April 22

Depravando a Livia: 23, 24 y 25

Tiempo estimado de lectura: [ 64 min. ]

Las verdades siguen saliendo a la luz. ¿Qué fue lo que pasó en realidad la noche en la casa del Serpiente?

23. LA INTERVENCIĂ“N

JORGE SOTO

Sábado 25 de marzo

10:00 hrs.

No se puede tener todo en la vida. O eres rico, pero te falta el amor de tu vida. O eres pobre, pero te llueve el cariño. A veces los amores se restablecen, pero las amistades se pierden. Las cosas con Livia iban de viento en popa. Después de aquella extraña conversación, pude confiar un poco más en ella.

Hablábamos más que de costumbre, comenzábamos a cenar, jugar billar o ver películas juntos cada vez que los tiempos eran benevolentes con nosotros. De pronto nuestras conversaciones eran tan extensas que nos amanecíamos carcajeándonos. Era como si nos estuviésemos volviendo a conocer. Yo ya no era el mismo de antes y, a su vez, me tuve que resignar a entender que aquella chica sofisticada ya no era la Livia de la que me enamoré la primera vez.

De eso se trata el amor, de reinventarse cada vez que se puede. Aquella era otra Livia que me seducía constantemente, la que intentaba poco a poco ingresar en mi pecho aprovechándose de su belleza y de sus atenciones.

Era casi ridículo que me fascinara tanto cuando rozaba mi piel, como si nunca nos hubiésemos tocado, y que por mi orgullo de seguir durmiendo en otra habitación tuviera que valerme de métodos tan infantiles y vergonzosos como espiarla a hurtadillas cada vez que se duchaba.

Desde que ella hiciera rutinas en nuestro gimnasio particular todo su cuerpo se había torneado y definido aún más que antes. Cada vez que la veía desnuda por las mañanas, andando por su cuarto en un despliegue de seducción mientras se arreglaba, podía apreciar sus enormes tetas bamboleándose sobre su pecho, notando el gran peso de su caída. Sus hermosos pezones sonrosados siempre luciendo erectos, y sus extraordinarias nalgas redondas, carnudas y turgentes botando de un lado a otro ante cada movimiento. Toda ella era perfecta.

Me erotizaba verla resbalar sus medias de seda sobre su tersa piel, frente al espejo, adhiriéndose a sus piernas y a sus muslos como si fuese una segunda carne. Mi pene palpitaba cada vez que advertía la forma tan sensual en que se colocaba los tacones y los ligueros, posando en el espejo en diversas posturas para que las vistas fuesen inmejorables. Pero lo que más me calentaba, y muchas veces me había ido a mi baño a mastúrbame pensando en esa imagen, era ver cómo el minúsculo hilo de sus tangas se enterraba abruptamente sobre sus dos hinchadas nalgas, generando en ellas movimientos oscilatorios en forma de vaivén.

Cuando ella salía del cuarto, yo me dirigía al cesto de su ropa sucia y olía las braguitas que recién se quitaba; me volvía loco el aroma de su sexo, la fragancia inherente de su piel fragancia, la textura de sus pantimedias y los encajes de sus sujetadores.

—Ufff… —gemía mientras devoraba con mis poros los efluvios de hembra que Livia irradiaba.

Quería comérmela entera, penetrarla duro y que ella gritara mi nombre. Pero, para que eso sucediera, tuve que tomar una decisión: tenía que circuncidarme y, ahora sí, provocarle a mi novia todo el placer que no había recibido en su vida.

Dado mi ruptura con Pato, quien a las dos semanas de nuestra separaciĂłn renunciĂł a la empresa, hice a Gerardo mi nuevo confidente, pues incluso Fede se mostraba distante conmigo seguramente por lo que ellos consideraban una traiciĂłn.

Gerardo «El Gera» tenía mi edad, con cuerpo de basquetbolista (ni gordo ni flaco, aunque muy alto) y un tono moreno de piel. Su voz era tan grave que la gente que no lo conocía pensaba que era locutor de radio. Su gran característica es que tenía una barba de chivo (a veces trenzada) y la cabeza rapada al más estilo de Valentino Russo, además de portar unos audífonos de casco que casi siempre traía colgando en su cuello. Tenía toda la pinta de un vago sin oficio ni beneficio, o al menos esa impresión tenía Raquel de él, pero la realidad es que era loquísimo y muy buena persona.

Habíamos trabajado juntos en La Sede, él en el área de informática del departamento de Aníbal, hasta que decidió establecerse como autónomo en un negocio de reparación de computadoras donde le iba bastante bien.

El Gera me acompañó al urólogo esa mañana para esa cirugía que había programado con anticipación y, luego de darme “ánimos” diciéndome que uno de sus primos se había muerto en plena cirugía de circuncisión, me esperó afuera durante la intervención con una espléndida sonrisa.

La cirugía ambulatoria apenas duró veinte minutos, el cirujano me suministró anestesia local, y treinta minutos después de la intervención me dejaron salir, no sin antes darme las recomendaciones de recuperación.

—Ponte un calcetín, pelirrojo, por si de pronto se te cae el pito mientras te quedas dormido —se carcajeó el Gera como un degenerado—. Imagínate la vergüenza que pasarías si en pleno «sucutrúm» —se refería al acto sexual—, se te queda la polla dentro del coño de tu novia. Al menos, si queda erecta, la chica tendrá un consolador de carne de por vida.

Era de la clase de hijos de puta cuyas carcajadas eran tan estridentes que te contagiaban.

—A ti se te puede morir tu madre y soltar una carcajada en pleno velorio —lo acusé, mientras caminaba hacia su auto como si estuviera cagado.

Una de las razones por las que no lo frecuentaba es porque todas las cosas las tomaba a broma. Con el tiempo entendí que a lo mejor esa forma de vida que llevaba era lo que necesitaba yo para ser tan alivianado como él. Además, debo decir que mi acercamiento con el Gera se debía también a mi gran necesidad de llenar el vacío que me había dejado Patricio.

—¿Cuánto tiempo caminarás como pollo embarazado, pelirrojo?

—Dijo el médico que en dos o tres semanas puedo tener sexo otra vez. —Eso era lo que más me interesaba.

—¿Por qué no le contaste a Livia que te operaste la fimosis? —me preguntó mientras me hacía el favor de llevarme a mi casa.

El cabrĂłn conducĂ­a a una velocidad endemoniada que parecĂ­a que iba a recibir herencia.

—Quiero darle la sorpresa —me encogí de hombros.

—¿Neta crees que no se dará cuenta? Si caminas como pollo cagado, mi estimado. Además, por la noche, cuando ella te busque en la cama ¿cómo te vas a justificar?

—Hace más de dos meses que no tenemos sexo —le comenté—. De hecho no dormimos juntos, por lo que ya sabes.

—¿No la vas a perdonar nunca, cabrón?

—Ya la perdoné —reconocí con un suspiro.

—¿Entonces?

—Ella no lo sabe.

—Vaya hijo de puta estás hecho —se carcajeó, frotándose la barba de chivo—. Te lo digo en serio, pollo cagado, si ya perdonaste a tu morrita por lo que sea que te haya hecho, entonces cúmplele como se debe. Una mujer que ha estado ejerciendo su sexualidad con asiduidad, como supongo la ejercía contigo, no puede estar en abstinencia sexual durante tanto tiempo. Puede usar sus deditos, pero nunca es lo mismo. Ellas siempre buscan placer, y si no eres tú será otro el ganón.

—Gracias por hacerme sentir mejor —bufé.

Pensé en qué podía inventar a Livia y a Aníbal para no decirles que me había hecho la circuncisión. Era obvio que notarían mis molestias tanto por mis gestos de dolor como por mi forma pazguata de caminar.

A la primera querĂ­a darle la sorpresa, y al segundo me daba vergĂĽenza que supiera que siempre habĂ­a tenido un problema de tal calibre.

—Conmigo siempre tendrás sinceridad, pelirrojo —me comentó el Gera—. Tú ya sabes que yo no me ando con mamadas. Por eso te digo esto; yo sé que ahora estás estudiando una maestría, que ya te ejercitas en el gimnasio que tienes en tu casa y que tomas proteína para que tus músculos crezcan (y la neta es que sí que se te empieza a notar); sé también que tienes ambiciones en La Sede, que tu meta es escalar y escalar hasta llegar a tener bastante éxito.

”Todo esto está bien, cabrón, pero quiero pedirte que no te superes para demostrárselo a otros, supérate por ti y para ti, para que te demuestres lo que eres y lo que vales. La gente es mamona por naturaleza y nunca le vas a dar gusto. Comienza a tenerte amor propio y verás como repartes vergazos a tus oponentes con solo mirarlos. ¡Échale ganas, cabrón, así como lo vienes haciendo! Pero no pierdas el piso, porque es muy fácil salirse del carril cuando las cosas comienzan a salir bien. Cuando estés en la cima, nunca te olvides de quién eres, no te deshumanices y tampoco te olvides de la que gente que siempre estuvo a tu lado.

Nunca pensé que el Gera tuviese momentos de lucidez. A lo mejor era momento de escucharlo con más frecuencia.

—Mientras tanto, pelirrojo, ponle engrudo al coño de tu vieja y sólo déjale el hoyito para mear. Es la única manera en que evitarás que pitos ajenos la agujeren mientras se te restablece el fierro.

…O no…

JORGE SOTO

Sábado 25 de marzo

14:35 hrs.

Le dije a Livia que mientras corría con Gera esa mañana me había tropezado sobre una jardinera y me había lastimado el muslo cerca de mi entrepierna, que había ido al médico y me había hecho una curación. Le inventé algo sobre tendones hinchados y una recuperación de entre dos a tres semanas, aunque no era nada grave, razón por la que debía de usar ropa un poco más holgada y era probable que no pudiera asistir a los próximos actos de campaña de mi cuñado.

Livia se horrorizó al escuchar mi fantástico relato, y tuve que apartarla con mi mano cuando intentó acercarse a mí y persuadirme para que le enseñara mi herida. Buscó en internet ungüentos naturales para la hinchazón y algunos analgésicos para el dolor. ¡Mismos analgésicos que había olvidado comprar por venir en el chisme con Gera!

Revisé en mi teléfono la receta médica que me había asignado el urólogo y le pregunté a mi novia:

—Livy, ¿entre tus curiosidades tienes «ketorolaco o diclofenaco»?

Mi novia por poco se echa a llorar cuando la llamé «Livy», no me dijo nada, pero yo entendí que el brillo de sus ojos indicaba que estaba feliz. Para ella, la palabra «Livy» sólo podía significar que mis días de rechazo y animadversión hacia ella estaban terminando.

—Sí, sí, cielo, tengo pastillas en el botiquín de mi baño.

Livia iba a dirigirse por las pastillas a su cuarto cuando su teléfono móvil timbró y ella me enseñó la pantalla donde aparecía la foto de «Aníbal Abascal.»

—No te preocupes, yo voy por las pastillas —le dije con una sonrisa—, atiéndelo, que seguro quiere tratar contigo algo importante para el mitin de esta noche en la colonia de los Prados.

Ella me devolvió la sonrisa y se fue al pasillo opuesto a responder. Como pude me levanté (la anestesia estaba pasando) y fui hasta su baño a husmear entre su botiquín. Al remover entre las cajas de pastillas tiré un folder con un montón de hojas que rápidamente me apronté a recoger.

—Mierda —jadeé por el dolor.

Olvidar que estaba recién operado del pene iba a ser una constante durante los próximos días. Me tomé dos diclofenacos con un vaso de agua que recogí del lavamanos y luego me puse a ordenar las hojas en el folder para impedir que se mojaran.

Entonces algo me llamó la atención cuando intenté organizar las hojas por fecha. Esos documentos eran parte de un historial ginecológico que databa de principios de enero del año en curso. La ginecóloga era Begoña Ozores, la misma que atendía a Raquel; lo sabía porque Begoña era amiga de la familia, especialmente de mi cuñado, y solía estar presente en nuestras reuniones importantes.

Lo que más me impactó no fue descubrir que el historial médico, en efecto, pertenecía a Livia, sino que en él se detallaban estudios de laboratorio mensuales de ETS, estudios de sangre como químicas sanguíneas y biometrías hemáticas, así como pruebas de citología vaginal y diversos métodos anticonceptivos orales combinados que habían sido modificados al menos cuatro veces desde enero hasta la segunda semana de marzo.

Lo extraño del diagnóstico del mes de febrero fue que una de las anotaciones principales señalaba a Livia como una «mujer de veinticuatro años sexualmente activa.»

Con el aire contenido, volví a revisar el historial médico sólo para corroborar que su última visita con Begoña había sido precisamente el 15 de marzo pasado, y en ella le había recomendado una dieta balanceada rica en zinc, magnesio, potasio, vitamina E, fitoestrógenos, antocianinas, polifenoles, flavonoides y «otras propiedades afrodisiacas.»

Recogí todos los papeles en el folder donde habían estado guardados y regresé a la sala de estar sintiendo que mi corazón azotaba mi pecho y salía despedido.

—¿Me explicas qué significa esto, Livia? Y… por favor… esta vez no me vayas a mentir.

Livia estaba anotando algo en una de sus libretas portátiles cuando la interrumpí. Había colgado la llamada con Aníbal y ahora tenía fija su mirada en el folder que le enseñaba, en cuya portada aparecía el logo de la doctora Begoña Ozores y toda la clase de servicios ginecológicos que ofrecía.

—¿Qué quieres que te explique? —me preguntó con calma, y yo me acerqué más a ella para encontrar un signo que demostrara sobresalto, miedo y esa sensación de pérdida cuando te sabes descubierto—. Es mi historial médico.

—¡Lo sé, Livia, que no soy imbécil! ¡Sé que es un puto historial ginecológico! Pero ¿por qué lo tienes?

—Porque todas las mujeres tenemos la necesidad de tener una ginecóloga de cabecera que lleve nuestro control —me respondió haciéndome sentir idiota.

—¿Begoña Ozores? ¿Cómo carajos la conoces?

—Aníbal me la recomendó.

—¿Y… por qué él?

—Me escuchó conversando una mañana con Lola… sobre ciertos problemas que tenía y él… bueno, me dijo que atendía a tu hermana y que era buena. Y se me hizo fácil pedirle sus datos para ir con ella. No entiendo cuál es tu problema.

—¿En serio no lo sabes? Vamos a ver —comencé a hojear hoja por hoja, leyendo ciertos fragmentos que parecían interesantes—, pruebas de ETS…

—Obviamente me los mandó hacer cuando recién me consulté con ella.

—Y qué hay de eso de «¿Una mujer de veinticuatro años sexualmente activa, Livia?»

Livia resollaba, pero mantenĂ­a la calma.

—¿Es que acaso no lo era?

—¡En febrero no! —le recordé—, a no ser, claro, que el «ganón» —reproduje el término que había empleado el Gera antes—, fuese otro y no yo.

—No empieces con tus paranoias, Jorge, por favor, que creí que ya estábamos progresando en esto. Si le dije a la doctora Ozores que era una chica sexualmente activa es porque… porque… pues porque lo era, una vez que comienzas tu vida sexual ya eres activa, sin importar que no hayas tenido relaciones en una buena temporada.

—¡Eso no es así, Livia, si estás sexualmente activa es porque estás cogiendo en el periodo en que te lo preguntan, y tú y yo no nos hemos acostado desde diciembre!

—¡Pues entonces me equivoqué, ya está, perdóname por no ser tan perfecta como tú!

Sus respuestas no me aclaraban nada, por eso continué ahondando.

—¿Y lo de las pastillas anticonceptivas? ¿Cómo me explicas eso? ¿Tomas píldoras anticonceptivas orales y alternantes por si un día me pongo caliente y se me ocurre follarte sin condón? ¡Es que me estás tratando como estúpido!

—¡Basta! —gritó ella, viniendo hasta mí para quitarme el folder con su historial ginecológico de forma violenta—. ¡Estoy harta de todo esto! ¡De tus dudas! ¡De tus reproches! ¡De tus gritos!

—¿Y crees que yo no estoy harto de siempre desconfiar de ti? ¡Te recuerdo que tú eres la única culpable de que todo se haya fracturado!

—¡Sí, sí, tú me celas todo el tiempo porque yo tengo la culpa, aquí el único que lo está padeciendo eres tú, porque pobrecito, el niño bonito siempre sufre! ¿En cambio yo? ¡Yo soy la mala del cuento, la chica más aborrecible que nunca sufre!

—Livia…

—¡Deja de hacerte la víctima por una vez en tu vida, Jorge Soto, porque yo también la estoy pasando mal. ¿Crees que no me duele saber que te ves frecuentemente con esa maldita zorra de Renata Valadez? ¡¿Crees que no ardo en cólera cada vez que la muy estúpida tiene el descaro de presentarse en esta casa, abrazarte, besarte las mejillas y mirarme como si yo tan poquita cosa?! ¡Pues ahí lo tienes, yo también estoy padeciendo, la diferencia es que yo tengo que tragar con todo esto para evitar molestarte!

—Lo de Renata y yo no tiene…

—¡Y por si no lo sabes, desde enero he sufrido de menstruación irregular producto a un desorden hormonal, pero como tú andabas de orgulloso, ni siquiera te enteraste! ¡En febrero por poco me desangro porque tardé casi un mes que no paraba de sangrar! ¡La doctora Begoña Ozores me ha atendido desde entonces, dándome tratamientos para regular mi problema; las pastillas anticonceptivas son parte de un método para regular mis ciclos menstruales, y si no me crees investiga en google o pregúntale directamente a mi ginecóloga, que la conoces mejor que yo, a no ser que pienses que le he pagado una fuerte cantidad de dinero para sobornarla!

Mierda, ¿la habría cagado otra vez reclamándole?

—Livia, espera… —le dije cuando ella se marchaba llorando a su habitación—, escúcham..

—¡Déjame en paz, carajo!

Ese día ya no salió de la habitación, y cuando lo hizo sólo fue para marcharse al acto de campaña de mi cuñado portando un hermoso vestido muy corto que la hacía lucir maravillosa. Por la noche ya no supe a qué hora llegó. Cuando el dolor de mi cirugía me arreció, pedí los medicamentos que me faltaban a la farmacia y me dopé, quedándome dormido sin saber de mí. Como a eso de las 3:25 de la madrugada, una llamada proveniente de mi hermana me despertó:

—¿Jorge? ¿estás en tu casa?

—Raquel, ¿te pasa algo? —le pregunté alarmado, luego de un bostezo—. Mira la hora que es.

—No, no, hermanito, no me pasa nada, sólo que ya es de madrugada y Aníbal no ha llegado a casa. No es que me importe dónde esté, pero mientras yo sea su esposa no voy a permitir que se burle de mí.

Suspiré, relajando los músculos. Las llamadas por la madrugada nunca llevan buenas noticias.

—Bueno, la verdad es que yo hoy no fui con él a su acto de campaña, Raquel, pero, por lo que tenía programado en el itinerario de hoy, a las nueve de la noche concluiría. Se me ocurre que fue con sus colegas a beber, es sábado, sería normal.

—Normal para cualquier otro —bufó—, no para alguien que intenta cuidar su imagen en pleno acto de campaña. Pero mira, hermano, hazme un favor y pregúntale a esa tipeja que tienes por novia que a qué hora terminó el evento, sólo para tener armas con las cuales reclamarle cuando regrese.

—Raquel, no voy a despertar a Livia a estas horas —me opuse de inmediato.

—¡Te lo estoy pidiendo de favor! —se puso nerviosa—. ¡Es su maldita asistenta, sólo pregúntale y ya está! Con Lola nunca pasaron estas cosas.

—Okey, okey, tranquila, Raquel, tranquila, deja ver si puedo preguntarle algo.

Dejé el teléfono en mi cama, me puse una bata de dormir y salí de mi cuarto descalzo disponiéndome a cruzar todo el extenso pasillo escasamente iluminado por un par de lamparitas. Faltarían algunos cuatro metros de distancia antes de llegar a su dormitorio cuando, aguzando mi oído, escuché a lo lejos una orquesta de gemidos procedentes del interior.

—¡Mmmm! ¡Aaaah! ¡Uffff!

Con el corazĂłn en la mano, corrĂ­ violentamente hasta su cuarto abriendo la puerta de golpe.

—¡Livia! —estallé, cuando vi lo que pasaba.

24. DE LA NOCHE EN LA CASA DEL SERPIENTE

JORGE SOTO

Domingo 26 de marzo

3:28 hrs.

Las luces de las lámparas de ambos burós me permitieron mirarla recostada, con las piernas abiertas, el camisón de dormir enroscado hasta su vientre, y ella removiéndose de placer sobre las sábanas mientras un plátano de tamaño descomunal la acometía.

—¡Livia! —me asombré al ver cómo se masturbaba.

Ella saltó del susto, dirigió sus ojos hacia donde yo estaba y se echó a llorar, arrojando el plátano al suelo y cubriéndose el cuerpo con su bata de seda:

—¡Perdón… perdón… qué vergüenza, Jorge, perdón!

—Hey, hey, tranquila, que no pasa nada —me senté con cuidado junto a ella, y, tras mucho sopesarlo, me apresté a abrazarla. Puse mi cabeza sobre su nuca y me maravilló su fragancia.

—¡Me haces falta en la cama, Jorge… te deseo tanto… y tú me rechazas!

Intenté subirme todo lo que pude para estar más cerca de ella, asegurándome de no desacomodar los vendajes de mi pene y así evitar lastimarme.

—Tengo deseos… mi vida —me dijo, sujetándome del rostro, acariciándome el cuello y mis labios con lascivia—, ahora mismo estoy tan caliente, que te juro que haría todo lo que me pidieras. ¡Toca mis senos, mis pezones, están calientes, erectos! ¡Quiero que me acaricies, que me la metas duro, que me folles hasta desfallecer! ¡Quiero que me arranques mis más obscenos gemidos y que me saques los mejores orgasmos de mi vida!

—Livia… Livia… mi pen… mi muslo…

—Ah, sí, perdón —se tranquilizó, echándose hacia atrás—. Lo siento, en verdad… pero en verdad, Jorge… yo te necesito.

—¿Crees que te sea suficiente si me quedo contigo esta noche… aunque no pase nada entre nosotros, entre otras cosas… porque me duele… mi herida?

Livia abriĂł los ojos bastante, mirĂł mi entrepierna y luego me besĂł las mejillas.

—¿En verdad lo harías, mi Joli, quedarte conmigo esta noche?

—Sí —dije sin pensarlo—… sólo iré a mi habitación para decirle a Raquel que estás dormida. Es que me acaba de llamar para decirme que Aníbal no ha llegado a la mansión, y se preguntaba si tú sabrías dónde estaba… por cierto… ¿tú a qué hora llegaste?

No entiendo por qué se puso tan nerviosa con tan simple pregunta.

—¿En serio no me escuchaste llegar?

—No… me empastillé y caí muerto.

—Sí, supongo. Bueno, yo llegué temprano, y él… es decir… Aníbal, ¿yo qué sé dónde está?

No le di más vueltas al asunto y fui hasta mi cuarto para avisarle a Raquel que no había forma de despertar a Livia. Con todo y sus rabietas corté la llamada, fui al baño y revisé mis vendajes y luego volví al cuarto de mi novia.

La encontré con sus piernas entrecruzadas. Llevaba puesto un albornoz de seda blanco y miraba su teléfono a dirección del muro de cristal que daba hacia el jardín. Noté el detalle de que tenía su cabello húmedo, como si recién acabara de bañarse, y su perfil lucía hermoso, casi seráfico. El bulto de sus enormes nalgas echadas hacia mi dirección me hizo palpitar mi miembro, doliéndome, y la suavidad a la vista con que lucían sus bien formadas pantorrillas y pequeños pies me volvieron loco.

—Pasa, mi Joli —dijo sonriéndome.

La amaba como un pendejo, y aunque simulara ante ella que me era indiferente, todos mis gestos estúpidos al contemplar su belleza me evidenciaban. Me pregunté si ella sabía lo que me provocaba, y cómo una simple mirada o sonrisa suya era capaces de tenerme a sus pies.

Avancé un poco hacia su enorme cama y la contemplé embobado. Ella estaba espléndida, suntuosa y radiante. En un lento movimiento al girarse frente a mí, sus melones turgentes y blandos se balancearon y sobresalieron dentro del albornoz, chocando ligeramente uno contra el otro. La blancura de sus senos relucía entre la abertura de la tela, contrastando con ferocidad sobre sus anchas y rosadas aureolas y la mitad de sus pezones rígidos que se descubrían hinchados y gloriosos, rozando delicadamente la seda.

Aquella era la hermosa estampa de un lienzo realista de Gustave Courbet, protagonizado por una diosa romana que exhibĂ­a su voluptuosidad y hermosura entre cortesanas y doncellas que le rendĂ­an honor.

Seducido por su sensualidad, recordé unas palabras que me había dicho Retana el otro día y que no dejaban de hacer eco en mi cabeza:

«A lo mejor hace tiempo que dejaste de amar a Livia, cuando descubriste que ya no era la misma chica dulce y sencilla de la que te enamoraste. A lo mejor lo que sientes ahora sólo es capricho y pasión. No es lo mismo amar que sentir atracción. Por lo primero matarías, por lo segundo te matarías. Pero no seré yo la que te haga diferenciar una cosa de la otra, sino tú mismo.»

ÂżYa no amaba a Livia como antes?

Suspiré.

Me llamó la atención que sobre la alfombra estuviese tirada una tanga negra que levanté con esfuerzo para luego llevármela a la nariz. Aspiré profundamente y me llené de su aroma a hembra en celo. Livia me contemplaba asombrada, y su mirada infrecuente, aunado al recuerdo de la tanga coral que una vez encontré colgada en la perilla de una puerta en la casa del serpiente me impulsó a preguntarle:

—¿Qué pasó esa noche en el bar de los Leones?

Agitado por su belleza, me obligué a mostrarme severo, e intenté descifrar el rostro tranquilo y sereno que me ofrecía aún después de haberle preguntado aquella acibarada pregunta. A lo mejor esa noche en el Bar de los Leones y la casa del Serpiente no había ocurrido nada raro tras aquello que vi; que claro, de todos modos fue muy fuerte. Y pensarlo me tranquilizó. Necesitaba cualquier excusa para seguir amándola.

—En el bar de Los Leones sucedió exactamente lo que viste —me dijo con parsimonia, incorporándose aún más sobre el respaldo de la cama.

No parecía importarle que sus pechos se salieran por la abertura del albornoz ante cada movimiento que realizaba mientras acomodaba un par de almohadas detrás de su espalda alta, sino todo lo contrario. Parecía orgullosa de enseñarme sus pezones y sus aureolas. Luego removió su enorme culo sobre la cama y volvió a mirarme pacíficamente, dejando su teléfono en el buró.

Recogió sus piernas hacia atrás, de manera que sus talones se pegaran en sus nalgas y, señalando su regazo, me dijo:

—Ven, cariño, recuéstate aquí.

El aroma a hembra recién bañada fungió como un aliciente e imán que me llevó hasta ella con los pies ligeros, cual niño de brazos que desea recostarse con su madre. Ella me sonrió con ternura cuando me subí a la cama y, vacilante, coloqué mi cabeza sobre sus muslos. El roce con la seda fue muy similar a si hubiera frotado su piel. Mi ángel acarició mi frente, mis mejillas y luego removió mis cabellos despeinados.

—Me dolió mucho lo pasó esa noche, Livia —le confesé como un niño que inculpa a su madre por no haberle comprado una golosina—. Es una de las peores noches que pasé, y mira que fueron muchas. —Necesitaba ver una reacción de culpa en su gesto; me conformaba con una expresión de susto o arrepentimiento.

Al no encontrarlo, sino más bien verla serena, concluí en que a lo mejor la había juzgado de más y ella no tenía para decirme nada de lo cual avergonzarse. Si bien esa conjetura me tranquilizó, también me encendió señales de alarma, preguntándome si aquella hermosura de mujer podría ser capaz de fingir irreprochabilidad con tanta elocuencia.

—Yo también la pasé muy mal, Jorge, no creas que no. Nunca me gustó irme a ningún sitio sabiendo que te quedabas abatido. Pero era trabajo, y tú sabes cómo soy de celosa con mis responsabilidades.

No me valĂ­a su justificaciĂłn.

—Pasaste de mí, Livia, como si yo no existiera, y eso también me lastimó.

Cerré los ojos y pude sentir mucho más placer al contacto de sus delicadas yemas frotándome la piel. Ella era tan tersa. Y yo tan débil.

—Yo no quería que fueras con nosotros. Era peligroso para ti, Jorge —la escuché decir, subestimándome como solía hacerlo mi cuñado—. ¡No tienes una idea de lo terrible que me sentí cuando te vi llegar y supe que estabas arriesgado tu vida!

—¿Y acaso tú no arriesgabas la tuya?

Ese recuerdo me impulsó a apretar aún más fuerte los ojos. Ese bar, ese GPS que le pedí a Fede para ponérselo en el llavero y poder rastrearla. Esa devastadora sensación de mirarla de la mano de Valentino mientras subían a la zona VIP como si se amaran, y que el Serpiente se la comiera con la mirada, morboseándo su culo y esa tanguita de pedrería que se le veía en medio de su culito me apesadumbraba.

—Ese mismo terror tuve yo cuando supe que estabas en ese bar rodeada con gente del cártel de Los Rojos, Livia —insistí—. ¿Cómo se te ocurrió? ¿En qué carajos estabas pensando? Es hora que no comprendo dónde tenías la cabeza.

—¡Es que no era el cártel de Los Rojos como tal! —se defendió, poniendo la punta de sus uñas sobre mi pecho, provocándome un escalofrío y un pálpito en mi glande que me atormentó.

—¿A caso el serpiente no es uno de los principales sicarios del Tártaro, Livia?

—Sí, pero esa noche él estaba actuando por cuenta propia, en ningún momento estaba bajo las órdenes del Tártaro.

—No lo entiendo, Livy, ¿cómo es posible que el Serpiente estuviese actuando unilateralmente? Además, yo pensaba que Aníbal los había enviado, a ti y a Valentino, a recibir dinero del Tártaro (ya me dijo que él nunca te pidió que fueras, incluso se enfadó cuando se enteró que sí estuviste esa noche), y que el Tártaro, a su vez, había enviado al Serpiente como su emisario para dicha transacción.

Escuché que Livia resoplaba. A estas alturas estuve seguro que Aníbal ya la había reprendido por semejante despropósito, y en el fondo me alegré. Sus uñas se enterraron un poco más en mi piel, como si me castigara por ir con el chisme a mi cuñado, antes de desplazarlas hasta mi vientre, por debajo de mi camisa, donde me acarició arrancándome un gemido.

—No, Jorge, te digo que el Serpiente fue por su propia voluntad. Te contaré lo que ocurrió, pero prométeme que te quedarás callado. Aníbal nos lo confió como un secreto de estado y ya no quiero que me vuelva a regañar.

Confirmado, sĂ­ que la habĂ­a reprendido.

—Sabes que nunca te perjudicaría, Livia —le prometí—, cuéntame.

—Pues resulta que tenemos infiltrados en el equipo de Abascal.

—Sí —recordé mortificado—, el mismo infiltrado que se robó los documentos que llegaron a la oficina de Olga Erdinia misteriosamente una vez, y por cuyo delito Aníbal me acusó aquella tarde y casi me destripa. No entiendo quién podría ser el traidor que está intentando joderlo.

—Yo pienso que es alguien de adentro.

—¿Valentino? Mira que ya ha demostrado cuán hijo de puta puede llegar a ser.

—No, no lo creo —dudó—. Valentino también saldría quemado y no es tan tonto para echarse la soga al cuello.

—¿Entonces? ¿Sospechan de alguien?

—Aníbal me ha dicho que a estas alturas sospecha de todos, incluso de Ezequiel, su mano derecha. De ahora en adelante tiene pensando delegar a varias personas cada una de sus responsabilidades. Ya no quiere tener en un mismo hombre todos sus secretos.

—No creo que Ezequiel sea capaz de traicionarlo, Livy —confesé—. Se me hace ilógico, ¿qué razones podría tener el marido de Lola en hacerle algo así?

—Aníbal tampoco es como si lo estuviese acusando directamente, sólo es una opinión que tiene, de ya no confiar en nadie.

—Pues para no confiar en nadie, creo que ha confiado demasiado en ti revelándote todo esto que me estás diciendo.

No sé si fue mi impresión o Livia se puso tensa.

—Es que ahora soy su asistente, prácticamente, y a falta de aliados, creo que no le ha quedado de otra que confiar en mí, que sabe que soy leal. —Su respuesta sonó forzada, pero no hice mayor aprecio—. El caso es que Aníbal es astuto, estoy segura que pronto dará con el traidor y, con todo y pena, le hará pagar esta horrible traición.

—Aníbal quiere tener todo controlado —respondí enfadado—. A veces dudo que sea buena idea que gane la presidencia de Monterrey. Me siento tan intranquilo que hasta desearía sabotearle todo.

—Ni siquiera lo digas —respondió agitada.

—Es posible que gane y nos gobierne a los regiomontanos, Livy, lo que sería un desastre. Luego querrá ser gobernador de Nuevo León y finalmente presidente de la República Mexicana. Con sus antecedentes, no dudo ni un poco que pronto nos convirtamos de nuevo en una monarquía y con él tengamos al tercer emperador de México: primero fue Agustín de Iturbide, después de la guerra contra España. Luego fue Maximiliano de Habsburgo, mientras nuestros vecinos tenían la guerra de sucesión. ¡Y ahora el emperador Abascal!

—Hoy andas muy dramático y fantasioso —se echó a reír Livia.

Ella tenĂ­a razĂłn. DecidĂ­ volver al tema central.

—Bueno, bueno, Livia, pero ¿qué tiene que ver ese infiltrado con que te hayas presentado con Valentino al Bar de los Leones?

—Pues que fuimos a negociar con el Serpiente.

—¿Con un narco? ¡Dime si no están locos! ¿Negociar qué cosa?

—Le ofrecimos una fuerte cantidad de dinero a cambio de que nos entregara unos videos que «alguien» le hizo llegar de la cena que ofreció Aníbal en su mansión el 1 de octubre, y en los que aparece un tal Heinrich Miller, un presunto mafioso gringo que también está haciendo negocios con Aníbal.

—¿Qué? —me sorprendí.

—Al parecer Aníbal está jugando a dos bandos, con Heinrich y el Tártaro, y aunque al principio confió en que podía mantener ambas relaciones en equilibrio, sin que ninguna de las dos partes se enterara de las alianzas, al final todo se salió de control. El Serpiente se convirtió en una amenaza para Aníbal, y no le quedó más remedio que ceder ante su chantaje. Si el Tártaro se hubiese enterado que Aníbal tenía nexos con el afroamericano, habría ocurrido una tragedia. Con esa gente no se juega.

AbrĂ­ los ojos para demostrarle lo ridĂ­culo de la situaciĂłn.

—¡Livia, pero eso es una tontería! El imbécil del Serpiente pudo haber hecho copias de ese video, ¡eso hasta un niño de cinco años lo intuiría!

—Por eso fuimos a su casa después del Bar de los Leones, para que Joaco se encargara de rastrear las computadoras del Serpiente, y así eliminar todo rastro de copias.

—¿Joaco, el chofer de Valentino? —recordé a ese joven rubio con gran estima. Él me había reconfortado y me había ofrecido su ayuda esa noche tan dolorosa para mí—. No sabía que fuera un hacker.

—Ese chico es un estuche de monerías —lo dijo pensativa y con un tono de voz que me puso celoso—. Y pues nada, Jorge, eso fue todo lo que pasó esa noche.

—No —me incorporé cuando llegamos a la parte más ácida—. Eso no fue todo lo que pasó y lo sabes. Te hiciste pasar por novia de Valentino, y entre los dos me hicieron sentir el tipo más miserable del mundo con tantas faltas de respeto. ¡Fui un cornudo en primera fila y en toda potencia, y parecía que a ti no te importaba provocarme semejante humillación! Es más, parecía que lo disfrutabas. —Livia miró hacia el muro de cristal, por primera vez avergonzada, pestañeando reiteradamente—. Encima yo los encontré besándose en la casa del serpiente en un momento en que no había necesidad de simular nada, porque el Serpiente estaba en otro sitio. —El dolor de aquél recuerdo cimbró los cimientos de mi alma—. ¡Ambos estaban refregándose el uno con el otro de una forma obscena y descarada! ¡Y nadie me lo contó, yo lo vi, en la casa del Serpiente!

—Casa a la que no tenías que haber ido, Jorge —me dio la voltereta magistralmente, volviéndose a mí—. Me preocupé demasiado por ti cuando te vi llegar, ¿sabes?

Respiré hondo para que no se notara la rabia que tuve ante semejante cinismo.

—No te veías muy preocupada mientras el Bisonte te estrujaba las nalgas y te devoraba la boca como si fuera tu verdadero novio, Livia.

Ella ahora desvió la vista hacia sus senos, acomodándoselos dentro de su albornoz.

—Sí, ya lo sé, y lo siento mucho, Jorge. —Su voz era baja, casi como un susurro. Elevó la vista y continuó—: Me equivoqué. No entiendo qué me pasó que me dejé llevar sin pensarlo. Sería cosa de las pegatinas, el alcohol ingerido y otras cosas. Además tú te besaste con mi mejor amiga y yo estaba enfadada contigo.

Carraspeé. ¿De verdad me iba a reclamar eso?

—¡Ya tu amiguita te habrá dicho que fue ella la que me besó a mí, y no al revés! A mí me da asco besar gusanas, y menos si tienen patas de campamocha. ¿Y sabes por qué lo hizo, Livy? Porque tu flamante jefecito se lo ordenó.

Livia suspirĂł, sorprendida:

—Jorge, por favor; no empieces a desvariar y asume tus errores también, no sólo me lo exijas a mí. Quedamos en que ambos lo haríamos para intentar reconstruir lo nuestro. Yo vi lo que vi.

—¿Desvariar? —elevé la voz, empuñando mis manos—. ¡Valentino le ordenó a Leila que me besara!

—¿Y para qué querría pedirle a Leila una cosa así, si sabía que eso me lastimaría? —Me trastornó la ingenuidad de mi novia y que tuviera la desfachatez para defender a ese hijo de puta.

—¿Tú para qué crees, Livia? ¿Para que llegaran los santos reyes? Obviamente lo hizo para producir el efecto exacto que provocó en ti. ¡Celos! De esa manera te daría menos remordimientos ceder ante ese imbécil. Y tú fuiste tan débil.

—Jorge, por favor.

—Me faltaste al respeto, Livia, y ya te he dicho cómo me sentí al respecto.

—¡Y yo te he dicho que fue una secuencia de errores lo que desencadenó toda esta retahíla de malos entendidos!

—¡No fueron malos entendidos, mujer, fue lo que fue!

—¿Estás sugiriendo que solamente yo tengo la culpa de todo? —Ahora fue ella la que elevó la voz.

—¿Estoy equivocado?

—¡Claro que lo estás! —se defendió—. Me estás tratando como si hubiese sido idea mía que un traidor robara los videos de seguridad de la mansión Abascal y se los entregara al Serpiente para provocar ese chantaje y así tener la excusa perfecta para ir al Bar de los Leones y luego a la casa del Serpiente para restregarme con Valentino.

—No tergiverses mis palabras, Livia, escucha y entiende lo que te estoy diciendo.

—¡Me estás acusando de adúltera!

—¡Te besaste con él y te dejaste magrear! ¿Cómo se le puede llamar a eso? ¡Encima está lo que vino después…! —Recordé esos aullidos en el interior de una habitación en la segunda planta. La tanga mojada y olorosa a sexo colgando de la perilla de esa puerta—. ¡Sí, Livia, después vino lo peor!

Ella parpadeó un par de veces y me lo soltó con toda la rabia y saña que había contenido:

—No sé cuál haya sido la peor parte para ti esa noche, Jorge, pero para mí, sin duda alguna… fue cuando me agrediste delante de todos y me tiraste en el suelo como un salvaje.

Su voz se quebrĂł en ese momento y sus ojos se aguaron. No me veĂ­a venir esa acusaciĂłn.

—Livia… yo… —los músculos se me tensaron.

—¡¿Sabes lo que se siente que la persona en la que confías, en la que esperas que te defienda de los peligros, con la que esperas refugiarte cuando tienes miedo, y a quien le confías tus inseguridades y tus tristezas te ataque?! —Sus palabras se clavaron en mi pecho como si hubiesen sido lanzadas por una ballesta. Se enterraron cual hierro al rojo vivo e hicieron pedazos mis entrañas—. ¡Nunca sentí tanto miedo de ti, Jorge! ¡De mi propio novio, el que siempre juró protegerme, me atacó! ¡Me tiraste al suelo y me horrorizaste! ¡Tu mirada era la de un asqueroso demonio que yo no conocía! ¡Tus dedos quedaron marcados en mis brazos y tus ojos repletos de inquina quedaron plasmados en mi cabeza! No se vale, Jorge, si bien me porté muy mal contigo esa noche, eso no justifica que un hombre ataque a una mujer de la manera en que tú lo hiciste, he tenido pesadillas sobre eso, ¿lo sabes? ¡Incluso ahora lo recuerdo y me das pavor!

—Livia… lo siento. —Nunca me sentí más miserable que ese día. No podía entender cómo había podido obrar de esa forma tan salvaje y ruin contra la mujer que decía amar.

Claro que recordaba haberla empujado al suelo cuando intentó levantarme luego de que Valentino me embistiera, pues lo tomé como una burla; mas nunca pensé que le hubiera ocasionado tanto daño. Así como ella me lo decía, todo sonaba mucho peor.

—Estaba enfadado y no medí las consecuencias de mis actos. —Intenté exculparme—. Tienes que perdonarme, Livia, por favor. —Busqué sus manos y las froté con las mías, avergonzado y muy arrepentido—. Tú sabes bien que yo no soy violento, que nunca me atrevería a lastimar a nadie, mucho menos a una chica. Tú sabes bien que siempre he sido muy pacífico y que te he tratado como la princesa que eres. Todos los días me desvivía para complacerte, para hacerte feliz. Un momento de exabrupto no puede definirme como hombre. ¡Hemos vivido juntos algunos años ya y nunca te di señales de que yo fuese un maltratador de mujeres!

—¡De nada vale que antes hubieses sido un caballero y luego ya no, Jorge! Te juro que he tratado de entenderte, que estabas molesto, que tu rabia te cegó, ¿pero tenías que agredirme así? Lo peor es que no fue la única vez, y eso ya es para tener señales de alarma. ¡Al día siguiente, cuando llegué a casa, volviste a atacarme!

También recordé ese momento tan desafortunado y me llevé las manos a la cabeza.

—¡Fuiste capaz de perder dos veces el control! ¡Una acción tan aborrecible como machista! ¡Intentaste desnudarme para no sé qué! ¡Y el terror me obnubiló! ¡Estaba muy enfadada, Jorge, muy enfadada por cómo me habías tratado! ¡Por cómo me acusabas de algo que no era equiparable a lo que me habías hecho! ¡Me habías engañado, habías destruido la carrera de Erdinia! ¡Me estabas controlando! ¡Me habías violentado! ¿Tú qué crees que tenía que hacer para librarme de todo este miedo y estrés que sentía? ¡Irme a las carreras de Valentino! En las cuales no hice nada de lo que crees, salvo… salvo esnifar cocaína, pero eso ya te lo expliqué antes. Me sentía mal, muy mal, decepcionada, engañada, confundida, depresiva, ¡y quería autodestruirme! Por esa razón me drogué.

Ese tema me daba náuseas cada vez que se tocaba. Necesitaba que volviésemos a cause.

—Nos estamos desviando del tema, Livia, y avanzando a acontecimientos que ahora no vienen al caso. Yo te pido perdón por haberme comportado como un pinche animal asqueroso, pero ahora sólo quiero que me respondas un par de preguntas específicas para evitar hacerme más líos la cabeza y cerrar este tema por la paz.

Livia recuperĂł el aliento, recogiĂł sus manos, limpiĂł sus mejillas y me observĂł con calma, un tanto desorientada.

—Por supuesto, Jorge, tú dirás.

VacilĂł un momento y penetrĂł sus ojos miel sobre los mĂ­os.

—Quiero que seas lo más honesta posible, Livia.

—Te lo prometo —respondió segura.

—Si quieres arreglar esto, necesito que me digas la verdad. No importa si la respuesta es tan dolorosa como destructiva. Hazme recuperar la fe en ti. Sé sincera, por favor, que lo necesito. —Esta vez mi voz emergió como una verdadera súplica.

—Ya te dije que te seré sincera, Jorge. A nadie le interesa recuperar lo nuestro más a que mí. Pregunta lo que quieras y te lo responderé.

Su convencimiento y tranquilidad me fortalecía. Abocané aire. La miré completamente a los ojos y le pregunté:

—Dime, Livia Aldama, ¿eras tú la que estaba dentro de la habitación… donde estaba tu tanga colgada en la perilla?

Livia no hizo dramas, ni gestos y ni expresiones raras. Era como si supiera que un día no muy lejano esa pregunta tendría que salir a relucir. Se peinó los cabellos y los echó hacia atrás, antes de responderme con calma.

—Te lo juro, Jorge, te lo juro por mi madre, que yo no era. —Pestañeó un par de veces, recogió mis manos frías con las suyas y añadió—: Después de que me atacaras, Valentino y Joaco me llevaron a una sala en la casa para intentar tranquilizarme, que estaba muy afectada. Lo único que recuerdo fue que allí me quedé un buen rato hasta que me dormí.

”Al despertar aún estaba enfadada contigo, Jorge, muy molesta, y decepcionada. Lo único que quería era desquitarme. Mi único pecado fue poner la tanga allí en la puerta para fastidiarte. ¡Te lo confieso! ¡Fui yo la que lo hizo! Fui yo la que, mientras buscaba a Leila para largarnos de esa casa, subí las escaleras, me encontré con el Serpiente y me dijo que ella y mi presunto novio «Valentino» se habían encerrado en esa habitación del inicio del pasillo. Eran ellos los que estaban teniendo relaciones, no yo.

Estaba hiperventilando. Sus ojos me demostraban que me decía la verdad, pero mi instinto me decía que no. Es que si le creía me estaría convirtiendo en el tipo más imbécil del mundo, pero si no le creía, concluiría en que Livia era la chica más mentirosa y cínica del universo. Ambas situaciones mermaban mi concepto de amor.

—Cuando el Serpiente me dejó sola, yo me quité la tanga en un arranque de rabia y la puse en la perilla de esa puerta, esperando que, si subías, creyeras que era yo la que estaba dentro.

No dije nada. Traté de paladear cada una de sus palabras, interpretarlas y luego deducir.

—¿Me crees, cariño? —me preguntó, poniéndose a cuatro patas sobre la cama, gateando hasta la orilla de la cama donde yo permanecía sentado con la incertidumbre de no saber si me decía la verdad o me mentía. Sus senos se balanceaban como dos grandes melones de carne que buscaban ser amasados, y sus preciosos pezones se asomaban por el hueco del albornoz con demasiada presunción—. ¿Verdad que me crees?

—Sí —mentí forzando una sonrisa. Me dije que si quería llegar al trasfondo del tema, primero tenía que hacerla bajar la guardia. Al pasar las semanas se lo volvería a preguntar, si su versión era la misma y no tenía contradicciones, entonces la creería. De momento, su veracidad quedaría bajo reserva. Por supuesto que no le creía—. Claro que te creo.

Cuando estuvo de rodillas muy cerquita de mĂ­, sacĂł la lengua como una gatita mimosa y lamiĂł mi mejilla.

LIVIA ALDAMA

Viernes 30 de diciembre

Casa del Serpiente.

No podía parar de llorar, me sentía emocionalmente confundida, allí hundida en un sofá rojo que estaba cerca de la barra donde me habían llevado después del altercado. Valentino estaba como loco, intentando zafarse de los poderosos brazos de Joaco, que lo sometía para evitar que fuera tras de Jorge y lo destrozara.

—¡Lo voy a hacer pedazos a ese mierda hijo de puta! ¡Que me sueltes, Joaco, o te voy a poner una putiza a ti también!

—Deja de hacer mamadas, Valentino, que tú mismo dijiste que no querías broncas en casa del Serpiente —lo retaba Joaco, forcejeando con su jefe y manteniéndolo prensado por la espalda—. ¡Ya, cabrón, deja de estar de castroso!

—¡Lo voy a hacer tragar tierra a ese hijo de la chingada! ¡Le voy a desbaratar la cara y los pocos huevos que le queden!

Esta vez fui yo la que intervino, limpiándome las lágrimas. Me sentía muy aturdida. Todo me daba vueltas. La combinación de las pegatinas y el tequila me habían provocado una reacción adversa.

—¡Valentino, ya no quiero más broncas! —intenté levantarme del sillón en busca de una conciliación, aun si Jorge no la merecía.

Es verdad que el pobre de mi novio me había visto besándome con mi jefe, advirtiendo mi entrega absoluta a sus deliciosos encantos que me descontrolaban con sólo sentirlo: pero yo en ese momento veía esa entrega hacia él como una represalia a sus mentiras.

Jorge no podía ir de digno, honrado y decente por el mundo mientras al mismo tiempo desbordaba vileza a todo lo que tocaba. Esa tarde había echado la gota que derramó el vaso. Con gran dolor me había enterado por Valentino Russo que Jorge había sido el autor del horrible fotomontaje que acababa de destruir la carrera de Olga Erdinia. ¡Yo misma vi el correo electrónico que había enviado a Aníbal! ¡Yo misma había descubierto en su computadora de trabajo ese retrato editado que me desconcertó y me llenó de asco! Encima había puesto un GPS en mi llavero para controlar cada uno de mis pasos.

¡Jorge se había convertido para mis ojos en un personaje indecente, hipócrita y vil! ¿Y encima me violentaba con semejante saña por algo que no era equiparable a lo que él había hecho?

Menos mal que Jorge no habĂ­a visto nuestro trayecto del Bar de los Leones a la Casa del Serpiente, o se habrĂ­a muerto de la impresiĂłn al advertir que Valentino orillaba su auto en una acera solitaria sĂłlo por el gusto de bajarme las copas del escote, arrancarme los parches de mis pechos y comerse mis pezones durante un par de minutos mientras yo me revolvĂ­a en el asiento como una zorra.

—¡Te digo que pares ya, Valentino —exclamé determinante cuando vi sus intransigencias—, o lo vas a joder todo, poniendo en riesgo las reglas que tú mismo nos impusiste a quienes estamos en esta misión!

Me sostuve de la barra vacía para evitar caerme por lo mareada que me hallaba. Encima la altura de mis tacones no me ayudaba en nada, y la verdad es que no me sentía capaz de poder quitármelos yo sola. Luego miré alrededor y advertí que, afortunadamente, los espectadores que habían presenciado la escenita que habíamos protagonizado mi novio, mi jefe y yo minutos atrás ya habían vuelto a la piscina.

—¿Estás loca, Aldama? —me gritoneó Valentino con los ojos ardiendo en cólera, intentando zafarse del musculado muchacho rubio que lo sostenía—. ¡Tengo que darle a ese cabrón petulante la chinga de su vida! ¡Si no le doy su merecido hoy, el puto de tu novio te volverá a agredir! ¿Eso quieres?

—Lo que quiero es terminar con todo esto —exclamé con fastidio, intentando serenarme—. Además ya lo golpeaste, así que relájate y da el tema por saldado, que tampoco quiero que le hagas daño. ¡Lo que quiero ahora es largarme de aquí! Así que, por favor, Lobo; págale ya el dinero al Serpiente, que nos entregue los videos y deja que Joaco vaya a hacer su trabajo al área de cómputo para finiquitar con todo esto.

—¡Que no, chingada madre, que no! —se negó—. ¡Y tú, Joaco, como no me sueltes te va a pesar, cabrón! ¡Te voy a partir la cara a ti también!

—Mejor que me partas la cara (si puedes) —lo desafió Joaco haciendo más fuerza en sus brazos—, a terminar descuartizado si el Serpiente se entera que lo engañamos, y que tú no eres el novio de la señorita Aldama, sino un simple tipo que no ha querido que ella caiga en sus garras. Y a este paso, si vas con Jorge y lo sigues provocando, a él se le podría salir algo que lo relacione con ella —me señaló—, y no precisamente como su primo. Si pasa eso tú te encabronarás y le dirás alguna cosa que no debes y se descubrirá todo. Estamos en una casa repleta de sicarios, ¿se te olvida?, y no con cualquier grupo de sicarios, sino con los del Tártaro, ¡del cártel de los Rojos!

—¡Que me sueltes cabrón!

—¡Además, Lobo, si Aníbal se entera que agrediste a Jorge tendrás un problema muy gordo!

Me agobió la intransigencia y obstinación de Valentino, aunque la mención de Abascal sí que lo contuvo un momento. De todos modos estaba hecho un demonio, y no iba a quedar tranquilo hasta que su instinto de macho depredador no le permitiera ir y triturar a Jorge a golpes. Si yo no hacía algo pronto, el Lobo se zafaría de los poderosos brazos de Joaco (que ya estaba llegando a su límite) e iría detrás de mi prometido para hacerlo pedazos. Y con su fuerza y la fragilidad de mi novio, claro que podría hacerlo con facilidad… ¡y yo no lo podía consentir!

Tuve que insistir, pero ahora implementando otras tácticas.

—Lobo, si te quieres desquitar de Jorge, mejor lo hacemos de otra forma, que ya no quiero más violencia —le propuse.

—¡En mi mundo no hay otra forma de resolver los problemas que rompiéndole las costillas a los hijos de puta que se atreven a joderme a mí o a una de mis hembras! —determinó, el estúpido necio.

—¡Yo no soy tu hembra! —le recordé indignada.

En ese preciso instante lo vi hasta con ánimos de burlarse:

—Pues si aún te quedan dudas, Culoncita, ahora mismo voy a demostrarte que sí. ¡Pero primero suéltame, Joaco hijo de la chingada!

Joaco rugió furioso y lo comprimió con más vigor. Si se puede, creo que el rubio era un poco más alto que el otro, casi de la estatura de Aníbal, que era el más alto de los tres, como todo norteño.

—¡Pero como chingas, Valentino! —lo riñó su amigo—, ya deja de pasarte de lanza y contrólate.

A estas alturas, Joaco sabía todas nuestras andadas, así como esa extraña relación que manteníamos Valentino y yo, aunque nunca lo hubiéramos hablado explícitamente con él. Al principio me daba vergüenza mirarlo a la cara. No me sentía cómoda teniendo contacto visual con un chico que debía de tener una opinión bastante mala de mí: un chico que posiblemente sintiera lástima por Jorge mientras sabía que su novia se liaba de vez en cuando con su mejor amigo.

No obstante, por extrañas circunstancias que para entonces me eran desconocidas, Joaquín no me veía con reproche ni recelo, sino más bien con compasión y con un atisbo protector que a veces me llegaba a incomodar. Para él yo era una niña caprichosa y caliente a la que tenía que cuidar de las garras de su propio amigo, y muchas veces sentí que no merecía sus buenos tratos ni su custodia, sino más bien su animadversión.

Aunque al principio pensé que Joaco era igual de perverso que Valentino, con el tiempo me di cuenta que no; que él sólo seguía los hilos que su jefe/amigo tiraba por conveniencia, porque necesitaba el trabajo. Él no siempre estaba de acuerdo con sus frívolas conductas, y cuando lo estaba, tenía sus propios límites.

Para colmo del cinismo, a mí empezó a darme morbo perturbar a ese pobre muchacho, sabiendo que él era cómplice de mis travesuras con su jefe y que era probable que a veces nos espiara o se imaginara lo que hacíamos en secreto. Así que, sin importarme lo que oyera o viera (y eso también se lo achaco a las sustancias tóxicas que había consumido esa noche), respiré hondo, avancé hasta Valentino, que dejó de forcejear cuando me vio aproximarme; posé mis manos sobre su duro pecho y miré a Joaco directo a sus ojos.

—Joaquín, suéltalo.

—¿Qué? —la mandíbula de Joaco se tensó—. Señorita, no puedo hacerlo, mire cómo está de encabronado, mejor dígale a su novio que se vaya y entonces…

—Que lo sueltes, por favor. —Hice todo lo posible para que vi voz saliera parsimoniosa.

Uno de los gruesos y fuertes antebrazos de Joaco yacía en escuadra a la altura del cuello de mi jefe, sometiéndolo. Puesto que yo ya estaba a dos palmos de ambos machos, alargué mi mano derecha y con mis uñas acaricié el dorso compacto del guapo rubio. Las desplacé por los relieves de sus venas que ya estaban muy tensas por la fuerza que implementaba en su agarre, y luego dejé que mis caricias se arrastraran por toda la superficie hasta el músculo de sus tríceps, que es donde llegaba su manga que parecía reventar sobre su piel.

—Es una mala idea, señorita Livia…

—No, no lo es.

Noté cómo el escolta de Valentino relajaba la tensión de sus músculos y que su piel se hacía chinita en respuesta de mis caricias. Lo vi vacilar, con sus ojos celestes mirándome sorprendidos. Ese tacto que le regalé a Joaco fue suficiente para que se desequilibrara corporal y emocionalmente y que Valentino de un brusco movimiento lo empujara hacia atrás, liberándose.

—Hey, hey, tranquilo —me puse delante de Valentino, cogiéndolo de sus gruesos brazos antes de que cobrara represalias contra su escolta. Como pude, libré una de mis palmas y la llevé hacia sus firmes mejillas y las desplacé en forma de caricia hasta su mentón barbado, frotándolo lentamente—. Te vas a tranquilizar, vas a decirle a Joaco que nos deje solos, y tú yo nos vamos a ir por ahí.

Contra todo pronĂłstico, mi promesa lo contuvo.

—Ya oíste, gato igualado, lárgate de aquí —le gritó a Joaco fríamente—, y déjame solo con mi hembra.

Su escolta me observaba sin dar crédito a mis acciones. Dubitativo, esperó mi aprobación. Yo asentí con la cabeza.

—¡Que te largues, gato!

—Deja de ser tan grosero con Joaco —recriminé a Valentino mientras el rubio escolta desaparecía consternado por el pasillo que llevaba a la terraza—, que él lo único que hace siempre es cuidarte el culo para que no te cargue alguno de tus enemigos.

—¿Ahora defiendes al rubito, cabroncita? —sonrió irónico, pegándose contra mí y posando sus manos en mis nalgas.

—Defiendo las causas justas —intenté separarme un poco de él, en vano. Era demasiado fuerte para intentar moverme. Pero es que no me apetecía que Jorge se apareciera ahí dentro y me encontrara otra vez con mi jefe en esa situación tan comprometedora y se desmadrara todo de nuevo—. Todos sabemos que la palabra «gato» dirigida a un empleado es una de las peores ofensas que se pueden hacer. Y yo odio el clasismo con la misma intensidad con que odio el racismo y las injusticias.

—A ver, Livita, a ver, que no me gusta nada cómo lo miras últimamente ni mucho menos cómo lo defiendes —me acusó, acercando su nariz a mi cuello con esa extraña manía suya que tenía de olfatearme como un perro—. Como note que te estás enculando por Joaquito, te juro que lo hago mierda, ¿entendiste?

Su nariz se hundiĂł cerca de mi oreja y sus dedos se enterraron en mis nalgas.

—¿Es que tú no eres leal a nadie, Valentino? —luché por desprenderme de sus brazos—. ¿Cómo puedes hablar así de alguien que siempre está contigo? Una vez me dijiste que antes que ser tu escolta, Joaco era tu amigo, y por como lo tratas, no lo parece.

Los pelitos de su barba me picaron la piel y me escalofriaron.

—Yo sólo me soy leal conmigo mismo —se sinceró con un feroz gruñido, jugando con mis turgentes nalgas, amasándolas y estrujándolas—. Eso de andar dando la cara por otros no va con mi personalidad. La amistad no existe, ni el amor de familia. Todos me han traicionado. La única que me amaba de verdad era mi madre, y también se fue… —Su voz se cortó, pero luego se recompuso—. Pero mejor dejemos de hablar de eso y dime cómo harás para que cambie de opinión y no decida salir a la terraza a romperle los huevos a tu cabrón cornudo.

Cuando se ponĂ­a en ese plan, me daba tortĂ­colis. De no haber estado apresada le habrĂ­a dado una maldita bofetada.

—¡Jorge no es ningún cornudo, ¿estamos?! ¡Así que te me calmas y lo respetas delante de mí!

Valentino soltĂł una carcajada sobre mi cuello que me estremeciĂł.

—¿Entonces cómo se les llama a los hombres cuyas mujeres se revuelcan con sus amantes?

Me sacudĂ­ con irritaciĂłn, deseosa de liberarme de sus magreos y sus leperidades.

—Te estás pasando de la raya, Valentino Russo —exclamé indignada—. En primera, tú y yo no somos amantes, y en segunda, no nos hemos revolcado.

—Ah… perdón, perdón —rio con sarcasmo—, tienes razón, no nos hemos revolcado, sólo te he comido las tetas, el coño y la boca, y tú sólo me has acariciado la verga por arriba del pantalón y me has besado como una perrita en celo.

—¡Déjame ya, por favor! —grité, zarandeándome en sus brazos.

—No sabes cómo me excitas cuando te pones en modo diva, y te me resistes, cuando en el fondo lo que más quieres es que te posea.

—¡Estás loco, Valentino! ¡Suéltame!

—¿Es que no me dijiste que en lugar de golpear a tu baboso novio, por haberte violentado, nos desquitaríamos de otra forma?

—¡Tú también me violentas cada vez que puedes! —le recordé.

—¿Mamarte la panochita es violentarte? No me jodas, preciosa. Mejor vamos a buscar un sitio dónde «revolcarnos» ¿va? Que es lo estás deseando desde que llegaste al Bar de los Leones, ¿o es que no te mojaste con solo verme? Anda, dime, sincérate.

—No voy a robustecer tu ego, ¿te queda claro?

—Mientras me prestes tu coño y tus tetotas un buen rato, y me «robustezcas» la verga, con eso me doy por bien servido.

—¿Es que no puedes dejar de ser tan lépero por un sólo momento? Cada frase que me dedicas me denigra como mujer.

—Cuando te chupo el coño no te importa que te denigre, ¿verdad, cielo? Así que mejor calla, hipócrita. No niego que en tus proyectos profesionales eres la mejor chica que conozco, pero ahora tu trabajo es otro. Más chupadas de verga y menos quejas.

—¿Perdona?

—Me vas a chupar la verga, Aldama, porque me la debes, y yo me voy a comer tu coño otra vez. Es más, esta noche habrá paquete completo. Te voy a coger.

—Ni lo sueñes.

—Me dejaste caliente esa noche en san Pedro, después de que los remordimientos te recordaran que tenías novio y te fueras corriendo a tu habitación tras la comida de coño que te hice, ¿lo olvidaste? —Se echó a reír mientras su boca buscaba la mía y con su lengua me chupaba las comisuras—. Ya va siendo hora de que pagues tu parte.

—Valentino… por favor… aquí no… Jorge nos podría ver.

—Ya nos vio hace rato magreándonos, ¿qué más te da? Él ya descubrió cómo te pones de puta cuando te estrujo el culo y te como la boca.

No me podĂ­a creer que cuando se ponĂ­a caliente Valentino se convirtiera en ese tipo tan vulgar y misĂłgino que no le importaba medir sus palabras ni sus acciones con tal de autocomplacerse.

—¿Tú sabías que él estaba viéndonos y aun así me besaste y me agarraste las nalgas, cabrón? —lo acusé, enfurecida—. ¡¿Te das cuenta del problemón en el que me metiste, Valentino?! ¡Eres un patán y un ser despreciable!

Parecía que no le afectaba nada de lo que le decía, que no sentía ningún tipo de remordimiento por lo que había hecho con ventaja y alevosía. Por el contrario, daba la impresión de estar orgulloso de haber lastimado la moral de mi novio, humillándolo de esa manera, y agrietando mi relación con él.

—Mi labor social de la noche, mamacita —se burló con descaro—: quería que el perro aprendiera cómo se debe de besar y agasajar una hembra como tú.

¡Insolente! ¡Ruin! ¡Maquiavélico!

—¡No me explico cómo puedo estar aquí, hablando contigo, cuando le has provocado semejante dolor! ¡Y a mí me has puesto en una situación ante él de la que no sé cómo es que voy a salir adelante! ¡Te juro que no me lo explico!

ÂżCalentura? ÂżDeseo? ÂżSinvergĂĽenza? ÂżEsa era la explicaciĂłn? Valentino continuĂł:

—Lo que no me explico yo, es cómo puedes ser tan estúpida para no haber mandado a la mierda a ese pardillo de mierda al que no amas.

—¡Claro que lo amo! —me defendí.

—Si lo amaras no estuvieras aquí, acariciándome la polla —me acusó.

Apenas me di cuenta que mi mano derecha estaba frotando su paquete, mientras él continuaba estrujándome el culo y su barbita picándome el cuello y la boca. Esa sensación de vulnerabilidad ante su presencia me volvía loca. Y me hacía cometer acciones impensables, absurdas.

—Una cosa es deseo y otra es el amor. Y yo tengo muy claro lo que siento por mi novio.

—¿Estás admitiendo que me deseas? —dijo con orgullo.

—¡Estoy diciendo que el deseo no se puede comparar con el amor!

—El deseo debería de ser para la persona a la que se dice amar, no para la otra.

—Si te molesta que te la sobe, entonces me voy.

Él se echó a reír, me aferró más fuerte contra él, y devoró mi boca con más fruición, dándome un cachetazo en el culo, para luego levantármelo y dejármelo caer hasta que rebotó.

—Te juro que en este momento me vale una mierda tu pardillo, Aldama. Lo que quiero ahora es que elijas una habitación, que ya me dijo el Serpiente que hay un montón disponibles para follar.

—Estás muy confiado en que te voy abrir las piernas —lo desafié, echando mi cabeza hacia atrás.

—Si ya me estás agarrando el fierro, ¿no es normal que te sea más fácil abrirte de piernas para mí, Culoncita hermosa?

25. LA TANGA EN LA PERILLA

JORGE SOTO

Domingo 26 de marzo

3:57 hrs.

—¿Por qué me rechazas, Jorge? —me reclamó Livia ofendida cuando me puse en pie tras notar un amago suyo en que pretendía ponerse a horcajadas sobre mis piernas—. Creí que lo estábamos intentando. ¡¿Por qué no me dejas tocarte?!

—El proceso es un poco… largo… —me sinceré.

Aunque habría querido decirle que no confiaba en ella… y que ese rechazo que sentía hacia su persona a mí también me asustaba. La deseaba mucho… pero era mayor mi sentimiento de repudio.

—¿Ya no me deseas? —Su rostro era la decepción personalizada. Había frustración, rabia y recelo en su mirada.

—¿Cómo no voy a desearte, con lo hermosa que eres? —Explicárselo me parecía ridículo. Ojalá se lo pudiera explicar mi propia polla, pero en ese momento estaba incapacitada—. ¿Cómo no voy a desearte con el cuerpazo que tienes…? ¡Con lo loquito que me vuelves!

—¿Entonces… por qué te levantas, como si me rehuyeras, como si estuviese sucia y no quisieras mancharte? —Livia permanecía de rodillas sobre la cama, y yo dos metros lejos ella.

—Es que… con todo y que te deseo… no estoy preparado aún… para dar este paso.

Ella no lo entendĂ­a. Su gesto fruncido me lo afirmaba.

—¡Por Dios, Jorge! ¿De qué se trata todo esto? Me hablas de que tenemos que ser maduros y pasar página. ¡Me prometiste que lo íbamos a intentar! Y, sin embargo, estás siendo demasiado cruel conmigo, ¿lo sabes? ¡Estás dejando que me ilusione con que todo volverá hacer como antes! ¿Y ahora me rechazas? ¡Me siento muy ofendida! ¡Muy dolida!¡Nunca nadie me había rech…! ¡Quiero decir que nunca nadie me había hecho sentir tan mal como tú!

—Tienes que ser comprensiva, Livia.

—¿Y a mí quién me comprende?

—¡Es que te juro que no puedo!

—¿No puedes o no quieres?

Los decibeles de nuestras voces estaban en aumento.

—¡Quiero… Livy, te juro que quiero… pero no puedo! Temo que… que… a la mera hora… no pueda responderte.

—¿Cómo no vas a poder responderme? ¡Tienes veintisiete años, Jorge! ¿Crees que no se te va a levantar? —Me señaló la entrepierna y me sentí avergonzado.

—Tú no lo entiendes, Livia.

—Entendería si me lo explicaras —me acusó—. ¿Es que no eres capaz de advertir el daño que me haces? Siento como si… ya no te gustara, ¡como si no fuera suficiente para ti! Me lastimas el autoestima, ¡me degradas como mujer! Aaaah, pero no fuera la tal Renata, porque a esa sí que la abrazas incluso en mi delante.

Estaba hiperventilando.

—Deja de ser tan egoísta y ponte un momento en mi lugar, Livia. Para mí no es fácil sobrellevar todo esto después de lo que ha ocurrido. Pensar que… te has entregado a Valentino… a ese hombre del auto…

—¡Que no! ¡Que no! —gritó desesperada, saltando de la cama y yéndose hacia el ventanal—. ¡¿Es que me vas a acusar de esto toda la vida? ¡Me ofendes! ¡Me faltas al respeto! ¡Me haces sentir una zorra cuando lo único que estoy tratando es de salvar una relación que jodimos los dos, no solamente yo!

—Livia, por favor, tranquilízate.

—¿Cómo quieres que me tranquilice, Jorge, si te he dicho de una y mil formas que no me acosté con nadie? ¡Con Valentino sólo me besé en esa ocasión que tú presenciaste, pero no pasó nada más! Sin embargo, tal parece que esa pequeña falta me va a perseguir y estigmatizar toda la vida, ¡y si esto va ser así siempre, entonces yo no lo quiero!

Sus lágrimas me impacientaron. Fui tras ella y la abracé por la espalda. Tampoco podía hacerla sentir así. No me sentía feliz jodiéndola de esta forma.

—Sólo dame tiempo para procesarlo, Livia, es lo único que te pido. Tiempo y nada más. Además… esta noche no puedo responderte porque… estoy herido, te lo recuerdo. —Eso sí que no era del todo mentira—. Además… el recuerdo de esa tanga de pedrería, que yo mismo te regalé y que nunca estrenaste conmigo, colgada en la perilla de esa habitación me lastima. ¡No sabes lo que me jodió y lo humillado que me sentí! Yo no puedo dejar de pensar que él… que él…

—¡Nada de él! —me gritoneó, apartándose bruscamente de mis brazos—. ¡No hay un «él» en esta ecuación! ¡Esa maldita tanga de «pedrería» me la quité yo misma y la colgué en la perilla de la puerta! ¿Es que estás tan tonto para no entenderlo?

LIVIA ALDAMA

30 de diciembre

Casa del Serpiente

A escasos centĂ­metros de la entrada de la primera habitaciĂłn que encontramos vacĂ­a al inicio del pasillo de la segunda planta, contigua a las escaleras, Valentino me dejĂł de lamer el cuello, para luego ponerse de rodillas, resbalando en su movimiento sus traviesas manos por mis laterales; en cintura, caderas, muslos y piernas.

—¡Ufff… por Dios! —gimoteé.

En esa posición, sus burdos dedos reptaron por debajo de mi mini vestido, subiéndomelo a la mitad de mis asentaderas, embarrándolos entre mis muslos hasta apoderarse de mis abombadas nalgas.

—Para… que nos van a ver —le supliqué, recargándome en el muro que estaba al lado del marco de la puerta.

Valentino siguió hurgando entre mis glúteos, clavando sus yemas, separándomelos uno del otro para luego chocarlos. Después los apretujó muy fuerte para separar una nalga de la otra, arreglándoselas para pasar uno de sus dedos entre el medio de las dos, recogiendo con un dedo el minúsculo hilo de la tanga que yacía enterrada en mi culito.

—Ufff —resoplé ante la excitante sensación de sentir sus dedos husmeando entre mi hendidura.

Valentino parecĂ­a encontrar morbo en mi timidez y desenfreno.

—Nunca vi un coñito que brillara tanto —se burló cuando vio la pedrería en el triangulito delantero de mi prenda—. Un día haré que te anilles los labios vaginales, Culoncita, ¡ese será el culmen de tu putería!

—¡Salte de allí abajo, cabrón, que nos van a ver! —aullé ante las caricias de sus dedos entre mis nalgas.

Nunca antes había empleado la palabra «cabrón» con tanta frecuencia, pero la ordinarez de Valentino era contagiosa. Era la segunda vez que lo llamaba así esa noche. Era liberador.

—¿Sabe tu pardillo el tipo de tanga que traías puesta esta noche? —me preguntó, mordiéndome un muslo.

—S…í… —gemí—, él me la regaló… ¿por qué…?

Su respuesta fue burlarse malévolamente y, sin decirme nada más, se apoderó del elástico de mi tanga y tiró de él hasta que resbaló lentamente por mis gordos muslos y piernas, para luego sacarlo por debajo de mis tacones.

JORGE SOTO

Domingo 26 de marzo

4:12 hrs.

—Imagínate qué tan mal estabas esa noche para lastimarme así, Livia, ¡para permitir que tus impulsos, resentimiento y mala voluntad te hicieran obrar de esa manera, colgando tu tanga en la perilla sabiendo que me ibas a lastimar!

—Tienes que perdonarme, Jorge —me pidió, y la noté un poco más relajada. Se peinó el cabello con los dedos, se desplazó al buró derecho de su cama y tomó un poco de agua—. Tú mismo has dado con el punto. Esa noche estaba mal. No sabía lo que hacía. Sabes bien que yo no soy maldosa, y que esa conducta tan imperdonable que tuve fue un caso aislado. Quería desquitarme.

—Y vaya si lo hiciste —me quejé.

LIVIA ALDAMA

Viernes 30 de diciembre

Casa del Serpiente

—Mi tanga… ¿dónde la dejaste…? —le pregunté a Valentino rato después de que hubiésemos entrado a la habitación y él hubiese asegurado la puerta por dentro.

—¿Viste alguna vez los cartelitos que ponen en las puertas de los hoteles que dicen «no molestar»? —me preguntó sonriente.

—Sí…

—Pues tu tanga está fungiendo esa misma función. Quien la vea enganchada en la perilla de la puerta… entenderá la referencia…

—¿Qué…? ¿Cóm…o? ¿A qué… hora… la pusist…e ah…í?

—Cuando te colgaste de mi cuello y enrollaste tus piernas como mona a mi cintura al entrar a la habitación. Estabas tan caliente que ni cuenta te diste.

—¿Por eso me preguntaste que si Jorge… sabía qué tanga había traído hoy? ¡Ay, ay… que rico….! ¿Cómo puedes ser tan cruel y perverso? ¡Ufff!

Estaba colgada de su cuello, el pelo me caĂ­a en cascada sobre mi espalda descubierta; mi vestido enroscado a la mitad de mis caderas, mi escote enrollado al nivel de mi vientre, y mis pechos calientes y desnudos, clavando sus duros pezones sobre los abdominales de aquel poderoso semental.

Mis piernas rodeaban con fuerza su cintura y los tacones puntiagudos se apoyaban en sus bien formadas nalgas.

—¡Estás buenísima, mami! —gruñó.

Estábamos en la mitad de la habitación semi oscura; Valentino de pie y yo enredada a su cuerpo, completamente suspendida. Mi lengua lamía sus codiciables pectorales, con irrefrenable deseo, y mis dientes de vez en cuando lo mordían con suavidad. Ya no podía contenerme. Cada vez que tenía la oportunidad de estar con él en una situación tan sórdida como esa, mi libido se incrementaba. Él estaba eufórico, triunfante. Sabía que había avanzado en demasía en su proceso de seducción, hasta llegar a un punto sin retorno.

Su brazo derecho era lo suficientemente fuerte para sostenerme por la cintura, y con su mano libre me masturbaba como un maldito demonio provocándome algunos espasmos de placer.

—¡Quítala de ahí…! —pujaba sin parar, mientras mi mojada rajita acogía una y otra vez sus blasfemos dedos—. ¡Qu…ita la tan…ga de ah…í!

—¡Estás empapada, culoncita! ¿Escuchas el intenso chapoteo?

Me cosquilleaba mi entrepierna, mis muslos se estremecían, mi espalda se tensaba, mi cabeza se volvía cada vez más febril, y mis ojos lloriqueaban.

—¡Que quit…es… esa… maldita tan…ga de… ah…í ¡¡¡Por Dioooos!!!

El primer orgasmo de la noche lo tuve allí, con la fuerza de gravedad a mi favor, corriéndome sobre los dedos de mi jefe, colgando de su cuello, mientras Jorge… en algún lugar de la casa, permanecía abatido pensando en los eventos de esa noche.

JORGE SOTO

Domingo 26 de marzo

4:21 hrs.

—¡Puedo jurar lo que quieras que me sentía tan devastado que creí que era tu voz! —le confesé—. ¡Era el color de tus jadeos, Livia! ¡Era la cadencia de tus gemidos!

Livia se habĂ­a vuelto a recostar. Me miraba en silencio. Me acababa de decir que sacara todo. Que si eso me hacĂ­a sentir mejor, que expulsara mi resentimiento como si fuesen flemas. Que eso me ayudarĂ­a. Y a lo mejor tenĂ­a razĂłn, porque cada vez que le decĂ­a a la cara lo que sentĂ­a por dentro, la sensaciĂłn de asco y abominaciĂłn que sentĂ­a por ella se soltaba poco a poco de mi cuerpo.

—¿Cómo no iba a conocer tus gemidos si eran los mismos que te había escuchado durante los últimos años cada vez que hacíamos el amor, Livy? ¡Esos gemidos que se hundían en mis orejas ante cada roce, cada embestida, cada caricia! Es cierto que estaba borracho, pero yo sé lo que escuché.

Ella aprovechaba el tiempo para trenzarse el cabello, hacia el lado de su corazón. Sus tersos pies resplandecían a contraluz por las pálidas lámparas. Las sábanas blancas sobre las que permanecía recostada le conferían un matiz de pureza que iba acorde con su rostro aniñado.

—¿Te das cuenta, Jorge, que tu propio egoísmo y la culpa que sentías tras haberme lastimado, te provocaron esas horribles ansias desmedidas por encontrar una excusa que le restara gravedad a tu delito? Todas esas culpas te llevaban a concebir cualquier idea que me enlodaran como mujer.

—¿Qué estás diciendo?

—Esos gemidos con el color de mi voz los escuchaste porque tú los querías escuchar, mi pecosín. ¡Fueron preconcebidos! ¡Tu mente los configuró para restar potencia a tu culpa!

—Lo que dices es una locura, Livia —la acusé.

—No, Jorge, la locura la tuviste tú esa noche. —Mi ángel hablaba con una seguridad tan convincente que de pronto hasta creía que ella tenía razón, sin tenerla—. La locura te poseyó y mira hasta dónde te llevó; al grado de creer que esos gemidos que dices haber escuchado… eran los míos… cuando yo, en ese preciso momento, estaba ya recostada sola, en una habitación vacía.

LIVIA ALDAMA

Viernes 30 de diciembre

Casa del Serpiente

Allí estaba yo, cachondísima, recostada sobre una cama de agua tibia en la que creía estar flotando, con las piernas abiertas, empapadas, y Valentino en medio de ellas, comiéndome el coñito mientras mis gritos hacían vibrar las ventanas de la habitación.

—¡Liviaaaa! —Los ecos del exterior agudizaban mis holeadas de calentura. Pero ni siquiera los reiterados golpes secos de la puerta me distrajeron en la percepción de aquellas exquisitas sensaciones que me dominaban el cuerpo.

«¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!» más golpes secos sobre la madera «¡Aaah! ¡Sí! ¡Sí! ¡Ahhh! ¡Humm!»

Las corpulentas manos de Valentino amasaban y estrujaban mis pechos, pellizcando mis pezones de vez en cuando, mientras su lengua serpenteaba dentro de mi coño.

«¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!»

—¡Livia! ¡Sal de ahí!

Mis piernas temblaban, mis tacones se hundĂ­an en su espalda y mis manos acariciaban su cabeza rapada y de pronto la hundĂ­an en mi entrepierna.

—Grita, zorrita, haz que el cornudo de tu novio te escuche bramar mientras te como el coño…

—¡Aaaah! ¡Uffff! ¡Ahhh! —me retorcía sobre la cama. Ni siquiera bramaba por su orden. Mis instintos sexuales obedecían solos a la sensación de sus estimulantes lamidas.

La destreza con la que me devoraba el coño era de no creerse. ¡La destreza para hacerme temblar de gusto era casi sobrenatural! Imposible no gritar de verdadero placer. Imposible no pujar de deleite y fruición. Mientras una voz angustiosa gritaba mi nombre al otro lado de la puerta, torrentes de flujos sexuales exudaban de mi vagina y me provocaban espasmos que casi me hicieron explotar.

Sus chupadas eran ruidosas, obscenas, salvajes. Y a cambio de ellas, mis piernas vibraban como si me estuviese electrocutando. Mis aullidos ante la inminente amenaza de explotar en chorros sobre la cara de mi infractor se volvĂ­an soeces cada vez que sentĂ­a esa loca sensaciĂłn de que querer orinar.

—¡Para! ¡Para! —le supliqué a medida que la amenaza de expulsar mis flujos me horrorizaba—. ¡Por favooor! ¡Paraaaa!

El cosquilleo se concentró justo en el centro de mi vulva, como si estuviese por ocurrir una fuerte implosión. Y mientras Jorge vociferaba, entre gimoteos, un desgarrador «¡Liviaaa!», yo, su futura esposa, expelía horríficos gritos de placer ante un tercer orgasmo que percutió por toda la habitación.

Si bien me las arreglé para que esa noche tampoco hubiese penetración con Valentino, no puedo negar que aquella fue una nueva infidelidad a toda regla que no merece ningún perdón. El consuelo que me queda es que al menos esa noche logré salvar la integridad física del amor de mi vida.