Hijastra
December 22, 2023

La hija de mi mujer se convierte en mi amante (9)

Tras vencer los tabúes y prejuicios, madre, hija y yo decidimos pasar un fin de semana juntos en un lugar apartado.

Quiero agradecer a todos los que me leéis que lo estéis haciendo. Tanto a los que seguís esta saga como a quiénes ahora la descubrís.

La historia va avanzando y creciendo. Espero que siga siendo de vuestro agrado y que sigáis queriendo leer más.

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Había pasado de vivir, en cierto modo, preocupado y temeroso de que mi mujer descubriera mi relación especial con su hija, a vivir en una verdadera nube. Ya no había motivo para escondernos, ninguno de los tres.

Sin necesidad de hablar del tema, ni de airear trapos sucios o reproches, todos dimos por hecho que íbamos a respetar ese nuevo status, sin otro objetivo que el de ser lo más felices posible. La única explicación que ofrecimos fue, contarle a María que Mónica llevaba un DIU, para evitar cualquier riesgo de embarazo.

No me importaba si María continuaba follando con su joven compañero, yo hacía exactamente lo mismo con su hija, a la que tuve que dar la razón, en la primera oportunidad que tuve, pues ella siempre sostuvo que su madre tenía una aventura.

La relación entre María y yo también mejoró. Nos tratábamos con más cariño y complicidad que tiempo atrás e, incluso, nuestras relaciones sexuales se hicieron algo más frecuentes y pasionales.

Dos semanas después del primer tórrido e inesperado encuentro que los tres mantuvimos, decidimos alquilar una casa rural en un apartado pueblecito de la comarca del Alto Tajo, en Guadalajara. Sabíamos a lo que íbamos.

Madre e hija no me dejaron estar presente cuando prepararon sus equipajes. Señal inequívoca de que me reservaban algún tipo de sorpresa, lo que provocó que mi estado de excitación fuera bastante considerable desde el jueves por la tarde, cuando preparamos todo para, sin pérdida de tiempo, al día siguiente, nada más comer, poder salir hacia el que sería nuestro retiro ese fin de semana.

El viaje duró unas dos horas. Dado que la temperatura era muy agradable, madre e hija vistieron bastante ligeras de ropa: María con un short blanco, muy short, que dejaba ver sus aún deliciosos muslos. Su hija, Mónica, una minifalda que, al sentarse en el asiento trasero, dejaba ver casi por completo sus muslos. En varias ocasiones lancé miradas furtivas a través del espejo retrovisor central, pudiendo llegar a ver, pues ella no hizo nada para impedirlo, el color de sus braguitas: blanco.

El camino resultó agradable, un poco de tráfico en las cercanías de Madrid, aunque no demasiado gracias a haber salido un poco antes de lo que lo haría la mayoría de la gente, y carretera solitaria en cuanto nos apartamos de la autovía. María se mostró mucho más cercana y cariñosa que de costumbre, rozando mi brazo y tocándome el muslo al hablarme, a lo que yo correspondí posando mi mano en su desnudo muslo, haciendo sentir en la yema de mis dedos la suavidad y tibieza de su cuerpo.

Detrás, Mónica, no perdía ojo, pero lejos de mostrar algún signo de celos, permaneció sonriente y alegre, incluso en algunos momentos, sus ojos transmitían cierta picardía.

Al llegar a la casa nos recibió la propietaria. Una mujer que debía pasar de los 50 años y que, posiblemente, duplicara la cifra de su edad en kilogramos de peso. Eso sí, fue extremadamente amable y atenta, nos acompañó por cada una de las estancias de la pequeña vivienda que estaba perfectamente equipada para brindar una estancia tranquila y cómoda.

La casa constaba de una planta baja y una planta superior. En la planta baja se ubicaban un pequeño salón, una cocina muy coqueta y un aseo. En la planta superior había dos dormitorios, uno con cama grande, tamaño king size, el otro con cama individual, y otro baño. La decoración era funcional, moderna y práctica.

Y, por fin, nos quedamos solos. Eran poco más de las seis de la tarde, y propuse que, tras deshacer el pequeño equipaje que cada uno de nosotros portaba, podríamos ducharnos para después salir a tomar algo y cenar un poco. Sabíamos que acabaríamos follando, pero hasta el más aguerrido guerrero necesita alimentarse.

Así lo hicimos. Madre e hija, para seguir preservando aquello que no querían que yo viese, me pidieron que guardase mis cosas en el armario de la habitación individual, mientras ellas se quedaron con el armario de la habitación grande.

Como suelo ser bastante organizado y, evidentemente, se tarda menos en organizar una maleta que dos, terminé antes que ellas. Desde el pasillo les dije que pasaba a la ducha.

A los pocos minutos, madre e hija hicieron acto de presencia en el baño. Tuve que desempañar con las manos el cristal de la mampara de la ducha para acabar de creerme lo que estaba viendo: María y Mónica, casi completamente desnudas (Mónica sólo llevaba la braguita blanca que había podido por antes a través del espejo del coche, y María con braguita y sujetador), se fundieron en un beso que casi me hace perder la cordura.

Nadie puede imaginar el morbo que supone ver como tu mujer, que sigue manteniendo un cuerpo realmente atractivo y provocador, se morrea a un metro de ti, medio desnuda con su también medio desnuda hija, habiendo heredado ésta la belleza y curvas de la madre. Mi polla comenzó a encaramarse a velocidad de vértigo.

Y no sólo sus lenguas y sus labios se afanaban en besar la boca de la otra. Sus manos recorrían cada parte del cuerpo de su oponente, en un ejercicio de sensualidad y erotismo digno de la mejor escena de cine erótico.

Instintivamente llevé mi mano derecha a mi polla, y comencé un suave movimiento sobre ella, haciendo aflorar mi enrojecido y duro glande, mientras el agua caliente seguía cayéndome encima, proporcionándome otro tipo de caricia.

Tras un par de minutos o tres, en los que podía ver como la lengua de María entraba en la boca de Mónica, y otras veces era la de Mónica la que llenaba la boca de María, ésta última abrió la mampara de la ducha, sin importarle que el baño pudiera llenarse de agua y, mientras con una de sus manos sustituyó a la mía, sosteniendo mi polla en el aire, como si del más valioso trofeo se tratase, me susurró al oído:

- Me ha contado Mónica lo bien que lo pasasteis los dos en el camarote del crucero –tras terminar su frase, mordió el lóbulo de mi oreja con sus labios, experimentando un estremecimiento de placer.

Tras este breve instante, María acabó de introducirse en la ducha para, tras ella, hacerlo Mónica. Los tres estábamos bajo el agua caliente, en un espacio reducido, yo desnudo y empalmado, y ellas con la poca ropa interior que portaban, empapándose por fuera, además de lo que ya debían estarlo por dentro.

Al girar mi cabeza a la izquierda, me encontré con la boca de María. Nos besamos, en el mismo lugar dónde había estado la lengua de Mónica hacía unos segundos, estaba ahora la mía. Dónde hacía un instante había estado mi mano, ahora tenía las manos de madre e hija, sin que fuera capaz de distinguir cuál de las dos manos que sentía era la de cada una de ellas.

Sólo era capaz de sentir que empezaron a pajearme, mientras los tres nos besábamos alternativamente. Yo apoyando mi espalda en la pared más larga de la ducha, con cada una de ellas a un lado de mi cuerpo, repartiendo mi boca entre la una y la otra, o viendo con ambas se volvían besar con absoluto morbo y entrega. Sus manos en mis huevos y polla, y mis manos palmeando un culo y otro, o buscando el coño de cada una, todavía cubierto por sus braguitas, absolutamente empapadas.

El calor y la humedad eran casi insoportables, pero el morbo y el deseo eran irrefrenables. Logré, en un ejercicio casi de contorsionista, colar mis manos por debajo de cada una de sus braguitas, para acariciar sus labios y clítoris e introducirles mis dedos dentro de sus coños, mientras ellas se fundieron en un beso al que me uní, los tres dándonos la lengua por fuera de nuestras bocas, los tres gimiendo de placer, los tres estremecidos y entregados.

A continuación fue María la que tomó la iniciativa y, arrodillándose como pudo en un pequeño rincón, comenzó a lamerme la polla con absoluta delicadeza, arrastrándola desde los huevos hasta el glande, obligando a Mónica a hacerle sitio, apartando su mano.

Pero la hija también quería su parte del pastel. Mónica imitó a su madre y se acomodó como pudo al otro lado de mi cuerpo, para pugnar con su boca y lengua en arrebatarle un trozo del suculento pastel que ambas querían devorar, y que no era otra cosa que mi polla.

Así estuvieron madre e hija durante un buen rato, turnándose en las lamidas, succiones, caricias y besos, todo ello desde mis huevos hasta la misma punta, a veces más intensos, a veces más suaves, a veces acompañados de las manos, a veces hundiendo mi verga en su boca hasta casi provocarles una arcada.

Reconozco que el placer, el morbo y la situación se me fueron de las manos y acabé estallando en una explosión de semen que llegó a las bocas y caras de las dos, en el momento en el que mi cuerpo, no soportando más estimulación y tensión, decidió derramar todo el néctar que me habían hecho producir, sintiendo a continuación como mis piernas apenas eran capaces de sostenerme.

Tras los varios chorros de leche que expulsé, María y Mónica volvieron a ponerse de pie y a compartir el semen que cada una tenía en su boca y lengua con la otra. Incluso María, que estaba demostrando un nivel de morbo y sensualidad que yo no conocía, lamió las gotas de semen que Mónica tenía en su cara y pecho, antes de besarme.

Fue delicioso sentir como me entregaba una pequeña parte de mi semen desde su boca.

A continuación, cuando me recuperé un poco de los efectos de la explosión de placer que había acabo de tener, nos duchamos los tres juntos, ayudándonos mutuamente a hacerlo. Pero mi conciencia no me permitía dejarlas así, por lo que hice que ambas se colocaran con la espalda en la pared, como yo había hecho hacía unos minutos, acabé de desnudarlas por completo y dediqué unos minutos a saborear sus pechos, sus dulces y endurecidos pezones fueron entrando y saliendo de mi boca, mientras mis dedos hacían lo mismo en sus coños, en los que, ahora sí, notaba claramente como sus fluidos, calientes y viscosos, impregnaban mis dedos.

Volvía a ser todo un sueño estar con la madre y la hija, acariciando, sobando y amasando sus coños y sus clítoris, follándolos con mis dedos, mientras mi boca devoraba sin descanso sus tetas y sus pezones, mordiéndolos incluso, hasta hacerlas gemir de placer.

María fue la primera que dio muestras de estar a punto de llegar al orgasmo. En ese momento incrementé el ritmo al que mis dedos se movían, y al que mi boca lamía, mordía, succionaba y acariciaba sus pezones y tetas. Pronto conseguí que Mónica también se uniera a su madre, ambas comenzaron a moverse de forma convulsiva, no pudiendo contener y moderar sus movimientos y sus gemidos.

Mónica buscó la boca de su madre, y volvieron a besarse, a lamerse las lenguas, los labios, a lamer sus mejillas y apretarse con fuerza, mientras mis dedos, tres en cada coño, se hundían con fuerza e intensidad en cada uno de sus coños.

Hasta que, al fin, ambas estallaron de placer. Ambas temblaron al gemir y derramar sus fluidos a borbotones en mis dedos. Ambas siguieron besándose y lamiéndose con apasionamiento y morbo.

Ahora eran ellas quienes apenas podían sostener sus cuerpos en pie.

Finalmente, ya los tres satisfechos y algo más repuestos, acabamos de ducharnos y nos arreglamos para salir a conocer el pequeño pueblo y buscar un lugar en el que tomar algo y, ahora con más necesidad, reponer fuerzas.

El pueblo era un pequeño conjunto de viviendas, todas antiquísimas aunque bien conservadas, con el estilo propio de la zona. Al menos no había ninguna construcción que desentonara con el entorno.

Finalmente acabamos comiendo unas pizzas en uno de los dos bares que tenía el pueblo. En un pueblo acostumbrado a los forasteros de fin semana, nuestra presencia levantó alguna mirada suspicaz: no dejábamos de ser 3 personas en las que, dado su parecido, era evidente que las dos mujeres eran madre e hija, y que yo, en mitad de la una y de la otra por edad, no estaba muy claro si era pareja de la mayor o de la joven. Además, ninguno de los tres nos ahorramos pequeños arrumacos y muestras de cariño. Estaban descolocados, y eso nos divertía.

Poco antes de la media noche, y dando un agradable paseo, llegamos de nuevo hasta la que durante esos poco más de 2 días, se convertiría en nuestro centro de operaciones.

Una vez dentro de la casa, y con la puerta cerrada con llave, no nos fiábamos de que la dueña no pudiera aparecer sin avisar, ya que nos contó a nuestra llegada una anécdota que la sucedió un par de años atrás, cuando sorprendió (según ella sin querer), a la parejita que le había alquilado la casa, en el salón de la casa disfrazada ella de enfermera y él echado en el suelo, simulando haber perdido el conocimiento, Mónica me besó, delante de su madre, como si le fuera la vida en ello. A continuación fue María lo que hizo lo mismo, casi con ansia, como nunca antes la había visto.

- Quiero ver como os besáis vosotras –pude decir antes de que Mónica volviera a hacerme una limpieza bucal con su lengua inquita.

Sin pensárselo dos veces, madre e hija volvieron a fundirse en un beso capaz de resucitar a cualquiera, incluida mi polla, que pronto comenzó a dar nuevas señales de vida.

Tras estos primeros besos, y no sin sacudirlas un fuerte palmetazo a cada una en sus soberbios culos, tomamos la escalera para conducirnos a la habitación.

Me pidieron que me pusiera cómodo en la cama, mientras ellas hacían algo para mi:

Madre de hija comenzaron a desnudarse mutuamente, a la vez que sus bocas besaban sus cuerpos, que sus lenguas acariciaban su piel, y que sus manos exploraban cada bendito rincón de sus deseados cuerpos. Mi polla no pudo parar de crecer y engordar, y de endurecerse hasta parecer una barra de acero. Creí que reventaría el pantalón, pero me prohibieron tocarme. Ni siquiera para quitarme la ropa.

Ellas siguieron a lo suyo, y yo a lo de ellas. Era maravilloso, y difícilmente descriptible, todas las sensaciones y sensualidad que se desplegaron en esa habitación. Se podía mascar la sensualidad, el erotismo y el morbo.

Aunque ambas se habían vestido de forma cómoda para salir, con pantalones vaqueros y camisetas, la ropa interior de las dos era deliciosa. Mónica había elegido un conjunto de culote y sujetador, de color rojo burdeos, que la hacía completamente irresistible. María llevaba braguita brasileña y sujetador, también a juego, de color negro, plasmando cada curva de su sinuoso cuerpo, que cada día me parecía tan irresistible como unos años atrás.

Pronto estuvieron ambas desnudas. Cuando lo estuvieron se acercaron hasta la cama, cada una por un lado, y entre besos y caricias, se hicieron dueñas de mi propio cuerpo, despojándome de toda ropa y de todo impedimento para acceder a todos los rincones de mi propia anatomía.

Mi polla apuntaba al techo, mientras ellas, sin misericordia hacia mi, alternaban los besos y caricias que me daban, con los que se daban ellas mismas, haciendo que la temperatura de mi piel estuviera a punto de hacer arder la ropa de cama.

Unos minutos después, María se quedó conmigo, besándome sin descanso, mientras acariciaba mis huevos y mi polla, a la vez que Mónica se dirigió al armario. No pude ver lo que cogió hasta que la tuve al lado:

- Hoy vas a ser nuestro juguete. En toda relación hay que introducir variantes para que no caiga el interés –me dijo María.

No respondí, no dije nada, tan sólo me dejé hacer. Mónica portaba un par de largas cintas, con las que ató mis muñecas, firmemente aunque asegurándose de no hacerme daño, al cabecero de la cama. Llevaba también un consolador de buen tamaño y mucho realismo, y un antifaz de color negro, que usó para cubrir mis ojos. No veía absolutamente nada.

- Ahora, vamos a hacer contigo lo que nos de la gana. Vamos a hacer entre nosotras lo que queramos, y tú no vas a ver nada. Tan sólo vas a sentir e imaginar –ahora fue Mónica quién habló.

Toda aquella situación hizo que me excitarse aún más. No sólo en el plano físico, en el que ya estaba con una excitación muy importante, si no en el plano emocional. Deseaba que siguieran, que hicieran lo que tenían pensado y que me hicieran vivir una experiencia única e inolvidable.

No podía ver nada, no podía tocarlas. Tan sólo podía esperar, sentir y disfrutar. Y eso, justamente eso, es lo que hice.

Pronto sentí cuatro manos recorriendo mi piel, bajando desde mi boca y mis mejillas, por el cuello, pecho, vientre, piernas, hasta recrearse en el pubis y con mi sexo erguido.

A continuación fueron sus bocas, las dos a la vez, las que lamieron y besaron todo mi cuerpo, cada milímetro de mi piel, especialmente los pezones, con los que consiguieron que mis primeros gemidos de placer hicieran acto de presencia.

Después sentí como la boca de una de ellas tomó a mi polla como prisionera, haciéndola entrar en esa maravillosa celda que era esa boca húmeda y cálida, mientras la se situó a horcajadas sobre mi propia boca, restregándome su coño por ella.

Aquello de no saber que boca comía mi polla, ni qué coño comía mi boca fue, sencillamente, de locos. El morbo que provocó esa incertidumbre no tenía comparación con nada que hubiera vivido antes.

Por momentos pensé que era Mónica la que estaba mamando con auténtica maestría mi dura verga. Pero, un momento después deseché esa idea, y creí reconocer el sabor de los fluidos que llegaban a mi boca como los de Mónica, por lo que la boca que me estaba haciendo esa maravillosa felación debía de ser la María.

Pero no lo tenía nada claro, al momento volví a cambiar de idea. Lo importante era que me estaba poniendo a 1000, que mi cuerpo hervía, que mis huevos estaban llenándose de nuevo de leche, y que tenía la polla en situación de haber servido como ariete.

Ellas, para mantener en todo momento el anonimato, no pronunciaron una sola palabra. Y yo bastante tenía con gemir y respirar, mientras el placer y el morbo invadían cada poro de mi piel, todo mi cuerpo.

Tras unos minutos así, recibiendo placer en la polla, sintiendo una lengua y unos labios, de no sabía cuál de las dos, lamiendo y succionando mi verga y mis huevos, y de llenar mi boca con los fluidos que constantemente manaban del delicioso coño que no dejaba de restregarse contra mi boca, de la que sacaba la lengua con la intención de lamerlo aún más y de poder acariciar con ella el clítoris, ambas pararon.

Por los movimientos que sentí que hicieron, cambiaron de posición. Ahora la que me había dado su coño se dedicó a mi verga. Y la que había acabado de engullir mi polla como si fuera el más rico manjar, se colocó sobre mi, pero, a diferencia de la anterior, no me dio solo su coño, si no que se colocó sobre mi girando su cuerpo de forma que pudo restregar tanto su culo como su coño con mi boca.

Era una locura total. Por momentos pensé que podría morir así, recibiendo placer por duplicado, de dos mujeres igualmente morbosas y sensuales. Si era así, moriría colmado de placer y felicidad.

Dejé que mi lengua lamiera el ano y el coño de quién tuviera encima, sin importarme nada más que tratar de devolver parte del placer que estaba recibiendo, porque mi polla seguía siendo lamida, engullida y acariciada por una dulce y maravillosa boca, aplicando distintas intensidades y ritmos, gracias a lo cual, y a haberme corrido un rato antes, podía estar aguantando tantos estímulos sin regar con mi semen aquella boca.

Después de varios minutos más, en los que mis gemidos de placer fueron haciéndose más constantes, y en los que ellas seguían sin pronunciar una palabra, ni siquiera hizo el más mínimo ruido la que estaba recibiendo los placeres de mi boca en su coño, ambas volvieron a parar, y ambas bajaron de la cama. Algo nuevo me esperaba.

Al momento, me desataron la mano derecha y una de ellas se puso de pie, por encima de mi cabeza. A la vez, la otra se colocó sobre mi, sujetó con firmeza mi polla con sus manos, pudiendo sentir como se la colocó en la ardiente entrada de su sexo empapado.

La que permaneció de pie me puso sobre la mano lo que era, sin duda, el consolador que un rato antes había visto, y dirigió mi mano hasta su coño, indicándome con el movimiento de su propia mano, que se lo fuera introduciendo.

Así es como comencé a introducir aquel enorme consolador en el coño de una de ellas, mientras la otra se deslizó hábilmente sobre mi polla, logrando que casi toda ella penetrara en su cuerpo.

Mis gemidos fueron aún más intensos y sonoros de lo que ya lo habían sido antes.

Pude sentir como los fluidos de la que me cabalgaba se deslizaban por mi polla, hasta depositarse en mi pubis y llegar hasta mis huevos, mientras mi mano acomodaba su ritmo al ritmo que marcaba la que me estaba follando.

Y ellas seguían sin gemir, sin hablar, sin hacer nada más que respirar, jadear y tomar aire a grandes bocanadas, lo que no me permitía averiguar quién era quién.

Tras un buen rato así, en el que podía sentir por momentos como mis huevos se hinchaban más y más, como la presión que sentía en ellos estaba a punto de hacerme sucumbir, y como el ritmo de quién me cabalgaba no hizo otra cosa que incrementarse, logrando que la penetración fuera cada vez más intensa, mi reacción consistió en empujar cada vez con más fuerza e intensidad el pollón que tenía en mis manos, el cual, del mismo modo que había ocurrido con mi polla, estaba absolutamente empapado en los fluidos de una mujer.

Poco después, la amazona que me follaba hizo aún más intensos sus movimientos, cerrando ostensiblemente sus muslos y su coño sobre mi polla. Me iba a hacer morir de placer, y provocó que las embestidas de mi mano fueran aún más intensas y rápidas.

Mis huevos no aguantaron más, y mientras chillé con toda mi alma que me corría, comencé a soltar, uno tras otro, varios chorros de leche ardiente en ese delicioso coño. Por los movimientos de mi amazona, comenzó a correrse a la vez que yo terminaba de hacerlo, seguramente sobreexcitada al sentir mi líquido blanco inundando sus entrañas. Un leve gemido escapó de su garganta, pero absorto en mi propio orgasmo no fui capaz de identificar a cuál de mis dos amantes correspondía.

Aguanté como pude sus últimas embestidas, y me concentré en continuar follando el coño que tenía sobre mi cabeza con el consolador que me habían entregado. Ahora le tocó el turno a la segunda, madre o hija, de correrse. Pude oír otra vez un gemido tenue, apagado y ahogado, pero no duró lo suficiente, ni mis sentidos estaban lo suficientemente despiertos, como para identificarlo.

Me dejaron en la cama, solo, mientras ellas fueron al baño. Una vez que se hubieron lavado y refrescado, me desataron la otra mano y me quitaron el antifaz.

- ¿Te ha gustado, cariño? –me preguntó Mónica.

- Ha sido mucho más que gustarme. Me habéis vuelto loco.

- ¿Eres capaz de saber quiénes éramos cada una en cada momento? –preguntó María con sonrisa maliciosa.

- Sinceramente, no tengo ni idea –respondí.

- ¿Y te preocupa saberlo? –me preguntó Mónica.

- No, para nada –respondí de nuevo.

- Sólo queríamos que comprobaras que, independientemente de con quién de las dos estés en cada momento, o con las dos a la vez, siempre haremos lo necesario para que disfrutes todo lo que quieras y puedas –dijo María.

A continuación, y habiéndome dejado sin palabras ni energía, madre e hija estamparon, una tras otra, suavemente sus labios en los míos.

(continuará)
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