguien me sobara las tetas, y no me di cuenta de cuánto hasta que el muchacho se acercó por fin a mí.

— Contigo no necesito drogarme, querida —volvió a tratar de confundirme mi ex con sus aviesas palabras.

Cerré mis dedos en torno al tronco de cada una de sus vergas, tan calientes y palpitantes que parecían tener vida propia. Y después me perdí. No aguanté más, situé mi sexo encima del de mi ex y comencé a frotarme contra él. Me moví arriba y abajo como guiada por un instinto primitivo, y el roce se intensificó, e hinqué las uñas en su condenado vientre. Cuando iba hacia atrás sentía el grosor de su miembro, cuando lo hacía hacia adelante me frotaba contra el surco de su glande.

— ¡La madre que te parió! ¡Qué culo tienes, conejita! —exclamó él aferrándose a mi trasero— ¡Sigue así!

Era sumamente excitante percibir el roce de los labios de mi vulva en esa zona masculina que tanto deseaba sentir dentro de mí. Era, estoy convencida, muy excitante para ambos, pues el canalla de mi ex estaba tan caliente como yo. Y entonces, como si fuese lo más natural del mundo, Alberto me metió un dedo por atrás.

— ¡Qué haces!

— Jugar con tu trasero —respondió con desdén— Pero mejor date la vuelta, que quiero verlo.

No lo podía creer. Apenas acabábamos de vernos y me estaba ordenando que le mostrara el culo. Sin embargo, había algo en su voz hacía imposible negarle nada a aquel hombre. Preferí no pensar y, sin más, lo monté de espaldas. Me apoyé en sus muslos para retomar los movimientos a la altura de su miembro y, mientras, él mojó sus dedos en la pringue de mi sexo y luego me los fue metiendo en el culo. Y lo mejor era escucharle gemir casi tanto como lo hacía yo.

Mi segundo orgasmo fue tan fuerte que me dejó unos instantes sin aliento. Me quedé boqueando como un pez mientras mi vagina se contraía rítmicamente, y también mi ano lo hacía en torno a sus dedos.

“Mírame”, escuché, como en un sueño. Y cuando Alberto hizo que lo mirase por encima de mi hombro y vi esa increíble pasión en su rostro, casi creí morir de placer. Fue como ver en sus pupilas lo que pensaba hacerme, que no era otra cosa que meterme toda su colosal verga por el culo.

Segundos después, estábamos los tres desnudos y en pie en medio del cobertizo. Las miradas lobunas de esos dos hombres, hermosos cada uno a su modo, me incendiaron marcando mi piel. Uno adelante, el otro atrás, frotando sus cuerpos con el mío de forma lasciva. Manos por todos lados, lenguas, y sexos poderosos… Mientras uno me mordisqueaba los hombros y me palpaba los pechos, el otro asaltaba mi boca y tomaba mis nalgas. Aquello era tan sensual y exquisitamente erótico que casi fue una pena que todo se descontrolara. La temperatura alcanzó niveles alarmantes, y de pronto me encontré elevada en el aire como si fuese una muñeca, un juguete para adultos en manos de dos hombres tan dispares en edad como parecidos en todo lo demás. Mi ex marido me alzó desde detrás, poniendo ambas manos bajo mis muslos y así, apoyada en su hombro y su antebrazo, me ofreció al muchacho.

— Mira lo que tiene la señora Carmen para ti —le dijo con voz ronca, abriéndome de piernas— ¿Te apetece un poco de conejito? ¡Mira que jugoso está!

El chico se mordió el labio mientras me comía con los ojos como un lobo hambriento. No se lo pensó dos veces antes de acercarse y colocarse en cuclillas entre mis piernas… Cerré los ojos para centrarme en aquel turbión de sensaciones.

— ¡Míralo! ¡No seas tonta! —me regañó mi ex marido— Los dos sabemos cuánto te calienta ver como te lo comen.

Con los huecos de detrás de las rodillas apoyados sobre los angulosos hombros del chico, traté de aguantar aquel castigo lingual. No pude soportarlo y, tremendamente alborotada, intenté apartar de mí a aquel muerto de hambre. No sirvió de nada, pues la boca del chico se aferró a mi sexo con la misma determinación de un percebe peleando contra la furia del océano.

Por si fuera poco, liberado ya de parte de mi peso, Alberto pasó un par de dedos por mi sexo y lo abrió como la almeja que es.

— Mira, chico —le instó descubriendo el capuchón de mi resplandeciente clítoris— Tienes que chupar aquí.

Tenía la cabeza de Jorge aprisionada entre las piernas, pero su boca se adhería a los inflamados pliegues de mis labios, deseosos de los suyos. Lamió, succionó y chupó ahí abajo, generando en mí un sin fin de gemidos, suspiros y, muchos, muchos fluidos. Faltaría más, yo siempre fui una buena esposa. Nunca consentí que hubiera otra más comprensiva ni más golfa que yo.

— Fóllame —exigí, totalmente desesperada.

Me excitaba ser una especie de ofrenda para aquel muchacho que tanto esmero ponía en comerme, pero lo que de verdad me hacía perder la cabeza era notar la maravillosa verga de mi ex a las puertas de mi sexo. No podía más, necesitaba sentirle dentro. Eché la cabeza hacia atrás a punto de proferir un clamoroso grito digno de una cantante de ópera, pero lo que hice fue chupar la oreja de Alberto y rogarle que me la metiera.

No entendía qué demonios pretendía el cabronazo de mi ex marido, hasta que de repente él mismo se delató. El muy pícaro tenía su maravillosa verga justo debajo de mí, completamente rebozada en mis flujos, pues sentirla rozar mi perineo me volvía aún más loca de lo que siempre he estado.

Le escuché jadear y luego noté con total nitidez como el muy degenerado utilizaba su miembro viril para arrastrar mis fluidos vaginales al pequeño orificio oculto entre mis nalgas… No se podía negar que aquel sinvergüenza era un hombre intrépido. La mayoría se hubiera conformado con el camino más sencillo, pero él no.

En verdad, a mí no me desagradaba la idea. En el pasado, mi ex me había enculado una infinidad de veces. Puede que lograse hacerle esperar a nuestra noche de bodas, pero desde entonces gozó de mi culo siempre que quiso. Con todo, he de confesar que no hice más que seguir el consejo de una savia mujer cuya identidad no viene al caso: “Lo que tu marido no encuentre en tu cama, lo buscará en otra”.

De todos modos, conociéndolo a Alberto como lo conocía, era consciente de que si él tenía en mente abrirse camino por aquel angosto pasadizo, sería inútil resistirse. E igual me conocía él a mí, ya que al contrario de lo que opinan la mayoría, a mí no me gusta que me preparen antes con los dedos. No, a mí me gusta el whisky solo y que me hagan ver las estrellas cuando me enculan.

Casi de inmediato sentí algo más… A pesar de todo lo que cacareo, lo cierto fue que se me disparó el corazón en cuanto me di cuenta de que mi ex buscaba a tientas el agujero.

— ¡Cerdo! —gruñí entre dientes. Pero tuve que ayudarle a hacerlo, pues si no creo que nunca lo hubiera conseguido.

Sí, lo reconozco, le ayudé a introducir su espantoso pollón en mi trasero. Primero sólo el glande y luego, de un seco arreón, todo entero. Porque me dejó sin aliento, que si no hubiera gritado que me la sacara. Pero lo peor, como siempre, fue que aquel suplicio hizo esfumarse hasta la más pequeña brizna de placer. Con lo cerca que había estado del clímax… En fin, no sé porque me quejo.

Yo ya no recordaba la razón por la que había sido infiel a aquel aguerrido esposo que tanto había venerado mi cuerpo. De hecho, aquel granuja sabía que debía permitir que me adaptara a tenerle dentro y, por un rato, jugó con la lengua en mi cuello, mientras el incansable muchacho continuaba haciendo lo propio en mi sexo.

Experimenté un orgasmo increíble. Hacía tanto que no me enculaban que había olvidado como aumenta la fuerza del clímax cuando tienes el esfínter distendido. Es alucinante, y la que no me crea que lo pruebe, a mí se me ponen los ojos en blanco. En fin, un poco más tarde, cuando al fin logré tranquilizarme, les oí hablar de intentarlo.

El miembro de Alberto ardía en mi ano. Baste decir que llevé una mano ahí atrás y sólo pude palpar sus huevos, la tenía toda dentro. Entonces Jorge se puso en pie y me penetró también por delante. A pesar de haber eyaculado en mi boca momentos antes, el chico había recobrado la compostura y de qué modo… Esa era la primera vez que el sexo de una mujer acogía su miembro y, gracias a lo mojado que lo encontró, hundió su miembro en él sin ninguna dificultad.

Recordé entonces que aquella no era mi primera vez con dos hombres. No, durante mi aventura extraconyugal el jefe de mi ex marido no había dudado en utilizarme como gratificación cuando cerraba un buen negocio. Fue durante aquellos meses tormentosos cuando comencé a llevar gel lubricante en el bolso, convenientemente disimulado en un pequeño tubo de pasta de dientes. Quién me lo hubiera dicho años atrás, con la chica tan modosa y cursi que siempre había sido. En seguida aprendí que en los negocios, el lubricante era tan importante como cualquier otra cláusula, sobre todo para mí, ya que aquellos ejecutivos sin escrúpulos aprovechaban esas reuniones para desquitarse en mi trasero por el desprecio de las madres de sus hijos.

Era al realizar aquellas piruetas cuando yo más me mofaba de lo hipócritas que son los hombres, y es que todos ellos se vuelven a mirar tras cruzarse con una mujer alta y con curvas contundentes, pero haber si aquellos dos hubieran podido sostener en vilo los ochenta o noventa kilos de una nórdica y follarla al mismo tiempo por el coño y por el culo. Por eso grito con orgullo: ¡Viva las latinas!

El impetuoso muchacho me agarró de las nalgas y comenzó a arremeter como un animal, pero yo ya sólo sentí placer. Ni una pizca de dolor, ni siquiera de incomodidad. Al contrario, esos dos encajaban tan bien en mí que deseé que ese momento no terminara nunca. Embistieron con fuerza mientras sus bocas, a uno y otro lado de mi cuello, me hacían saber cuán maravillosos eran mis orificios. Unidos nuestros jadeos y nuestros sexos, esa tarde fuimos uno. Pero sólo logramos la unión perfecta cuando nos echamos en el suelo y, con la fuerza de la fe, logramos que ambos se introdujeran al mismo tiempo en el lugar apropiado, aquel del que toda hembra dispone para atraer y complacer a un macho, o dos. Jamás había sentido mi sexo tan lleno.

— Os gusta rozaros dentro de mí, ¿eh, sinvergüenzas? —solté mi añagaza.

Por un momento sus movimientos cesaron y yo sonreí para mis adentros, pues buscaba molestarlos, era sólo un intento de contrarrestar el dominio de sus vergas y que, de paso, reconocieran que gran parte del mérito era mío.

— Qué mala eres —me acusó mi ex marido en voz baja, pero su miembro no salió ni una pizca de donde estaba.

— Yo no soy marica —se apresuró a aclarar el chico.

— Pero esto te gusta.

— Sí, pero el único culo que me follaría aquí es el suyo, doña Carmen —fue la maliciosa respuesta de Jorge que, como era quien ahora estaba detrás, no dudó en demostrar que no mentía.

En un principio a mí me disgustó que sacase su vergota de mi atestada vagina, pero luego pensé que de ese modo no quedaría ni uno solo de mis orificios femeninos sin recibir su dosis de elixir y ya no protesté.

Aclarado ese punto los embates de sus vergas se multiplicaron. Fue verdaderamente fabuloso. Su ofrenda se materializó en una mezcla de saliva, sudor y semen, mucho semen por todos lados. Olores, sabores y texturas… Una amalgama de pieles entretejidas en el contacto más estrecho que puede existir. Gemidos ahogados, miradas desesperadas, fluidos fecundos, sensaciones a flor de piel... Todo ello junto, en contacto, placer con placer…

Yo no olvidaré esa tarde mientras viva, pero el más feliz de los tres fue sin duda el muchacho. Jorge me había echado sobre el torso de Alberto para ponerme en cuatro y, a continuación, me había montado enérgicamente, bufando como el joven potro que era y dejándome tan condolida como satisfecha.

Aquella misma noche, mientras Alberto y yo tomábamos un Martini Rosso en la terraza de casa, mi marido se decidió a sugerirme que pidiera que me adelantaran la cita del psiquiatra, y es que, por mucho que imaginara y se confundiese mi perturbada cabecita, lo cierto era que Alberto era el gerente de su propio negocio de ingeniería y que después de veinticuatro años seguíamos felizmente casados.

— ¡Cómo eres, Carmen! ¡No has parado hasta conseguirlo! —afirmó con preocupación— ¡Y no me puedo creer que le dijeras que estamos divorciados…! Cada día que pasa estás más loca, cariño.

— Yo sólo estoy loca por ti, ya lo sabes.

Referencias:

La lascivia vida de una profesora, por fuego de Hefesto.

La canción del bisonte, de Antonio Pérez Henares.

El peligro de estar cuerda, de Rosa Montero.

Doble o nada, por Verónica L Sauer.

La huella del mal, de Manuel Ríos San Martín.