Margarita, mi madrastra favorita 1,2,3,4,5.
Mi familia nunca fue muy convencional. Cuando yo tenía tres años, mi madre salió del armario y se divorció. Me pasé media infancia con cada uno, pero por estudios me quedé con mi padre hasta acabar la universidad. Mi madre se casó otra vez hace unos años y yo aún no había podido conocer a su mujer..
Mi madre, Raquel, nunca encajó muy bien en los roles tradicionales para mujeres, lo cual le trajo bastante problemas con su familia, muy conservadora. Siempre fue grandota y disfrutó mucho del ejercicio y trabajo físico duro. A menudo se escapaba de clases de baile para jugar a rugby con amigos de su primo. Era marimacho y respondona, pero mis abuelos estaban convencidos de que un marido podría ponerle en su sitio. El marido en cuestión acabó siendo Mateo, un hombre empollón y apocado, esmirriado y nada conflictivo por el que mi madre sentía cierto afecto, como el que puede sentir un pastor alemán por un corderito.
El matrimonio funcionaba relativamente bien, pero no como mis abuelos esperaban. Simplemente cada uno iba a lo suyo y convivían de forma amistosa y cordial. Pero no eran precisamente el matrimonio típico.La presión familiar entonces pasó a volcarse en la importancia de tener hijos. Así que, con bastante desgana por ambas partes, se pusieron a ello. Y de ahí salí yo, Marquitos.
De mi madre heredé los ojos color avellana y el pelo castaño rojizo. De mi padre heredé un físico más bien poco imponente, con una notable excepción, el amor por la ciencia y una personalidad sumisa y complaciente.
Es cierto que mi presencia cambió las cosas, pero no como la familia de mi madre esperaba. Mis padres se dieron cuenta de que no podían ser felices, ni criarme en condiciones, si la cosa seguía así. Acordaron divorciarse y compartir mi custodia de forma amistosa.
Funcionó bastante bien. Mi padre encontró un trabajo acomodado como ingeniero industrial y se estableció en la capital, donde se pudo permitir tener ayuda en casa para cuidar de él y de mí. Mi madre saltó de trabajo en trabajo y de país a país. Se le daban bien los idiomas, no tenía miedo a nada y le encantaba viajar. Tuve una infancia peculiar.
Cuando decidí qué quería hacer con mi vida, estudiar entomología, lo más cómodo fue quedarme con mi padre. Durante mis últimos años de doctorado, mi madre se casó con la hija de sus jefes, unos terratenientes estadounidenses de ascendencia latina, para los que aún trabaja gestionando distintos campos con ganado en el sur de EEUU, México y Guatemala. Me perdí la boda, entre otras cosas porque la organizaron en secreto y a espaldas de la familia de ella, aunque al final acabaron aceptando la unión por amor a su única hija y el respeto que tienen a mi madre como profesional.
Su mujer se llamaba Margarita, era casi diez años más joven que mi madre, escultora y filántropa. También era increíblemente atractiva, juzgando por las fotos de las nupcias. Tan alta como mi madre pero de rasgos esbeltos, excepto por sus caderas y su trasero, de una redondez y rotundez de lo más sugerente. Piel bronceada, pelo azabache, labios finos que dibujaban una sonrisa pícara y juguetona en casi todas las fotos y unos hipnóticos ojos verde oliva con las pestañas naturales más largas y espesas que he visto en mi vida.
Libre de compromisos académicos, por fin pude aceptar la invitación de mi madre a conocer a Margarita y visitar su casa, una pequeña mansión en mitad de la nada en Texas. Mi madre me vino a recoger al aeropuerto con una camioneta gigantesca, vestida como un vaquero (de los de guiar ganado, no de los de pegar tiros) y oliendo a cuadra. Se le veía muy feliz.
Nos costó algo más de dos horas llegar a su casa, que era enorme y muy bonita. Sin contar una pausa para comprar comida y otras provisiones. Al contrario que la mayoría de casas del país, estaba construida con madera y piedra. La rodeaba un terreno enorme, aunque bastante árido. El interior era muy espacioso, pero no estaba sobrecargado de mobiliario, aunque había esculturas en distintos materiales y de distintos tamaños por todas partes. Algunas ultrarrealistas, otras más abstractas. Casi todas de cuerpos humanos o partes del cuerpo. Parecía un museo. Tenía encanto.
"Margarita estará en el taller," dijo mi madre, guiándome por la casa con un brazo por encima de mis hombros. "Tiene muchas ganas de conocerte."
"Yo también, la verdad," admití, recordando las fotos de la boda.
Cuando llegamos al taller e interrumpimos su trabajo en una pieza nueva, debo confesar que la impresión que me dió Margarita fue bastante distinta a la de las fotos.
Llevaba puesto un mono de trabajo de cuerpo entero, bajo el cuál solo se podían intuir sus formas femeninas, tenía el cabello recogido en un moño alto con algún tipo de herramienta como aguja para el pelo y media cara estaba oculta detrás de unas gafas tan gruesas que parecían un artículo de broma y distorsionaban completamente sus facciones. Estaba llena de salpicones de agua arcillosa de pies a cabeza.
Mi madre explicó, sin diplomacia alguna, que su mujer estaba muy cegata, postulando que esa fue una de las razones por las que pudo enamorarse de ella. Margarita le amonestó y luego hicieron las paces con un beso.
Nos presentamos y enseguida su encantador acento y amable comportamiento disiparon mi disgusto inicial, que fue culpa mía por ser excesivamente superficial. Dejando de lado el hermoso físico del que ne había quedado prendado por las fotos de boda, Margarita era una delicia de persona y entendía perfectamente que mi madre quisiera pasar el resto de su vida con ella.
Pasé unos días estupendos con ella y mi madre, visitando los alrededores, poniéndonos al día y conociendo mejor a Margarita, que cada día me parecía una mujer más interesante y atractiva. Se interesaba genuinamente en mis estudios sobre insectos, tema que normalmente espantaba a muchísimas personas. Su pasión por el arte era contagiosa y verla trabajar resultaba casi hipnótico. Sabía que tarde o temprano tendría que marcharme y pasar mucho tiempo sin verla y no me apetecía nada.
Además, probablemente debido a su limitada vista, Margarita era una persona muy táctil. Le gustaba mucho tocar a su interlocutor, andar del brazo, dar la mano, abrazar. Me toqueteaba mucho, y no puedo decir que estuviera muy acostumbrado, pero era muy agradable.
Un día mi madre recibió una llamada de emergencia y tuvo que marchar unos días a Guatemala. Se ofreció a llevarme, pero cuando explicó que Margarita necesitaba a alguien que cogiese el coche para hacer compras y demás, me ofrecí a quedarme yo. No conducía mucho, pero sabía hacerlo, y era la excusa perfecta para pasar más tiempo con la mujer de mi madre.
Mamá accedió, me explicó mis obligaciones y responsabilidades mientras ella estaba fuera y nos dejó a los dos a cargo del otro. Los dos primeros días no pasó nada particularmente emocionante. Yo me pasaba la mayor parte del día viendo a Margarita trabajar y dándole conversación cuando no estaba demasiado concentrada.
El tercer día, tras acabar una efigie en la que estaba trabajando, decidimos beber algo para celebrarlo. Ella era aficionada al cóctel con el que compartía nombre, aunque no bebía demasiado a menudo, porque era bebedora social. Yo nunca tuve demasiado aguante al alcohol. Para cuando nos acabamos la segunda copa, los dos estábamos como una cuba.
Entre risas y tonterías, Margarita me confesó que había una parte del cuerpo que nunca había esculpido y le dió un ataque de risa cuando le pregunté cuál era. Al principio no pillé por qué. Cuando me lo explicó, haciendo mímica y muerta de risa, le pregunté por qué.
"Nunca he tenido un buen modelo," me explicó, entre ataques de hipo.
"Me extraña, seguro que si preguntas te sobran voluntarios," comenté, yendo a buscar un vaso para ayudar a calmar su hipo.
Cuando se recuperó del ataque, se me acercó mucho, ajustándose las gafas y mirándome de arriba a abajo.
"¿Quieres ser mi modelo?", preguntó, echándome el aliento con olor a lima y tequila. Le dió otro ataque de risa y se me cayó encima.
Era más alta que yo, pero pesaba parecido. Cuando se reajustó un poco de la caída, se quedó sentada sobre mi regazo y mi cuerpo no tardó en empezar a reaccionar a tener su acolchado trasero presionando el área.
"Claro que sí, Margarita. Cuando quieras," dije, echándola a un lado levantándome como pude. "Pero creo que ahora lo que nos hace falta es un café." Me puse manos a la obra en la cocina, tratando de disimular la tienda de campaña que había aparecido en mis pantalones.
"Vale. Hic. ¡Modelo nuevo! ¡Modelo nuevo!", celebró efusivamente, segundos antes de quedarse dormida.
Aún estaba llena de arcilla y llevando su ropa de trabajo, pero me pareció preciosa la expresión de plácida felicidad en su cara. Le quité las gafas y coloqué unos cojines para que estuviera más cómoda. Estuve tentado de darle un beso, aunque fuese en la mejilla. Decidí que mejor me daba una ducha. Fría, a ser posible.
Después de unas horas, nos volvimos a juntar para cenar. Los dos estábamos resacosos y muy poco habladores. Nos retiramos a dormir pronto. A la mañana siguiente, Margarita, vestida ya con su mono de trabajo, me estaba esperando con el desayuno sobre la mesa.
"Marquitos, he hablado con tu mamá," me explicó. "Le parece bien que seas tú mi modelo, dice que así todo queda en familia."
"¿Hmm... Qué? ¿Modelo?", respondí yo. Soy de despertar lento.
"Sí. Lo que hablamos ayer. Desayuna con calma y ven para el taller cuando puedas, estaré preparando el material. Me apetece trabajar con madera para esto."
Le miré marchar, ella más feliz que una hormiga en un picnic y yo más confuso que una abeja en una fábrica de flores de plástico.
Desayuné con calma y fui al taller, donde Margarita había estado moviendo cosas para hacer sitio para la nueva escultura, que parecía tener intención de tallar a partir de un trozo de madera de casi dos metros de alto y casi medio metro de diámetro. Enfrente de la zona de trabajo había preparado un taburete con un cojín.
"¡Marquitos! Ven, ven. Prepárate y siéntate ahí. Empezamos enseguida."
Con paso no demasiado seguro, pero sin intención de llevarle la contraria, le obedecí. Ella me miró, alzó una ceja y se reajustó las gafas. Sus ojos color aceituna, que se veían minúsculos a través de las gruesas lentes, parpadearon varias veces.
"Desnudo, Marquitos, desnudo. Si no, lo mismo da que no poses."
Oh, cierto. Me quería de modelo de eso. Me bajé del taburete y estudié mis alternativas, tirando del cinturón, pero sin decidirme.
"Venga, que no tenemos todo el día y me muero de ganas de trabajar contigo," me apremió Margarita.
Suspiré y me quité la ropa, que dejé metódicamente doblada sobre una mesa. Volví a suspirar y me subí al taburete.
"Abre esas piernas, que quiero ver bien la pieza," ordenó ella.
Yo nunca estuve demasiado cómodo con mi cuerpo. Siempre he sido bastante escuchimizado y raquítico. Tengo menos músculos que una liendre. Y, paradójicamente, en el departamento específico que le interesaba a la entusiasta escultora, tenía el problema opuesto.
Tengo una tranca monstruosa. Desproporcionada. Gorda, larga, venosa y cabezona. En persona, asusta más que anima, como había podido comprobar las pocas veces que logré llegar hasta ese punto. Eso sí, para llamar la atención en foto era una maravilla, así que, supuse que para esto el generoso calibre de mi aparato también era más un beneficio que un problema.
Me aclaré la voz y me abrí de piernas. Mi miembro rodó fuera del cojín del taburete y pude notar el peso tirar un poco de mí. Reajusté mi postura para que mis testículos también cayesen y esperé el veredicto de la artista, tragando saliva.
"Wow," exclamó. "Fuck, chico, has debido salir a tu padre, por lo que me ha contado Raquel."
Margarita se acercó, plantando una mano en cada muslo y agachándose hasta que su cara estaba a menos de un palmo de mi cipote que, inmediatamente y sin pedir autorización, empezó a levantarse como una oruga preparándose para convertirse en crisálida.
"¡Madre del amor hermoso!" Margarita retrocedió un paso y me apretó los muslos porque casi se cae de culo. "Dios bendito, Marquitos..."
"No. No no no. No pidas perdón." Se quedó mirando atónita el proceso de erección. Silbó cuando pareció detenerse y la cabeza asomaba del prepucio. "¿Te importa si la toco?", me preguntó, con una mirada sorprendentemente pura e inocente.
Gemí algo ininteligible y asentí levemente. Margarita me agarró el manubrio y apretó como quien quiere ver si el pan está duro. Tenía las manos frías y no estaba siendo particularmente delicada, pero dió igual. Me terminé de empalmar, mi verga creció un poquito más y el glande salió completamente de su refugio.
"Jeeeesús", dijo ella, lentamente. Con más admiración que miedo, al menos. "Chico, voy a convertir este... este monumento en una obra de arte," prometió, sin dejar de estudiar cada centímetro y ángulo de mi rabo.
Me empezaban a temblar las piernas del esfuerzo de no hacer nada. No estaba siendo la experiencia más sensual o placentera de mi vida, pero de las excitantes sigue en el podio. Gemí otra vez, intentando darle las gracias. Por algo en concreto o por todo, lo mismo me daba.
La mañana se pasó con tortuosa lentitud, repitiéndose el mismo esquema docenas de veces. Margarita estudiaba atentamente mi verga y mis pelotas, provocándome tremenda erección. Luego iba trabajando en la pieza de madera, avanzaba un poco, se lavaba las manos y volvía a mirar y palpar meticulosamente mi rabo. Cinco horas eternas, aunque no exactamente desagradables.
Me bajé del taburete que se me había olvidado cómo andar. Tenía las piernas completamente dormidas.
"Muchas gracias, de verdad," insistió la escultural escultora, ayudándome a vestirme. "Y perdona, haremos sesiones más cortas, lo prometo."
Miré el enorme trozo de madera. Más allá de cierta insinuación de forma fálica, no era capaz de ver parecido alguno con mi polla. Me pregunté cuántas sesiones quedarían y me estremecí de solo pensarlo.
"Pobre," comentó Margarita al ver mi expresión. "De verdad que lo siento mucho. Te prometo que te compensaré."
Mi mente, normalmente no tan sucia, descarriló y se estrelló contra un vertedero de fantasía y perversión sexual. A Margarita, que estaba ayudando a ponerme el pantalón, le resultó imposible ignorar la reacción física resultante.
"Esa no se cansa, ¿eh?", comentó, aguantado la risa. "Yo estaba pensando en poner tu nombre a la obra."
Me imaginé un pollón ultrarrealista, erecto, hecho de madera maciza, de más de un metro de alto, acompañado de un cartel minúsculo que rezaba "Marquitos". Me entró un ataque de risa, que enseguida contagié a Margarita.
La única vez en mi vida que tener el diminutivo incorporado me ha aportado algo bueno.
"Algo haré para compensarte, de verdad," insistió. "Algo haré." Y me dió un beso en la mejilla. Un gesto a priori inocente, pero que ralentizó notablemente el descenso de mi empalme. "Algo haré," repitió, ruborizada.
Las siguientes sesiones y los días correspondientes pasaron mucho más rápido. Mamá estuvo de vuelta durante un día, pero aún tenía que resolver entuertos ganaderos así que marchó enseguida. No negaré que fue un poco violento tener a mi madre mirando mientras su mujer me magreaba el manubrio, pero pareció tomárselo con mucha tranquilidad.
A medida que la labor avanzaba, lo cierto es que acabé sintiendo cierto orgullo por participar en su creación, aunque fuese de forma pasiva.
"Guau," dije yo cuando me reveló el resultado final. El nivel de detalle era impresionante. Hasta había escogido barnices que daban un color bastante cercano al del modelo. "Guau," repetí.
Está feo decirlo, pero hay que admitir tengo un pene impresionante. Y normalmente solo lo puedo ver desde un ángulo, así que había muchos detalles minuciosamente reproducidos que hasta que no acabó la escultura nunca había podido apreciar visualmente.
"Es increíble. Eres muy buena."
"Me alegro muchísimo. No lo podría haber hecho sin ti," dijo. Me cogió del brazo y me dió un beso en la mejilla. "Estuve hablando con tu madre sobre tu compensación." Hizo una pausa dramática. Yo tragué saliva. "¡Te la puedes quedar tú!", exclamó, señalando la masiva reproducción de mi polla.
Mil emociones pasaron por mi cerebro, corazón y, aparentemente mi cara, aunque ningún sonido brotó de mi boca totalmente abierta. Diez segundos me aguantó la mirada sin pestañear Margarita. Diez segundos en los que envejecí seis años.
Cuando ya no pudo más, se echó a reír con tanta fuerza que le saltaban lagrimones. Mi confusión se convirtió en leve indignación y luego me acabé uniendo al torrente de carcajadas. Margarita me abrazó, aún riendo, y me dió otro beso en la mejilla.
"Ay, te quiero mucho, Marquitos, eres muy divertido," me dijo, secándose las lágrimas con una mano, sin dejar de abrazarme. "Ahora en serio, tengo permiso para agradecerte el trabajo a mi modelo de otras maneras." Me acarició una mejilla y se empezó a bajar la cremallera del mono de trabajo. No enseñó mucho, pero no parecía haber ropa ahí debajo. "Si quieres, claro..."
"Sí quiero," dije sin dudarlo ni una millonésima de segundo.
"Me encanta cuando me dicen eso," explicó, dibujando con sus preciosos labios la sonrisa más devastadoramente deliciosa que había visto en mi vida. Y luego, con esos mismos labios, me besó. Y esta vez no fue en la mejilla. "Acompáñame a ducharme."
Me encanta ducharme y, aún así, ni juntando todas las ganas de ducharme que había tenido hasta ese día, se puede hacer uno a la idea de lo cósmicamente emocionado que estaba ante la idea de esa ducha en particular.
Fuimos cogidos del brazo hasta el baño del dormitorio principal. En la ducha que tenían montada ahí hubiese podido aparcar un coche europeo. Estaba evidentemente diseñada para ducharse acompañado. Con tu pareja o con un equipo de baloncesto. Tenía dos alcachofas de hidromasaje con mangueras muy largas y casi todo el techo podía activarse en modo "lluvia".
Margarita me soltó el brazo y se terminó de bajar la cremallera del mono de trabajo, revelando que, efectivamente, no llevaba nada debajo. Giró sobre sí misma y me miró fijamente. Yo hice lo mismo.
Su cuerpo desnudo reflejaba la luz suave del baño con un brillo dorado, decorado con cientos de lunares y una capa de vello fino pero oscuro que era particularmente espeso en su entrepierna, donde lo había recortado sin alterar su extensión natural.
Sus pies cuidados y largas piernas eran dignos de una modelo de pasarela. En la parte superior de los muslos y las nalgas se apreciaban algunas estrias y marcas de celulitis que solo servían para enaltecer la belleza del conjunto, como las pinceladas de un cuadro.
Su culo era perfecto: grande, redondo, firme y respingón, hacía un arco magnífico al unirse con su espalda, que tenía una musculatura sorprendentemente definida. Su abdomen era terso y liso. Sus pechos eran dos modestas pero hermosas colinas coronadas por unos pezones carnosos color chocolate.
Su cuello era largo y delicado, y despertaba en mí apetitos vampíricos. Sus brazos esbeltos acababan en manos cuya fuerza sorprendía y cuya destreza maravillaba.
Margarita se quitó las gafas y se soltó el pelo, liberando una cascada de color noche cerrada y brillo blanco lunar, punteada por canas plateadas que lo surcaban como estrellas fugaces. Sus ojos verde oliva eran como dos gemas que, junto con las perlas que mostraba con su sonrisa, formaban un tesoro sin parangón en la tierra.
"Bueno," me dijo, sin dejar de mirarme. "¿Qué opinas de tu madrastra?"
Se me estaba cayendo la baba, y ojalá lo estuviese diciendo de forma figurada. Mis pantalones estaban a punto de estallar por las costuras. El hecho de que usase el término madrastra por primera vez, le daba otro toque más de perversión pecaminosa a lo que íbamos a hacer, pero si había un infierno y este era el precio para entrar, estaba dispuesto a dejar propina.
"Nunca en mi vida," conseguí decir mientras me empezaba a desvestir, "he visto nada más hermoso."
"Zalamero." Me dió un beso suave en los labios y entró a la ducha. "No tardes."
No había un notario presente, pero sostengo que batí algún récord en velocidad de desvestirse. Y, cuando estoy erecto, cuento con un hándicap importante.
El agua caía templada directamente del techo. Margarita ya estaba empapada. Su melena mojada se pegaba a distintas partes de su anatomía, al mismo tiempo tapándolas y haciendo la escena aún más excitante.
"Ven, deja que te toque, que no veo tres en un burro," pidió, invitándome con un gesto a abrazarla. Primero llegaron mis brazos, que reposé en su cintura, luego la punta de mi ariete de carne, que deslicé entre sus muslos, provocando un leve estremecimiento en ella, y por último mi cara, que aparqué directamente entre sus tetas. Aún olía un poco a sudor y barniz.
Respiré hondo y agradecí mentalmente a todas las entidades divinas que se me ocurrieron el haber permitido que mi vida llegase a ese momento.
"Eres adorable, Marquitos," dijo, acariciándome el pelo con una mano. "Pero, aunque prefiero mujeres, confieso que trabajar con esto tanto tiempo ya me estaba dando ideas..." Empezó a masajearme el cipote, de una forma muy distinta a la manipulación que hacía mientras era su modelo.
Yo no me atrevía a moverme mucho, por si era un sueño y me despertaba. Aunque mis manos iban magreando ese magnífico culo sin que yo se lo pidiese. No es posible explicar con elocuencia suficiente en ningún idioma que conozca el insuperable equilibrio entre suave, blando y duro que tenía ese culo.
"Tú también has encontrado algo que te gusta, hm," comentó, sin dejar de masturbarme lentamente y emitiendo el ocasional gemido de placer que activaba partes de mi cerebro cuya existencia desconocía. Todo en Margarita era pura sensualidad.
Levanté la cabeza para besarla, pero se me adelantó. Estábamos totalmente empapados y aún así nada en esa ducha era más húmedo que ese primer beso. Que, a su vez, fue menos húmedo que algunos otros que vinieron.
"¿Qué te gustaría hacer?", preguntó.
La lista era demasiado larga y nuestro tiempo finito. En vez de usar mi boca para hablar, empecé por asaltar sus pezones con besos, lametones y mordiscos, provocando un coro de chillidos de deleite y carcajadas por cosquillas.
"Igual que tu madre," protestó entre risas. "A ella también le encanta enjabonarme."
Me aparté de sus pechos con un sonido de ventosa y miré a nuestro alrededor. En una balda metálica había una selección de jabones, geles y champús. Escogí uno blanco que olía a flores y parecía cremoso.Me eché una buena cantidad en las manos y las froté entre sí, produciendo una abundante cantidad de espuma. Ella cortó el agua para que no deshiciera la espuma nada más ponerla.
Decidir por dónde empezar tenía su dificultad, todo era extremadamente tentador. Al final, las manos van al pan, y tremendas medias lunas tenía Margarita al final de la espalda. Ella imitó mi iniciativa y entre los dos no tardamos en acabar completamente cubiertos de una capa muy fragante y resbaladiza.
Empezamos a frotarnos y besarnos, dejándonos llevar por nuestro instinto más básico. Cada caricia húmeda y deslizamiento de piel sobre piel era un deleite. La mampara de cristal de la ducha actuaba como una cámara de eco, devolviendo y amplificando cada erótica nota que producíamos.
El tiempo se volvió elástico. Cada instante, una década de placer concentrado. Cada minuto, fugaz como el latido de un colibrí.
En algún momento, ella me dió la espalda y mi prodigiosa y turgente verga no tardó en posicionarse entre sus firmes nalgas. Moviendo las caderas sin un ritmo definido, la fricción producida era más que suficiente para provocarme una excitación indescriptible. El gozo solo aumentó cuando los movimientos de Margarita empezaron a sincronizarse con los míos, adoptando un ritmo cada vez más frenético. Acercándome cada vez más a un insondable abismo de éxtasis hasta entonces fuera de mi alcance.
Margarita volvió a encender la ducha, sin detener nuestra danza en ningún momento. A medida que el agua limpiaba el jabón, cada roce se hacía más intenso y fuimos bajando el ritmo. Yo notaba mi polla al mismo tiempo entumecida y a punto de eruptar. En algunos envites, mi verga se deslizaba hacia abajo, rozando los labios del coño de Margarita y la masa de pelo negro que lo rodeaba. Otras, podía notar el palpitar del ano al pasar por encima con mi cipote.
Y cada vez, tenía que resistir la tentación de intentar abrirme paso en uno u otro.
Agarré la base de mi pollón con una mano y usé la otra para terminar la faena, masturbándome con la punta del nabo aún rozando las nalgas de Margarita. Ella acompañó mi onanismo moviendo sus caderas con brío mientras se estimulaba a sí mismo con las dos manos.
Me corrí con tanta fuerza e intensidad que casi sentí retroceso. Chorro tras chorro de lefa espesa fue impactando contra la espalda, las piernas y el culo de mi madrastra, que a su vez no tardó en llegar al orgasmo.
Cuando las réplicas de nuestros respectivos clímax nos lo permitieron, terminamos de ducharnos, intercambiando más besos y caricias, pero con nuestros apetitos notablemente más saciados.
Al salir de la ducha, pensé que la deuda se había dado por saldada y nunca podría volver a experimentar otro encuentro con tan magnífica mujer, o profundizar más en nuestro mutuo disfrute carnal.
Afortunadamente, me equivocaba.
Tras haber posado como modelo para la mujer de su madre, y haber recibido un pago más que satisfactorio, Marquitos, el narrador, quedó prendado de su madrastra, y estaba dispuesto a buscar cualquier oportunidad para volver a visitarla.
"Así que has conseguido convencer a una facultad para que te subvencione una investigación sobre bichos," repitió mi madre, con otras palabras, "casualmente los que se encuentran en el área donde vivo ahora," continuó, "y te gustaría poder quedarte en nuestra casa."
"Ajá. Si no es molestia, mamá," le dije, poniendo cara de póquer.
"Se te vé el plumero, Marquitos."
"¿Por qué lo dices?", le pregunté, haciéndome el tonto.
"No te culpo, yo también buscaba cualquier excusa para pasar tiempo con ella."
"¿Te quedaste con ganas de más Margarita, eh?", preguntó, poniendo una sonrisa socarrona. "Me contó lo de la ducha en detalle."
Me puse rojo como la superficie de Marte, pero no dijo nada.
"Tengo genuino interés académico en la fauna entomológica de tu área geográfica, mamá."
"Ya, y en tirarte a mi mujer."
Intenté responder, pero abrí la boca y no salía nada. Hay cosas que son tan ciertas que es físicamente imposible negarlas. Y menos delante de tu madre.
"Jajajaja. Te entiendo, hijo, te entiendo." Por su cara, estaba mucho más entretenida que molesta. "Lo cierto es que ella también parece interesada." Se me iluminó la cara. Mi madre se echó a reír. "Hagamos un trato. Vente, pero no te vas a quedar en nuestra casa. Te vienes conmigo un par de meses a hacer tus estudios en los ranchos que cuido y hacer compañía a tu pobre madre, que te echa mucho de menos. Y, si eres capaz de seguirme el ritmo y sobrevives, volvemos juntos a casa. Y si a Margarita le apetece pasar tiempo de calidad con su ahijado, prometo no oponerme."
Nunca tuve dudas sobre que mi madre me tenía cariño, pero siempre había sido bastante estricta conmigo cuando era pequeño y no sabía muy bien lo que me esperaba. Y, admitámoslo, era un poco raro que pareciese tan dispuesta a dejarme hacer ciertas cosas con su mujer. Pero tampoco estaba dispuesto a dejar pasar esta oportunidad.
Durante los dos meses bajo su cuidado (no sé si cuidado es la palabra adecuada), lo cierto es que mi investigación entomológica fue bastante fructífera. Por otro lado, descubrí que mi forma física no estaba a la altura del tipo de trabajo que hacía mi madre, y acababa cada día que pasaba con ella con el cuerpo machacado y moralmente molido. Lo que más me animaba a continuar era la promesa de volver a ver a mi querida Margarita.
Mi madre estaba encantaba de tenerme a mano y la verdad es que en ningún momento sentí que su propuesta fuese un castigo. En todo caso, una prueba. Aunque siempre que podía me provocaba. No era raro que me contase sus propias experiencias amatorias con Margarita, algunas bastante más extremas de lo que me esperaba y mucho más de lo que resultaba cómodo escuchar de mi propia madre.
"Es increíble, ¿verdad?", comentó, mi madre.
Era una de las últimas noches que pasamos en la caravana que usaba para viajar entre algunos de los terrenos que controlaba. Estábamos cenando bajo un cielo estrellado y en mitad de un terreno que parecía extenderse infinitamente en todas direcciones, con alguna pequeña colina o modesta arboleda asomando sobre la línea del horizonte.
"Bastante, la verdad," le respondí, masajeando mis lumbares, destrozadas después de otra jornada dura.
"Es algo que no quiero dejar de disfrutar nunca," explicó, "hasta que estire la pata. Pero estoy dispuesta a compartirlo con gente a la que quiero." Me pasó una mano por el hombro y me besó en la coronilla, como hacía cuando era pequeño.
"Gracias, mamá," le dije, sonriendo.
"Con Margarita me pasa igual, hijo," continuó, dándole un trago a su lata de cerveza. "La quiero muchísimo y pretendo pasar todo el tiempo que pueda con ella. Pero estoy dispuesta a compartirla," estrujó la lata hasta que quedó irreconocible, "siempre que sea con alguien que se lo merezca."
"Entiendo," respondí, mirando la lata y deseando merecerlo, por lo que pudiera pasar.
"Me ha dicho que le gustas. Que te ha cogido mucho cariño y que le recuerdas a mí en algunos aspectos."
"Ya, hablando de palos, habla mucho del tuyo, cabroncete," comentó socarrona, abriendo otra lata. "Ahí la genética no te traicionó, ¿eh? De tal palo, tal palo."
No pude contener una carcajada.
"Al contrario que a Margarita, a mí nunca me gustaron los hombres, pero menuda puntería tuve con el único que me follé. Jajaja." Me dió dos palmadas en la espalda que casi escupo un pulmón. "Pero también era un buen hombre, y creo que tú también. Trata bien a Margarita."
"Te lo prometo," concluí, devolviéndole las dos palmadas, aunque ella casi ni se inmutó.
Aunque el viaje con mi madre tuvo sus momentos, la vuelta a la enorme casa que compartía con su mujer fue un alivio enorme a nivel físico y mental. Volver a ver a Margarita, que por supuesto estaba ocupada con nuevas esculturas, me hizo muy feliz. Seguía tan guapa y encantadora como la recordaba en mis muy frecuentes rememoraciones de mi primera visita. Sin embargo, yo necesitaba descansar y trabajar en mis notas, así que todos nos tomamos las cosas con calma. Las primeras semanas ahí fueron muy tranquilas. La verdad es que mamá y Margarita hacían una pareja adorable, con una dinámica entre ellas juguetona pero muy sana. A ratos me daba miedo molestar, otras veces me moría de envidia, pero lo cierto es que ellas siempre se preocupaban porque estuviese bien y me sentía como en casa. Mucho más que solo en mi piso en mi país, la verdad.
Mi relación con Margarita había cambiado ligeramente desde nuestro primer encuentro. Seguía siendo muy cariñosa físicamente, pero ahora se permitía muestras de afecto menos inocentes, sin llegar a ser abiertamente sexuales. Me apretaba más cuando abrazaba, no era raro que me diese algún beso suave en los labios o que me acariciase de formas que no creo que sean habituales entre madrastra y ahijado. Pero yo estaba encantado y a mi madre no parecía molestarle. Ella me enseñó dónde había colocado la estatua para la que yo había hecho de modelo. Habia escogido un rincón privado de su enorme jardín, resguardado, para no espantar a visitas, pero donde se pudiese admirar bien la obra bajo luz natural. Al final sí que le había puesto mi nombre y, como sospechaba, resultaba extremadamente ridículo. Hasta había puesto una placa minúscula, para aumentar el efecto cómico. Me encantaba tener esa conexión con ella.
A mitad de la tercera semana, mi madre sacó un sobre durante la sobremesa y lo dejo entre el asiento de Margarita y el mío.
"En unos días tengo que ir a visitar uno de los rebaños en México," explicó, "pero si queréis acompañarme parte del viaje, os he conseguido unas noches ahí. Tendréis que compartir cabaña los dos solos mientras yo esté fuera, espero que os portéis," añadió, guiñando un ojo en mi dirección.
Dentro del sobre había una reserva para una cabaña en un área de aguas termales.
"Chinati hot springs, cabaña número uno, cuatro noches," leí en voz alta.
"Una noche los tres juntos, dos noches para vosotros dos y la tercera la voy a querer para nosotras, así que te tocará buscarte la vida, nene," detalló mi madre. "Seguro que hay muchos bichos en moteles de carretera."
Margarita corrió a abrazar a mi madre y llenarla de besos.
"Ay, amor. Siempre quise ir ahí. Cómo te quiero, mi bruta." Me encantaba el acento de mi madrastra. A mi madre le gustaba mucho el mote cariñoso que le había puesto, aunque yo jamás en la vida me atrevería a decirle algo así. Después de besar a mi madre, me tocó a mí. "Vas a tener que entretenerme dos días, Marquitos," me dijo después de un beso muy largo en la mejilla, poniendo la boca muy pegada a mi oreja. "Qué ganas tengo," añadió, pasando una mano por mi entrepierna, que enseguida empezó a abultarse.
Aunque, según el panfleto que acompañaba la reserva, las aguas termales naturales de la reserva estaban a temperaturas muy elevadas, yo estaba convencido de que no podían estar más calientes que yo después de ese roce de mi madrastra. Qué dura me la puso Margarita y qué dura se me hizo la espera.
Cuando por fin llegamos al lugar, lo cierto es que el entorno natural era precioso. Árido pero con cierta vegetación, muy lejos del barullo de las ciudades y carreteras. De noche el cielo recordaba al que compartí con mi madre en medio de la nada. Las acomodaciones eran modestas, pero más que suficientes. La primera noche tuvimos que compartir una habitación los tres, ellas dos en una cama y yo en otra. No fueron nada discretas en sus actividades amatorias, ni las que empezaron en la zona al aire libre que tenía una bañera metálica y una ducha alimentadas por las mismas aguas termales que los baños de fuera, ni las que continuaron bajo las sábanas.
No diré que fuese cómodo sentirse tan excitado por oír a mi madre hacerle de todo a su mujer, pero sabía que yo tendría la oportunidad de hacer lo propio con Margarita las dos noches siguientes, así que me resultó relativamente fácil aguantar las ganas de darme un homenaje onanístico a su costa. Prefería reservarme para lo que mi madrastra considerase oportuno hacerme.
La mayor parte del día siguiente lo dediqué en solitario a hacer un inventario general de los artrópodos comunes de la zona. En parte para darles un poco más de espacio a mi madre y su mujer. Y en parte también para distraer mi mente de intrusivos pensamientos de índole incestuosa. A última hora de la tarde volví a la cabaña, donde Margarita me estaba esperando para que la recogiese e ir a cenar conmigo a un pueblo cercano. Llevaba unos pantalones cortos que resaltaban la multitud de cualidades positivas de su magnífico trasero, una blusa blanca anudada bajo el pecho, sin indicio alguno de que llevase sostén debajo, unas sandalias y sus gafas normales. Aunque el cristal de estas no era tan grueso como el de las que usaba para trabajar, seguían notándose las numerosas dioptrias que necesitaba para ver medianamente bien. Tenía su larga melena recogida en dos trenzas negras y gruesas, que le caían a ambos lados del cuello y sobre la espalda. Era increíble lo erótico que resultaba el conjunto.
La cena fue tranquila y agradable. Estuvimos charlando sobre mi investigación y sus nuevos proyectos, sobre mi experiencia trabajando junto a mi madre y sobre las aguas termales en las que no estábamos quedando. Del tema del sexo no hablamos en ningún momento, pero los roces bajo la mesa, la forma en la que Margarita me sonreía y las miradas que intercambiábamos dejaban muy claro que los dos teníamos intenciones muy afines para esa noche.
Al volver a la cabaña, con uno de nuestros apetitos saciados pero el otro aún haciendo estragos, Margarita me llevó de la mano directamente a la parte de atrás, donde estaban el baño y la ducha privada al aire libre, parando solo un momento para deshacerse de su calzado y sus gafas. El área estaba rodeada de una valla de madera y técnicamente resguardada de miradas indiscretas, pero aún así hacía que me sintiese algo expuesto.
Margarita me distrajo completamente de cualquier posible reticencia o vergüenza envolviéndome en un abrazo e iniciando un intercambio de saliva tan intenso que cuando por fin separamos nuestras bocas, tuve que inspirar aire como si hubiese estado buceando. Sobra decir que solo con eso ya había conseguido que apareciese la tienda de campaña en mis pantalones de lona.
"Hmmmm," dijo mi madrastra, mordiéndose un labio mientras manoseaba mi paquete por fuera del pantalón, "tú si que sabes hacer que una mujer se sienta deseada."
Me empujó sobre el banco que había pegado a la bañera metálica, haciendo que me sentase y que la diferencia de altura fuese aún más pronunciada. Abrió el grifo y la bañera empezó a llenarse de agua caliente con cierto olor a azufre. Se agachó para seguir besándome, dejando su escote perfectamente alineado para que lo viera, corroborrando por mi parte que no llevaba sujetador. Sus pezones oscuros estaban erectos, rozando la tela blanca de su vestimenta. Me sacó la camiseta y se agachó aún más para morderme el cuello y el pecho. El roce de sus labios y la presión de sus dientes era tremendamente excitante. Quise meter mano bajo su ropa para devolverle las caricias, pero apretó con fuerza mis brazos a mi torso y sonrió de forma pícara.
"No, no, no, Marquitos." El tono era como el que hubiese usado para amonestar a un niño, pero no dejaba de darme besos y mordiscos. "Veo que tienes la mente muy sucia," añadió, lamiendo lascivamente mi mejilla mientras una de sus manos abria la cremallera de mis pantalones. "Vamos a darte un buen baño."
Asentí con entusiasmo mientras resistía la tentación lanzar mis manos sobre ella.
Margarita terminó de abrirme la bragueta, se dió media vuelta y tiró de mis pantalones hasta quitármelos poniéndome su divino culo, apenas contenido por el pantalon corto vaquero, frente a mi cara. Aparte del ejercicio físico que suponía su profesión, me había comentado que también practicaba ciertas variedades de yoga y lo cierto es que se reflejaba en su elasticidad.
Cuando terminó de quitarme el pantalón, bajó las nalgas, se sentó un momento en mi regazo, asegurándose de rozarse bien con mi miembro erecto, aún apresado en los calzoncillos. Cuando consideró el nivel de provocación satisfactorio, se levantó, se dió media vuelta y se arrodilló a quitarme las zapatillas, dándome algún que otro mordisco en las piernas y haciendo que la mancha húmeda en mis calzoncillos aumentase de tamaño.
Una vez descalzo, Margarita me ordenó levantarme y, aún arrodillada frente a mí, me bajó de golpe la ropa interior, liberando mi muy empalmada verga, que ya tenía la cabeza brillante por sus propias secreciones. Mi madrastra sopló sobre la sensible piel de mi capullo y deslizó la yema de los dedos a lo largo del venoso tronco de mi polla.
"A la bañera, Marquitos, no te hagas de rogar," me ordenó.
La bañera aún no estaba llena del todo, pero sí lo suficiente como para taparme casi por completo. Margarita cerró el grifo y me dió un beso en la frente.
"Disfruta del baño," dijo, acercándose a la ducha, que estaba a apenas un par de metros de mi posición, "y del espectáculo."
Mi madrastra abrió el grifo y de la alcachofa de la ducha empezaron a caer varios chorros de agua. Ella no se había desnudado e. inmediatamente, la tela mojada de la blusa se pegó a ella como una segunda piel, revelando con casi perfecto detalle la forma de su pecho y sus erectos pezones de color marrón oscuro. Margarita dedicó varios minutos a tocarse por encima y por debajo de la blusa, canturreando muy alegre y emitiendo otros sonidos no tan musicales pero mucho más estimulantes.
Cuando el magreo pectoral le pareció suficiente, terminó de quitarse la blusa empapada y la lanzó en mi dirección aproximada. Conseguí atraparla al vuelo y seguí mirando mesmerizado a mi madrastra, que estaba soltándose los botones del pequeño pantalón vaquero mientras meneaba sus femeninas caderas al ritmo de una melodía que no supe identificar. Tras soltar todos los botones, bajó la prenda hasta sus rodillas agachándose para ofrecerme un exquisito paisaje lunar. No llevaba nada bajo el pantalón. Giró sobre sus talones y se incorporó, terminando de quitarse el pantalón con una mano y lanzándome un beso con la otra. Me tiró el pantalón, dándome de lleno en la cara. Dolió un poco, pero ni me inmuté.
Andando con mucho cuidado y paso algo inseguro, porque la pobre no debía de ver nada bien, Margarita se acercó a la bañera y se agachó para besarme.
"Marquitos," dijo, pasándome las manos entre el cabello. "¿Quieres hacerle un favor a tu madrastra?"
Asentí, agarrando mi cipote, duro como una piedra con las dos manos, como si tuviese miedo de que escapase por su cuenta.
Margarita se dió media vuelta y puso las piernas dentro de la bañera, una a cada lado de mi espalda, adoptando una posición que no parecía particularmente cómoda, pero que ponía su coño y su culo en posición perfecta para que hundiese mi cara en ellos.
No necesitaba más órdenes. Eché las manos hacia sus suculentas nalgas, abriéndolas de par en par y disfrutando de las vistas. Dios, qué magníficos tesoros albergaba la selva negra que crecía entre las piernas de Margarita y qué intenso y erótico su aroma incluso a través del olor sulfuroso del agua termal. Su ojete era un anillo oscuro y palpitante, que se estremeció en cuanto exploré su superficie con la lengua. Su coño estaba mojado por fuera por la ducha y empapado por dentro por la excitación. Sus labios eran de un tono chocolate con leche por fuera pero de un rosa brillante por dentro. Mi lengua se podía deslizar entre ellos sin esfuerzo alguno. Tras investigar un poco y recolocarme, descubrí que podía alcanzar bien su clítoris, rosado y redondito, que sobresalía ligeramente de entre la rizada maleza que había a los pies del monte de Venus.
Mientras yo me afanaba en mi tremendamente satisfactorio banquete, las manos de Margarita empezaron a jugar con mi pollón y testículos, frotando con la yema de sus dedos y usando el agua de la bañera para limpiar meticulosamente cada milímetro. Sabía perfectamente que se estaba recreando y postergando mi satisfacción, pero estaba disfrutando del lento ascenso al pico de placer, tratando de concentrarme en que ella disfrutase. Sin embargo, no podía resistir del todo la tentación de levantar la cadera en respuesta a los estímulos.
De forma natural, nuestras posturas fueron desplazándose. Al final, ella estaba prácticamente sentada en mi cara. Nunca sospeché que un asiento pudiese ser tan feliz, aunque respirar fuese un reto a ratos. Ella, por su parte acabó decidiendo que mi verga ya estaba lo bastante limpia y empezó a reciprocar mis atenciones orales. Por cuestiones de escala, no esperaba que fuese a ser capaz de tragarse satisfactoriamente mi monstruoso manubrio. Bocas más grandes y gargantas más profundas que la suya ya se habían atrevido a intentarlo y fracasaron. Sin embargo, eso no hizo su felación menos satisfactoria. Al contrario, pese a que luego me confesó su falta de experiencia en estas lides, nunca había disfrutado tanto de una mamada. Quizás fuese el tacto de sus labios, la intensidad de sus besos, la habilidad innata de su lengua o, más probablemente, mi completa devoción a ella.
En cualquier caso, pese a los minutos de ventaja que le llevaba, Margarita logró que me corriese mucho antes de que yo le pudiese devolver el favor. Yo no pude ver la magnitud de la erupción, pero sentí la fuerza con la que escapaba cada chorro de lefa, salpicando con mis pálidos jugos la cara y hombros de mi madrastra, que no se atrevió a tratar de recibir en su boca la descarga. Pese a la intensidad de mi orgasmo, no traté de recuperar la erección, porque me negué a interrumpir la degustación del delicioso manjar de Margarita y cada lametón o succión llenaba mi boca con el sabor de su sexo.
A duras penas conseguí que mi madrastra se corriera antes de provocarme a mí un segundo clímax, pero conseguí salvar mi dignidad como amante competente por los pelos. Cuando se recuperó, Margarita se dió media vuelta para estar un rato tumbada sobre mí en la bañera. Mi polla quedó presa entre sus muslos y ella no dejó de mover sus caderas arriba y abajo, impidiendo que se relajase.
Tras un rato así, Margarita me estampó un beso en los morros, apretando mi cara entre sus manos, y se levantó de la bañera.
"Ya no puedo más," explicó, cogiendo una toalla y limpiándose la cara. Me tiró la toalla encima, bastante pringada con restos de mi semen, cogió otra sin usar y se fue con paso acelerado hacia el interior de la cabaña, secándose el cuerpo. "Vamos, Marquitos, te necesito dentro," me gritó desde el otro lado de la puerta.
Me levanté de la bañera como si mi polla empalmada hubiese tirado del resto del cuerpo. Aún quedaba noche por delante, y nada me apetecía más que contentar a mi querida madrastra.
Dos días y dos noches con Margarita eran un sueño hecho realidad para el narrador. Aunque seguía pareciéndole un poco raro que su madre estuviese tan dispuesta a compartir a su encantadora mujer con él, no estaba dispuesto a quejarse. La primera noche había empezado muy bien, y aún no había acabado.
"Vamos, Marquitos, te necesito dentro," fueron las últimas palabras que Margarita me dijo antes de entrar, aún descalza, desnuda y mojada, en la cabaña.
Lógicamente, le seguí con más prisa que Fernando Alonso a punto de terminar la última vuelta de una carrera. Casi derrapo sobre las baldosas de la entrada. Mi madrastra estaba de rodillas enfrente de su maleta, buscando algo en uno de los bolsillos interiores.
"Aquí está," anunció, levantando triunfante una tira de condones XXL. "¡Ven, Marquitos, ven!"
Antes de que terminase de pronunciar la última ene, yo ya estaba a su lado, jadeando un poco por el esfuerzo (nunca he sido particularmente atlético) pero presentando el armamento sexual con el cargador aún bastante lleno y listo para la guerra.
"Ay, qué ganas tengo de tu polla, cariño," confesó, con su acento latino aún más marcado de lo normal, arrancando uno de los envoltorios de la tira y abriéndolo con los dientes. Me dió un par de besos en la verga y luego colocó el preservativo en la punta y empezó a desenrollarlo por el tronco. El látex estaba algo frío y, pese a ser de talla grande, me apretaba por todos lados. Estaba cubierto con una delgada película de lubricante denso y con un tono ligeramente rosado. "Parece un chorizo," bromeó Margarita, acariciando mi miembro con una sonrisa preciosa que hizo que mi pulso se acelerase aún más.
Mi madrastra se puso de pie, me abrazó y estuvimos un buen rato besándonos con mucho más entusiasmo que cuidado. Mis manos fueron instintivamente a su trasero, que no pude dejar de masajear ni un segundo. Me volvía loco esa piel firme y suave, esa forma tan redonda, esa abundancia de volumen que permitía que casi pudiese enterrar los dedos en su suculenta carne. Cuando por fin separamos nuestros labios, los dos estábamos ruborizados, jadeando y con los ojos vidriosos.
Margarita se aseguró de que el condón no se había movido demasiado (yo mantuve una erección pétrea durante todo el intercambio de saliva), me dió un cachete en el culo y corrió hacia la cama. Se tumbó boca arriba, abriendo las piernas con admirable agilidad e hizo un gesto invitador con una mano mientras con la otra separaba los labios de su vulva.
Me acerqué temblando de la emoción y empecé a restregar mi verga con gabardina por la parte exterior de su peludo coño. Desde luego, lo de Margarita no se podía llamar "rajita". Era un COÑO, en mayúsculas, con todas las letras y énfasis en la eñe. Estaba rodeado de una densa selva de vello oscuro y rizado, que era agradable al tacto y retenía el olor poco discreto de sus jugos: un poco almizcleño, con un toque agridulce y sin duda alguna la fragancia más excitante que había olido en mi vida. Tenía los labios bastante gruesos y que sobresalían bastante, especialmente ahora que estaban hinchados por la excitación. Su clítoris era abultado, fácilmente localizable y tremendamente sensible a estimulación desde dentro de la vagina.
"No tengas miedo, Marquitos," me susurró al oído después de hacerme bajar a su altura para darme un beso. "No me vas a hacer daño. Ya soy mayorcita."
Era cierto que, por mis experiencias anteriores, estaba acostumbrado a tener que ejercer bastante cautela durante el coito. El grosor no era el mayor problema, aunque la tenga de un grosor similar a una lata de refresco. Al fin y al cabo, esa parte del cuerpo tiene como posible función sacar un bebé entero. El problema era que si iba demasiado rápido o la metía con demasiado entusiasmo, normalmente las dos partes lo pasábamos peor de lo que nos hubiese gustado. Sin embargo, Margarita no parecía preocupada en absoluto.
Deslicé el capullo entre los labios inferiores y empecé a meterle rabo.
"Sí, sí, sí, mi cielo," empezó a susurrar ella, agarrándome por la cadera y cerrando sus piernas detrás mío. "Qué rico se siente."
No tardé en comprobar que la mujer de mi madre no tenía problema alguno en recibir hasta el último centímetro de mi cipote en su interior. Quizás el hecho de que fuese más alta que yo tenía algo que ver. Quizás era una simple serendipia fisiológica. Pero el resultado era el mismo: por primera vez en mi vida podía usar sin miedo la extensión completa de mi órgano amatorio.
La sensación era increíble. Nunca había probado una mujer como ella. Su vagina, en vez de resistirse a la entrada de mi miembro, parecía tirar de él hacia dentro. Por dentro estaba tremendamente húmeda y caliente. Sus paredes vaginales se agarraban a mi verga con fuerza, ejerciendo una presión homogénea. Era tragona, aceptando cada centímetro cuando empujaba pero negándose a ponerme las cosas fáciles cuando trataba de retroceder, como si no me quisiese dejar marchar. Podía notar su pulso acelerado y cada cambio en su respiración a través de mi polla, incluso a través de la restrictiva capa de protección del condón.
"Margarita, Margarita," repetía yo con cada embestida, cuando mi madrastra no me sellaba los labios con un beso.
"Más, más, más, mi rey," me ordenaba, rodeando mi torso con sus brazos y piernas, controlando el ritmo y la profundidad del coito.
Yo ya no pensaba. Solo sentía. Había alcanzado el cielo. El Nirvana. El paraíso prometido. Era un títere de carne manipulado por cuerdas de placer. Un simple instrumento para satisfacer a mi amante, alimentado por una fuente inagotable de gloria sensorial. Cuanto más me acercaba al clímax, más se alejaba de mí cualquier elemento del mundo que no fuera Margarita, las sensaciones que inundaban mi cuerpo y el primordial ritmo de nuestro sexo.
"¡Ya viene, ya viene!" gritó ella. Quizás anunciando su propio orgasmo, quizás anunciando el mío, que tambiér era inminente. Sus piernas me atraparon, apretando aún más, aunque mi verga ya estaba hundida hasta la base dentro de ella. Sus manos se habían movido a su entrepierna, donde frotaba vigorosamente la parte exterior de su vagina. "¡Ya viene, mi rey, ya viene!"
Margarita empezó a contorsionarse, por dentro y por fuera, aullando como una posesa y retorciéndose en la cama mientras los músculos interiores de su vagina parecían querer exprimir mi cipote como si fuese un tubo de pasta de dientes. En algún momento de su brutal orgasmo, yo empecé a correrme también. Podía notar el interior del condón llenarse con un abundante torrente de semen caliente.
Recuperando un poco el control sobre mí mismo, besé a Margarita, que aún se negaba a dejar que retirase mi cañón, ni que fuese unos centímetros, de lo más profundo de su cueva del tesoro. Ella me mordió el labio, incluso me hizo un poco de sangre, pero yo tenía las sinapsis demasiado ocupadas con placer como para sentir dolor.
Por fin, ella se calmó y relajó su presa. Yo aún estaba sintiendo los últimos ecos de mi corrida, y aproveché para bombear enérgicamente mientras las últimas gotas de leche brotaban de mi verga. La saqué antes de que perdiese su rigidez y luego me dejé caer sobre el pecho de mi amante. Su corazón retumbaba como el tambor de unas galeras y sus costillas se expandían con cada bocanada de aire que tomaba. Ascendí unos palmos, arrastrando mi cuerpo sobre el suyo, dejando un rastro de besos y mordiscos a mi paso, hasta que pude apoyar la cabeza en su hombro.
Los ojos de Margarita estaban totalmente abiertos, mirando al techo, o probablemente más allá del techo. Sus labios entreabiertos mostraban una sonrisa de suprema satisfacción. Le besé una mejilla. Me miró, me acarició la cara y me devolvió el beso. Estuvimos un rato así, tirados, disfrutando del calor del otro cuerpo y besándonos lentamente. Ni me molesté en quitarme el preservativo, que acabó cayéndose cuando mi erección se redujo aún más, pringando la cama con la mezcla de nuestros jugos.
"Marquitos, perdiste la cabeza, ¿eh?"
Asentí y exhalé un suspiro largo. Aún me costaba pensar.
"¿Tan bueno se siente tirarse a tu madrastra?", preguntó, sonriendo con cierta malicia y mucho orgullo.
"Mejor que nada," confesé. "Mejor que nada."
Margarita me cogió la cabeza con las dos manos y me besó hasta que me faltó el aire.
"Qué feliz me haces, Marquitos." Me besó otra vez, dejando por un momento un hilo de espesa saliva uniendo nuestras bocas al separar los labios. "Ahora quiero sentir cómo me montas." Bajó las manos hacia mi polla, que nada más oír su declaración ya estaba volviendo a recuperar su rigidez. "Móntame, mi rey."
Margarita me estuvo besando y sobando el rabo hasta que volví a estar completamente empalmado. Bajó un momento a limpiarme a lametones, se levantó de la cama y abrió un segundo preservativo. Esta vez lo colocó con mucha más facilidad. Admiró durante unos segundos el brillante falo envuelto en látex, me dió la mano para que me levantase de la cama y ella se puso a cuatro patas en el borde, bajando el culo hasta que quedó a la altura de mi miembro.
"Móntame, mi rey," repitió, con un tono que era parte orden y parte súplica.
Mentiría si dijese que no notaba ya cierto cansancio. Sin embargo, la visión de su fabuloso trasero e incomparable coño, completamente a mi disposición, repusieron mi vitalidad inmediatamente.
El narrador por fin ha podido experimentar el placer de follarse a Margarita, la mujer de su madre. Sin embargo, pese a la intensidad del encuentro, ni ella ni él dan por acabadas sus actividades amatorias. Y ahora, le toca a Marquitos montar a su hermosa madrastra.
Los seres humanos somos capaces de cosas fuera del alcance de casi cualquier otra criatura en la tierra. Sin embargo, en muchos aspectos fundamentales, aún somos animales. Tenemos, por lo tanto ciertos instintos básicos, ciertos impulsos atávicos, a los que podemos sucumbir fácilmente si no utilizamos nuestras capacidades cognitivas y nuestra fuerza de voluntad para tomar las riendas y controlar a nuestro animal interior.
Cuando Margarita se colocó a cuatro patas delante de mí, ofreciendo una estampa primordialmente tentadora de su escultural trasero e invitador coño, agradecí a todos los santos que conocía el haber sido invitado por ella, varias veces, a montarla. Dudaba sobre si habría en mí entereza suficiente para resistir la tentación en otras circunstancias.
"Móntame ya, mi rey," insistió por tercera vez, moviendo rítmicamente sus caderas, haciendo que la carne de sus generosas nalgas se menease como el flan más sexy del mundo.
Yo agarré mi tranca enfundada en látex para apuntar mejor. Podía notar la rigidez y el calor concentrado en mi miembro viril, que parecía contener en ese momento más sangre que el resto de mi ser. Los labios vaginales de Margarita aún estaban dilatados y delimitaban perfectamente la vía de entrada a la húmeda y cálida cueva de carne de mi madrastra. Deslicé la punta dentro, notando como ella se estremecía y emitía un gemido de satisfacción. Agarré ese culo que adiraba más que cualquier ídolo o deidad, apretando con fuerza, y de un solo golpe de cadera, decidido pero lento, dejé que su hambriento coño se tragase mi sable hasta la empuñadura.
La intensa presión que las regiones privadas de Margarita ejercían sobre toda la extensión de mi miembro viril, me hizo experimentar tanto placer que me mordí el labio sin pensarlo (que, considerando el mordisco que me había dado Margarita hacía poco, fue un reflejo bastante estúpido) y puse los ojos en blanco.
Disfruté de la envolvente sensación durante unos segundos, poniendo todo mi peso en las caderas, para asegurarme de que había entrado hasta el último milímetro. Admiré el escultural trasero de la escultora, masajeando sus prodigiosas nalgas y disfrutando de la preciosa curvatura que trazaba su muscular espalda, parcialmente cubierta por la revuelta cascada de pelo negro azabache.
Margarita estaba agarrándose a las sábanas y reciprocando mi presión, sin dejar de mover lentamente su cadera, alternando en el sentido de las agujas del reloj y el contrario. Todo su cuerpo vibraba de placer y un sensual ronroneo acompañaba cada cambio de sentido en sus movimientos.
Lo único que no me gustaba de esa postura es que me perdía las expresiones de gozo y los brillantes ojos verdes de mi amada madrastra, pero desde luego tenía otras ventajas.
Poco a poco, saboreando cada segundo, saqué casi toda mi verga, dejando solo la punta dentro. Esperé un par de segundos, tratando de calmar mi respiración. Margarita estaba impaciente, tratando de volver a pegar sus nalgas a mi cuerpo para que mi estaca volviese a enterrarse en ella, pero me había pedido que la montase y era mi prerrogativa escoger el ritmo.
Y quería empezar despacio, como el jinete de una exhibición de drassage, controlando cuidadosamente cada paso. Tomé aire y volví a meterla entera, leeeeentamente. Esperé unos segundos y la saqué otra vez, de nuevo hasta casi sacar la punta, al mismo ritmo. Disfrutando cada instante, cada milímetro.
Repetí una vez. Otra vez. Otra más. Aunque la presión seguía siendo igual de intensa y estimulante, Margarita estaba cada vez más mojada y con la lubricación adicional, cada vez era más fácil realizar el mete-saca. Pero no tenía tanta prisa como ella y yo tenía las riendas.
Muy poco a poco, fui aumentando el ritmo. De un paseo lento, llevé a mi yegua a un trote ligero. Con qué facilidad entraba y salía de Margarita. Era como si tuviera el coño hecho a mi medida. Aunque la sacase entera, luego entraba como la seda. Dentro. Fuera. Dentro. Fuera. Dentro. Fuera. Gloria bendita.
El trote fue paulatinamente evolucionando en un galope, cada vez esperando menos entre embestidas y ejerciendo más fuerza con cada una. Y aún así, Margarita me pedía más y más.
Ya no tenía el privilegio de usar las manos para magrear las nalgas de mi madrastra. Me tenía que agarrar a su cadera como si me fuese la vida en ello. Dentro, fuera, dentro, fuera, dentro, fuera. Joder, qué gusto.
A partir de cierto punto, su monumental trasero rebotaba contra mi pelvis con cada envite, haciendo un sonido parecido a una palmada. ¡Plas, plas, plas, plas!
Cada palmada iba acompañada de un gruñido de placer mío.
Cada gruñido iba acompañado de una exclamación de disfrute de Margarita.
El ritmo aumentaba. Qué follada. Nunca en mi vida había tenido sexo así.
Ya no podía ir más rápido o clavarla más fuerte.
Me corría, me corría ya mismo. Margarita lo debió sentir y alargó los brazos hacia atrás, para que le cogiera sus manos y tirase.
Me parecía que todo iba a cámara lenta. La saqué entera, a punto de correrme. Y la metí con todas mis fuerzas, tirando de los brazos de Margarita. Hasta el fondo. Una. Última.Vez.
Creía que me iba a morir de gusto. La vagina de Margarita apretaba más que nunca y mi polla parecía que iba a reventar. Lo eché todo. Mis huevos casi desaparecieron de tanto que se encogieron durante la corrida. El condón aguantó la erupción por los pelos, casi se desbordaba mi leche.
"Qué bien, mi rey," repetía Margarita. "Oh, mi rey. Qué bien."
La saqué cuando empezaba a encogerse. Mi madrastra rodó hacia un lado y se llevó una mano al abdomen y otra al coño. Se empezó a masturbar. Yo me arrodillé frente a la cama y le ayudé besando y lamiendo la zona alrededor, pero sin interrumpir su técnica.
Cuando se corrió, que no le costó mucho, cogió mi cabeza por el pelo y me guió para que le limpiase los muchos jugos que había mezclados alrededor de su vulva. No terminó de gustarme el sabor artificial que quedó por el condón y el lubricante, pero lo disfruté igual.
Luego me animó a subir a la cama, nos besamos hasta que me empezaron a escocer los labios y estuvimos abrazados, con ella detrás, envolviendo mi cuerpo, hasta que yo caí dormido.
Esa noche soñé que era un vaquero, cabalgando una preciosa yegua de pelo castaño y crines negro azabache, en un paraje árido infinito bajo un cielo estrellado, como el que mi madre compartió conmigo hacía poco.
El narrador, que nunca había sido corredor de fondo, cae dormido tras el segundo polvo de la noche con Margarita, la mujer de su madre. Afortunadamente, aún tiene el privilegio de pasar un día completo y otra noche a solas con su sensual madrastra. ¿Tendrá esta algo planeado?
Me desperté solo en la cama cuando los rayos del sol que entraban por la ventana dieron directamente en mis ojos. Estaba en la cama que no habíamos usado la noche anterior durante la intensa sesión doble de sexo y tapado hasta el cuello. Aunque Margarita no estaba a mi lado, los restos de su olor y la forma en la que la almohada estaba ahuecada a mi lado demostraban que habíamos dormido juntos. Eso sí, no recordaba para nada el cambio de una cama a otra. El sueño en el que cabalgaba una yegua, en cambio, había quedado bien grabado en mi memoria.
A través de una puerta entreabierta me llegaba la voz de mi madrastra, cantando alegremente. Rodé en la cama y cerré los ojos, concentrándome en su voz. Me encantaba su acento latino y el tono dulce que le salía cuando se emocionaba. Pero lo mejor era cuando me decía con mucho cariño que era su rey.
Sí, justo eso. Me hacía sentir una sensación agradable y calentita en mi interior. Y, al mismo tiempo, me resultaba excitante. Si yo era su rey, ella era mi reina.
Sí, soy su rey. Ay, cómo me gustaba oír a Margarita decir eso.
"¿Hmmmñgññ?", respondí, dándome la vuelta en la cama y buscando con la mirada a mi madrastra.
Margarita estaba de pie junto a la cama, totalmente vestida y arreglada. Llevaba un vestido de color rosa pálido con bordados florales, hecho con un tejido muy ligero. La parte de arriba era muy ceñida, con casi todos los hombros expuestos excepto por unos tirantes bastante delgados. La parte de abajo era una falda larga y vaporosa que tapaba por completo sus preciosas piernas pero dejaba intuir la silueta de sus generosas caderas y magnífico trasero. Trasero que acentuaba aún más el tacón alto de sus sandalias. Llevaba unas gafas de sol, muy probablemente graduadas, pero con efecto espejo que impedía percibir la usual deformación causada por las lentes adaptadas a sus muchas dioptrías.
"Buenos días," le dije. Pensé en llamarle mi reina, pero me corté.
"Buenos días, dormilón. Límpiate y vístete, que tenemos que ir de compras."
Rodé fuera de la cama, hacia donde estaba ella. Margarita me dió un beso en la frente y un azote en el culo.
"Te espero fuera. Límpiate bien la cara," añadió, riéndose.
Según entré en el baño, ví que tenía un reguero de baba medio seca pegado a una mejilla. Menudo rey estaba hecho.
Me aseé tan rápidamente como pude, me puse unos pantalones cortos de lino y una camiseta de manga corta de algodón, me calcé con lo primero que pillé y salí de la cabaña.
Margarita estaba esperando sentada sobre el capó del coche. Tenía el pelo suelto mecido por el viento, pero se había atado un pañuelo para controlarlo y proteger su piel un poco del intenso sol. Estaba guapísima, parecía una modelo posando para una campaña publicitaria. No sabría decir si para vender el coche, la ropa y complementos o un estilo de vida, pero yo lo compraría.
"Venga, dormilón," me dijo, dándome un beso justo en la frontera entre el labio y la mejilla. "Vamos de compras."
La ciudad más cercana estaba bastante lejos, pero hacía buen día y nos lo tomamos con calma. Paramos a desayunar por el camino, en un típico "diner" de carretera.
Yo estaba muerto de hambre. Me pedí tres platos de comida, un café bien grande, un zumo y un batido. Tenía que reponer el gasto del día anterior y prevenir para lo que viniera.
Margarita también tenía buen apetito, y no solo para la comida. Se estuvo todo el rato rozando mi entrepierna con sus pies, sorbiendo su pajita de forma sugerente y lanzándome unas miradas más calientes que una plancha para gofres.
Me acabé pidiendo un sundae bien frío al final y me lo tuve que tomar cruzado de piernas para esperar a que se me bajase la erección, porque me era imposible levantarme de la mesa así de empalmado y que no se notase. Salí del diner llenísimo.
Estuve otro buen rato conduciendo. El viaje no se me hizo largo ni duro, paradójicamente, porque de vez en cuando mi madrastra me echaba mano al paquete y se dedicaba a sobarme por encima de la tela, trazando el contorno de mi rabo a medida que crecía. Luego dejaba que me relajase y al cabo de un rato repetía. Eso sí, fue un alivio que las carreteras locales fuesen muy rectas y poco concurridas.
Por fin llegamos a la ciudad. Estuvimos paseando por un centro comercial hasta que llegó la hora de comer, sin que Margarita se decidiese a comprar nada. Comimos ligero en un japonés bastante decente y seguimos de tiendas.
Esta vez sí empezamos a acumular bolsas. Una de libros, una de ropa para ella, una de herramientas para mi madre, un sombrero vaquero para mí (insistió ella) y algo de cena para cuando volviésemos a la cabaña.
A las cinco de la tarde, aproximadamente, cargamos el coche y Margarita me guió hacia una zona bastante elegante del centro. Aparcamos como pudimos y me llevó hasta una tienda muy elegante de lencería de diseño. El escaparate estaba habitado por maniquíes y bustos ataviados con unas prendas con aspecto de ser muy caras, pese a enseñar más que tapaban. La falta de etiquetas o carteles con precios reforzaba mi sospecha. A veces se me olvidaba que la familia de Margarita era pudiente.
Nada más entrar, nos recibió una mujer rubia espectacular, madurita, de ojos grises y con un traje que le quedaba como un guante. Preguntó si teníamos cita previa, a lo que Margarita respondió afirmativamente.
Nos dieron unas llaves para acceder a un cambiador privado, con varias sillas, un diván, un biombo estilo oriental, un colgador para perchas con ruedas y varias mesitas. Hasta teníamos un baño completo adjunto.
Al cabo de unos pocos minutos nos trajeron café y unas bandejas con aperitivos. Después, de una en una, fundas para ropa de tela con cremalleras y perchas incorporadas, que fueron colgando. Seis en total. La señora de la entrada nos dijo que nos tomásemos el tiempo que hiciera falta y que la llamásemos si necesitábamos cualquier cosa.
"Guau," dije, terminando de absorber la escena. "¿Hay sitios así de verdad?"
"Si tienes para pagarlo, sí, cariño," explicó Margarita, cogiendo una de las fundas y metiéndose detrás del biombo. "Pero tampoco es que venga a menudo. Solo si hay algo que celebrar."
"Dentro de poco es nuestro aniversario, y me gusta ponerme sexy para Raquel." Oí como se quitaba los zapatos y poco después medio vestido aparecía desde detrás del biombo, donde quedó colgado.
"Pero he pensado que, ya que estabas tú aquí, me podías ayudar a escoger." Se escuchó una cremallera. "Quítate los pantalones y cierra los ojos hasta que yo te diga."
Le obedecí. No merecía la pena preguntar. Hasta entonces, siempre que le había hecho caso me lo acababa pasando bien.
"Y no te quites el sombrero, me hace mucha gracia cómo te queda."
Me volví a poner el sombrero vaquero y, sin pantalones ni calzado, me senté en una de las sillas. Estaba muy bien acolchada, con un tapizado de terciopelo, y tenía reposabrazos. Era muy cómoda.
Al cabo de un par de minutos, oí unos pasos suaves sobre el suelo y noté una presencia que se acercaba.
"Acabo de empezar y este ya me gusta mucho," comentó Margarita, que debía estar a poco más de un metro, como mucho. "Dime qué opinas."
Abrí los ojos. Mi madrastra llevaba puesto un conjunto de sostén de copa con relleno y braga ancha, con liguero y medias grises. La tela era algo tipo raso, muy brillante y de aspectos suave, color perla. Todas las piezas tenían delicados bordados en hilo dorado. El conjunto realzaba el su piel bronceada y su brillante melena oscura.
Abrí la boca, dispuesto a decir algo bonito, pero me costaba pensar. La sangre había abandonado mi cerebro en dirección al ecuador de mi cuerpo y empecé a notar que el calzoncillo me apretaba.
"Buena señal," dijo ella, mirando mi paquete con picardía. "Y eso que aún no lo has tocado. Mira qué suave."
Margarita cogió una de mis manos y la puso sobre el sostén. La tela era de una calidad impresionante y tenía un tacto extremadamente agradable.
"Suave." Movió mi mano hacia su cadera, para que tocase la braga. No pude evitar magrear un poco ese trasero a través del tejido. "Suaaave." Por último, dirigió mi mano hacia la media que cubría su pierna. Era como si hubiesen hecho hilo de agua.
Media polla me sobresalía del calzón.
"El único problema que tiene," explicó ella, agachándose, "es que incluso con relleno, sobra espacio aquí."
Era cierto que había espacio de sobras entre el interior del sostén y sus pequeños pechos coronados por jugosos pezones. Pero, ¿era eso un problema? Cuestión de gustos, opiné mentalmente, admirando las vistas.
"Estás preciosa," conseguí decir al fin, "tremenda. Te queda genial."
"Adulador." Caminó hacia el colgador, meneando las caderas, y cogió otra funda. "Cierra los ojos y piensa en algo inocente. Quiero ver cómo reaccionas a este."
Me concentré en mis lecciones de anatomía arácnida. No siempre funcionaba, pero esta técnica me había salvado de momentos incómodos anteriormente. Cuando estaba pensando en pedipalpos, noté un roce muy suave y abrí los ojos.
Algo negro me bloqueaba la vista. Cuando Margarita lo alejó hacia un lado, vi que era un abanico de plumas negras, que hacía juego con el nuevo conjunto. La pieza principal era una especie de corsé que rodeaba el pecho sin taparlo del todo y daba forma a la cintura. Estaba hecho de terciopelo negro y adornado con plumas negras imitando a las de un cuervo. Una máscara a juego ocultaba parte del rostro de mi madrastra, que esbozaba una sonrisa juguetona. Entre las piernas, un diminuto tanga a duras penas cubría el vello púbico.
"Te has afeitado," comenté en voz alta, demasiado sorprendido (y un poco decepcionado) como para ejercer prudencia.
"A veces hay que podar el jardín," explicó ella, bajando el abanico de plumas para acariciar mis muslos e ir avanzando hacia mi entrepierna, donde nuevamente ocurría un alzamiento no violento. "¿Te gusta?"
Yo me aguanté las cosquillas lo mejor que pude y la miré de arriba a abajo.
"Toca si quieres. Por detrás tengo una cola," añadió, apretando el abanico contra mi erección, "aunque prefiero la tuya."
La tela y las plumas eran súper suaves, y además varias zonas sensibles quedaban muy accesibles, aunque el plumaje las ocultase a la vista.
"Pareces un hada de cuento," respondí.
Margarita se echó a reír y me dió un beso muy humedo, sin dejar de pasear el abanico por mi entrepierna.
"Cierra los ojos. Ya sabes lo que toca."
Esta vez me tocó volver a mirar cuando me interrumpió un beso en la mejilla mientras repasaba el funcionamiento de las glándulas de producción de telaraña.
Esta vez, el conjunto tapaba las zonas sensibles, pero transparentaba. Unas cintas de material sedoso y color turquesa delimitaban unas transparencias con motivos de plantas que dejaban muy poco a la imaginación. Lo único que estaba del todo cubierto era un triángulo de un par de dedos de alto, justo tapando la vista frontal del coño.
"Un poco excesivo, ¿no crees?", me preguntó, dando una vuelta y poniéndome el culo prácticamente en la cara.
La oruga volvió a asomar de su capullo inmediatamente. Entonces, Margarita se agachó y vi que las bragas enmarcan perfectamente los accesos posteriores, pese al futil intento de ocultar la fachada.
"A mí me gustan las vistas," comenté, alargando la mano para tocar la tela. O bueno, para usar esa excusa.
"Gracias, cariño, pero para enseñar eso no necesito ropa." E ilustró su argumento bajándose las bragas.
Era difícil llevarle la contraria.
"Duérmete niño, duérmete ya," canturreó.
Yo cerré los ojos y sentí sus dedos, humedos, pasando por mis labios. Me puse como una locomotora. Para bajar la erección me tuve que imaginar los distintos instars de la metamorfosis de una libélula.
Un golpe de fusta en el muslo me sacó de la oscuridad. Margarita llevaba el pelo recogido en una cola de caballo y un corpiño rojo rubí de cuero o un material similar, con fusta, braga, guantes y botas con tacones a juego. Las bragas tenían una cremallera cruzando de la parte frontal a la trasera, pasando entre las piernas.
"Arrodíllate," ordenó, poniendo la fusta bajo mi barbilla.
Me tiré al suelo como un devoto al que se le aparece la virgen. O todo lo contrario.
"Buen chico," dijo, tirando el sombrero vaquero hacia atrás con la fusta y mesándome el pelo. "Ladra."
Margarita casi se muere de la risa. Yo me empalmé igual, como comprenderéis.
"Lo haces fatal," comentó, secándose las lágrimas. "Mal perro." Me dió un azote suave con la fusta.
En respuesta, ella se colocó sobre mí, con las piernas algo abiertas, y señaló la cremallera.
Ya sabía lo que me iba a encontrar al otro lado, pero no me hizo menos feliz abrirla. Estaba bastante bien pensado, porque una vez abierta la cremallera, se podía apartar bastante para no hacerte daño. Deslicé la lengua dentro. Margarita se tensó y produjo un gemido adorable. Tenía el chocho empantanado.
"Cierra los ojos, pero sigue un poco," me pidió, acariciándome el pelo.
Estuve un par de minutos saboreando mi molusco favorito, hasta que lamentablemente se marchó a probarse otro conjunto. A ciegas, recogí el sombrero, volví a la silla y me relamí los labios.
Ni los hábitos alimenticios del escarabajo pelotero consiguieron bajarme del todo la erección.
Cuando Margarita me llamó para que le mirase, aún seguía detrás del biombo.
"Este es demasiado," dijo con un tono genuinamente avergonzado. "No te rías."
Salió detrás del biombo. No me reí. Pero sí era un poco excesivo. Esta vez no había ni transparencias. Solo un arnés de cintas de cuero negro con pedrería y joyas colgando que no tapaba nada. En vez de tanga, había un hilo con perlas que se hundía por delante y por detrás de sus zonas pudendas.
"¿Esto también te pone?", preguntó, mirando mi polla tiesa como un faro, con una mezcla de indignación y admiración por lo rápido que se había levantado el asunto.
Me llevó un tiempo formular una respuesta coherente.
"Me pones tú." Dije coherente, no larga.
"Cierra los ojos, solo queda uno."
Los cerré y volví a rememorar mis manuales sobre hormigas. Funcionó.
"Este es más discreto," dijo mi madrastra, poniendo algo en mi mano.
Margarita llevaba un camisón de gasa sin nada debajo. Le daba un aspecto etéreo, como si estuviera viendo al fantasma más sexy del mundo.
"Y se puede combinar con otras cosas," continuó, dando una vuelta y haciendo girar la tela. "¿Crees que le gustará a tu madre?"
Asentí, sin poder apartar mis ojos de la silueta desdibujada de su cuerpo desnudo.
"Claro que sí." Las hormigas desalojaron mis pensamientos y mi verga volvió a erguirse. "Y a quién no."
Margarita vino hasta la silla, se sentó sobre mí, con las piernas sobre uno de los reposabrazos, y nos estuvimos besando un buen rato.
"A ver, escoge," me susurró entre besos. "Elige un conjunto, me lo llevo y lo estrenamos en la cabaña..." Bajó una mano hacia mi polla y empezó a acariciarla. "O te la chupo ahora mismo y solo me llevo este camisón."
Joder. Menuda decisión. No sabía qué hacer. Lancé una plegaria silenciosa en busca de guía.