Incest
November 7, 2023

La Mansión de la Lujuria [03]

El Perro Ciego.

Mailén guardó su nuevo cuaderno de notas en la mochila, junto con varias lapiceras. Le gustaba tener repuestos por si alguna no funcionaba o se perdía.

—¿A dónde vas? —Le preguntó Catriel, cuando la vio colgándose la mochila en el hombro.

—Al pueblo, quiero averiguar quién es esa persona que nos puede ayudar… antes de que mamá y Lilén tengan una crisis de nervio.

—Te acompaño.

—No hace falta. Puedo cuidarme sola. No necesito un guardaespaldas pegado a mí todo el tiempo. Y vos tenés cosas más importantes que hacer ¿no le prometiste a mamá que le ibas a acondicionar el estudio hoy mismo? Lleva varios días sin pintar nada, y ya sabés cómo se pone cuando eso pasa.

—Sí, tenés razón. Tengo que ponerme con eso ahora mismo. Bueno, andá sola… pero tené cuidado con las zonas de maleza. No te olvides que acá prácticamente estamos en una selva.

—¿Algún otro consejo, hermanito? —Preguntó, con tono irónico y una bella sonrisa.

Catriel le miró los pechos disimuladamente, quiso decirle que tenía un escote demasiado grande; pero no se atrevió. Mailén no suele vestirse de forma provocativa, y si está usando eso debe ser porque hace mucho calor.

—No, nada más. Que te diviertas… y ojalá descubras algo.

—Eso espero, sino acá no va a haber quien duerma.

Mailén bajó por el camino serpenteante de la colina en la que estaba situada la mansión y llegó directamente a la entrada del pueblo. Esta vez decidió ignorar la carnicería, ya se había convencido de que ese tipo no era de mucha ayuda. Además, en todo pueblo hay un bar… incluso en uno tan remoto como en este. Ese sería el mejor lugar para comenzar.

Paseó por calles de tierras en las que había casas sencillas, pero bonitas. Todas de techo plano. La mayoría estaban bien pintadas, con colores vivos como rojo, amarillo o verde. Los jardines estaba bien cuidados, lo que le daba al pueblo un aspecto entrañable, como de cuento.

“Al menos esto no está tan mal, no todo es una ruina absoluta, como la mansión”, pensó mientras saludaba con un leve gesto de la mano a una señora que podaba una ligustrina bien cuidada que separaba su casa de la calle.

Le preguntó dónde podía encontrar un bar, y luego de explicarle que ya tenía edad suficiente para comprar bebidas alcohólicas, recibió indicaciones. No estaba lejos. Le bastaron cinco minutos y un par de giros en esquinas para llegar.

El bar era sencillo, pero encantador (como la mayor parte del pueblo). Había un cartel de madera, que necesitaba una restauración, donde podía leerse: El Perro Ciego.

Mailén entró, el sitio no era muy grande, apenas había cuatro mesas del lado derecho y otras cuatro al izquierdo. Solo una estaba ocupada, por dos hombres que al verla entrar se quedaron boquiabiertos y con el vaso de ginebra suspendido en el aire. Ignorándolos se acercó a la barra. Era pequeña, como para cuatro o cinco personas sentadas una al lado de la otra. Completamente de madera y parecía bastante antigua, aunque estaba mejor cuidada que el cartel. Mailén golpeó sus manos y esperó a que alguien la atendiera, podía sentir la mirada de los dos tipos en su nuca… y en otras partes de su cuerpo.

—Linda ¿vos no sos de por acá, cierto? —preguntó uno de los hombres.

Ella tenía ganas de mandarlo a la mierda y pedirle que no se metiera en sus asuntos… y que dejara de mirarle el culo. En cambio giró la cabeza, sonrió y dijo:

—Acabo de mudarme con mi familia. Ahora vivimos acá.

Supuso que empezar discutiendo con la gente local no sería una buena forma de obtener ayuda.

— ¿Y dónde viven? —Preguntó el otro tipo.

—En la mansión Val Kavian, ¿cierto? —La que respondió fue una mujer que apareció detrás de la barra, como por arte de magia—. Hola, mi nombre es Alison Medina, bienvenida a el Pombero… y a mi humilde bar.

La sonrisa pareció algo forzada y el discurso ensayado, pero aún así Mailén entendió que esa mujer estaba intentando ser respetuosa. Le pareció muy bonita. Cuando su madre le dijo que irían a vivir a un pueblo perdido en el medio de la nada, tuvo un fuerte prejuicio del que no se siente orgullosa. Creyó que se encontraría con gente fea, grotesca… sin dientes, seres que parecerían orangutanes que se fugaron de un zoológico. En cambio toda la gente que vio en El Pombero era “de muy buen ver”. Hasta esos dos tipos que tomaban ginebra tenían relativamente buen aspecto. Uno era rubio y llevaba un espeso bigote, y el otro tenía el pelo negro y unos llamativos ojos grises.

—Esos dos de ahí son Guillermo Garay —el rubio levantó una mano con cortesía—, y Mauricio Celatti —éste saludó con una ligera inclinación de la cabeza—. Son buenos tipos, si es que van por la primera ginebra. Después no respondo por ellos. —Los aludidos se rieron por lo bajo.

— ¿ Vos sos la dueña del bar?

—Así es. Lo heredé de mi padre.

A Mailén le costaba creer que una mujer se hiciera cargo de un bar, en especial siendo una tan hermosa. Alison Medina tenía el cabello ondulado de un castaño oscuro, con un ligero tono cobrizo; labios sensuales; una mirada inteligente y penetrante, con cejas angulosas; y, quizás su rasgo más llamativo, unos pechos firmes y redondos, de buen tamaño, los cuales lucía por el amplio escote de la musculosa negra que llevaba puesta.

— ¿Y por qué se llama El Perro Ciego? —Preguntó Mailén, pensó que un poco de conversación trivial ayudaría a romper el hielo.

—Cuando mi papá abrió el bar, hace ya muchos años, no tenía nombre. La gente lo ubicaba como el bar de Romeo, por mi papá, o el bar del perro ciego. Porque en la puerta dormía un perro que era prácticamente ciego. No tenía un dueño oficial, le gustaba quedarse siempre cerca del bar, esperando que alguien le tire algo de comer.

—Oh… pobrecito. Hey, esperá… ¿como sabés que vivo en la mansión?

—Porque los rumores en un pueblo tan chiquito viajan más rápido que la luz —Alison le mostró una radiante sonrisa—. Vos debés ser Mailén Korvacik ¿cierto? —Mailén asintió con la cabeza, le resultó un tanto incómodo que la gente del pueblo ya supiera su nombre—. No debe ser fácil vivir en una casa tan vieja.

—No lo es, para nada. La estamos restaurando. Necesitamos ayuda.

—Si necesitás mano de obra, acá siempre hay gente dispuesta a trabajar.

—Sí, puede ser… eso nos va a venir bien algún día, porque hay que hacer demasiadas cosas. En realidad me refiero a otro tipo de ayuda.

—Yo te ayudo con lo que quieras, corazón —dijo Guillermo, mientras su amigo se reía por la ocurrencia—. Solo decime lo que necesitás.

—Che, dejenla en paz —intervino Alison—. Por culpa de ustedes el bar está siempre vacío. Me ahuyentan los clientes.

—Querrás decir que gracias a nosotros el bar siempre tiene al menos una mesa ocupada —acotó Mauricio, y se tomó el resto del vaso de ginebra de un trago.

—No te preocupes por ellos, son dos borrachos inofensivos —dijo Alison—. ¿A qué tipo de ayuda te referís?

—Emm… quizás les parezca una estupidez. Estoy buscando a alguien que me pueda ayudar con “eventos paranormales”. —La sonrisa de los presentes se borró, como si se les hubiera volado con la brisa—. Sé que es una tontería. Yo no creo en esas cosas; pero mi familia sí. Y si ellos no pueden dormir en paz en esa casa, entonces yo tampoco podré hacerlo. A mi tía le comentaron que hay alguien en el pueblo que se puede encargar de esto, aunque no le dijeron quién puede ser esa persona.

—La bruja —dijo Guillermo, con semblante serio. Tomó un buen sorbo de ginebra.

—¿Quién es “la bruja”?

—Se refiere a Narcisa —respondió Alison—. Aunque técnicamente ella no vive en el pueblo.

—¿Y dónde vive? Me gustaría hablar con ella.

—Olvidate, es prácticamente inaccesible para alguien que no esté familiarizado con la zona —le dijo Alison—. Además, lo mejor que podés hacer es mantenerte alejada de esa mujer. En el pueblo todo el mundo la evita.

—Le tienen miedo —dijo Mauricio—. Y no los culpo, se dice que esa mujer tiene poderes oscuros.

—Ajá, si… bueno, me dan igual sus poderes. Solo necesito que hable con mi familia, que los tranquilice y que los convenza de que no hay nada que temer en la mansión.

—Lo siento mucho —dijo Alison—, yo no te puedo ayudar con eso. ¿Se te ofrece algo para tomar?

—Emm, no por el momento.

—Entonces… que tengas buenos días. Espero verte pronto en el bar, la primera bebida te la dejo gratis. Hasta luego.

Se despidió con una ensayada sonrisa cordial y se perdió por la puerta que está detrás de la barra.

Mailén agachó la cabeza y empezó a caminar hacia la salida, cuando Guillermo le dijo:

—Si querés nosotros te podemos llevar hasta la casa de la bruja. Estamos familiarizados con la zona, nos criamos acá.

—Mmm… ¿de verdad?

—Sí, pero no es una tarea sencilla —agregó Mauricio.

—Puedo pagarles. El precio no es problema.

—Muy bien, eso cambia las cosas —Guillermo sonrió y aprovechó para dar un buen vistazo a su escote—. Pero antes tenemos que mostrarte algo.

—¿Qué cosa?

—Acompañanos —dijo Mauricio, mientras salía del bar. Guillermo apuró su vaso de ginebra y se unió a su compañero.

— ¿Qué es lo que me quieren mostrar? —Preguntó Mailén, caminando detrás de ellos.

—Lo vas a saber cuando lo veas —le aseguró Mauricio.

—Esperen, no los conozco… tampoco los voy a seguir adonde sea solo porque me lo piden.

—Ah, ya veo… sí, es típico de la gente de la ciudad desconfiar de todo el mundo —Guillermo mostró una sonrisa, que con su bigote rubio parecía muy simpática—. Acá en el pueblo es distinto, estamos acostumbrados a ayudarnos los unos a los otros… a confiar en la gente. Al menos en casi toda la gente.

—Claro, siempre y cuando no seas bruja, o algo por el estilo —dijo Mauricio, con una risita—. Solo queremos mostrarte el camino, para que juzgues por vos misma. No va a ser un viaje fácil y es mejor que estés preparada.

—Mmm, entiendo… está bien. Muéstrenme el camino.

Caminaron juntos serpenteando las pocas calles del pueblo. Se detuvieron en una casa, que según explicaron, era la de Guillermo. Por suerte Mailén no tuvo que entrar, los esperó afuera. Los dos hombres salieron con botellas de agua fría y le explicaron que nunca hay que adentrarse en el bosque sin agua, porque es muy fácil deshidratarse. Pusieron las botellas en la mochila de Mailén y continuaron camino hasta que llegaron a la maleza. Era tan densa como la que había detrás de la mansión.

—Acá estamos en la frontera entre Corrientes y Entre Ríos —comentó Mauricio—, y la gente de la ciudad suele olvidarse que esta zona está llena de bosques muy densos, repletos de animales salvajes. En muchas de estas zonas no hay caminos delimitados, ni carteles para guiarse.

—Vamos, por acá… —dijo Guillermo, mientras se abría paso entre los árboles—. Tené cuidado donde pisás.

Mailén lo siguió y al tercer paso casi se dobla el tobillo, por culpa de la raíz de un árbol. Estuvo a punto de caer, pero Mauricio la sujetó de la cintura con ambas manos.

—Epa, cuidado… que ni siquiera empezó el viaje, no te me caigas ahora.

Mailén se sintió muy avergonzada, estaba demostrando ser una completa ignorante de la vida fuera de la ciudad, ni siquiera era capaz de caminar tres pasos sin quedar en ridículo. Siguieron avanzando, esquivando ramas, pozos y zonas de vegetación muy alta. Cuando Mailén miró hacia atrás descubrió que ya no podía ver el pueblo, solo había árboles. Los ovarios se le subieron a la garganta. ¿Adónde la estaban llevando estos tipos? Si tuviera que volver sola hasta la mansión, no sabría por dónde ir.

Por estar distraída, no vio una rama, la cual le pegó en la cara y le arañó la teta izquierda.

—¡Auch!

—Los ojos siempre al frente, chiquita —le dijo Guillermo, como si fuera un entrenador de supervivencia—. Siempre tenés que mirar hacia dónde vas, y dónde estás pisando. Mirá… te lastimaste.

Mailén bajó la mirada y encontró un surco rojo que le cruzaba en diagonal toda la teta izquierda.

—Vamos a tener que limpiar eso urgente —comentó Mauricio.

Sacó de una de las botellas de agua de la mochila de Mailén y mojó un pañuelo de tela con ella. Luego se lo alcanzó a Guillermo. El rubio no perdió ni un instante, con su mano izquierda sujetó la teta desde abajo, y con la derecha comenzó a limpiar la zona del arañazo.

—Em… no es necesario hacerlo ahora —comentó Mailén, confundida por el exceso de confianza del tipo—. Puedo hacerlo cuando llegue a mi casa.

—No es conveniente —dijo Guillermo.

—Para nada —agregó Mauricio—. Estamos en una zona boscosa, con clima subtropical. Acá cualquier pequeña herida se puede infectar muy rápido, si no se la limpia a tiempo.

—¿De verdad? —Esto puso en alerta a Mailén.

No lo quería admitir, pero desde antes de mudarse ella sufrió varias pesadillas muy vívidas que la mostraban muriendo de hambre en medio de una selva, o siendo devorada por un animal salvaje. Su familia no sabía que ella había estado desarrollando una especie de fobia a la selva y a los bosques densos. Desde que se enteró que vivirían tan cerca de la espesura, su cerebro no hizo más que recordarle que ella no tendría chances de sobrevivir lejos de las comodidades de la ciudad. Le aterraba perderse en el medio de una densa jungla. La idea de tener una infección por culpa de una puta rama también le resultaba aterradora.

—Sí, nena —continuó Guillermo—, si no limpiamos bien ahora, podría haber graves consecuencias.

Ella no tenía forma de saber si el tipo estaba exagerando. Podría estar diciéndole la cruda verdad. Por eso permitió que el rubio bigotudo le pasara el pañuelo mojado por toda la teta. Para colmo no se había puesto corpiño… no con este calor insoportable, y con los movimientos su pezón salió a saludar. Ella estaba muy orgullosa de sus tiernos pezones en forma de cono; aunque no le agradaba que dos desconocidos se lo estuvieran mirando. El pezón reaccionó de forma positiva ante el roce del pañuelo húmedo y se endureció al instante. A Mailén le pareció ver una sonrisa en los labios de Guillermo, aunque con tanto bigote es difícil saberlo.

—Creo que ya quedó bien —dijo el rubio.

Se tomó la libertad de volver a guardar la teta en su lugar, aprovechando el momento para acariciar el pezón con su pulgar. A Mailén le molestó mucho, pero se quedó en silencio. Lo único que le importaba era saber que no corría riesgo de infección.

—Bueno, sigamos… ya estamos cerca de lo que te queremos mostrar —dijo Mauricio.

Siguieron avanzando entre la casi impenetrable maleza hasta que llegaron a una estructura metálica de varios metros, pintada de blanco. Parecía una torre para un tanque de agua… pero sin el tanque.

Subieron por una escalera de metal. Primero lo hizo Guillermo, seguida de Mailén, y en último lugar Mauricio. Ella tuvo que soportar todo el trayecto que el tipo de atrás tuviera la cara a pocos centímetros de su culo. “Para colmo se debe estar dando un buen espectáculo”, pensó. Ese día había decidido usar un short, por el calor, y era tan corto que probablemente parte de sus nalgas quedaran a la vista. Aún así, prefería subir sabiendo que había alguien detrás de ella, para atraparla en caso de que se cayera.

Llegaron hasta la cima de la torre. Era un mirador, con un techo de madera a cuatro aguas. Por suerte parecía estable, no se tambaleaba ni nada. Eso la tranquilizó un poco.

—Los cazadores suelen usarlo para explorar el terreno —comentó Mauricio—. Y eso es lo que queríamos mostrarte —señaló hacia adelante.

—Ahí no hay nada —dijo Mailén, que solo veía árboles y plantas que se iban elevando lentamente, hasta cubrir el horizonte.

—Eso es un monte —comentó Guillermo—. La bruja, em… quiero decir, Narcisa vive ahí… en la cima del monte. Su casa no se ve desde acá, pero está ahí. Que no te engañe la perspectiva, estamos muy lejos. Es un trayecto que nos va a llevar varias horas. Acá no hay caminos. Hay que armarse con un machete y avanzar lentamente, con cuidado.

—Ummm… parece complicado.

—Lo es —aseguró Mauricio—. Por eso queríamos que lo vieras. Para que te lo pienses bien. ¿De verdad querés ir hasta la casa de esa mujer que vive sola en el medio del monte? ¿Es tan importante?

—No lo sé. Quizás deba pensarlo mejor. Suena muy… arriesgado. En fin, muchas gracias por mostrarme esto. Ahora tengo una idea más clara de a qué me voy a enfrentar.

—No, nena —dijo Guillermo, con una sonrisa socarrona—, no tenés ni idea. El monte es impredecible. Aunque, si necesitás que te guíen, nosotros podemos ofrecer nuestro servicio. Es nuestro trabajo en este pueblo. Cuando alguien necesita un guía, nos llama a nosotros.

—Entiendo, lo voy a tener en cuenta. Sé que es una tontería preguntarlo, pero tengo que hacerlo. ¿Narcisa tiene teléfono? ¿O va al pueblo de vez en cuando?

—No tiene teléfono, ni siquiera tiene electricidad —respondió Guillermo—. Por el pueblo no se la ve casi nunca. La gente suele evitarla… a menos que la necesiten con mucha urgencia.

—Mmm, lo sospeché desde un principio —dijo, citando al Chapulín Colorado, los dos tipos no parecieron captar la referencia, o bien no les hizo gracia—. ¿Podemos volver? Quiero estar en mi casa antes de que oscurezca.

—Si, claro —dijo Mauricio.

Emprendieron el viaje de regreso, que por suerte no fue tan accidentado como el de ida. Aunque notó que los dos tipos aprovechaban para tomarla mucho de la cintura cada vez que ella quería sortear un obstáculo. “Solo te están ayudando, Mailén, no seas tan asquerosa”, se recriminó. Aunque… en ciertas ocasiones esas manos se acercaban demasiado a sus nalgas.

Al regresar a su casa Mailén se sentó ante la mesa del comedor y anotó algunos datos en la que sería su “Bitácora de investigación”. Escribió el nombre del bar, el de su dueña, el de la bruja y también mencionó a Guillermo y a Mauricio. Quería llevar notas de todo lo que pudiera ser relevante para entender qué estaba pasando en la mansión… y también el pueblo. Quería descubrir por qué la gente le tenía tanto miedo a esta casa de la colina. Algún motivo en concreto debía haber.

—Uy, nena… ¿qué te pasó? —Preguntó Rebeca, al ver el raspón que Mailén tenía sobre su teta izquierda.

—Em, nada… una tontería, me raspé con una rama, en el bosque.

— ¿Y qué hacías en el bosque?

—Estaba siguiendo indicaciones, me hablaron de esa persona que podría ayudarnos…

—Oh, ¿de verdad te pusiste a trabajar en eso?

—Sí. No me gustó que me dijeras “individualista”. No lo soy. Me preocupo por mi familia tanto como vos.

—Lo sé, lo sé… estuve mal. Te pido disculpas. ¿Y qué pudiste averiguar?

—No mucho. Cuando tenga algo más concreto, te aviso. Solo sé que esa persona vive en el medio del monte, sin nadie cerca. Es una ermitaña. Ni siquiera sé si voy a poder contactar con ella, así que de momento no nos hagamos ilusiones.

—Ok, por ahora no le cuento a nadie. Muchas gracias por preocuparte tanto. Solo te pido una cosa: no entres sola al bosque, por favor.

—Quedate tranquila, que si entro no lo voy a hacer sola. Ni loca. Sería demasiado peligroso.

—Muy bien, confío en tu sensatez.

—Gracias.

Mailén volvió a quedarse sola y se preguntó si sería sensato pedirle a Guillermo y a Mauricio que la guíen hasta la casa de la supuesta bruja.

*¨*¨*¨*¨*¨*

La noche en el bosque es demasiado silenciosa. Catriel extraña el bullicio de la ciudad… y poder salir con sus amigos y amigas. Antes tenía una vida sexual relativamente activa… y ahora tiene la paja como primer y único recurso.

Esperó a estar solo en su habitación para revisar aquello que había sustraído de la habitación once y fue justamente lo que lo llevó a tocarse.

Se trataba de una cajita de cartón de unos quince centímetros de alto, por cinco de ancho, algo similar a un paquete de naipes; pero de cartón duro. Incluso su primera suposición fue que contraría cartas de tarot, o algo así… eso hubiera sido una gran desilusión. Sin embargo, al abrirla descubrió pequeñas fotografías de lo más interesantes.

Todas de carácter pornográfico… como las que empapelaban el cuarto once. Aunque, a diferencia de esas, estas imágenes parecían ser de distintas partes del mundo.

Miró varias de ellas rápidamente hasta que su pene recordó que ya llevaba varias semanas desde la última vez que tuvo sexo. Su miembro le reclamaba algo de acción, y las fotos eran una excusa perfecta.

Catriel ya se estaba masturbando intensamente mientras miraba una imagen de un tipo al que dos chicas muy bonitas le estaban comiendo la pija. Parecían ser hindúes, o de medio oriente. Le gustó el detalle de que una de las chicas estuviera mirando a la cámara con una sonrisa picarona y la lengua afuera, lamiendo el glande del tipo.

La cambió por una foto de dos mujeres rubias, una quizás de dieciocho años, la otra algo mayor. Estaban desnudas, besándose y tocándose la concha la una a la otra. Otra foto mostraba a una mujer madura recibiendo una penetración de un muchacho que no debía tener más de veinte años. La mujer sonreía como si hubiera sido sorprendida en medio de una travesura.

Estaba ensimismado en su masturbación cuando alguien llamó a su puerta.

—¿Quién es?

—Mamá. Quiero hablar con vos. ¿Puedo pasar?

—Emm… sí, está bien.

Rebeca entró y sus ojos se abrieron bien grandes en cuanto vio que su hijo estaba desnudo y con una potente erección. Luego sonrió.

—Ah, se ve que interrumpo algo…

—Puede esperar.

Catriel y su madre ya habían tenido más de una conversación acerca de la masturbación. La primera fue cuando el propio Catriel sorprendió a Rebeca haciéndose una paja en su taller de arte. Cualquier otra madre se hubiera vuelto loca en esta situación y hubiera intentado disimular. Sin embargo Rebeca apoya al cien por ciento la “autosatisfacción”.

“Es una práctica muy sana —le dijo a su hijo aquella vez—. Sé que vos también lo hacés, y eso me alegra. Masturbarnos nos ayuda a conocernos a nosotros mismos, es como una exploración a lo más profundo de nuestro ser. Es… casi mágico”.

Con el tiempo Catriel entendió que Rebeca no es una mujer sexual, de hecho, casi nunca habla del tema (más allá de la paja). Solo sabe que su madre tuvo sexo con su marido porque así nacieron ellos. Si no fuera por esta evidencia irrefutable, juraría que Rebeca es virgen. Una virgen que se masturba muchísimo.

“Me ayuda a despejar la mente. A veces necesito hacerlo para encontrar la inspiración”.

Debido a eso en más de una ocasión Catriel vio a su madre usando solo una bata para pintar, la cual ni se molestaba en cerrar. Era prácticamente como ir desnuda. Podía ver sus pechos asomando casi hasta los pezones, y el vello púbico rojizo en su totalidad. Por supuesto que rápidamente entendió que su madre es una mujer de un gran atractivo, y eso es lo que le hace tan difícil verla sin ropa.

Según pudo deducir Catriel, porque tampoco es que se quedara a ver el proceso (eso por lo general no estaba permitido) es que Rebeca pintaba un rato, hacía una pausa para masturbarse y luego seguía pintando. Es lo que ella llama “El proceso creativo”.

Cuando la situación ocurrió a la inversa, y fue Rebeca quien sorprendió a Catriel en plena paja, él sintió mucha vergüenza… como no podía ser de otra manera. Pero su madre lo tranquilizó y lo alentó a seguir haciéndolo.

“Me siento mal por haberte interrumpido, no quiero que te detengas por mi culpa. Se nota que lo estabas disfrutando mucho. Dale, seguí… sin miedo”.

Y Catriel siguió tocándose… frente a ella. Lo hizo durante unos minutos, sin llegar a la eyaculación. Aún lo recuerda como uno de los momentos más incómodos de su vida. En cambio su madre pareció tomárselo con gran calma y se limitó a sonreír durante todo el proceso.

Rebeca quería demostrarle que para ella no había nada de malo en que su hijo se hiciera la paja.

“No dudes en tocarte, si sentís que lo necesitás. Lo único malo de la masturbación es posponerla demasiado”.

A Catriel le costó entender esto y aquella vez no se animó a acabar frente a su madre. Aunque, con el tiempo, fue bajando la guardia. Si Rebeca entraba a su cuarto en plena paja, él cada vez hacía menos intentos por cubrirse. Y Rebeca actuaba con total normalidad al ver el imponente miembro erecto de su hijo. Un día hasta le hizo una sugerencia.

“¿Por qué no te depilás? Estoy segura de que así te va a quedar mucho mejor, más… estético”.

Catriel le hizo caso, pocos días después pidió sesión con una depiladora profesional. El resultado le gustó tanto que luego se hizo la depilación definitiva. Ahora luce su generoso miembro sin vello púbico que arruine su imagen.

“Parecés un modelo de arte”, le dijo su madre. Y esto derivó en otra propuesta: “¿Te animarías a posar para mí para una pintura?”

Rebeca Korvacik es una artista muy versátil. Su obra se divide en varios géneros. Los principales son: Surrealismo, abstracto… y erótico.

Su rama erótica es la más codiciada entre coleccionistas, porque no suele pintar tantos cuadros de este estilo y porque muchos los consideran sus mejores trabajos. El “erotismo” que maneja Rebeca es muy sutil, no va más allá de un desnudo artístico. Nunca hay penetraciones, eyaculaciones ni nada que ella pueda considerar “obsceno”.

Al principio no le pareció una buena idea; pero con el tiempo Catriel accedió a posar para ella con la condición de que no pintara su cara, solo su cuerpo. A la cara del modelo se la tendría que inventar. Si alguien le preguntara por qué aceptó, no sabría qué responder. Quizás lo hizo porque su madre parecía muy entusiasmada con el proyecto, y no quería arruinarlo.

A Rebeca le pareció una buena idea omitir la cara, así podría vender el cuadro sin explicarle a nadie por qué había usado a su propio hijo como modelo para un cuadro erótico.

Con mucho profesionalismo, establecieron un horario en el que Catriel posaría y ella pintaría. Lo que el muchacho no había tenido en cuenta era que su madre pretendía pintarlo con la verga erecta. Después de los percances y las humillantes charlas sobre la paja, ya no le daba vergüenza tenerla dura frente a ella; sin embargo pronto descubrió lo difícil que es mantener una erección durante mucho tiempo sin estímulos. Por eso se vio obligado a tener que masturbarse, mientras posaba recostado en un diván.

A veces su madre le decía: “Arriba, la necesito bien arriba”. Entonces Catriel debía darse duro durante unos segundos, hasta que le quedara bien erecta.

Una vez se le fue la mano. Estuvo tocándose en varias oportunidades durante toda la sesión y cerca del final su verga le pidió más… que no se detuviera. Y así lo hizo, siguió y siguió hasta que…

“Uy, parece que tenemos una fuga”, bromeó su madre al verlo eyacular.

“Perdón”, dijo él, con la mano cubierta de semen.

“No pasa nada, sonso. Es mejor dejarlo salir. Acumularlo no es bueno. Escuché que a los hombres les puede traer problemas pasar mucho tiempo sin eyacular, así que me alegra que lo hayas hecho. Y cuando sientas que necesitás sacarlo todo, aunque estés posando, no te contengas. Dejá que salga, después te limpiás y ya está”.

Confundido y sorprendido, Catriel aceptó el consejo de su madre. Durante las siguientes sesiones de pintura llegó a eyacular por lo menos tres veces más, delante de ella. Era jodidamente extraño hacerlo frente a su propia madre. Aunque… tenía cierto encanto que no era capaz de comprender.

—No te detengas —le dijo Rebeca, al mismo tiempo que se sentaba a su lado en la cama—. Con todo lo que trabajaste hoy, lo tenés más que merecido. Justamente quería darte las gracias por limpiar mi estudio, quedó perfecto.

—Es solo un cuarto vacío…

—Sí, pero está lleno de posibilidades, y es enorme. Hay espacio más que suficiente para todo mi material de trabajo. Hey, ¿qué estás mirando?

Solo una vez Catriel había sido sorprendido por su madre mientras miraba pornografía. Tuvo que soportar otra charla, y esta fue incluso peor que la anterior. Rebeca le dejó bien en claro que esa práctica ya no era de su agrado.

“El porno puede trastornar mucho las ideas sobre el acto sexual. Es demasiado explícito, demasiado vulgar e incluso irreal. La gente no suele comportarse como lo hacen en las películas porno. ¿Está claro?”

Le había quedado muy claro, y por eso se sintió un idiota al ser sorprendido con esas fotografías en la mano. Debió esconderlas; pero no tuvo oportunidad de hacerlo.

—¿Esto lo sacaste del cuarto once? —Le preguntó su madre.

—Sí.

Rebeca tomó las fotos y las fue pasando en silencio, Catriel observaba con la pija aún dura. Ahí fue consciente de que su madre había entrado a la habitación vistiendo solamente una escotada camiseta sin mangas y una tanga azul de encaje. Podía ver pelitos asomando entre las hendiduras de la tela en la zona púbica.

—Sé que no te gusta que mire porno…

—Hay que admitir que las fotos son muy buenas —comentó la pelirroja, sorprendiendo a su hijo.

—¿De verdad, te parecen buenas?

—Sí. Todas tienen un fuerte carácter artístico. No es simplemente “porno”. Mirá esta por ejemplo: —Le enseñó una foto en la que una mujer joven y hermosa, de larga cabellera negra, se estaba metiendo un dildo por el culo. Estaba recostada de lado en un diván, mientras le chupaba una teta a otra joven de más o menos su misma edad. Las dos estaban completamente desnudas—. No me gusta lo que está haciendo con ese dildo; pero el encuadre es perfecto. Y hay cierta sutileza en la expresión de las dos mujeres que me gusta.

—Podrías usar las fotos como inspiración para tus obras.

—Mmm… no lo creo, todas son bien explícitas.

—Bueno, pero podrías quitarle lo explícito. A esa foto de las dos chicas podrías quitarle el dildo.

—Puede ser… así tiene más sentido usarlas como inspiración. Admito que no es mala idea. Uy, mirá esta… —Rebeca sostuvo en su mano una foto que mostraba a una mujer rubia, de unos cuarenta años, recibiendo vergas de tres hombres a la vez. Uno le daba por el culo, otro por la concha, y el tercero estaba eyaculando en su cara—. Aunque la escena sea absolutamente pornográfica, el fotógrafo se las ingenió para que no parezca tan… obscena. Hasta tiene cierto mensaje artístico la forma en que el semen le caen sobre el puente de la nariz.

—Quizás. Yo no entiendo mucho de esas cosas. Perdón si te molesta que las esté usando para… ya sabés. Necesitaba algo de… estímulo extra.

—Está bien, no pasa nada. De hecho… por el carácter artístico que tienen las fotos, no me molesta que las uses para masturbarte. Son mucho mejores que el porno vulgar de hoy en día. Hasta yo podría usarlas para… distenderme.

Rebeca llevó la mano izquierda hasta su entrepierna, la metió debajo de la tanga y comenzó a acariciarse. Con una seña de la cabeza le indicó a su hijo que él podía seguir con lo suyo.

El corazón de Catriel se aceleró. ¿De verdad su madre pretendía que se pajearan los dos juntos?

Si le hubieran dicho que estaría en esta situación, hubiera creído que no sería capaz de hacerlo. Pajearse frente a su madre era extraño, pero hacerlo mientras ella también se tocaba, eso ya le parecía…

¿Incestuoso?

Aún así, su mano comenzó a moverse sobre su imponente miembro erecto. Sus ojos intentaron concentrarse en la nueva foto que había seleccionado Rebeca, una que mostraba a un hombre maduro, de espeso bigote negro, cogiendo con una chica joven, de unos dieciocho años. Sin embargo, la mirada se le escapaba hacia una escena mucho más interesante: lo que estaba ocurriendo debajo de la tanga azul de su madre. Los dedos de Rebeca se movían rápido, a Catriel no le cabía la menor duda de que estaba estimulando su clítoris. Probablemente ya estuviera tanteando su agujero vaginal con un dedo o dos.

—Mmm… esta quizás la pintaría —dijo Rebeca, eligiendo otra foto.

En esta se podía ver a una preciosa joven de rizos dorados y grandes ojos azules recibiendo una abundante descarga de semen en la cara, por parte de una verga de buen tamaño.

—¿Así tal cual está? ¿Con el semen y todo? —Preguntó Catriel, al mismo tiempo que aceleraba el ritmo de su masturbación.

—Mmm… creo que sí. A ver, que el semen en la cara sí me parece obsceno; pero por alguna razón, también me resulta atractivo… a nivel artístico. Además, la chica es muy bonita. Me gustan sus tetas.

—No sabía que te gustaran las tetas.

—Hey, no pienses nada raro. Estoy hablando en sentido artístico, la veo como una modelo. Tiene buenos pechos, disfrutaría pintándolos al óleo en un lienzo.

—¿Y por qué no lo hacés? Llevate la foto…

—Lo voy a pensar. Además, hay muchas otras que me resultan interesantes.

—¿Como cuáles? —El interés de Catriel era genuino.

—Umm, a ver… —Rebeca empezó a meterse los dedos en la concha. Catriel pudo ver cómo el vello púbico rojizo se asomaba. También se fijó en cómo las tetas de su madre subían y bajaban al ritmo de su respiración—. Esta me gusta mucho.

La foto mostraba a dos mujeres haciendo un 69.

—¿No te parece un poquito lésbica? Pensé que no te agradaban las lesbianas.

—A ver, no me agrada que dos mujeres tengan sexo. Dios no nos creó para ser lesbianas. Sin embargo, en un análisis puramente artístico, debo reconocer que las dos mujeres son preciosas… y que la imagen es muy sensual.

—En eso estamos de acuerdo.

Rebeca se percató de que Catriel le estaba mirando las tetas. Cubrirlas hubiera sido un mensaje negativo para su hijo, lo hubiera hecho sentir incómodo… y ella quería que se sintiera bien al masturbarse. Por eso hizo todo lo contrario a lo que la mayoría de las madres hubieran hecho en ese momento: se quitó la camiseta y permitió que su hijo le mirase las tetas. No hizo ningún comentario al respecto, siguió pajeándose mientras miraban otras fotos.

Los pechos de Rebeca eran imponentes, los más grandes de la familia. Sus pezones estaban bien erectos. Las areolas eran grandes y de un tono muy pálido, casi idéntico al resto del tono de su piel. Ese detalle siempre le resultó atractivo a Catriel, aunque no sabría explicar por qué.

—¿Estás usando el lubricante que te regalé?

Meses atrás, durante las sesiones de modelaje, Rebeca decidió regalarle a su hijo un pote de lubricante. Catriel va a recordar ese día durante el resto de su vida. Le dijo a su madre que no veía la necesidad de usar lubricante, con la saliva se las podía arreglar perfectamente bien. Entonces Rebeca, para mostrarle la gran utilidad de su regalo, se cubrió una mano con ese gel transparente y agarró la verga de su hijo. Ella misma se encargó de dejarla bien cubierta de lubricante, desde la base hasta la punta. Catriel recuerda el gran esfuerzo que tuvo que hacer para no eyacular ante esta repentina invasión de nuevas sensaciones.

—Está dentro del cajón de la mesita de luz —respondió el muchacho—; pero no lo necesito. No te preocupes.

—Tonterías. No está bueno que lo hagas sin lubricante, ya te dije, se te puede irritar la piel.

Rebeca abrió el cajón y sacó el pote. Llenó de lubricante su mano derecha y, tal y como lo había hecho aquella vez en su estudio de arte, agarró la verga de Catriel. Con un movimiento claramente masturbatorio, comenzó a cubrirla por completo. Subió y bajó una y otra vez, para no dejar ningún lugar sin gel.

Esto puso nervioso a Catriel y para distraerse agarró las fotos porno, comenzó a pasarlas una por una, ante la mirada atenta de su madre. Rebeca parecía muy concentrada en el contenido de estas fotos. Su concha estaba recibiendo una intensa atención, y a Catriel le pareció que la mano sobre su pene estaba alcanzando el mismo ritmo que la otra. El movimiento hacía que las tetas se sacudieran.

Rebeca presionó la verga erecta de su hijo, subió hasta el glande ejerciendo mucha presión, y luego comenzó a bajar la mano. A Catriel esto le pareció magistral, hizo que una ola de placer le recorriera todo el cuerpo hasta la punta de la pija.

Las fotos siguieron pasando y las manos de Rebeca continuaron su movimiento frenético. La mano en la verga aceleró tanto como la que se encargaba de su concha. Siguió absorta en las fotos hasta que un gemido de placer escapó de su boca. Ahí fue consciente de que estaba haciéndose una paja espectacular frente a su hijo… y además lo estaba masturbando a él.

“¿Cómo pasó esto?”, se preguntó.

No entendía cómo había llegado a eso, sin darse cuenta. Lo peor de todo era que una reacción negativa de su parte podría ser interpretada como un rechazo. No quería que Catriel pasara por una experiencia incómoda. También notó que su tanga había bajado hasta dejar expuesta la mitad de su vello púbico.

Apartar las dos manos y suspender todo sería como admitir que había obrado mal, que su comportamiento era inaceptable. Por eso hizo todo lo contrario.

Bajó aún más su tanga, permitiendo que su clítoris se asomara, para unirse a la fiesta, y con la mano derecha comenzó un movimiento masturbatorio aún más explícito, haciendo que Catriel se retorciera de gusto. El muchacho seguía pasando las fotos porno una por una, sin darles demasiada importancia.

—Uy, eso debe doler —comentó Rebeca, para llevar la atención hacia las fotos otra vez. En la imagen podían ver a una joven morena de grandes tetas abierta de piernas y con una gruesa y venosa verga dentro de su culo—. Semejante miembro… y por el agujero de atrás. ¡Qué dolor! Aunque… la chica parece estar disfrutando. Si ella la está pasando bien, puedo encontrarle el atractivo erótico a la escena.

Sus manos se movieron aún más rápido. Catriel quiso aportar un comentario, decir algo, solo para no estar tan callado mientras su madre lo masturbaba; pero no pudo. En ese momento su verga explotó y comenzó a escupir lo que parecieron litros y litros de semen. Rebeca, en lugar de apartar su mano, continuó con la masturbación (en su concha también) hasta que su hijo dejó salir hasta la última gota. Toda su mano derecha quedó cubierta por ese tibio y espeso líquido blanco.

Casi al mismo ella llegó a disfrutar de un pequeño orgasmo, no fue uno de esos orgasmos super potentes que le atacan de vez en cuando; pero estuvo muy bien.

—Uff… eso fue intenso —dijo, con una amplia sonrisa—. Espero que tengas pañuelos descartables, para limpiar este enchastre.

Ella sabía que se había excedido, debió prestar más atención a sus acciones. Pero prefería hacer de cuenta que nada malo había pasado, no quería desnaturalizar la situación.

—Acá tengo algunos —dijo Catriel, abriendo el cajón de la mesa de luz que estaba de su lado. Le alcanzó unos cuantos a su madre.

Entre los dos comenzaron a quitar todo el semen, la mayoría había quedado en la periferia del pene… y en la mano de la pelirroja.

Rebeca estaba limpiando su mano con un pañuelo descartable cuando la vio. Una figura oscura. La puerta, que ella claramente había dejado cerrada, estaba entreabierta… y estaba segura de que había alguien allí. Se le hizo un nudo en la garganta y le resultó imposible emitir un sonido. La sombra se movió y la tenue luz amarillenta del velador llegó hasta un rostro pálido, casi etéreo. Un grito comenzó a manifestarse en las cuerdas vocales de Rebeca cuando de repente una seguidilla de golpes metálicos la enmudeció. Incluso Catriel se sobresaltó e instintivamente miró hacia la puerta.

Todo ocurrió muy rápido, ruido de ollas golpeándose entre ellas y cayendo al piso, seguido de un alarido agudo que se le metió por la columna vertebral a todos los miembros de la casa. Acto seguido, la puerta de la habitación de Catriel se cerró con un fuerte golpe que hizo retumbar las paredes. Otro grito más, esta vez fue de la propia Rebeca. Catriel palideció, él no alcanzó a ver la figura del otro lado de la puerta; pero no entendía cómo pudo haberse cerrado de esa manera, si en la habitación no hay corrientes de aire, todas las ventanas están cerradas.

—¡Mamá! ¡¡Mamá!!

Rebeca se puso de pie de un salto y sin importarle su propia seguridad, corrió hasta la puerta. Creyó que al abrirla debería enfrentarse a ese ente oscuro, que le cortaría el paso; pero no había nadie allí. El pasillo estaba desierto. Esa fue la menor de sus preocupaciones, los gritos de “¡Mamá! ¡Mamá!” seguían llegando desde el piso inferior.

Inara y Lilén tienen las voces idénticas para cualquiera que no esté acostumbrado a escucharlas. Sin embargo, una madre sabe perfectamente cómo diferenciarlas. Rebeca las conoce como si las hubiera parido. Supo de inmediato que los gritos eran de Lilén… y que debía estar en la cocina.

Bajó las escaleras corriendo, sin importarle el hecho de que estaba prácticamente desnuda, con las tetas al aire y la tanga a medio bajar, exponiendo casi todo su vello púbico.

Saltó los escalones de dos en dos, demostrando que a pesar de tener más de cuarenta años, aún conserva un estado físico envidiable. Corrió hasta la cocina y allí encontró a Lilén, hecha un ovillo en un rincón, con la cara llena de lágrimas. Se abalanzó sobre ella y la abrazó.

—Ya está, mi amor… ya está. Mamá está con vos. No pasa nada.

Lilén se aferró a ella con fuerza. Estaba hipando, por culpa de los sollozos. Todo su cuerpo temblaba.

—Vi algo, mamá… te juro que vi algo que se movió… bajé a buscar agua y algo se movió…

—No pasa nada, mi amor… no pasa nada —Rebeca sintió la sangre muy fría y tenía el corazón en la garganta. ¿Esto estaba relacionado con la figura que había visto en el pasillo?

—Me quiero ir de acá, mamá… quiero volver a la otra casa. Este lugar está maldito, puedo sentirlo.

Rebeca no lo expresó en voz alta, pero se quedó abrazada a su hija pensando que quizás ella tenía razón.