Encaprichada con mi padre 3/1
Como nubarrones que se precipitaban en una tormenta, con turbulencia pasaron ocho semanas desde que regresamos de aquella aventura en la playa. En ese lapso mi padre Sergio y Alexa terminaron su relación para siempre, en esa época no supe la razón, pero después me enteré de que mi padre la engañó con una chica, y Alexa no era de las que perdona. La juzgué mal, siempre creí que era de las vengativas, de las que culpaba a las otras de provocar infidelidad en su hombre. Y pese a todo, no podía creer que mi padre pudo haber sido infiel. Me decepciona en un nivel extraño, ¿si él anduviera conmigo me haría lo mismo ?, ¿quizás con Fernanda? No me quedaría más que ser «esa chica», la que culpa a las otras, la vengativa, la perra que cuida a su hombre. Diablos, no podría darme el lujo de tirar a la basura el amor de mi padre. Si fuera un hombre cualquiera… La cosa sería distinta.
Tras aquellos días, ocurrió la boda de Adolfo, un hombre que era amigo de mi padre. Ambos, fueron inseparables mientras cursaban la carrera de ingeniería civil en la universidad, hace muchísimos años. Mi padre, al ser invitado con formalidad a la boda de su amigo, creía impensable faltar. Lo interesante de todo el asunto, al menos para mí, radicaba en que la boda se efectuaría en otra ciudad, por lo que tendría la oportunidad de viajar y conocer un lugar bonito, un pueblo mágico, un paraíso terrenal. Y era evidente que yo iría, mi padre no me dejaría sola en casa por ningún motivo. Después del robo en la casa, me traía y llevaba a su antojo a donde él fuera. Antes de encapricharme con él, le habría negado sus insistencias. Pero ahora me gustaba que me tratara así, me sentía tan protegida, tan «su niña», su legitima propiedad.
Nos hospedamos en un hotel donde sería la gran boda. El hotel, poseía acceso a una hermosa playa que ofrecería el fondo de ensueño para el casamiento de los novios. Esa playa era un cielo transitorio que embriagaba con sus limpias arenas, y sus atardeceres purpúreos.
Mi padre y yo, nos quedamos en la misma habitación, así mismo, dormimos en la misma cama. Al principio, él insistió en que me fuera a otra habitación donde pudiera estar a mis anchas, pero refuté su insistencia diciéndole que me sentiría sola y con miedo, «el robo me dejó traumada de por vida»; no me sorprendería que el ya abusado recurso lo pueda usar toda la vida para manipular a mi padre, una y otra vez.
Nada pude intentar con mi padre desde la vez de los probadores de traje de baño, lejanos me parecían esos días en los que las oportunidades se me presentaban como oro molido caído del cielo, pero ahora se me presentaba una pequeña esperanza, las cosas podrían cambiar de golpe y devolverme un poco de todo ello con suerte violenta. Y es que mi padre, al parecer se había convertido en un experto para evitar que esa clase de situaciones sucedieran a causa mía. En consecuencia, en lo que yo llamo «las ocho semanas de sequía», me sentí cada vez más desdichada, y ahora con esto que parecía un retorno a los tiempos de color rosa, no me quería hacer ilusiones solo por dormir en la misma cama que él, porque si yo fallaba, el mundo se despedazaría a mi alrededor, se derretiría cual plastilina desecha por la temperatura del sol, podría caer entonces en una inesperada depresión.
Nos fuimos con una antelación de un día antes de la boda. Y cuando llegó el día de la ceremonia todo estaba increíble, la novia, Casandra, se miraba muy bonita con su elegante y sencillo vestido blanco. «Dios, espero algún día verme la mitad de hermosa que esa mujer el día de mi propia boda», pensé al verla caminar hacia el altar y ser desposada apropiadamente por un hombre trajeado, probablemente era su padre.
En la fiesta, la gente se mostraba increíblemente muy animada, el amor, la pasión, y un ambiente tropical, flotaban en el aire para que todos mostráramos una sonrisa de auténtica alegría. Era un ánimo contagioso. Aunque pensándolo bien, todo ello era artificial, producto de la bebida, no soy tonta.
En una de las mesas del gran salón, estábamos mi padre y yo sentados. Compartíamos la mesa con algunas de las amistades de la novia.
Una de las mujeres que permanecían sentadas alrededor de la mesa, en medio de un lapso de cándida valentía, invitó a mi padre a bailar. Habían platicado bastante para ese entonces, al parecer se estaban más que cayendo bien. Mi padre fue a bailar con ella sin ninguna clase de reparo, y algunos largos minutos después, regresaron ambos visiblemente cansados, mostrando una felicidad cómplice que no me gustó absolutamente para nada.
Para ese entonces estaba yo muy agotada, deseaba irme a descansar ya a la cama. El día había sido bello y largo. Confiaba en que entre mi padre y esa mujer no sucedería nada, era absurdo.
—Papi ya me voy a la habitación, tengo mucho sueño —solté a mi padre cuando este se sentaba en la silla.
—Bien, espérame un poco, también voy, ya es tarde.
—Ok —respondí. Las palabras de mi padre, me hicieron estar cada vez más segura que la mujer no representaba peligro alguno.
—Bueno Cecilia, nos vemos en la mañana —dijo Sergio a la chica con la que había bailado.
Yo me quedé en shock al procesar tal información, porque todo indicaba que iban a tener una cita justo antes de regresarnos. Genial, cuando por fin me había librado de la pesada de Alexa y de su influencia intoxicante en mi padre, llegaba una mosca muerta para entregarle fácilmente las nalgas a mi padre cuando este se las pida después de su estúpida cita, que no es más que una excusa para tener relaciones sexuales. Lo más preocupante de todo es que yo me mostré demasiado confiada ante la mujer, la subestimé. ¿Cómo pude caer en semejante error? ¿Cómo pude ser tan estúpida? Mis alarmas no se activaron a tiempo, ni con la intensidad suficiente. No, mejor dicho, no se activaron para nada. Era por el cansancio, por la boda, por el lugar, por confiar ciegamente en mi padre.