Depravando a Livia: 23, 24 y 25
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Las verdades siguen saliendo a la luz. ¿Qué fue lo que pasó en realidad la noche en la casa del Serpiente?
23. LA INTERVENCIĂ“N
No se puede tener todo en la vida. O eres rico, pero te falta el amor de tu vida. O eres pobre, pero te llueve el cariño. A veces los amores se restablecen, pero las amistades se pierden. Las cosas con Livia iban de viento en popa. Después de aquella extraña conversación, pude confiar un poco más en ella.
Hablábamos más que de costumbre, comenzábamos a cenar, jugar billar o ver pelĂculas juntos cada vez que los tiempos eran benevolentes con nosotros. De pronto nuestras conversaciones eran tan extensas que nos amanecĂamos carcajeándonos. Era como si nos estuviĂ©semos volviendo a conocer. Yo ya no era el mismo de antes y, a su vez, me tuve que resignar a entender que aquella chica sofisticada ya no era la Livia de la que me enamorĂ© la primera vez.
De eso se trata el amor, de reinventarse cada vez que se puede. Aquella era otra Livia que me seducĂa constantemente, la que intentaba poco a poco ingresar en mi pecho aprovechándose de su belleza y de sus atenciones.
Era casi ridĂculo que me fascinara tanto cuando rozaba mi piel, como si nunca nos hubiĂ©semos tocado, y que por mi orgullo de seguir durmiendo en otra habitaciĂłn tuviera que valerme de mĂ©todos tan infantiles y vergonzosos como espiarla a hurtadillas cada vez que se duchaba.
Desde que ella hiciera rutinas en nuestro gimnasio particular todo su cuerpo se habĂa torneado y definido aĂşn más que antes. Cada vez que la veĂa desnuda por las mañanas, andando por su cuarto en un despliegue de seducciĂłn mientras se arreglaba, podĂa apreciar sus enormes tetas bamboleándose sobre su pecho, notando el gran peso de su caĂda. Sus hermosos pezones sonrosados siempre luciendo erectos, y sus extraordinarias nalgas redondas, carnudas y turgentes botando de un lado a otro ante cada movimiento. Toda ella era perfecta.
Me erotizaba verla resbalar sus medias de seda sobre su tersa piel, frente al espejo, adhiriĂ©ndose a sus piernas y a sus muslos como si fuese una segunda carne. Mi pene palpitaba cada vez que advertĂa la forma tan sensual en que se colocaba los tacones y los ligueros, posando en el espejo en diversas posturas para que las vistas fuesen inmejorables. Pero lo que más me calentaba, y muchas veces me habĂa ido a mi baño a mastĂşrbame pensando en esa imagen, era ver cĂłmo el minĂşsculo hilo de sus tangas se enterraba abruptamente sobre sus dos hinchadas nalgas, generando en ellas movimientos oscilatorios en forma de vaivĂ©n.
Cuando ella salĂa del cuarto, yo me dirigĂa al cesto de su ropa sucia y olĂa las braguitas que reciĂ©n se quitaba; me volvĂa loco el aroma de su sexo, la fragancia inherente de su piel fragancia, la textura de sus pantimedias y los encajes de sus sujetadores.
—Ufff… —gemĂa mientras devoraba con mis poros los efluvios de hembra que Livia irradiaba.
QuerĂa comĂ©rmela entera, penetrarla duro y que ella gritara mi nombre. Pero, para que eso sucediera, tuve que tomar una decisiĂłn: tenĂa que circuncidarme y, ahora sĂ, provocarle a mi novia todo el placer que no habĂa recibido en su vida.
Dado mi ruptura con Pato, quien a las dos semanas de nuestra separaciĂłn renunciĂł a la empresa, hice a Gerardo mi nuevo confidente, pues incluso Fede se mostraba distante conmigo seguramente por lo que ellos consideraban una traiciĂłn.
Gerardo «El Gera» tenĂa mi edad, con cuerpo de basquetbolista (ni gordo ni flaco, aunque muy alto) y un tono moreno de piel. Su voz era tan grave que la gente que no lo conocĂa pensaba que era locutor de radio. Su gran caracterĂstica es que tenĂa una barba de chivo (a veces trenzada) y la cabeza rapada al más estilo de Valentino Russo, además de portar unos audĂfonos de casco que casi siempre traĂa colgando en su cuello. TenĂa toda la pinta de un vago sin oficio ni beneficio, o al menos esa impresiĂłn tenĂa Raquel de Ă©l, pero la realidad es que era loquĂsimo y muy buena persona.
HabĂamos trabajado juntos en La Sede, Ă©l en el área de informática del departamento de AnĂbal, hasta que decidiĂł establecerse como autĂłnomo en un negocio de reparaciĂłn de computadoras donde le iba bastante bien.
El Gera me acompañó al urĂłlogo esa mañana para esa cirugĂa que habĂa programado con anticipaciĂłn y, luego de darme “ánimos” diciĂ©ndome que uno de sus primos se habĂa muerto en plena cirugĂa de circuncisiĂłn, me esperĂł afuera durante la intervenciĂłn con una esplĂ©ndida sonrisa.
La cirugĂa ambulatoria apenas durĂł veinte minutos, el cirujano me suministrĂł anestesia local, y treinta minutos despuĂ©s de la intervenciĂłn me dejaron salir, no sin antes darme las recomendaciones de recuperaciĂłn.
—Ponte un calcetĂn, pelirrojo, por si de pronto se te cae el pito mientras te quedas dormido —se carcajeĂł el Gera como un degenerado—. ImagĂnate la vergĂĽenza que pasarĂas si en pleno «sucutrĂşm» —se referĂa al acto sexual—, se te queda la polla dentro del coño de tu novia. Al menos, si queda erecta, la chica tendrá un consolador de carne de por vida.
Era de la clase de hijos de puta cuyas carcajadas eran tan estridentes que te contagiaban.
—A ti se te puede morir tu madre y soltar una carcajada en pleno velorio —lo acusé, mientras caminaba hacia su auto como si estuviera cagado.
Una de las razones por las que no lo frecuentaba es porque todas las cosas las tomaba a broma. Con el tiempo entendĂ que a lo mejor esa forma de vida que llevaba era lo que necesitaba yo para ser tan alivianado como Ă©l. Además, debo decir que mi acercamiento con el Gera se debĂa tambiĂ©n a mi gran necesidad de llenar el vacĂo que me habĂa dejado Patricio.
—¿Cuánto tiempo caminarás como pollo embarazado, pelirrojo?
—Dijo el médico que en dos o tres semanas puedo tener sexo otra vez. —Eso era lo que más me interesaba.
—¿Por quĂ© no le contaste a Livia que te operaste la fimosis? —me preguntĂł mientras me hacĂa el favor de llevarme a mi casa.
El cabrĂłn conducĂa a una velocidad endemoniada que parecĂa que iba a recibir herencia.
—Quiero darle la sorpresa —me encogà de hombros.
—¿Neta crees que no se dará cuenta? Si caminas como pollo cagado, mi estimado. Además, por la noche, cuando ella te busque en la cama ¿cómo te vas a justificar?
—Hace más de dos meses que no tenemos sexo —le comenté—. De hecho no dormimos juntos, por lo que ya sabes.
—¿No la vas a perdonar nunca, cabrón?
—Ya la perdoné —reconocà con un suspiro.
—Vaya hijo de puta estás hecho —se carcajeĂł, frotándose la barba de chivo—. Te lo digo en serio, pollo cagado, si ya perdonaste a tu morrita por lo que sea que te haya hecho, entonces cĂşmplele como se debe. Una mujer que ha estado ejerciendo su sexualidad con asiduidad, como supongo la ejercĂa contigo, no puede estar en abstinencia sexual durante tanto tiempo. Puede usar sus deditos, pero nunca es lo mismo. Ellas siempre buscan placer, y si no eres tĂş será otro el ganĂłn.
—Gracias por hacerme sentir mejor —bufé.
PensĂ© en quĂ© podĂa inventar a Livia y a AnĂbal para no decirles que me habĂa hecho la circuncisiĂłn. Era obvio que notarĂan mis molestias tanto por mis gestos de dolor como por mi forma pazguata de caminar.
A la primera querĂa darle la sorpresa, y al segundo me daba vergĂĽenza que supiera que siempre habĂa tenido un problema de tal calibre.
—Conmigo siempre tendrás sinceridad, pelirrojo —me comentĂł el Gera—. TĂş ya sabes que yo no me ando con mamadas. Por eso te digo esto; yo sĂ© que ahora estás estudiando una maestrĂa, que ya te ejercitas en el gimnasio que tienes en tu casa y que tomas proteĂna para que tus mĂşsculos crezcan (y la neta es que sĂ que se te empieza a notar); sĂ© tambiĂ©n que tienes ambiciones en La Sede, que tu meta es escalar y escalar hasta llegar a tener bastante Ă©xito.
”Todo esto está bien, cabrón, pero quiero pedirte que no te superes para demostrárselo a otros, supérate por ti y para ti, para que te demuestres lo que eres y lo que vales. La gente es mamona por naturaleza y nunca le vas a dar gusto. Comienza a tenerte amor propio y verás como repartes vergazos a tus oponentes con solo mirarlos. ¡Échale ganas, cabrón, asà como lo vienes haciendo! Pero no pierdas el piso, porque es muy fácil salirse del carril cuando las cosas comienzan a salir bien. Cuando estés en la cima, nunca te olvides de quién eres, no te deshumanices y tampoco te olvides de la que gente que siempre estuvo a tu lado.
Nunca pensé que el Gera tuviese momentos de lucidez. A lo mejor era momento de escucharlo con más frecuencia.
—Mientras tanto, pelirrojo, ponle engrudo al coño de tu vieja y sólo déjale el hoyito para mear. Es la única manera en que evitarás que pitos ajenos la agujeren mientras se te restablece el fierro.
Le dije a Livia que mientras corrĂa con Gera esa mañana me habĂa tropezado sobre una jardinera y me habĂa lastimado el muslo cerca de mi entrepierna, que habĂa ido al mĂ©dico y me habĂa hecho una curaciĂłn. Le inventĂ© algo sobre tendones hinchados y una recuperaciĂłn de entre dos a tres semanas, aunque no era nada grave, razĂłn por la que debĂa de usar ropa un poco más holgada y era probable que no pudiera asistir a los prĂłximos actos de campaña de mi cuñado.
Livia se horrorizĂł al escuchar mi fantástico relato, y tuve que apartarla con mi mano cuando intentĂł acercarse a mĂ y persuadirme para que le enseñara mi herida. BuscĂł en internet ungĂĽentos naturales para la hinchazĂłn y algunos analgĂ©sicos para el dolor. ¡Mismos analgĂ©sicos que habĂa olvidado comprar por venir en el chisme con Gera!
RevisĂ© en mi telĂ©fono la receta mĂ©dica que me habĂa asignado el urĂłlogo y le preguntĂ© a mi novia:
—Livy, ¿entre tus curiosidades tienes «ketorolaco o diclofenaco»?
Mi novia por poco se echa a llorar cuando la llamĂ© «Livy», no me dijo nada, pero yo entendĂ que el brillo de sus ojos indicaba que estaba feliz. Para ella, la palabra «Livy» sĂłlo podĂa significar que mis dĂas de rechazo y animadversiĂłn hacia ella estaban terminando.
—SĂ, sĂ, cielo, tengo pastillas en el botiquĂn de mi baño.
Livia iba a dirigirse por las pastillas a su cuarto cuando su telĂ©fono mĂłvil timbrĂł y ella me enseñó la pantalla donde aparecĂa la foto de «AnĂbal Abascal.»
—No te preocupes, yo voy por las pastillas —le dije con una sonrisa—, atiéndelo, que seguro quiere tratar contigo algo importante para el mitin de esta noche en la colonia de los Prados.
Ella me devolviĂł la sonrisa y se fue al pasillo opuesto a responder. Como pude me levantĂ© (la anestesia estaba pasando) y fui hasta su baño a husmear entre su botiquĂn. Al remover entre las cajas de pastillas tirĂ© un folder con un montĂłn de hojas que rápidamente me aprontĂ© a recoger.
—Mierda —jadeé por el dolor.
Olvidar que estaba reciĂ©n operado del pene iba a ser una constante durante los prĂłximos dĂas. Me tomĂ© dos diclofenacos con un vaso de agua que recogĂ del lavamanos y luego me puse a ordenar las hojas en el folder para impedir que se mojaran.
Entonces algo me llamĂł la atenciĂłn cuando intentĂ© organizar las hojas por fecha. Esos documentos eran parte de un historial ginecolĂłgico que databa de principios de enero del año en curso. La ginecĂłloga era Begoña Ozores, la misma que atendĂa a Raquel; lo sabĂa porque Begoña era amiga de la familia, especialmente de mi cuñado, y solĂa estar presente en nuestras reuniones importantes.
Lo que más me impactĂł no fue descubrir que el historial mĂ©dico, en efecto, pertenecĂa a Livia, sino que en Ă©l se detallaban estudios de laboratorio mensuales de ETS, estudios de sangre como quĂmicas sanguĂneas y biometrĂas hemáticas, asĂ como pruebas de citologĂa vaginal y diversos mĂ©todos anticonceptivos orales combinados que habĂan sido modificados al menos cuatro veces desde enero hasta la segunda semana de marzo.
Lo extraño del diagnóstico del mes de febrero fue que una de las anotaciones principales señalaba a Livia como una «mujer de veinticuatro años sexualmente activa.»
Con el aire contenido, volvĂ a revisar el historial mĂ©dico sĂłlo para corroborar que su Ăşltima visita con Begoña habĂa sido precisamente el 15 de marzo pasado, y en ella le habĂa recomendado una dieta balanceada rica en zinc, magnesio, potasio, vitamina E, fitoestrĂłgenos, antocianinas, polifenoles, flavonoides y «otras propiedades afrodisiacas.»
RecogĂ todos los papeles en el folder donde habĂan estado guardados y regresĂ© a la sala de estar sintiendo que mi corazĂłn azotaba mi pecho y salĂa despedido.
—¿Me explicas qué significa esto, Livia? Y… por favor… esta vez no me vayas a mentir.
Livia estaba anotando algo en una de sus libretas portátiles cuando la interrumpĂ. HabĂa colgado la llamada con AnĂbal y ahora tenĂa fija su mirada en el folder que le enseñaba, en cuya portada aparecĂa el logo de la doctora Begoña Ozores y toda la clase de servicios ginecolĂłgicos que ofrecĂa.
—¿Qué quieres que te explique? —me preguntó con calma, y yo me acerqué más a ella para encontrar un signo que demostrara sobresalto, miedo y esa sensación de pérdida cuando te sabes descubierto—. Es mi historial médico.
—¡Lo sé, Livia, que no soy imbécil! ¡Sé que es un puto historial ginecológico! Pero ¿por qué lo tienes?
—Porque todas las mujeres tenemos la necesidad de tener una ginecóloga de cabecera que lleve nuestro control —me respondió haciéndome sentir idiota.
—¿Begoña Ozores? ¿Cómo carajos la conoces?
—Me escuchĂł conversando una mañana con Lola… sobre ciertos problemas que tenĂa y Ă©l… bueno, me dijo que atendĂa a tu hermana y que era buena. Y se me hizo fácil pedirle sus datos para ir con ella. No entiendo cuál es tu problema.
—¿En serio no lo sabes? Vamos a ver —comencĂ© a hojear hoja por hoja, leyendo ciertos fragmentos que parecĂan interesantes—, pruebas de ETS…
—Obviamente me los mandó hacer cuando recién me consulté con ella.
—Y qué hay de eso de «¿Una mujer de veinticuatro años sexualmente activa, Livia?»
Livia resollaba, pero mantenĂa la calma.
—¡En febrero no! —le recordé—, a no ser, claro, que el «ganĂłn» —reproduje el tĂ©rmino que habĂa empleado el Gera antes—, fuese otro y no yo.
—No empieces con tus paranoias, Jorge, por favor, que creà que ya estábamos progresando en esto. Si le dije a la doctora Ozores que era una chica sexualmente activa es porque… porque… pues porque lo era, una vez que comienzas tu vida sexual ya eres activa, sin importar que no hayas tenido relaciones en una buena temporada.
—¡Eso no es asĂ, Livia, si estás sexualmente activa es porque estás cogiendo en el periodo en que te lo preguntan, y tĂş y yo no nos hemos acostado desde diciembre!
—¡Pues entonces me equivoqué, ya está, perdóname por no ser tan perfecta como tú!
Sus respuestas no me aclaraban nada, por eso continué ahondando.
—¿Y lo de las pastillas anticonceptivas? ÂżCĂłmo me explicas eso? ÂżTomas pĂldoras anticonceptivas orales y alternantes por si un dĂa me pongo caliente y se me ocurre follarte sin condĂłn? ¡Es que me estás tratando como estĂşpido!
—¡Basta! —gritó ella, viniendo hasta mà para quitarme el folder con su historial ginecológico de forma violenta—. ¡Estoy harta de todo esto! ¡De tus dudas! ¡De tus reproches! ¡De tus gritos!
—¿Y crees que yo no estoy harto de siempre desconfiar de ti? ¡Te recuerdo que tú eres la única culpable de que todo se haya fracturado!
—¡SĂ, sĂ, tĂş me celas todo el tiempo porque yo tengo la culpa, aquĂ el Ăşnico que lo está padeciendo eres tĂş, porque pobrecito, el niño bonito siempre sufre! ÂżEn cambio yo? ¡Yo soy la mala del cuento, la chica más aborrecible que nunca sufre!
—¡Deja de hacerte la vĂctima por una vez en tu vida, Jorge Soto, porque yo tambiĂ©n la estoy pasando mal. ÂżCrees que no me duele saber que te ves frecuentemente con esa maldita zorra de Renata Valadez? ¡¿Crees que no ardo en cĂłlera cada vez que la muy estĂşpida tiene el descaro de presentarse en esta casa, abrazarte, besarte las mejillas y mirarme como si yo tan poquita cosa?! ¡Pues ahĂ lo tienes, yo tambiĂ©n estoy padeciendo, la diferencia es que yo tengo que tragar con todo esto para evitar molestarte!
—Lo de Renata y yo no tiene…
—¡Y por si no lo sabes, desde enero he sufrido de menstruación irregular producto a un desorden hormonal, pero como tú andabas de orgulloso, ni siquiera te enteraste! ¡En febrero por poco me desangro porque tardé casi un mes que no paraba de sangrar! ¡La doctora Begoña Ozores me ha atendido desde entonces, dándome tratamientos para regular mi problema; las pastillas anticonceptivas son parte de un método para regular mis ciclos menstruales, y si no me crees investiga en google o pregúntale directamente a mi ginecóloga, que la conoces mejor que yo, a no ser que pienses que le he pagado una fuerte cantidad de dinero para sobornarla!
Mierda, Âżla habrĂa cagado otra vez reclamándole?
—Livia, espera… —le dije cuando ella se marchaba llorando a su habitación—, escúcham..
Ese dĂa ya no saliĂł de la habitaciĂłn, y cuando lo hizo sĂłlo fue para marcharse al acto de campaña de mi cuñado portando un hermoso vestido muy corto que la hacĂa lucir maravillosa. Por la noche ya no supe a quĂ© hora llegĂł. Cuando el dolor de mi cirugĂa me arreciĂł, pedĂ los medicamentos que me faltaban a la farmacia y me dopĂ©, quedándome dormido sin saber de mĂ. Como a eso de las 3:25 de la madrugada, una llamada proveniente de mi hermana me despertĂł:
—¿Jorge? ¿estás en tu casa?
—Raquel, ¿te pasa algo? —le pregunté alarmado, luego de un bostezo—. Mira la hora que es.
—No, no, hermanito, no me pasa nada, sĂłlo que ya es de madrugada y AnĂbal no ha llegado a casa. No es que me importe dĂłnde estĂ©, pero mientras yo sea su esposa no voy a permitir que se burle de mĂ.
Suspiré, relajando los músculos. Las llamadas por la madrugada nunca llevan buenas noticias.
—Bueno, la verdad es que yo hoy no fui con Ă©l a su acto de campaña, Raquel, pero, por lo que tenĂa programado en el itinerario de hoy, a las nueve de la noche concluirĂa. Se me ocurre que fue con sus colegas a beber, es sábado, serĂa normal.
—Normal para cualquier otro —bufó—, no para alguien que intenta cuidar su imagen en pleno acto de campaña. Pero mira, hermano, hazme un favor y pregúntale a esa tipeja que tienes por novia que a qué hora terminó el evento, sólo para tener armas con las cuales reclamarle cuando regrese.
—Raquel, no voy a despertar a Livia a estas horas —me opuse de inmediato.
—¡Te lo estoy pidiendo de favor! —se puso nerviosa—. ¡Es su maldita asistenta, sólo pregúntale y ya está! Con Lola nunca pasaron estas cosas.
—Okey, okey, tranquila, Raquel, tranquila, deja ver si puedo preguntarle algo.
DejĂ© el telĂ©fono en mi cama, me puse una bata de dormir y salĂ de mi cuarto descalzo disponiĂ©ndome a cruzar todo el extenso pasillo escasamente iluminado por un par de lamparitas. FaltarĂan algunos cuatro metros de distancia antes de llegar a su dormitorio cuando, aguzando mi oĂdo, escuchĂ© a lo lejos una orquesta de gemidos procedentes del interior.
Con el corazĂłn en la mano, corrĂ violentamente hasta su cuarto abriendo la puerta de golpe.
—¡Livia! —estallé, cuando vi lo que pasaba.
24. DE LA NOCHE EN LA CASA DEL SERPIENTE
Las luces de las lámparas de ambos burĂłs me permitieron mirarla recostada, con las piernas abiertas, el camisĂłn de dormir enroscado hasta su vientre, y ella removiĂ©ndose de placer sobre las sábanas mientras un plátano de tamaño descomunal la acometĂa.
—¡Livia! —me asombré al ver cómo se masturbaba.
Ella saltó del susto, dirigió sus ojos hacia donde yo estaba y se echó a llorar, arrojando el plátano al suelo y cubriéndose el cuerpo con su bata de seda:
—¡Perdón… perdón… qué vergüenza, Jorge, perdón!
—Hey, hey, tranquila, que no pasa nada —me senté con cuidado junto a ella, y, tras mucho sopesarlo, me apresté a abrazarla. Puse mi cabeza sobre su nuca y me maravilló su fragancia.
—¡Me haces falta en la cama, Jorge… te deseo tanto… y tú me rechazas!
Intenté subirme todo lo que pude para estar más cerca de ella, asegurándome de no desacomodar los vendajes de mi pene y asà evitar lastimarme.
—Tengo deseos… mi vida —me dijo, sujetándome del rostro, acariciándome el cuello y mis labios con lascivia—, ahora mismo estoy tan caliente, que te juro que harĂa todo lo que me pidieras. ¡Toca mis senos, mis pezones, están calientes, erectos! ¡Quiero que me acaricies, que me la metas duro, que me folles hasta desfallecer! ¡Quiero que me arranques mis más obscenos gemidos y que me saques los mejores orgasmos de mi vida!
—Livia… Livia… mi pen… mi muslo…
—Ah, sĂ, perdĂłn —se tranquilizĂł, echándose hacia atrás—. Lo siento, en verdad… pero en verdad, Jorge… yo te necesito.
—¿Crees que te sea suficiente si me quedo contigo esta noche… aunque no pase nada entre nosotros, entre otras cosas… porque me duele… mi herida?
Livia abriĂł los ojos bastante, mirĂł mi entrepierna y luego me besĂł las mejillas.
—¿En verdad lo harĂas, mi Joli, quedarte conmigo esta noche?
—Sà —dije sin pensarlo—… sĂłlo irĂ© a mi habitaciĂłn para decirle a Raquel que estás dormida. Es que me acaba de llamar para decirme que AnĂbal no ha llegado a la mansiĂłn, y se preguntaba si tĂş sabrĂas dĂłnde estaba… por cierto… ÂżtĂş a quĂ© hora llegaste?
No entiendo por qué se puso tan nerviosa con tan simple pregunta.
—¿En serio no me escuchaste llegar?
—No… me empastillé y caà muerto.
—SĂ, supongo. Bueno, yo lleguĂ© temprano, y Ă©l… es decir… AnĂbal, Âżyo quĂ© sĂ© dĂłnde está?
No le di más vueltas al asunto y fui hasta mi cuarto para avisarle a Raquel que no habĂa forma de despertar a Livia. Con todo y sus rabietas cortĂ© la llamada, fui al baño y revisĂ© mis vendajes y luego volvĂ al cuarto de mi novia.
La encontrĂ© con sus piernas entrecruzadas. Llevaba puesto un albornoz de seda blanco y miraba su telĂ©fono a direcciĂłn del muro de cristal que daba hacia el jardĂn. NotĂ© el detalle de que tenĂa su cabello hĂşmedo, como si reciĂ©n acabara de bañarse, y su perfil lucĂa hermoso, casi seráfico. El bulto de sus enormes nalgas echadas hacia mi direcciĂłn me hizo palpitar mi miembro, doliĂ©ndome, y la suavidad a la vista con que lucĂan sus bien formadas pantorrillas y pequeños pies me volvieron loco.
—Pasa, mi Joli —dijo sonriéndome.
La amaba como un pendejo, y aunque simulara ante ella que me era indiferente, todos mis gestos estĂşpidos al contemplar su belleza me evidenciaban. Me preguntĂ© si ella sabĂa lo que me provocaba, y cĂłmo una simple mirada o sonrisa suya era capaces de tenerme a sus pies.
AvancĂ© un poco hacia su enorme cama y la contemplĂ© embobado. Ella estaba esplĂ©ndida, suntuosa y radiante. En un lento movimiento al girarse frente a mĂ, sus melones turgentes y blandos se balancearon y sobresalieron dentro del albornoz, chocando ligeramente uno contra el otro. La blancura de sus senos relucĂa entre la abertura de la tela, contrastando con ferocidad sobre sus anchas y rosadas aureolas y la mitad de sus pezones rĂgidos que se descubrĂan hinchados y gloriosos, rozando delicadamente la seda.
Aquella era la hermosa estampa de un lienzo realista de Gustave Courbet, protagonizado por una diosa romana que exhibĂa su voluptuosidad y hermosura entre cortesanas y doncellas que le rendĂan honor.
Seducido por su sensualidad, recordĂ© unas palabras que me habĂa dicho Retana el otro dĂa y que no dejaban de hacer eco en mi cabeza:
«A lo mejor hace tiempo que dejaste de amar a Livia, cuando descubriste que ya no era la misma chica dulce y sencilla de la que te enamoraste. A lo mejor lo que sientes ahora sĂłlo es capricho y pasiĂłn. No es lo mismo amar que sentir atracciĂłn. Por lo primero matarĂas, por lo segundo te matarĂas. Pero no serĂ© yo la que te haga diferenciar una cosa de la otra, sino tĂş mismo.»
ÂżYa no amaba a Livia como antes?
Me llamó la atención que sobre la alfombra estuviese tirada una tanga negra que levanté con esfuerzo para luego llevármela a la nariz. Aspiré profundamente y me llené de su aroma a hembra en celo. Livia me contemplaba asombrada, y su mirada infrecuente, aunado al recuerdo de la tanga coral que una vez encontré colgada en la perilla de una puerta en la casa del serpiente me impulsó a preguntarle:
—¿Qué pasó esa noche en el bar de los Leones?
Agitado por su belleza, me obliguĂ© a mostrarme severo, e intentĂ© descifrar el rostro tranquilo y sereno que me ofrecĂa aĂşn despuĂ©s de haberle preguntado aquella acibarada pregunta. A lo mejor esa noche en el Bar de los Leones y la casa del Serpiente no habĂa ocurrido nada raro tras aquello que vi; que claro, de todos modos fue muy fuerte. Y pensarlo me tranquilizĂł. Necesitaba cualquier excusa para seguir amándola.
—En el bar de Los Leones sucedió exactamente lo que viste —me dijo con parsimonia, incorporándose aún más sobre el respaldo de la cama.
No parecĂa importarle que sus pechos se salieran por la abertura del albornoz ante cada movimiento que realizaba mientras acomodaba un par de almohadas detrás de su espalda alta, sino todo lo contrario. ParecĂa orgullosa de enseñarme sus pezones y sus aureolas. Luego removiĂł su enorme culo sobre la cama y volviĂł a mirarme pacĂficamente, dejando su telĂ©fono en el burĂł.
Recogió sus piernas hacia atrás, de manera que sus talones se pegaran en sus nalgas y, señalando su regazo, me dijo:
—Ven, cariño, recuĂ©state aquĂ.
El aroma a hembra recién bañada fungió como un aliciente e imán que me llevó hasta ella con los pies ligeros, cual niño de brazos que desea recostarse con su madre. Ella me sonrió con ternura cuando me subà a la cama y, vacilante, coloqué mi cabeza sobre sus muslos. El roce con la seda fue muy similar a si hubiera frotado su piel. Mi ángel acarició mi frente, mis mejillas y luego removió mis cabellos despeinados.
—Me dolió mucho lo pasó esa noche, Livia —le confesé como un niño que inculpa a su madre por no haberle comprado una golosina—. Es una de las peores noches que pasé, y mira que fueron muchas. —Necesitaba ver una reacción de culpa en su gesto; me conformaba con una expresión de susto o arrepentimiento.
Al no encontrarlo, sino más bien verla serena, concluĂ en que a lo mejor la habĂa juzgado de más y ella no tenĂa para decirme nada de lo cual avergonzarse. Si bien esa conjetura me tranquilizĂł, tambiĂ©n me encendiĂł señales de alarma, preguntándome si aquella hermosura de mujer podrĂa ser capaz de fingir irreprochabilidad con tanta elocuencia.
—Yo también la pasé muy mal, Jorge, no creas que no. Nunca me gustó irme a ningún sitio sabiendo que te quedabas abatido. Pero era trabajo, y tú sabes cómo soy de celosa con mis responsabilidades.
No me valĂa su justificaciĂłn.
—Pasaste de mĂ, Livia, como si yo no existiera, y eso tambiĂ©n me lastimĂł.
Cerré los ojos y pude sentir mucho más placer al contacto de sus delicadas yemas frotándome la piel. Ella era tan tersa. Y yo tan débil.
—Yo no querĂa que fueras con nosotros. Era peligroso para ti, Jorge —la escuchĂ© decir, subestimándome como solĂa hacerlo mi cuñado—. ¡No tienes una idea de lo terrible que me sentĂ cuando te vi llegar y supe que estabas arriesgado tu vida!
—¿Y acaso tú no arriesgabas la tuya?
Ese recuerdo me impulsĂł a apretar aĂşn más fuerte los ojos. Ese bar, ese GPS que le pedĂ a Fede para ponĂ©rselo en el llavero y poder rastrearla. Esa devastadora sensaciĂłn de mirarla de la mano de Valentino mientras subĂan a la zona VIP como si se amaran, y que el Serpiente se la comiera con la mirada, morboseándo su culo y esa tanguita de pedrerĂa que se le veĂa en medio de su culito me apesadumbraba.
—Ese mismo terror tuve yo cuando supe que estabas en ese bar rodeada con gente del cártel de Los Rojos, Livia —insistĂ—. ÂżCĂłmo se te ocurriĂł? ÂżEn quĂ© carajos estabas pensando? Es hora que no comprendo dĂłnde tenĂas la cabeza.
—¡Es que no era el cártel de Los Rojos como tal! —se defendiĂł, poniendo la punta de sus uñas sobre mi pecho, provocándome un escalofrĂo y un pálpito en mi glande que me atormentĂł.
—¿A caso el serpiente no es uno de los principales sicarios del Tártaro, Livia?
—SĂ, pero esa noche Ă©l estaba actuando por cuenta propia, en ningĂşn momento estaba bajo las Ăłrdenes del Tártaro.
—No lo entiendo, Livy, ÂżcĂłmo es posible que el Serpiente estuviese actuando unilateralmente? Además, yo pensaba que AnĂbal los habĂa enviado, a ti y a Valentino, a recibir dinero del Tártaro (ya me dijo que Ă©l nunca te pidiĂł que fueras, incluso se enfadĂł cuando se enterĂł que sĂ estuviste esa noche), y que el Tártaro, a su vez, habĂa enviado al Serpiente como su emisario para dicha transacciĂłn.
EscuchĂ© que Livia resoplaba. A estas alturas estuve seguro que AnĂbal ya la habĂa reprendido por semejante despropĂłsito, y en el fondo me alegrĂ©. Sus uñas se enterraron un poco más en mi piel, como si me castigara por ir con el chisme a mi cuñado, antes de desplazarlas hasta mi vientre, por debajo de mi camisa, donde me acariciĂł arrancándome un gemido.
—No, Jorge, te digo que el Serpiente fue por su propia voluntad. Te contarĂ© lo que ocurriĂł, pero promĂ©teme que te quedarás callado. AnĂbal nos lo confiĂł como un secreto de estado y ya no quiero que me vuelva a regañar.
Confirmado, sĂ que la habĂa reprendido.
—Sabes que nunca te perjudicarĂa, Livia —le prometĂ—, cuĂ©ntame.
—Pues resulta que tenemos infiltrados en el equipo de Abascal.
—Sà —recordĂ© mortificado—, el mismo infiltrado que se robĂł los documentos que llegaron a la oficina de Olga Erdinia misteriosamente una vez, y por cuyo delito AnĂbal me acusĂł aquella tarde y casi me destripa. No entiendo quiĂ©n podrĂa ser el traidor que está intentando joderlo.
—Yo pienso que es alguien de adentro.
—¿Valentino? Mira que ya ha demostrado cuán hijo de puta puede llegar a ser.
—No, no lo creo —dudó—. Valentino tambiĂ©n saldrĂa quemado y no es tan tonto para echarse la soga al cuello.
—¿Entonces? ¿Sospechan de alguien?
—AnĂbal me ha dicho que a estas alturas sospecha de todos, incluso de Ezequiel, su mano derecha. De ahora en adelante tiene pensando delegar a varias personas cada una de sus responsabilidades. Ya no quiere tener en un mismo hombre todos sus secretos.
—No creo que Ezequiel sea capaz de traicionarlo, Livy —confesé—. Se me hace ilĂłgico, ÂżquĂ© razones podrĂa tener el marido de Lola en hacerle algo asĂ?
—AnĂbal tampoco es como si lo estuviese acusando directamente, sĂłlo es una opiniĂłn que tiene, de ya no confiar en nadie.
—Pues para no confiar en nadie, creo que ha confiado demasiado en ti revelándote todo esto que me estás diciendo.
No sé si fue mi impresión o Livia se puso tensa.
—Es que ahora soy su asistente, prácticamente, y a falta de aliados, creo que no le ha quedado de otra que confiar en mĂ, que sabe que soy leal. —Su respuesta sonĂł forzada, pero no hice mayor aprecio—. El caso es que AnĂbal es astuto, estoy segura que pronto dará con el traidor y, con todo y pena, le hará pagar esta horrible traiciĂłn.
—AnĂbal quiere tener todo controlado —respondĂ enfadado—. A veces dudo que sea buena idea que gane la presidencia de Monterrey. Me siento tan intranquilo que hasta desearĂa sabotearle todo.
—Ni siquiera lo digas —respondió agitada.
—Es posible que gane y nos gobierne a los regiomontanos, Livy, lo que serĂa un desastre. Luego querrá ser gobernador de Nuevo LeĂłn y finalmente presidente de la RepĂşblica Mexicana. Con sus antecedentes, no dudo ni un poco que pronto nos convirtamos de nuevo en una monarquĂa y con Ă©l tengamos al tercer emperador de MĂ©xico: primero fue AgustĂn de Iturbide, despuĂ©s de la guerra contra España. Luego fue Maximiliano de Habsburgo, mientras nuestros vecinos tenĂan la guerra de sucesiĂłn. ¡Y ahora el emperador Abascal!
—Hoy andas muy dramático y fantasioso —se echĂł a reĂr Livia.
Ella tenĂa razĂłn. DecidĂ volver al tema central.
—Bueno, bueno, Livia, pero ¿qué tiene que ver ese infiltrado con que te hayas presentado con Valentino al Bar de los Leones?
—Pues que fuimos a negociar con el Serpiente.
—¿Con un narco? ¡Dime si no están locos! ¿Negociar qué cosa?
—Le ofrecimos una fuerte cantidad de dinero a cambio de que nos entregara unos videos que «alguien» le hizo llegar de la cena que ofreciĂł AnĂbal en su mansiĂłn el 1 de octubre, y en los que aparece un tal Heinrich Miller, un presunto mafioso gringo que tambiĂ©n está haciendo negocios con AnĂbal.
—Al parecer AnĂbal está jugando a dos bandos, con Heinrich y el Tártaro, y aunque al principio confiĂł en que podĂa mantener ambas relaciones en equilibrio, sin que ninguna de las dos partes se enterara de las alianzas, al final todo se saliĂł de control. El Serpiente se convirtiĂł en una amenaza para AnĂbal, y no le quedĂł más remedio que ceder ante su chantaje. Si el Tártaro se hubiese enterado que AnĂbal tenĂa nexos con el afroamericano, habrĂa ocurrido una tragedia. Con esa gente no se juega.
AbrĂ los ojos para demostrarle lo ridĂculo de la situaciĂłn.
—¡Livia, pero eso es una tonterĂa! El imbĂ©cil del Serpiente pudo haber hecho copias de ese video, ¡eso hasta un niño de cinco años lo intuirĂa!
—Por eso fuimos a su casa después del Bar de los Leones, para que Joaco se encargara de rastrear las computadoras del Serpiente, y asà eliminar todo rastro de copias.
—¿Joaco, el chofer de Valentino? —recordĂ© a ese joven rubio con gran estima. Él me habĂa reconfortado y me habĂa ofrecido su ayuda esa noche tan dolorosa para mĂ—. No sabĂa que fuera un hacker.
—Ese chico es un estuche de monerĂas —lo dijo pensativa y con un tono de voz que me puso celoso—. Y pues nada, Jorge, eso fue todo lo que pasĂł esa noche.
—No —me incorporĂ© cuando llegamos a la parte más ácida—. Eso no fue todo lo que pasĂł y lo sabes. Te hiciste pasar por novia de Valentino, y entre los dos me hicieron sentir el tipo más miserable del mundo con tantas faltas de respeto. ¡Fui un cornudo en primera fila y en toda potencia, y parecĂa que a ti no te importaba provocarme semejante humillaciĂłn! Es más, parecĂa que lo disfrutabas. —Livia mirĂł hacia el muro de cristal, por primera vez avergonzada, pestañeando reiteradamente—. Encima yo los encontrĂ© besándose en la casa del serpiente en un momento en que no habĂa necesidad de simular nada, porque el Serpiente estaba en otro sitio. —El dolor de aquĂ©l recuerdo cimbrĂł los cimientos de mi alma—. ¡Ambos estaban refregándose el uno con el otro de una forma obscena y descarada! ¡Y nadie me lo contĂł, yo lo vi, en la casa del Serpiente!
—Casa a la que no tenĂas que haber ido, Jorge —me dio la voltereta magistralmente, volviĂ©ndose a mĂ—. Me preocupĂ© demasiado por ti cuando te vi llegar, Âżsabes?
Respiré hondo para que no se notara la rabia que tuve ante semejante cinismo.
—No te veĂas muy preocupada mientras el Bisonte te estrujaba las nalgas y te devoraba la boca como si fuera tu verdadero novio, Livia.
Ella ahora desvió la vista hacia sus senos, acomodándoselos dentro de su albornoz.
—SĂ, ya lo sĂ©, y lo siento mucho, Jorge. —Su voz era baja, casi como un susurro. ElevĂł la vista y continuó—: Me equivoquĂ©. No entiendo quĂ© me pasĂł que me dejĂ© llevar sin pensarlo. SerĂa cosa de las pegatinas, el alcohol ingerido y otras cosas. Además tĂş te besaste con mi mejor amiga y yo estaba enfadada contigo.
Carraspeé. ¿De verdad me iba a reclamar eso?
—¡Ya tu amiguita te habrá dicho que fue ella la que me besĂł a mĂ, y no al revĂ©s! A mĂ me da asco besar gusanas, y menos si tienen patas de campamocha. ÂżY sabes por quĂ© lo hizo, Livy? Porque tu flamante jefecito se lo ordenĂł.
—Jorge, por favor; no empieces a desvariar y asume tus errores tambiĂ©n, no sĂłlo me lo exijas a mĂ. Quedamos en que ambos lo harĂamos para intentar reconstruir lo nuestro. Yo vi lo que vi.
—¿Desvariar? —elevé la voz, empuñando mis manos—. ¡Valentino le ordenó a Leila que me besara!
—¿Y para quĂ© querrĂa pedirle a Leila una cosa asĂ, si sabĂa que eso me lastimarĂa? —Me trastornĂł la ingenuidad de mi novia y que tuviera la desfachatez para defender a ese hijo de puta.
—¿TĂş para quĂ© crees, Livia? ÂżPara que llegaran los santos reyes? Obviamente lo hizo para producir el efecto exacto que provocĂł en ti. ¡Celos! De esa manera te darĂa menos remordimientos ceder ante ese imbĂ©cil. Y tĂş fuiste tan dĂ©bil.
—Me faltaste al respeto, Livia, y ya te he dicho cómo me sentà al respecto.
—¡Y yo te he dicho que fue una secuencia de errores lo que desencadenĂł toda esta retahĂla de malos entendidos!
—¡No fueron malos entendidos, mujer, fue lo que fue!
—¿Estás sugiriendo que solamente yo tengo la culpa de todo? —Ahora fue ella la que elevó la voz.
—¡Claro que lo estás! —se defendió—. Me estás tratando como si hubiese sido idea mĂa que un traidor robara los videos de seguridad de la mansiĂłn Abascal y se los entregara al Serpiente para provocar ese chantaje y asĂ tener la excusa perfecta para ir al Bar de los Leones y luego a la casa del Serpiente para restregarme con Valentino.
—No tergiverses mis palabras, Livia, escucha y entiende lo que te estoy diciendo.
—¡Me estás acusando de adúltera!
—¡Te besaste con Ă©l y te dejaste magrear! ÂżCĂłmo se le puede llamar a eso? ¡Encima está lo que vino despuĂ©s…! —RecordĂ© esos aullidos en el interior de una habitaciĂłn en la segunda planta. La tanga mojada y olorosa a sexo colgando de la perilla de esa puerta—. ¡SĂ, Livia, despuĂ©s vino lo peor!
Ella parpadeĂł un par de veces y me lo soltĂł con toda la rabia y saña que habĂa contenido:
—No sĂ© cuál haya sido la peor parte para ti esa noche, Jorge, pero para mĂ, sin duda alguna… fue cuando me agrediste delante de todos y me tiraste en el suelo como un salvaje.
Su voz se quebrĂł en ese momento y sus ojos se aguaron. No me veĂa venir esa acusaciĂłn.
—Livia… yo… —los músculos se me tensaron.
—¡¿Sabes lo que se siente que la persona en la que confĂas, en la que esperas que te defienda de los peligros, con la que esperas refugiarte cuando tienes miedo, y a quien le confĂas tus inseguridades y tus tristezas te ataque?! —Sus palabras se clavaron en mi pecho como si hubiesen sido lanzadas por una ballesta. Se enterraron cual hierro al rojo vivo e hicieron pedazos mis entrañas—. ¡Nunca sentĂ tanto miedo de ti, Jorge! ¡De mi propio novio, el que siempre jurĂł protegerme, me atacĂł! ¡Me tiraste al suelo y me horrorizaste! ¡Tu mirada era la de un asqueroso demonio que yo no conocĂa! ¡Tus dedos quedaron marcados en mis brazos y tus ojos repletos de inquina quedaron plasmados en mi cabeza! No se vale, Jorge, si bien me portĂ© muy mal contigo esa noche, eso no justifica que un hombre ataque a una mujer de la manera en que tĂş lo hiciste, he tenido pesadillas sobre eso, Âżlo sabes? ¡Incluso ahora lo recuerdo y me das pavor!
—Livia… lo siento. —Nunca me sentĂ más miserable que ese dĂa. No podĂa entender cĂłmo habĂa podido obrar de esa forma tan salvaje y ruin contra la mujer que decĂa amar.
Claro que recordaba haberla empujado al suelo cuando intentĂł levantarme luego de que Valentino me embistiera, pues lo tomĂ© como una burla; mas nunca pensĂ© que le hubiera ocasionado tanto daño. AsĂ como ella me lo decĂa, todo sonaba mucho peor.
—Estaba enfadado y no medĂ las consecuencias de mis actos. —IntentĂ© exculparme—. Tienes que perdonarme, Livia, por favor. —BusquĂ© sus manos y las frotĂ© con las mĂas, avergonzado y muy arrepentido—. TĂş sabes bien que yo no soy violento, que nunca me atreverĂa a lastimar a nadie, mucho menos a una chica. TĂş sabes bien que siempre he sido muy pacĂfico y que te he tratado como la princesa que eres. Todos los dĂas me desvivĂa para complacerte, para hacerte feliz. Un momento de exabrupto no puede definirme como hombre. ¡Hemos vivido juntos algunos años ya y nunca te di señales de que yo fuese un maltratador de mujeres!
—¡De nada vale que antes hubieses sido un caballero y luego ya no, Jorge! Te juro que he tratado de entenderte, que estabas molesto, que tu rabia te cegĂł, Âżpero tenĂas que agredirme asĂ? Lo peor es que no fue la Ăşnica vez, y eso ya es para tener señales de alarma. ¡Al dĂa siguiente, cuando lleguĂ© a casa, volviste a atacarme!
También recordé ese momento tan desafortunado y me llevé las manos a la cabeza.
—¡Fuiste capaz de perder dos veces el control! ¡Una acciĂłn tan aborrecible como machista! ¡Intentaste desnudarme para no sĂ© quĂ©! ¡Y el terror me obnubilĂł! ¡Estaba muy enfadada, Jorge, muy enfadada por cĂłmo me habĂas tratado! ¡Por cĂłmo me acusabas de algo que no era equiparable a lo que me habĂas hecho! ¡Me habĂas engañado, habĂas destruido la carrera de Erdinia! ¡Me estabas controlando! ¡Me habĂas violentado! ÂżTĂş quĂ© crees que tenĂa que hacer para librarme de todo este miedo y estrĂ©s que sentĂa? ¡Irme a las carreras de Valentino! En las cuales no hice nada de lo que crees, salvo… salvo esnifar cocaĂna, pero eso ya te lo expliquĂ© antes. Me sentĂa mal, muy mal, decepcionada, engañada, confundida, depresiva, ¡y querĂa autodestruirme! Por esa razĂłn me droguĂ©.
Ese tema me daba náuseas cada vez que se tocaba. Necesitaba que volviésemos a cause.
—Nos estamos desviando del tema, Livia, y avanzando a acontecimientos que ahora no vienen al caso. Yo te pido perdĂłn por haberme comportado como un pinche animal asqueroso, pero ahora sĂłlo quiero que me respondas un par de preguntas especĂficas para evitar hacerme más lĂos la cabeza y cerrar este tema por la paz.
Livia recuperĂł el aliento, recogiĂł sus manos, limpiĂł sus mejillas y me observĂł con calma, un tanto desorientada.
—Por supuesto, Jorge, tú dirás.
VacilĂł un momento y penetrĂł sus ojos miel sobre los mĂos.
—Quiero que seas lo más honesta posible, Livia.
—Te lo prometo —respondió segura.
—Si quieres arreglar esto, necesito que me digas la verdad. No importa si la respuesta es tan dolorosa como destructiva. Hazme recuperar la fe en ti. Sé sincera, por favor, que lo necesito. —Esta vez mi voz emergió como una verdadera súplica.
—Ya te dije que te serĂ© sincera, Jorge. A nadie le interesa recuperar lo nuestro más a que mĂ. Pregunta lo que quieras y te lo responderĂ©.
Su convencimiento y tranquilidad me fortalecĂa. AbocanĂ© aire. La mirĂ© completamente a los ojos y le preguntĂ©:
—Dime, Livia Aldama, ¿eras tú la que estaba dentro de la habitación… donde estaba tu tanga colgada en la perilla?
Livia no hizo dramas, ni gestos y ni expresiones raras. Era como si supiera que un dĂa no muy lejano esa pregunta tendrĂa que salir a relucir. Se peinĂł los cabellos y los echĂł hacia atrás, antes de responderme con calma.
—Te lo juro, Jorge, te lo juro por mi madre, que yo no era. —PestañeĂł un par de veces, recogiĂł mis manos frĂas con las suyas y añadió—: DespuĂ©s de que me atacaras, Valentino y Joaco me llevaron a una sala en la casa para intentar tranquilizarme, que estaba muy afectada. Lo Ăşnico que recuerdo fue que allĂ me quedĂ© un buen rato hasta que me dormĂ.
”Al despertar aĂşn estaba enfadada contigo, Jorge, muy molesta, y decepcionada. Lo Ăşnico que querĂa era desquitarme. Mi Ăşnico pecado fue poner la tanga allĂ en la puerta para fastidiarte. ¡Te lo confieso! ¡Fui yo la que lo hizo! Fui yo la que, mientras buscaba a Leila para largarnos de esa casa, subĂ las escaleras, me encontrĂ© con el Serpiente y me dijo que ella y mi presunto novio «Valentino» se habĂan encerrado en esa habitaciĂłn del inicio del pasillo. Eran ellos los que estaban teniendo relaciones, no yo.
Estaba hiperventilando. Sus ojos me demostraban que me decĂa la verdad, pero mi instinto me decĂa que no. Es que si le creĂa me estarĂa convirtiendo en el tipo más imbĂ©cil del mundo, pero si no le creĂa, concluirĂa en que Livia era la chica más mentirosa y cĂnica del universo. Ambas situaciones mermaban mi concepto de amor.
—Cuando el Serpiente me dejĂł sola, yo me quitĂ© la tanga en un arranque de rabia y la puse en la perilla de esa puerta, esperando que, si subĂas, creyeras que era yo la que estaba dentro.
No dije nada. Traté de paladear cada una de sus palabras, interpretarlas y luego deducir.
—¿Me crees, cariño? —me preguntĂł, poniĂ©ndose a cuatro patas sobre la cama, gateando hasta la orilla de la cama donde yo permanecĂa sentado con la incertidumbre de no saber si me decĂa la verdad o me mentĂa. Sus senos se balanceaban como dos grandes melones de carne que buscaban ser amasados, y sus preciosos pezones se asomaban por el hueco del albornoz con demasiada presunciĂłn—. ÂżVerdad que me crees?
—Sà —mentĂ forzando una sonrisa. Me dije que si querĂa llegar al trasfondo del tema, primero tenĂa que hacerla bajar la guardia. Al pasar las semanas se lo volverĂa a preguntar, si su versiĂłn era la misma y no tenĂa contradicciones, entonces la creerĂa. De momento, su veracidad quedarĂa bajo reserva. Por supuesto que no le creĂa—. Claro que te creo.
Cuando estuvo de rodillas muy cerquita de mĂ, sacĂł la lengua como una gatita mimosa y lamiĂł mi mejilla.
No podĂa parar de llorar, me sentĂa emocionalmente confundida, allĂ hundida en un sofá rojo que estaba cerca de la barra donde me habĂan llevado despuĂ©s del altercado. Valentino estaba como loco, intentando zafarse de los poderosos brazos de Joaco, que lo sometĂa para evitar que fuera tras de Jorge y lo destrozara.
—¡Lo voy a hacer pedazos a ese mierda hijo de puta! ¡Que me sueltes, Joaco, o te voy a poner una putiza a ti también!
—Deja de hacer mamadas, Valentino, que tĂş mismo dijiste que no querĂas broncas en casa del Serpiente —lo retaba Joaco, forcejeando con su jefe y manteniĂ©ndolo prensado por la espalda—. ¡Ya, cabrĂłn, deja de estar de castroso!
—¡Lo voy a hacer tragar tierra a ese hijo de la chingada! ¡Le voy a desbaratar la cara y los pocos huevos que le queden!
Esta vez fui yo la que intervino, limpiándome las lágrimas. Me sentĂa muy aturdida. Todo me daba vueltas. La combinaciĂłn de las pegatinas y el tequila me habĂan provocado una reacciĂłn adversa.
—¡Valentino, ya no quiero más broncas! —intentĂ© levantarme del sillĂłn en busca de una conciliaciĂłn, aun si Jorge no la merecĂa.
Es verdad que el pobre de mi novio me habĂa visto besándome con mi jefe, advirtiendo mi entrega absoluta a sus deliciosos encantos que me descontrolaban con sĂłlo sentirlo: pero yo en ese momento veĂa esa entrega hacia Ă©l como una represalia a sus mentiras.
Jorge no podĂa ir de digno, honrado y decente por el mundo mientras al mismo tiempo desbordaba vileza a todo lo que tocaba. Esa tarde habĂa echado la gota que derramĂł el vaso. Con gran dolor me habĂa enterado por Valentino Russo que Jorge habĂa sido el autor del horrible fotomontaje que acababa de destruir la carrera de Olga Erdinia. ¡Yo misma vi el correo electrĂłnico que habĂa enviado a AnĂbal! ¡Yo misma habĂa descubierto en su computadora de trabajo ese retrato editado que me desconcertĂł y me llenĂł de asco! Encima habĂa puesto un GPS en mi llavero para controlar cada uno de mis pasos.
¡Jorge se habĂa convertido para mis ojos en un personaje indecente, hipĂłcrita y vil! ÂżY encima me violentaba con semejante saña por algo que no era equiparable a lo que Ă©l habĂa hecho?
Menos mal que Jorge no habĂa visto nuestro trayecto del Bar de los Leones a la Casa del Serpiente, o se habrĂa muerto de la impresiĂłn al advertir que Valentino orillaba su auto en una acera solitaria sĂłlo por el gusto de bajarme las copas del escote, arrancarme los parches de mis pechos y comerse mis pezones durante un par de minutos mientras yo me revolvĂa en el asiento como una zorra.
—¡Te digo que pares ya, Valentino —exclamé determinante cuando vi sus intransigencias—, o lo vas a joder todo, poniendo en riesgo las reglas que tú mismo nos impusiste a quienes estamos en esta misión!
Me sostuve de la barra vacĂa para evitar caerme por lo mareada que me hallaba. Encima la altura de mis tacones no me ayudaba en nada, y la verdad es que no me sentĂa capaz de poder quitármelos yo sola. Luego mirĂ© alrededor y advertĂ que, afortunadamente, los espectadores que habĂan presenciado la escenita que habĂamos protagonizado mi novio, mi jefe y yo minutos atrás ya habĂan vuelto a la piscina.
—¿Estás loca, Aldama? —me gritoneĂł Valentino con los ojos ardiendo en cĂłlera, intentando zafarse del musculado muchacho rubio que lo sostenĂa—. ¡Tengo que darle a ese cabrĂłn petulante la chinga de su vida! ¡Si no le doy su merecido hoy, el puto de tu novio te volverá a agredir! ÂżEso quieres?
—Lo que quiero es terminar con todo esto —exclamĂ© con fastidio, intentando serenarme—. Además ya lo golpeaste, asĂ que relájate y da el tema por saldado, que tampoco quiero que le hagas daño. ¡Lo que quiero ahora es largarme de aquĂ! AsĂ que, por favor, Lobo; págale ya el dinero al Serpiente, que nos entregue los videos y deja que Joaco vaya a hacer su trabajo al área de cĂłmputo para finiquitar con todo esto.
—¡Que no, chingada madre, que no! —se negó—. ¡Y tú, Joaco, como no me sueltes te va a pesar, cabrón! ¡Te voy a partir la cara a ti también!
—Mejor que me partas la cara (si puedes) —lo desafiĂł Joaco haciendo más fuerza en sus brazos—, a terminar descuartizado si el Serpiente se entera que lo engañamos, y que tĂş no eres el novio de la señorita Aldama, sino un simple tipo que no ha querido que ella caiga en sus garras. Y a este paso, si vas con Jorge y lo sigues provocando, a Ă©l se le podrĂa salir algo que lo relacione con ella —me señaló—, y no precisamente como su primo. Si pasa eso tĂş te encabronarás y le dirás alguna cosa que no debes y se descubrirá todo. Estamos en una casa repleta de sicarios, Âżse te olvida?, y no con cualquier grupo de sicarios, sino con los del Tártaro, ¡del cártel de los Rojos!
—¡Además, Lobo, si AnĂbal se entera que agrediste a Jorge tendrás un problema muy gordo!
Me agobiĂł la intransigencia y obstinaciĂłn de Valentino, aunque la menciĂłn de Abascal sĂ que lo contuvo un momento. De todos modos estaba hecho un demonio, y no iba a quedar tranquilo hasta que su instinto de macho depredador no le permitiera ir y triturar a Jorge a golpes. Si yo no hacĂa algo pronto, el Lobo se zafarĂa de los poderosos brazos de Joaco (que ya estaba llegando a su lĂmite) e irĂa detrás de mi prometido para hacerlo pedazos. Y con su fuerza y la fragilidad de mi novio, claro que podrĂa hacerlo con facilidad… ¡y yo no lo podĂa consentir!
Tuve que insistir, pero ahora implementando otras tácticas.
—Lobo, si te quieres desquitar de Jorge, mejor lo hacemos de otra forma, que ya no quiero más violencia —le propuse.
—¡En mi mundo no hay otra forma de resolver los problemas que rompiéndole las costillas a los hijos de puta que se atreven a joderme a mà o a una de mis hembras! —determinó, el estúpido necio.
—¡Yo no soy tu hembra! —le recordé indignada.
En ese preciso instante lo vi hasta con ánimos de burlarse:
—Pues si aĂşn te quedan dudas, Culoncita, ahora mismo voy a demostrarte que sĂ. ¡Pero primero suĂ©ltame, Joaco hijo de la chingada!
Joaco rugiĂł furioso y lo comprimiĂł con más vigor. Si se puede, creo que el rubio era un poco más alto que el otro, casi de la estatura de AnĂbal, que era el más alto de los tres, como todo norteño.
—¡Pero como chingas, Valentino! —lo riñó su amigo—, ya deja de pasarte de lanza y contrólate.
A estas alturas, Joaco sabĂa todas nuestras andadas, asĂ como esa extraña relaciĂłn que mantenĂamos Valentino y yo, aunque nunca lo hubiĂ©ramos hablado explĂcitamente con Ă©l. Al principio me daba vergĂĽenza mirarlo a la cara. No me sentĂa cĂłmoda teniendo contacto visual con un chico que debĂa de tener una opiniĂłn bastante mala de mĂ: un chico que posiblemente sintiera lástima por Jorge mientras sabĂa que su novia se liaba de vez en cuando con su mejor amigo.
No obstante, por extrañas circunstancias que para entonces me eran desconocidas, JoaquĂn no me veĂa con reproche ni recelo, sino más bien con compasiĂłn y con un atisbo protector que a veces me llegaba a incomodar. Para Ă©l yo era una niña caprichosa y caliente a la que tenĂa que cuidar de las garras de su propio amigo, y muchas veces sentĂ que no merecĂa sus buenos tratos ni su custodia, sino más bien su animadversiĂłn.
Aunque al principio pensĂ© que Joaco era igual de perverso que Valentino, con el tiempo me di cuenta que no; que Ă©l sĂłlo seguĂa los hilos que su jefe/amigo tiraba por conveniencia, porque necesitaba el trabajo. Él no siempre estaba de acuerdo con sus frĂvolas conductas, y cuando lo estaba, tenĂa sus propios lĂmites.
Para colmo del cinismo, a mĂ empezĂł a darme morbo perturbar a ese pobre muchacho, sabiendo que Ă©l era cĂłmplice de mis travesuras con su jefe y que era probable que a veces nos espiara o se imaginara lo que hacĂamos en secreto. AsĂ que, sin importarme lo que oyera o viera (y eso tambiĂ©n se lo achaco a las sustancias tĂłxicas que habĂa consumido esa noche), respirĂ© hondo, avancĂ© hasta Valentino, que dejĂł de forcejear cuando me vio aproximarme; posĂ© mis manos sobre su duro pecho y mirĂ© a Joaco directo a sus ojos.
—¿QuĂ©? —la mandĂbula de Joaco se tensó—. Señorita, no puedo hacerlo, mire cĂłmo está de encabronado, mejor dĂgale a su novio que se vaya y entonces…
—Que lo sueltes, por favor. —Hice todo lo posible para que vi voz saliera parsimoniosa.
Uno de los gruesos y fuertes antebrazos de Joaco yacĂa en escuadra a la altura del cuello de mi jefe, sometiĂ©ndolo. Puesto que yo ya estaba a dos palmos de ambos machos, alarguĂ© mi mano derecha y con mis uñas acariciĂ© el dorso compacto del guapo rubio. Las desplacĂ© por los relieves de sus venas que ya estaban muy tensas por la fuerza que implementaba en su agarre, y luego dejĂ© que mis caricias se arrastraran por toda la superficie hasta el mĂşsculo de sus trĂceps, que es donde llegaba su manga que parecĂa reventar sobre su piel.
—Es una mala idea, señorita Livia…
NotĂ© cĂłmo el escolta de Valentino relajaba la tensiĂłn de sus mĂşsculos y que su piel se hacĂa chinita en respuesta de mis caricias. Lo vi vacilar, con sus ojos celestes mirándome sorprendidos. Ese tacto que le regalĂ© a Joaco fue suficiente para que se desequilibrara corporal y emocionalmente y que Valentino de un brusco movimiento lo empujara hacia atrás, liberándose.
—Hey, hey, tranquilo —me puse delante de Valentino, cogiĂ©ndolo de sus gruesos brazos antes de que cobrara represalias contra su escolta. Como pude, librĂ© una de mis palmas y la llevĂ© hacia sus firmes mejillas y las desplacĂ© en forma de caricia hasta su mentĂłn barbado, frotándolo lentamente—. Te vas a tranquilizar, vas a decirle a Joaco que nos deje solos, y tĂş yo nos vamos a ir por ahĂ.
Contra todo pronĂłstico, mi promesa lo contuvo.
—Ya oĂste, gato igualado, lárgate de aquà —le gritĂł a Joaco frĂamente—, y dĂ©jame solo con mi hembra.
Su escolta me observaba sin dar crédito a mis acciones. Dubitativo, esperó mi aprobación. Yo asentà con la cabeza.
—Deja de ser tan grosero con Joaco —recriminĂ© a Valentino mientras el rubio escolta desaparecĂa consternado por el pasillo que llevaba a la terraza—, que Ă©l lo Ăşnico que hace siempre es cuidarte el culo para que no te cargue alguno de tus enemigos.
—¿Ahora defiendes al rubito, cabroncita? —sonrió irónico, pegándose contra mà y posando sus manos en mis nalgas.
—Defiendo las causas justas —intentĂ© separarme un poco de Ă©l, en vano. Era demasiado fuerte para intentar moverme. Pero es que no me apetecĂa que Jorge se apareciera ahĂ dentro y me encontrara otra vez con mi jefe en esa situaciĂłn tan comprometedora y se desmadrara todo de nuevo—. Todos sabemos que la palabra «gato» dirigida a un empleado es una de las peores ofensas que se pueden hacer. Y yo odio el clasismo con la misma intensidad con que odio el racismo y las injusticias.
—A ver, Livita, a ver, que no me gusta nada cĂłmo lo miras Ăşltimamente ni mucho menos cĂłmo lo defiendes —me acusĂł, acercando su nariz a mi cuello con esa extraña manĂa suya que tenĂa de olfatearme como un perro—. Como note que te estás enculando por Joaquito, te juro que lo hago mierda, Âżentendiste?
Su nariz se hundiĂł cerca de mi oreja y sus dedos se enterraron en mis nalgas.
—¿Es que tú no eres leal a nadie, Valentino? —luché por desprenderme de sus brazos—. ¿Cómo puedes hablar asà de alguien que siempre está contigo? Una vez me dijiste que antes que ser tu escolta, Joaco era tu amigo, y por como lo tratas, no lo parece.
Los pelitos de su barba me picaron la piel y me escalofriaron.
—Yo sólo me soy leal conmigo mismo —se sinceró con un feroz gruñido, jugando con mis turgentes nalgas, amasándolas y estrujándolas—. Eso de andar dando la cara por otros no va con mi personalidad. La amistad no existe, ni el amor de familia. Todos me han traicionado. La única que me amaba de verdad era mi madre, y también se fue… —Su voz se cortó, pero luego se recompuso—. Pero mejor dejemos de hablar de eso y dime cómo harás para que cambie de opinión y no decida salir a la terraza a romperle los huevos a tu cabrón cornudo.
Cuando se ponĂa en ese plan, me daba tortĂcolis. De no haber estado apresada le habrĂa dado una maldita bofetada.
—¡Jorge no es ningĂşn cornudo, Âżestamos?! ¡AsĂ que te me calmas y lo respetas delante de mĂ!
Valentino soltĂł una carcajada sobre mi cuello que me estremeciĂł.
—¿Entonces cómo se les llama a los hombres cuyas mujeres se revuelcan con sus amantes?
Me sacudĂ con irritaciĂłn, deseosa de liberarme de sus magreos y sus leperidades.
—Te estás pasando de la raya, Valentino Russo —exclamé indignada—. En primera, tú y yo no somos amantes, y en segunda, no nos hemos revolcado.
—Ah… perdón, perdón —rio con sarcasmo—, tienes razón, no nos hemos revolcado, sólo te he comido las tetas, el coño y la boca, y tú sólo me has acariciado la verga por arriba del pantalón y me has besado como una perrita en celo.
—¡Déjame ya, por favor! —grité, zarandeándome en sus brazos.
—No sabes cómo me excitas cuando te pones en modo diva, y te me resistes, cuando en el fondo lo que más quieres es que te posea.
—¡Estás loco, Valentino! ¡Suéltame!
—¿Es que no me dijiste que en lugar de golpear a tu baboso novio, por haberte violentado, nos desquitarĂamos de otra forma?
—¡Tú también me violentas cada vez que puedes! —le recordé.
—¿Mamarte la panochita es violentarte? No me jodas, preciosa. Mejor vamos a buscar un sitio dónde «revolcarnos» ¿va? Que es lo estás deseando desde que llegaste al Bar de los Leones, ¿o es que no te mojaste con solo verme? Anda, dime, sincérate.
—No voy a robustecer tu ego, ¿te queda claro?
—Mientras me prestes tu coño y tus tetotas un buen rato, y me «robustezcas» la verga, con eso me doy por bien servido.
—¿Es que no puedes dejar de ser tan lépero por un sólo momento? Cada frase que me dedicas me denigra como mujer.
—Cuando te chupo el coño no te importa que te denigre, ¿verdad, cielo? Asà que mejor calla, hipócrita. No niego que en tus proyectos profesionales eres la mejor chica que conozco, pero ahora tu trabajo es otro. Más chupadas de verga y menos quejas.
—Me vas a chupar la verga, Aldama, porque me la debes, y yo me voy a comer tu coño otra vez. Es más, esta noche habrá paquete completo. Te voy a coger.
—Me dejaste caliente esa noche en san Pedro, despuĂ©s de que los remordimientos te recordaran que tenĂas novio y te fueras corriendo a tu habitaciĂłn tras la comida de coño que te hice, Âżlo olvidaste? —Se echĂł a reĂr mientras su boca buscaba la mĂa y con su lengua me chupaba las comisuras—. Ya va siendo hora de que pagues tu parte.
—Valentino… por favor… aquĂ no… Jorge nos podrĂa ver.
—Ya nos vio hace rato magreándonos, ¿qué más te da? Él ya descubrió cómo te pones de puta cuando te estrujo el culo y te como la boca.
No me podĂa creer que cuando se ponĂa caliente Valentino se convirtiera en ese tipo tan vulgar y misĂłgino que no le importaba medir sus palabras ni sus acciones con tal de autocomplacerse.
—¿TĂş sabĂas que Ă©l estaba viĂ©ndonos y aun asĂ me besaste y me agarraste las nalgas, cabrĂłn? —lo acusĂ©, enfurecida—. ¡¿Te das cuenta del problemĂłn en el que me metiste, Valentino?! ¡Eres un patán y un ser despreciable!
ParecĂa que no le afectaba nada de lo que le decĂa, que no sentĂa ningĂşn tipo de remordimiento por lo que habĂa hecho con ventaja y alevosĂa. Por el contrario, daba la impresiĂłn de estar orgulloso de haber lastimado la moral de mi novio, humillándolo de esa manera, y agrietando mi relaciĂłn con Ă©l.
—Mi labor social de la noche, mamacita —se burlĂł con descaro—: querĂa que el perro aprendiera cĂłmo se debe de besar y agasajar una hembra como tĂş.
¡Insolente! ¡Ruin! ¡Maquiavélico!
—¡No me explico cĂłmo puedo estar aquĂ, hablando contigo, cuando le has provocado semejante dolor! ¡Y a mĂ me has puesto en una situaciĂłn ante Ă©l de la que no sĂ© cĂłmo es que voy a salir adelante! ¡Te juro que no me lo explico!
ÂżCalentura? ÂżDeseo? ÂżSinvergĂĽenza? ÂżEsa era la explicaciĂłn? Valentino continuĂł:
—Lo que no me explico yo, es cómo puedes ser tan estúpida para no haber mandado a la mierda a ese pardillo de mierda al que no amas.
—¡Claro que lo amo! —me defendĂ.
—Si lo amaras no estuvieras aquĂ, acariciándome la polla —me acusĂł.
Apenas me di cuenta que mi mano derecha estaba frotando su paquete, mientras Ă©l continuaba estrujándome el culo y su barbita picándome el cuello y la boca. Esa sensaciĂłn de vulnerabilidad ante su presencia me volvĂa loca. Y me hacĂa cometer acciones impensables, absurdas.
—Una cosa es deseo y otra es el amor. Y yo tengo muy claro lo que siento por mi novio.
—¿Estás admitiendo que me deseas? —dijo con orgullo.
—¡Estoy diciendo que el deseo no se puede comparar con el amor!
—El deseo deberĂa de ser para la persona a la que se dice amar, no para la otra.
—Si te molesta que te la sobe, entonces me voy.
Él se echĂł a reĂr, me aferrĂł más fuerte contra Ă©l, y devorĂł mi boca con más fruiciĂłn, dándome un cachetazo en el culo, para luego levantármelo y dejármelo caer hasta que rebotĂł.
—Te juro que en este momento me vale una mierda tu pardillo, Aldama. Lo que quiero ahora es que elijas una habitación, que ya me dijo el Serpiente que hay un montón disponibles para follar.
—Estás muy confiado en que te voy abrir las piernas —lo desafié, echando mi cabeza hacia atrás.
—Si ya me estás agarrando el fierro, Âżno es normal que te sea más fácil abrirte de piernas para mĂ, Culoncita hermosa?
25. LA TANGA EN LA PERILLA
—¿Por quĂ© me rechazas, Jorge? —me reclamĂł Livia ofendida cuando me puse en pie tras notar un amago suyo en que pretendĂa ponerse a horcajadas sobre mis piernas—. CreĂ que lo estábamos intentando. ¡¿Por quĂ© no me dejas tocarte?!
—El proceso es un poco… largo… —me sinceré.
Aunque habrĂa querido decirle que no confiaba en ella… y que ese rechazo que sentĂa hacia su persona a mĂ tambiĂ©n me asustaba. La deseaba mucho… pero era mayor mi sentimiento de repudio.
—¿Ya no me deseas? —Su rostro era la decepciĂłn personalizada. HabĂa frustraciĂłn, rabia y recelo en su mirada.
—¿CĂłmo no voy a desearte, con lo hermosa que eres? —Explicárselo me parecĂa ridĂculo. Ojalá se lo pudiera explicar mi propia polla, pero en ese momento estaba incapacitada—. ÂżCĂłmo no voy a desearte con el cuerpazo que tienes…? ¡Con lo loquito que me vuelves!
—¿Entonces… por quĂ© te levantas, como si me rehuyeras, como si estuviese sucia y no quisieras mancharte? —Livia permanecĂa de rodillas sobre la cama, y yo dos metros lejos ella.
—Es que… con todo y que te deseo… no estoy preparado aún… para dar este paso.
Ella no lo entendĂa. Su gesto fruncido me lo afirmaba.
—¡Por Dios, Jorge! ÂżDe quĂ© se trata todo esto? Me hablas de que tenemos que ser maduros y pasar página. ¡Me prometiste que lo Ăbamos a intentar! Y, sin embargo, estás siendo demasiado cruel conmigo, Âżlo sabes? ¡Estás dejando que me ilusione con que todo volverá hacer como antes! ÂżY ahora me rechazas? ¡Me siento muy ofendida! ¡Muy dolida!¡Nunca nadie me habĂa rech…! ¡Quiero decir que nunca nadie me habĂa hecho sentir tan mal como tĂş!
—Tienes que ser comprensiva, Livia.
—¿Y a mà quién me comprende?
—¡Es que te juro que no puedo!
Los decibeles de nuestras voces estaban en aumento.
—¡Quiero… Livy, te juro que quiero… pero no puedo! Temo que… que… a la mera hora… no pueda responderte.
—¿Cómo no vas a poder responderme? ¡Tienes veintisiete años, Jorge! ¿Crees que no se te va a levantar? —Me señaló la entrepierna y me sentà avergonzado.
—Tú no lo entiendes, Livia.
—EntenderĂa si me lo explicaras —me acusó—. ÂżEs que no eres capaz de advertir el daño que me haces? Siento como si… ya no te gustara, ¡como si no fuera suficiente para ti! Me lastimas el autoestima, ¡me degradas como mujer! Aaaah, pero no fuera la tal Renata, porque a esa sĂ que la abrazas incluso en mi delante.
—Deja de ser tan egoĂsta y ponte un momento en mi lugar, Livia. Para mĂ no es fácil sobrellevar todo esto despuĂ©s de lo que ha ocurrido. Pensar que… te has entregado a Valentino… a ese hombre del auto…
—¡Que no! ¡Que no! —gritó desesperada, saltando de la cama y yéndose hacia el ventanal—. ¡¿Es que me vas a acusar de esto toda la vida? ¡Me ofendes! ¡Me faltas al respeto! ¡Me haces sentir una zorra cuando lo único que estoy tratando es de salvar una relación que jodimos los dos, no solamente yo!
—Livia, por favor, tranquilĂzate.
—¿Cómo quieres que me tranquilice, Jorge, si te he dicho de una y mil formas que no me acosté con nadie? ¡Con Valentino sólo me besé en esa ocasión que tú presenciaste, pero no pasó nada más! Sin embargo, tal parece que esa pequeña falta me va a perseguir y estigmatizar toda la vida, ¡y si esto va ser asà siempre, entonces yo no lo quiero!
Sus lágrimas me impacientaron. Fui tras ella y la abracĂ© por la espalda. Tampoco podĂa hacerla sentir asĂ. No me sentĂa feliz jodiĂ©ndola de esta forma.
—SĂłlo dame tiempo para procesarlo, Livia, es lo Ăşnico que te pido. Tiempo y nada más. Además… esta noche no puedo responderte porque… estoy herido, te lo recuerdo. —Eso sĂ que no era del todo mentira—. Además… el recuerdo de esa tanga de pedrerĂa, que yo mismo te regalĂ© y que nunca estrenaste conmigo, colgada en la perilla de esa habitaciĂłn me lastima. ¡No sabes lo que me jodiĂł y lo humillado que me sentĂ! Yo no puedo dejar de pensar que Ă©l… que Ă©l…
—¡Nada de Ă©l! —me gritoneĂł, apartándose bruscamente de mis brazos—. ¡No hay un «él» en esta ecuaciĂłn! ¡Esa maldita tanga de «pedrerĂa» me la quitĂ© yo misma y la colguĂ© en la perilla de la puerta! ÂżEs que estás tan tonto para no entenderlo?
A escasos centĂmetros de la entrada de la primera habitaciĂłn que encontramos vacĂa al inicio del pasillo de la segunda planta, contigua a las escaleras, Valentino me dejĂł de lamer el cuello, para luego ponerse de rodillas, resbalando en su movimiento sus traviesas manos por mis laterales; en cintura, caderas, muslos y piernas.
—¡Ufff… por Dios! —gimoteé.
En esa posición, sus burdos dedos reptaron por debajo de mi mini vestido, subiéndomelo a la mitad de mis asentaderas, embarrándolos entre mis muslos hasta apoderarse de mis abombadas nalgas.
—Para… que nos van a ver —le supliqué, recargándome en el muro que estaba al lado del marco de la puerta.
Valentino siguiĂł hurgando entre mis glĂşteos, clavando sus yemas, separándomelos uno del otro para luego chocarlos. DespuĂ©s los apretujĂł muy fuerte para separar una nalga de la otra, arreglándoselas para pasar uno de sus dedos entre el medio de las dos, recogiendo con un dedo el minĂşsculo hilo de la tanga que yacĂa enterrada en mi culito.
—Ufff —resoplé ante la excitante sensación de sentir sus dedos husmeando entre mi hendidura.
Valentino parecĂa encontrar morbo en mi timidez y desenfreno.
—Nunca vi un coñito que brillara tanto —se burlĂł cuando vio la pedrerĂa en el triangulito delantero de mi prenda—. Un dĂa harĂ© que te anilles los labios vaginales, Culoncita, ¡ese será el culmen de tu puterĂa!
—¡Salte de allà abajo, cabrón, que nos van a ver! —aullé ante las caricias de sus dedos entre mis nalgas.
Nunca antes habĂa empleado la palabra «cabrĂłn» con tanta frecuencia, pero la ordinarez de Valentino era contagiosa. Era la segunda vez que lo llamaba asĂ esa noche. Era liberador.
—¿Sabe tu pardillo el tipo de tanga que traĂas puesta esta noche? —me preguntĂł, mordiĂ©ndome un muslo.
—S…Ă… —gemĂ—, Ă©l me la regaló… Âżpor qué…?
Su respuesta fue burlarse malévolamente y, sin decirme nada más, se apoderó del elástico de mi tanga y tiró de él hasta que resbaló lentamente por mis gordos muslos y piernas, para luego sacarlo por debajo de mis tacones.
—ImagĂnate quĂ© tan mal estabas esa noche para lastimarme asĂ, Livia, ¡para permitir que tus impulsos, resentimiento y mala voluntad te hicieran obrar de esa manera, colgando tu tanga en la perilla sabiendo que me ibas a lastimar!
—Tienes que perdonarme, Jorge —me pidiĂł, y la notĂ© un poco más relajada. Se peinĂł el cabello con los dedos, se desplazĂł al burĂł derecho de su cama y tomĂł un poco de agua—. TĂş mismo has dado con el punto. Esa noche estaba mal. No sabĂa lo que hacĂa. Sabes bien que yo no soy maldosa, y que esa conducta tan imperdonable que tuve fue un caso aislado. QuerĂa desquitarme.
—Y vaya si lo hiciste —me quejé.
—Mi tanga… ¿dónde la dejaste…? —le pregunté a Valentino rato después de que hubiésemos entrado a la habitación y él hubiese asegurado la puerta por dentro.
—¿Viste alguna vez los cartelitos que ponen en las puertas de los hoteles que dicen «no molestar»? —me preguntó sonriente.
—Pues tu tanga está fungiendo esa misma función. Quien la vea enganchada en la perilla de la puerta… entenderá la referencia…
—¿Qué…? ¿Cóm…o? ¿A qué… hora… la pusist…e ah…�
—Cuando te colgaste de mi cuello y enrollaste tus piernas como mona a mi cintura al entrar a la habitación. Estabas tan caliente que ni cuenta te diste.
—¿Por eso me preguntaste que si Jorge… sabĂa quĂ© tanga habĂa traĂdo hoy? ¡Ay, ay… que rico….! ÂżCĂłmo puedes ser tan cruel y perverso? ¡Ufff!
Estaba colgada de su cuello, el pelo me caĂa en cascada sobre mi espalda descubierta; mi vestido enroscado a la mitad de mis caderas, mi escote enrollado al nivel de mi vientre, y mis pechos calientes y desnudos, clavando sus duros pezones sobre los abdominales de aquel poderoso semental.
Mis piernas rodeaban con fuerza su cintura y los tacones puntiagudos se apoyaban en sus bien formadas nalgas.
—¡Estás buenĂsima, mami! —gruñó.
Estábamos en la mitad de la habitaciĂłn semi oscura; Valentino de pie y yo enredada a su cuerpo, completamente suspendida. Mi lengua lamĂa sus codiciables pectorales, con irrefrenable deseo, y mis dientes de vez en cuando lo mordĂan con suavidad. Ya no podĂa contenerme. Cada vez que tenĂa la oportunidad de estar con Ă©l en una situaciĂłn tan sĂłrdida como esa, mi libido se incrementaba. Él estaba eufĂłrico, triunfante. SabĂa que habĂa avanzado en demasĂa en su proceso de seducciĂłn, hasta llegar a un punto sin retorno.
Su brazo derecho era lo suficientemente fuerte para sostenerme por la cintura, y con su mano libre me masturbaba como un maldito demonio provocándome algunos espasmos de placer.
—¡QuĂtala de ahĂ…! —pujaba sin parar, mientras mi mojada rajita acogĂa una y otra vez sus blasfemos dedos—. ¡Qu…ita la tan…ga de ah…Ă!
—¡Estás empapada, culoncita! ¿Escuchas el intenso chapoteo?
Me cosquilleaba mi entrepierna, mis muslos se estremecĂan, mi espalda se tensaba, mi cabeza se volvĂa cada vez más febril, y mis ojos lloriqueaban.
—¡Que quit…es… esa… maldita tan…ga de… ah…à ¡¡¡Por Dioooos!!!
El primer orgasmo de la noche lo tuve allĂ, con la fuerza de gravedad a mi favor, corriĂ©ndome sobre los dedos de mi jefe, colgando de su cuello, mientras Jorge… en algĂşn lugar de la casa, permanecĂa abatido pensando en los eventos de esa noche.
—¡Puedo jurar lo que quieras que me sentĂa tan devastado que creĂ que era tu voz! —le confesé—. ¡Era el color de tus jadeos, Livia! ¡Era la cadencia de tus gemidos!
Livia se habĂa vuelto a recostar. Me miraba en silencio. Me acababa de decir que sacara todo. Que si eso me hacĂa sentir mejor, que expulsara mi resentimiento como si fuesen flemas. Que eso me ayudarĂa. Y a lo mejor tenĂa razĂłn, porque cada vez que le decĂa a la cara lo que sentĂa por dentro, la sensaciĂłn de asco y abominaciĂłn que sentĂa por ella se soltaba poco a poco de mi cuerpo.
—¿CĂłmo no iba a conocer tus gemidos si eran los mismos que te habĂa escuchado durante los Ăşltimos años cada vez que hacĂamos el amor, Livy? ¡Esos gemidos que se hundĂan en mis orejas ante cada roce, cada embestida, cada caricia! Es cierto que estaba borracho, pero yo sĂ© lo que escuchĂ©.
Ella aprovechaba el tiempo para trenzarse el cabello, hacia el lado de su corazĂłn. Sus tersos pies resplandecĂan a contraluz por las pálidas lámparas. Las sábanas blancas sobre las que permanecĂa recostada le conferĂan un matiz de pureza que iba acorde con su rostro aniñado.
—¿Te das cuenta, Jorge, que tu propio egoĂsmo y la culpa que sentĂas tras haberme lastimado, te provocaron esas horribles ansias desmedidas por encontrar una excusa que le restara gravedad a tu delito? Todas esas culpas te llevaban a concebir cualquier idea que me enlodaran como mujer.
—Esos gemidos con el color de mi voz los escuchaste porque tĂş los querĂas escuchar, mi pecosĂn. ¡Fueron preconcebidos! ¡Tu mente los configurĂł para restar potencia a tu culpa!
—Lo que dices es una locura, Livia —la acusé.
—No, Jorge, la locura la tuviste tĂş esa noche. —Mi ángel hablaba con una seguridad tan convincente que de pronto hasta creĂa que ella tenĂa razĂłn, sin tenerla—. La locura te poseyĂł y mira hasta dĂłnde te llevĂł; al grado de creer que esos gemidos que dices haber escuchado… eran los mĂos… cuando yo, en ese preciso momento, estaba ya recostada sola, en una habitaciĂłn vacĂa.
AllĂ estaba yo, cachondĂsima, recostada sobre una cama de agua tibia en la que creĂa estar flotando, con las piernas abiertas, empapadas, y Valentino en medio de ellas, comiĂ©ndome el coñito mientras mis gritos hacĂan vibrar las ventanas de la habitaciĂłn.
—¡Liviaaaa! —Los ecos del exterior agudizaban mis holeadas de calentura. Pero ni siquiera los reiterados golpes secos de la puerta me distrajeron en la percepción de aquellas exquisitas sensaciones que me dominaban el cuerpo.
«¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!» más golpes secos sobre la madera «¡Aaah! ¡SĂ! ¡SĂ! ¡Ahhh! ¡Humm!»
Las corpulentas manos de Valentino amasaban y estrujaban mis pechos, pellizcando mis pezones de vez en cuando, mientras su lengua serpenteaba dentro de mi coño.
Mis piernas temblaban, mis tacones se hundĂan en su espalda y mis manos acariciaban su cabeza rapada y de pronto la hundĂan en mi entrepierna.
—Grita, zorrita, haz que el cornudo de tu novio te escuche bramar mientras te como el coño…
—¡Aaaah! ¡Uffff! ¡Ahhh! —me retorcĂa sobre la cama. Ni siquiera bramaba por su orden. Mis instintos sexuales obedecĂan solos a la sensaciĂłn de sus estimulantes lamidas.
La destreza con la que me devoraba el coño era de no creerse. ¡La destreza para hacerme temblar de gusto era casi sobrenatural! Imposible no gritar de verdadero placer. Imposible no pujar de deleite y fruición. Mientras una voz angustiosa gritaba mi nombre al otro lado de la puerta, torrentes de flujos sexuales exudaban de mi vagina y me provocaban espasmos que casi me hicieron explotar.
Sus chupadas eran ruidosas, obscenas, salvajes. Y a cambio de ellas, mis piernas vibraban como si me estuviese electrocutando. Mis aullidos ante la inminente amenaza de explotar en chorros sobre la cara de mi infractor se volvĂan soeces cada vez que sentĂa esa loca sensaciĂłn de que querer orinar.
—¡Para! ¡Para! —le supliqué a medida que la amenaza de expulsar mis flujos me horrorizaba—. ¡Por favooor! ¡Paraaaa!
El cosquilleo se concentrĂł justo en el centro de mi vulva, como si estuviese por ocurrir una fuerte implosiĂłn. Y mientras Jorge vociferaba, entre gimoteos, un desgarrador «¡Liviaaa!», yo, su futura esposa, expelĂa horrĂficos gritos de placer ante un tercer orgasmo que percutiĂł por toda la habitaciĂłn.
Si bien me las arreglĂ© para que esa noche tampoco hubiese penetraciĂłn con Valentino, no puedo negar que aquella fue una nueva infidelidad a toda regla que no merece ningĂşn perdĂłn. El consuelo que me queda es que al menos esa noche logrĂ© salvar la integridad fĂsica del amor de mi vida.